Zaragoza estaba llena de prostitutas, jamás se vio una ciudad con tantas prostitutas, zumbaban en los bares como moscas, cada soldado tenía la suya, y había miles de soldados en Zaragoza… Cuando los republicanos bombardeaban, los bares y los restaurantes se convertían en refectorios de monasterio: todas aquellas mujeres invocaban a la Virgen del Pilar y rezaban; había alguna que incluso sacaba el rosario y se arrodillaba. Daba gusto pasar de estar acompañado por mujeres medio borrachas y alegres a una doliente congregación de Hijas de María, era un placer en el que confluían muchas cosas, como una comida que te gusta y está preparada con varias cosas diferentes que no comerías por separado y que, juntas, ya no reconoces el sabor de ninguna.
La Virgen del Pilar protegía Zaragoza, ya había hecho un indudable milagro en tiempos de Napoleón, y ahora continuaba protegiendo a Zaragoza con el grado de capitana general de las tropas aragonesas (las falangistas) con su correspondiente salario. Cuando más tarde le conté a mi madre que la Virgen del Pilar tenía grado y sueldo estipulado en el ejército, se persignó; le parecía tan diabólico que creyó que me lo había inventado yo para provocar su enfado, porque la Virgen no puede tomar parte en una guerra en la cual se matan los jóvenes, y menos aún grado y salario… Se convenció, sin embargo, de que podía llegar a ser verdad, cuando se lo juré por el alma de mis familiares muertos; pero, como la Virgen no podía presentarse a recoger su paga, sino que lo haría sin duda algún cura, no se ocupaba, por tanto, de las tropas de Aragón; o mejor: pensaba en los aragoneses, y en mí, siciliano, y en todos aquellos que luchaban en España, rogando a Dios que pusiera fin a aquella carnicería.
Zaragoza estaba a pocos kilómetros del frente, pero la guerra parecía estar a miles de millas; tan sólo algún bombardeo, que no causaba grandes daños, daba cuenta de su proximidad. En el frente nos turnábamos; se había convertido en una guerra de posiciones, con trincheras y puestos que se tomaban y se dejaban y se retornaban. Habíamos tenido muchas dificultades en Belchite, pero a mediados de septiembre el frente, como suele decirse, volvió a la normalidad; es decir, no perdíamos muchos hombres y tampoco matábamos a muchos.
Hacía buen tiempo; algún que otro chaparrón y de nuevo el cielo radiante y sereno, el campo nítido, el Ebro como una vena vibrante de la tierra. Líster estaba prácticamente delante de nosotros: un día faltó poco para que lo sorprendiéramos; nos quedamos con sus cosas y una mona que, según decían, era suya; la llevaría consigo como un amuleto o acaso como diversión. Conservo una fotografía donde aparece la mona de Líster sostenida por un legionario parecido a ella (el teniente lo había escogido adrede) y nosotros alrededor, en herradura, con las caras sonrientes. Líster era un demonio; lograba escabullirse siempre. Y era un buen comandante. Jamás he visto una foto suya. No sé qué había sido con exactitud, si un enterrador o un filósofo; y me gustaría saber adónde ha ido a parar y si todavía está vivo. Tantas cosas, y no sólo de Líster, me gustaría saber de aquella guerra…
Cuando volvíamos a Zaragoza desde el frente, buscaba siempre a la misma mujer; se llamaba María Dolores. El marido se había ido con los milicianos, pero a su padre, que había pertenecido al partido católico, lo habían fusilado los rojos, y ella tenía las ideas muy confusas. Esperaba que el marido ya estuviese muerto, aunque, de todos modos, estaba segura de que no regresaría.
María Dolores estaba llena de odio. Deseaba ver muertos a todos los que combatían por la república para vengar así la muerte de su padre y para tener la certeza de que su marido no se salvaría. Para ella, Mussolini era un hombre que participaba en la guerra española para liberarla de un marido envilecido por el vino y la política, y para vengar la muerte de su padre; e iba a la cama con los italianos como una forma de dar placer también a Mussolini. Yo no habría llegado a trabar amistad con un hombre español lleno de odio como ella, pero con una mujer era distinto: su odio, para mí, se convertía en un motivo de amor. Y no era que del odio a los demás le naciera el amor por mí, sino que me atraía justamente porque odiaba, por su manera de ser, un poco bruja. El placer del amor es muy complicado; y es mayor cuando en la mujer existe un trasfondo de oscura perversidad, un fondo de maligno misterio en su ser. (Hablo del placer, porque el amor es algo más simple y más claro.) Aquella mujer me atraía más que ninguna otra no sólo porque su cuerpo sus ojos, sus cabellos y su voz «me calentaran la sangre», como se dice en mi pueblo cuando una mujer atrae de manera irresistible, sino también porque amaba con violencia todo lo que mi conciencia me hacía rechazar.
Por aquellos días, la sospecha de que mi mujer pudiese engañarme —y tal vez me engañaba—, ya no me quemaba como en los primeros días de alejamiento. Entre el crudo placer del amor, complicado y turbulento, y la dolorosa claridad que aquella guerra iba adquiriendo a mis ojos, hallaba un extraño equilibrio; me sentía ajeno e indiferente a mi vida anterior, como si ya no me perteneciera a no ser por los hechos que me habían llevado a España: la pobreza, la azufrera, el fascismo. El recuerdo de mi padre, de su muerte, y la visión de mi madre, que a los sesenta años y dolorida por la artritis iba a servir media jornada a las casas de los ricos, no me abandonaban nunca, pero sólo porque tuve la atroz revelación de haber venido a España para combatir contra su esperanza, contra la esperanza de gente como ellos, de gente como yo…
Mi mujer, en cambio, era una imagen de amor que con cada día que transcurría, con cada carta de ella que recibía, se alejaba, difuminada e insignificante. Sus cartas eran estúpidas y llenas de distracciones; me contaba los problemas domésticos como si yo, en lugar de ir a la guerra, me hubiese ido de vacaciones; que le resultaba pesado ir a hacer la cola para cobrar lo que yo ganaba para ella en la guerra; que algunos días los pasaba en una soledad que era para volverse loca; que mi madre la reprendía por ciertos gastos que consideraba inútiles o excesivos; y me contaba de los vestidos que se cosía y de la gente que encontraba. Me escribió una carta entera para explicarme que Mussolini había pasado por la estación de nuestro pueblo y ella había ido a verlo, era lo que se dice un hombre apuesto, mejor que en las fotografías, una cara simpática y bronceada; y que había ido tanta gente a la estación que, en un momento determinado, Mussolini se había preocupado porque los balilla[8] y las niñas italianas, empujados por la multitud, no acabasen bajo las ruedas del tren.
Mi madre, por el contrario, me escribía que rezaba por mí y también por los demás muchachos, porque la guerra terminara pronto; y siempre decía: «No sé qué te escribirá tu mujer de mí, pero no creas que yo hago de suegra con ella: sólo le recomiendo que ahorre, que piense que esas pocas liras que le dan, tú las has ganado con amargura». Y mi madre no se refería a la amargura de participar en una guerra, a la vergüenza y al remordimiento en el corazón; ella pensaba en el amargo trabajo de la guerra, en los fusilados y en las bombas, en la muerte que podía sorprenderme de un momento a otro. Mi madre no sabía escribir: dictaba sus cartas a una vecina de casa quien, llegado un momento, se recreaba por propia iniciativa en contarme todo lo que pasaba en el pueblo; conocía muy bien a mi madre y jamás le hubiese escrito a su hijo que estaba en la guerra cómo había estado la fiesta de san Calogero o que el obispo había venido a nuestra parroquia para las confirmaciones.
Me había casado por amor, el amor que en nuestros pueblos está hecho de miradas furtivas y encuentros sin palabras: se acostumbra a pasar por la calle y, de pronto, descubres a una chica guapa asomada a un balcón que tal vez hasta ayer era sólo una niña; y desde ese día, cada vez que pasas, miras hacia ese balcón y ella también te mira; luego vas a misa de doce todos los domingos para verla, y cada vez es más bonita a tus ojos; estás enamorado y ella te mira enamorada. Y, salvo que te quiere, nada sabes de sus pensamientos, de su vida, de las cosas que le gustan y de las cosas que teme; nada de su corazón, de su manera de alegrarse o apiadarse ante las cosas del mundo. El amor debería nacer, en cambio, del sereno descubrimiento de que unidos, un hombre y una mujer, se encuentran a gusto para afrontar las penalidades —sobre todo las penalidades— de la vida; unidos para vivir y en el conocimiento del dolor, y para ayudarse en ese conocimiento; y juntos en el placer, que dura tan sólo un momento y nos deja con el corazón desnudo, juntos para entendernos mejor con el corazón.
Así sentía iluminarse en mí el significado del amor, y descubría que no sentía amor por mi mujer. Por eso el placer podía saciarme. Por eso me bastaba una mujer de soldados, una mujer que llevaba dentro de sí todo el mal de aquella guerra. La buscaba como un sediento, pero a los pocos días, cuando volvía al frente, la dejaba con alivio: sentía un amargo placer cuando imaginaba que otros soldados ocupaban mi sitio en su cuarto y sentía el odio que había en ella, el oscuro placer de su odio.
Ventura pasaba de una mujer a otra, también había estado con María Dolores una vez, me habían dejado en el bar y se habían ido juntos, me hizo sufrir un poco, porque Ventura era mi amigo, no porque ella fuese con otros. Pensándolo bien, era una estupidez. Ventura se divertía en Zaragoza, quería olvidarse de la guerra; cuando volvía al frente estaba más taciturno y encolerizado; se peleaba siempre y cada vez hablaba con menos prudencia. Parecía que las ganas de marcharse se le hubiesen pasado.
En el frente de Aragón, aquel otoño, la guerra no era tan dura como lo había sido en Guadalajara y en Brunete: los días negros llegarían con el invierno. Realizábamos pequeñas acciones; a veces tenía la impresión de que nos hacían dar vueltas como a un trompo, como un perro cuando trata de morderse la cola. Debía de existir algún tipo de desorden entre nuestros comandantes, y tal vez Líster lo sabía. Una noche dormíamos en una granja cerca de Zaragoza, cuando nos despertaron alarmados: corría la voz de que la caballería enemiga se había infiltrado en nuestras filas y había ocupado un pueblo situado dentro de nuestro campo de acción. Nos hicieron marchar durante una hora en la oscuridad, tan densa que se podía cortar en lonjas; sentíamos la humedad de la noche calarnos hasta los huesos. Llegamos a un pueblo lleno de perros: había tantos que parecía que andábamos en medio de una jauría; todos les decíamos con zalamería: «perro, perrito» y echábamos a la oscuridad los mendrugos de pan que hallábamos en los bolsillos, temerosos de algún posible mordisco, y se oía el ruido de las mandíbulas al masticar los trozos, un roer sonoro e intenso ya que los pedazos de pan debían de estar duros como las piedras. Nos ordenaron detenernos: el pueblo más cercano, a cuatro o cinco kilómetros por aquel camino, era el que había tomado la caballería enemiga. Eran las tres de la madrugada; los oficiales dijeron que podíamos descansar hasta el amanecer, que nos las arregláramos como pudiésemos. Aquel movimiento de hombres y de perros en medio de la oscuridad, aquel llamar a los perros y luego blasfemar, aquel roer de los perros me parecen, en el recuerdo (y también entonces), fragmentos de un sueño.
El alba despuntó pálida. Los perros bostezaban como nosotros. Partieron unos motoristas. Media hora, una hora, y no regresaban. Los oficiales se consultaron algo entre ellos y luego se acercó a nosotros un teniente, un siciliano joven que siempre estaba pegado al mayor; me caía simpático.
—Que venga conmigo una veintena de hombres —dijo—. Vamos a ver si nos enteramos de lo que pasa.
Ventura se adelantó el primero y yo lo seguí. Cuando divisamos el pueblo ya picaba el sol, el sol del otoño, que en España, como en Sicilia, a veces es peor que el del verano. Reinaba un silencio de muerte. No era la primera vez que los milicianos tomaban un pueblo y se echaban a dormir, vencidos por el cansancio y el vino, y, como no acostumbraban dejar centinelas, durante el sueño se dejaban coger por nosotros.
No obstante, esta vez, nuestros dos motoristas no habían regresado. Nos movimos entre las primeras casas con suma precaución. Nada. Casi de puntillas desembocamos en una plazuela donde había un cura con tres o cuatro viejas, el cura y las viejas de la primera misa, igual que en nuestros pueblos; al vernos aparecer por las esquinas con los fusiles en ristre, poco les faltó para morir. En cuanto a mí, nunca he sentido tanta alegría al ver a un cura como aquella vez, porque significaba que no había rojos en el pueblo; de lo contrario el cura no estaría. El cura, que del susto se puso como un bacalao en salmuera, necesitó unos momentos antes de responder al saludo del teniente. El teniente preguntó por los rojos, ya que se tenía información, dijo, de que ese pueblo estaba ya en sus manos. El cura tuvo un sobresalto y, de forma instintiva, se alzó la sotana como hacen las mujeres y los curas cuando se aprestan a correr. Hizo falta toda la paciencia de que el teniente era capaz para calmarlo y hacerle decir que en aquel pueblo ni siquiera habían oído mentar a los rojos, y menos aún en los pueblos aledaños. ¿Y los motoristas? El cura tampoco tenía noticias de ellos.
Retomamos el camino para seguir avanzando. A pocos kilómetros había otro pueblo, más grande. Delante de un edificio había dos motoristas, y también un centinela; en la puerta había una tabla que ponía: «COMANDANCIA». El teniente atravesó la puerta, enfurecido, y al cabo de cinco minutos salió acompañado por un mayor.
—Aquí, hijo mío, yo ya no entiendo nada —se quejaba el mayor—; todos campan por sus respetos, oficiales y soldados. Ayer un teniente me dice: «Mi mayor, yo me voy», y yo le pregunto: «¿Y adónde vas?», «Me encuentro mal y me voy, me voy al hospital», me dice, y le digo: «Pero qué hospital ni qué h…: tú estás mejor que yo; a mí sí que tendrían que llevarme en camilla»; y me dice: «Me voy, estoy mal». ¿Qué debería hacer yo ahora? Arruinarlo, eso es lo que debería hacer… Y ésta es sólo una de tantas: no sabes las que paso yo aquí, aquí están los mayores pelmazos, parece que los hayan elegido a propósito para mí, uno por uno. «Estos se los damos al mayor D’Assunta, que tiene paciencia y no pierde los nervios», y yo tengo los nervios tensos como las cuerdas de una guitarra; yo cojo a uno de éstos y lo arreglo para siempre, lo dejo arruinado…
—¿Y la caballería enemiga? —preguntó el teniente.
—Éste, hijo mío, es otro tema. O mejor: es el mismo tema. Aquí soy yo quien tiene que hacerlo todo. Cada día voy a los bastidores y hago un recorrido general para examinarlo todo con los gemelos, y esto no es nada, hago tantas otras cosas que no me corresponden… Pues bien, ayer miraba hacia aquella parte —señaló con un gesto hacia el pueblo donde habíamos encontrado al cura— y en el barranco, por donde pasa un torrente, vi a hombres a caballo y hombres a pie que llevaban tablas: las transportaban de una de las colinas de allá arriba a la orilla del torrente. Me dije: «¡Vaya, éstos me quieren tomar por tonto!». Llamé a todos para que me aclararan qué pasaba y uno de ellos me dijo: «Ah, ¿es por lo de las tablas?, hace un par de días que me di cuenta del movimiento». ¿Entiendes, hijo mío? Hacía un par de días, y se lo guardaba para sí, como si hubiese visto una chica guapa en la calle de Toledo. Hacen lo que les viene en gana, ¡qué guerra ni qué historia!, vacaciones en Capri es lo que hacen… En fin, mandé un telegrama: «INFILTRACION DE CABALLERIA ENEMIGA», pero ahora que estáis vosotros, entre unos y otros los neutralizamos… —Se pasó una mano por la cara, dura por la barba, y añadió—: ¿Tienes a algún barbero entre tus soldados?, el mío hace dos días que no aparece, el hijo de su madre…
Mandamos regresar a los dos motoristas. Se nos sumaron los otros. El mayor de nuestra compañía observó con los gemelos; enviaron patrullas. Volvieron contentas porque en el barranco se habían encontrado con una sección de la caballería de los requetés y con obreros que trabajaban en la construcción de un puente. El mayor D’Assunta, afeitado y alegre, exclamó:
—¡Menos mal! Temía que me estuviesen tomando el pelo.
Y empezó a contarle a nuestro mayor los problemas que le hacían pasar sus hombres, aunque más por divertirlo que porque tuviera de veras necesidad de lamentarse. Parecía un padre que cuenta las diabluras de sus hijos y que, en el fondo, le disgustaría que las dejasen de hacer.
—Un mes llevan en este pueblo, pobres chavales, y ya se han adaptado, tienen novia, la cama calentita y huevos frescos: se hacen querer por todos, aquí en el pueblo; y me aprecian, ¿sabéis?, algunas veces me hacen enojar, pero me quieren bien… «Mi mayor, ordeñada con mis propias manos», y me traen una buena jarra de leche… «Mi mayor, aún está tibio», un huevo… «Mi mayor, el chorizo que a usted tanto le gusta», una salchicha grande como un brazo…
El mayor B. (recuerdo su nombre, pero no quiero escribirlo porque tendré que contar otras cosas de él), comandante de nuestro batallón, lo miraba con una cara de mastín que parecía que de un momento a otro lo iba a despedazar. El mayor D’Assunta interrumpió su relato de las afectuosas atenciones de que era objeto por parte de sus hombres y preguntó:
—Y a usted, ¿le gusta el chorizo?
Fue la gota que colmó el vaso: la ira del mayor B. se desbordó:
—Yo no he venido a España a comer chorizo —dijo—; he venido a hacer la guerra, y a hacerla bien.
—Claro que hacemos la guerra —dijo el mayor D’Assunta—. ¿Qué, si no? ¿O es que hemos venido a España a hacer la fiesta de Piedigrotta?… Tal vez no la hago tan bien como vos, si es que hacer bien la guerra aquí quiere decir… Dejémoslo, mejor. En resumidas cuentas: me gusta el chorizo.
El mayor B. lo saludó a la romana y le volvió la espalda.
—Mañana el mayor D’Assunta no tendrá ni el huevo fresco ni la leche recién ordeñada —dijo Ventura—. Quién sabe a qué frente lo trasladarán.
Llegaron los camiones a buscamos y volvimos a Zaragoza.
La primera vez que fui a Palermo desde mi pueblo, tenía diez años. Habíamos ido con mi padre para acompañar a un hermano suyo que se marchaba a América. Era mi primer viaje en tren; el tren, los ferroviarios, las estaciones, el paisaje: todo era para mí una alegre novedad; hice todo el viaje de pie, ida y vuelta, asomado a la ventanilla. Entonces tuve la fantasía de que, de mayor, sería ferroviario: bajar del tren un momento antes de que se detuviera, tocar el silbato y gritar el nombre de la estación, subir de un salto seguro al tren cuando reemprendía la marcha. En un momento determinado el ferroviario decía: «Aragona, cambio», y los que no íbamos hacia Girgenti bajábamos cargados de maletas y bultos para subir a otro tren que esperaba. Cuando jugaba con los otros chavales de mi barrio, yo me reservaba ese grito que sonaba para mí como la voz del destino, el destino que había hecho nacer o vivir a algunos hombres al este de Aragona y a otros al oeste; aunque no sabría decir con precisión qué tipo de fascinación ejercía entonces sobre mí ese grito. Tengo presente el pueblo de Aragona tal como se ve desde el tren, unos minutos antes de entrar en la estación; como si girara alrededor de un perno, da una media vuelta en tomo a un gran palacio que domina el pueblo y el campo desnudo a sus pies. Aunque se halla a pocos kilómetros de mi pueblo, nunca he estado en Aragona: sólo tengo grabada la imagen que se ve desde el tren.
El Aragón español, una región con muchos pueblos parecidos a Aragona, provincia de Girgenti, me trajo a la memoria aquel remoto viaje y, después, el juego con otros chavales; y aquel grito, «Aragona, cambio», se metía siempre en mis pensamientos como a veces ocurre con un fragmento de música o una frase de una canción que permanece días dentro de nuestra mente y se va deformando. Pensaba: «Cambio, mi vida cambia de tren… o estoy por subir al tren de la muerte… cambio; Aragona, cambio… cambio» y el pensamiento se convertía en una obsesión casi musical. Yo creo en el misterio de las palabras, y en que las palabras pueden hacerse vida, destino, del mismo modo que se convierten en belleza.
A todas esas personas que estudian, que van a la universidad, que se convierten en buenos médicos e ingenieros y abogados, en funcionarios y diputados y ministros, me gustaría preguntarles: «¿Sabéis lo que ha sido la guerra de España? Si no lo sabéis, jamás comprenderéis lo que ocurre delante de vuestros ojos; no comprenderéis nunca nada del fascismo ni del comunismo ni de la religión ni del hombre: jamás comprenderéis nada de nada, porque todos los errores y las esperanzas del mundo se concentraron en aquella guerra; como una lupa concentra los rayos del sol y provoca fuego, así ardió España con todas las esperanzas y errores del mundo; y hoy el mundo sigue crepitando por aquel fuego». Cuando fui a España apenas sabía leer y escribir; leer el periódico y la Storia dei reali di Francia, escribir una carta a casa; y he regresado con el convencimiento de que sería capaz de leer las cosas más complicadas que un hombre pueda pensar y escribir. Y sé por qué no muere el fascismo y estoy seguro de conocer todas las cosas que deberían morir con él y de lo que debería morir en mí y en todos los demás hombres para que el fascismo muera de una vez para siempre.
Hoy España, mañana el mundo, decía Hitler en las octavillas de propaganda que nos lanzaban los republicanos; y lo imaginábamos con un brazo extendido sobre España y escuadrillas de aviones que parecían partir de su gesto, y la tierra de España con una corona de caras de niños llorando. Hoy España, mañana el mundo, decía Hitler, y yo sentía que no eran palabras inventadas por la propaganda: todo el mundo se convertiría en España; hacer saltar la banca en España no quería decir que el juego hubiera terminado para siempre. Con excepción de Mussolini, nadie quería jugar todas sus cartas en España. Los alemanes probaban sus nuevos y precisos instrumentos de guerra; nosotros, en cambio, tirábamos todos los nuestros, los cazas nuevos y los viejos cañones austriacos y las ametralladoras del 14; y los pobres soldados con las polainas, las fajas en espiral y los uniformes verdigrises que bajo la lluvia parecían de pan mojado… ¡Los pobres parados de las Dos Sicilias!
Lo mejor del caso es que ni siquiera los españoles franquistas nos agradecían tanta dedicación; a partir de las siglas del Cuerpo de Tropas Voluntarias habían ideado la frase: Cuándo Te Vas, como si nosotros hubiésemos ido a España a hacerles un desaire… Ya me habría gustado ver cómo se las arreglaban solos: los curas, los señoritos, las Hijas de María y los chicos del círculo parroquial, los oficiales de carrera y unos cuantos miles de carabineros y de guardias civiles; me habría gustado verlos contra los campesinos y los mineros, contra el odio rojo de la España pobre… O, tal vez, lo que sentían era vergüenza y humillación de tenernos por testigos de aquella miseria y aquella sangre, como quien se ve forzado de enseñar a los amigos la pobreza de su casa y la locura de sus familiares. En ese deseo de que nos marcháramos estaba contenido todo el orgullo irracional de los españoles. Incluso en las filas franquistas había quienes mostraban su malestar y su congoja por lo que veían en su propio bando; no eran pocos los que decían: «Si estuviese José Antonio, todo seria diferente», sin José Antonio aquella rebelión militar no acababa de convencerlos: No es justo que el conde Romanones posea todas las tierras de Guadalajara. Estaban tristemente seguros de que Franco no le quitaría una sola hectárea de tierra a Romanones. Y se sentían avergonzados por destrozar España con armas y soldados extranjeros; los alemanes, que arrasaban con sus bombas ciudades enteras del mismo modo que uno, al andar, pisa un hormiguero; y los moros, que después de siglos venían, guiados por los españoles, a vengarse en los hijos de aquella España cristiana que los había expulsado. Cuando las prostitutas y los señores, en una ciudad conquistada, veían desfilar a los moros y los aclamaban: «Moros, moritos», podía leerse odio y mortificación en las caras de algunos soldados españoles. En cuanto a nosotros, los italianos, el hecho de que los acusáramos de fusilar a demasiada gente (al parecer, nuestros oficiales protestaban continuamente) provocaba intolerancia en los que deseaban los fusilamientos y vergüenza en los que no los deseaban; por tanto, no había un solo español que no estuviese molesto por nuestra presencia.
En Zaragoza, todos estos sentimientos y resentimientos se agudizaban; quizá porque había prostitutas y frente a una mujer, prostituta o no, uno quiere mostrarse como realmente es; además estaba el vino, ese momento de sinceridad que confiere el vino un momento antes del vaso que nos emborracha. Y en Zaragoza había moros y alemanes, requetés y falangistas, españoles de Aragón y españoles de Andalucía, e incluso, entre nosotros, se hallaban los fascistas de la primera hora, los septentrionales que se habían alistado para venir a España a aplastar antifascistas y miraban a los parados sicilianos de igual modo que un castellano miraba a los moros; y con el vino en el cuerpo y frente a una mujer, cada uno mostraba lo peor o lo mejor de sí mismo.
Pienso que si al último campesino de mi pueblo, el más «oscuro», como decimos allí, es decir, el más ignorante, el más cerrado al conocimiento del mundo, si lo hubiesen llevado a las filas del frente de Aragón y le hubiesen dicho: «Adivina en qué bando está la gente como tú y vete con ellos», se habría encaminado a las trincheras de la república sin titubear un instante; pues en nuestra zona, gran parte del campo estaba sin cultivar, y en la zona republicana los campesinos trabajaban incluso bajo los cañonazos. Al parecer, la república había dividido las tierras entre los campesinos, entre los más viejos de ellos, puesto que los campesinos jóvenes estaban en el frente; y los viejos se habían aferrado a su pedazo de tierra con tal fervor que nada conseguía alejarlos, ni los cañonazos ni el hecho de pensar que de un momento a otro las tierras labradas podían ser convertidas en trincheras. En las mañanas claras, mirando con los gemelos desde una colina, podía verse a los campesinos, más allá de las líneas republicanas, con los pantalones negros, las camisas azul celeste y los sombreros de paja, sostener el arado que arrastraban una o dos mulas, esos arados en forma de cruz, con una reja no más grande que un azadón, que los campesinos de mi pueblo todavía utilizan, y que hacen un surco que parece un arañazo ya que apenas remueven la corteza seca de la tierra. Ventura tenía unos gemelos y me encantaba mirar la labranza; me olvidaba de la guerra y me parecía estar en los campos de mi pueblo. Es bonito el campo en otoño; el aleteo de las perdices al levantar el vuelo de repente, la ligera niebla a través de la cual se transparenta, oscura y azulada, la tierra. En Aragón, que es tierra de colinas, la niebla se cuela entre ellas y, a través de la niebla y el sol, se vuelven más bonitas; pero no es que sea una tierra bonita de verdad, de ésas que todo el mundo suele ver hermosa, sino que lo es de un modo particular: hay que haber nacido en una tierra como ésa para advertir su belleza, para amarla.
El frente era una línea quebrada, como un entorchado de general: desde el comienzo de la guerra no había grandes movilizaciones, ni siquiera la historia de Belchite había supuesto una novedad. Había acciones de un ruido infernal que parecía que iban a desplazar el frente quién sabe cuántos kilómetros hacia adelante, o hacia atrás, hasta las casas de Zaragoza; sin embargo, todo quedaba en nada: íbamos a ocupar las trincheras que hasta ayer eran de los rojos o los rojos venían a ocupar las nuestras, y luego otra vez, vuelta a las trincheras del día anterior. Estos cambios le gustaban a Ventura, pues en las trincheras republicanas encontraba periódicos americanos y libros; era un enamorado de todo lo que procediera de América.
Esta situación se prolongó hasta los primeros días de Diciembre. De no ser por la cercanía de la ciudad, el descanso y las mujeres que ofrecía Zaragoza, estar en el frente de Aragón no suponía ventaja alguna. Cuando una guerra se estanca durante meses en los mismos lugares, aunque el riesgo se reduzca a las balas perdidas y los choques entre patrullas, la náusea de la guerra, de todo lo que la guerra tiene de nauseabundo, la sientes en la garganta como cuando el médico te introduce un instrumento en la boca y te provoca el vómito; la tierra, con su olor a huevos podridos y a orina, parece descomponerse; como si trincheras y senderos fuesen incisiones hechas por el hombre en la carne enferma de la tierra, en un tumor putrefacto. En realidad, ese olor a muerte no proviene de la tierra sino del hombre que hace en ella su guarida; del hombre que vuelve a ser animal salvaje y cava su madriguera; y, como cualquier otro animal salvaje, la impregna de su olor. En este sentido, creo que para el hombre no existe nada más degradante que la guerra de trincheras: condenado a vivir inmerso en su propio olor salvaje, a engullir la comida mientras la tierra exhala su aliento de vómito y heces, a beber con avaricia agua que parece recogida gota a gota de un baboso desagüe de abrevadero.
La nieve, que cuando cae y cubre campos y tejados trae alegría, la nieve que descubre el perfil puro de las cosas, su señal luminosa, la nieve que cuando cae en mi pueblo nos llena de gozo el corazón y uno redescubre su propia casa, como si vivir en ella fuera de pronto una gracia inusitada, sólo trae desesperación a los campos de trincheras; y el hombre, desde las trincheras, la observa con los mismos ojos de la zorra desde el agujero de su cueva.
La ofensiva lanzada por los republicanos contra Teruel, con todo lo que me ha costado, creo que me ha salvado de un tremendo invierno en las trincheras; me habría enloquecido tener que permanecer en un pozo durante aquellos dos meses, diciembre y enero, que fueron un aullido incesante de viento sobre un mundo de blanca muerte.
Teruel es una ciudad alta como Enna, y no más grande. Estaba en manos de los falangistas desde el comienzo de la guerra; al parecer, los guardias civiles hicieron una carnicería con los rojos, y no sólo con los que de la ciudad, pues engañados por los guardias civiles, que fingieron guardar fidelidad al gobierno, los milicianos que corrieron a ocupar la ciudad murieron como ratas. Era una buena posición para mantener a Valencia bajo la amenaza de una ofensiva, y los republicanos decidieron quitársela a Franco. Era una extraña guerra del lado de la república (aunque me habría gustado estar con ellos); como si las palabras pudiesen determinar los hechos, un poco como en la religión o en la poesía, donde las palabras consagran o embellecen las cosas, el pan que se convierte en cuerpo, sangre y alma de Jesucristo, un campo o un pueblo que antes mirabas distraído y de golpe descubres su belleza porque la poesía ha pasado por él… No sé si me explico con precisión: quiero decir que, a partir de ciertas frases que escribían en las paredes o en los carteles y octavillas, yo tenía la sensación de un futuro ya establecido antes incluso de que diera comienzo la acción que debía determinarlo. E imaginaba que aquellas palabras asumían, en cada soldado de la república, una verdad y una belleza fatales que imbuía en ellos fuerza y decisión.
Madrid es el baluarte del antifascismo… Hoy Teruel será nuestra. Frases como ésta llevaban implícito, para mí, el sentido de fatalidad. Las palabras discurrían como ríos, pero en un momento determinado, unas pocas palabras, una frase, se elevaban como empujadas por una ola más alta y se grababan con la fuerza de la verdad y de la fe. El comisario del XIX Cuerpo del Ejército… decía bellísimas cosas en una proclama…; ya se había lanzado el ataque a Teruel y el comisario decía: Que en estas tierras ásperas de Aragón sea donde florezcan las primicias de nuestra victoria definitiva, pero eran sólo palabras de relleno; la certeza contaba con palabras más desnudas y necesarias: Hoy Teruel será nuestra.
El 15 de diciembre de 1937, los republicanos lanzaron, pues, su ataque contra Teruel. No fue una sorpresa, desde luego, porque era una guerra en la cual, para un bando u otro, no había sorpresas; debía de haber tantos espías diseminados por España como gusanos en un queso podrido. De hecho, ya antes del 15 nos habían movilizado, pues en los últimos días habíamos tenido frente a las trincheras a milicianos anarquistas, gente que se entretenía todos los días en disparar al aire un millar de tiros de escopeta y en gritarnos con los altavoces primero fraternales llamadas y después el más furibundo desprecio; eran personas, en suma, que habrían venido a jugar a la escoba si las hubiésemos invitado y, si se empeñaban en dispararnos a un buen palmo de nuestras cabezas, no lo hacían por matar a ninguno de nosotros, sino por la irresistible tentación de apretar el gatillo que sienten los españoles nada más ponerles un fusil en las manos. A decir verdad, los anarquistas tenían una preferencia manifiesta por las bombas de mano: sólo la distancia los persuadía a usar el fusil. Cediendo a la tentación de disparar o de lanzar una bomba aun en los momentos más inoportunos, eran incontables las acciones destinadas a fracasar cruentamente, sobre todo las nocturnas, ya que un tiro o la detonación de una granada nos advertía justo a tiempo de recibirlo con un fuego infernal; si bien no hay que excluir la posibilidad de que alguno de ellos lo hiciera a propósito para avisarnos… Todos los franquistas de la Quinta Columna se infiltraban en los batallones anarquistas aprovechando el hecho de que los anarquistas eran tan locos y poseían un coraje tan absurdo que no se percataban de si el compañero que delataba su presencia lo hacía por impaciencia o por traición.
Los anarquistas, sí, me gustaban; los verdaderos, claro. Con gente como ellos no se ganan las guerras, más bien se pierden. Al ver el modo en que terminó, he llegado a la conclusión de que si en la república hubiese habido más comunistas y menos anarquistas, Franco no habría vencido; así como es imposible convivir con los demás diciéndoles todo lo que pensamos de ellos, tampoco puede hacerse una guerra como la española lanzando bombas sobre todas las cosas que se odian. Y los anarquistas odiaban demasiadas cosas: a los obispos y a los estalinistas, las estatuas de los santos y las de los reyes, los monasterios y los prostíbulos; morían más por las cosas que odiaban que por las que amaban. Por eso tenían ese coraje demencial y esa sed de sacrificio y cada uno de ellos se sentía un poco Jesucristo y creía que su propia sangre iba a redimir el mundo. Y es comprensible que, cuando uno quiere que lo crucifiquen, cuando uno desea convertirse en imagen del sacrificio, no necesita oficiales que le indiquen cuál es el momento de actuar y cuál el momento de detenerse. Un anarquista —aunque puedo equivocarme, quizás, ya que mi opinión se basa en sus acciones y nada sé de su doctrina—, un anarquista se considera a sí mismo una bomba fabricada para ser lanzada y explotar, y, de igual modo que en una acción uno siente impaciencia por lanzar la granada que tiene en la mano a la menor señal o al más mínimo movimiento del enemigo, el anarquista está impaciente por lanzarse a sí mismo y explotar contra las cosas que odia. A un anarquista, desde una trinchera que se halle frente a la suya, le podríais pedir su rancho diciéndole que pasáis hambre y él mismo os lo llevaría con alegría; o incluso su fusil, si el vuestro estuviese encasquillado… Pero un minuto después, aun cuando ya no tuviera su fusil, se habría lanzado a asaltar vuestra trinchera con todo su odio.
Hasta en una guerra como aquélla era necesario ser hipócrita. Y los comunistas lo eran. Si ellos hubiesen manejado la situación desde el principio, en las iglesias de la república habría habido tedéum en lugar de tiro al blanco; montones de curas habrían cantado misa por la victoria de la república sin el menor titubeo, en vez de acabar frente a un pelotón de milicianos. Los burgueses españoles, los buenos burgueses que van a misa, mataban a millares de campesinos por el hecho de que eran campesinos: sólo por eso. Y el mundo cerraba los ojos para no ver. Pero ante el primer cura abatido por los anarquistas, a la primera iglesia convertida en llamas, el mundo saltó horrorizado y determinaron el destino de la república. Y en el fondo, matar a un cura por ser cura es más justo que matar a un campesino por ser campesino: un cura es un soldado de su fe; un campesino es sólo un campesino. Pero el mundo no quiere saber nada de esto.
Teruel era sede episcopal y el obispo estaba en la ciudad cuando los republicanos apretaron su tenaza de fuego; también había niños y mujeres, soldados y guardias civiles que tampoco se salvarían; pero la España de Franco sólo ponía el grito en el cielo por el obispo. Llegaron a decir que lo habían fusilado los rojos; sin embargo, aproximadamente un año después, leí un artículo acerca de la muerte del obispo de Teruel: los anarquistas lo habían matado antes de pasar a Francia, y dado que ni siquiera un obispo puede morir dos veces, está claro que los republicanos no lo habían matado en la toma de Teruel.
Cuando ocupábamos un pueblo y los hombres salían, pálidos y fláccidos, de sus escondites; y los curas, con las sotanas que colgaban de su cuerpo como de una percha, tanta era la delgadez a la que los había reducido el miedo; y las mujeres de los ricos, con sus ojos grandes en los temerosos rostros afilados, y señoritos y mujeres salían como para asistir a una corrida de gala; y los curas, prestos a dar la extremaunción a todos los republicanos que la quisieran… Cuando veía, como un día en Zaragoza a las puertas del Gran Hotel, a la gente agolpada, y yo creía que habría una fiesta de gala cuando en realidad iban a ver desfilar a los prisioneros que serían ejecutados, un centenar de hombres atados con cuerdas de tres en tres, rodeados por moros con los fusiles en ristre y en cabeza un oficial con una pistola de cañón largo en la mano y un cura con la estola puesta; entre los prisioneros había también muchachos muy jóvenes que al andar tropezaban como sonámbulos y el paso firme de los demás condenados los arrastraba a tirones en aquella marcha; cuando veía todas estas cosas, sólo el pensar en que los republicanos podían volver, aunque no fuera más que por unas horas, me servía de amargo consuelo. También es cierto que, si hubiese estado en el bando de la república y hubiese presenciado una ristra de curas y señoritos camino del fusilamiento, me habría asustado igual; pero era distinto ver a gente como yo, hombres que habían dejado el pico y el arado para hacer su guerra, dirigirse hacia aquella muerte. Por eso veía cierta justicia en el hecho de que los republicanos tomaran Teruel y tomaran por sorpresa a esos hombres que se sentían victoriosos y seguros, esos burgueses y guardias civiles que se habían desahogado con saña sobre la gente del pueblo. Una guerra civil no es estúpida como una guerra entre naciones: los italianos en guerra contra los ingleses o los alemanes contra los rusos y yo, un minero siciliano, mato al minero inglés y el campesino ruso dispara contra el campesino alemán; una guerra civil es algo más lógico: un hombre se pone a disparar por las personas y las cosas que ama, por las cosas que desea y contra las personas que odia; y nadie se equivoca cuando le toca decidir de qué parte está; los únicos que se equivocan son los que se ponen a gritar: «¡Paz! ¡Paz!». Y tengo la convicción de que a Mussolini, entre todas sus culpas, la de haber enviado a miles de italianos pobres a combatir contra los españoles pobres, no le será perdonada. Una guerra civil, no obstante su atrocidad, es una especie de hora de la verdad (los españoles llaman «hora de la verdad» al momento crucial de la corrida). El pueblo, por ejemplo, llama con desdén «esbirro» a las personas que en razón de su oficio aseguran la tranquilidad pública, a los que representan «el brazo de la ley», y este desprecio del pueblo parece injusto, resulta incivilizado, y más aún si se piensa que también el esbirro proviene del pueblo. Pero una guerra civil nos hace entender muy pronto qué es un esbirro y por qué lo desprecia el pueblo. Me he preguntado muchas veces qué razones tuvo la guardia civil para escoger el bando de Franco: traicionaban el juramento de fidelidad a la república y traicionaban al pueblo que los vio nacer, y no puede decirse que estuvieran con Franco forzados por las circunstancias, por miedo a sus oficiales o simplemente por obediencia, ya que de las filas republicanas desertaban arriesgando la vida, ya sea de forma aislada o en grupos. La única razón no puede ser sino ésta: eran esbirros, con toda la prepotencia y la maldad que el pueblo atribuye a los esbirros, y sabían que en la España de Franco podían seguir siendo esbirros, podían amedrentar, podían elevarse de su condición de hez de la humanidad y plantarse ante el pueblo con su vibrante autoridad. Los españoles, cuando tienen que nombrar a la guardia civil, suelen decir: «Con el debido respeto», como nuestros campesinos cuando nombran ciertas partes del cuerpo o cosas inmundas. No todos los españoles, claro está.
En Teruel les llegó su hora a muchos guardias civiles (con el debido respeto), pero hay que decir en su honor que no eran tan despreciables en la guerra, también ellos sabían combatir y morir; por lo demás, en toda la guerra no he visto a un solo español que tuviera miedo a morir. En el momento en que caían prisioneros, aceptaban su suerte con indiferencia; había algunos, incluso, que nos miraban con irónica compasión; se veía que los más jóvenes —había tantos chicos en aquella guerra…—, si hubiesen estado solos, habrían llorado, pero la contención de los mayores les picaba su pundonor. Ventura decía que, ante la muerte, el pueblo español es el más digno del mundo.
Cuando un ejército se lanza a una gran ofensiva, como el republicano contra Teruel, el ejército enemigo que está a sus flancos no puede hacer gran cosa para detenerlo a menos que su resistencia sea prolongada. Nada sé acerca del arte de la guerra y esta afirmación la hago sólo por mi experiencia de Teruel, pues nosotros nos hallábamos, por decirlo de algún modo, en las costillas de la división de Líster, como un perro que corre al lado de un coche y que, cuando el coche acelera, el perro se da cuenta de que ya no podrá con él y se queda jadeando al borde del camino. Los republicanos tomaron Teruel en poco menos de una semana, y nosotros necesitamos otra semana más antes de estar en condiciones para atacar a Líster.
Creía que España, bajo la nieve y el viento, no podía dar más de lo que había dado de sí en Guadalajara, pero en los alrededores de Teruel era peor; me sentía como de vidrio, como si el viento me cortase por dentro con puntas de diamante; hasta las imágenes que recogían las pupilas parecían fragmentarse como una telaraña, como si estuvieran estampadas sobre una lámina de vidrio alcanzada por un proyectil invisible en el centro. Tal vez estas sensaciones las provocaran el constante ruido del viento, similar al que producen los vidrieros cuando cortan el vidrio, y el vítreo crujir de la nieve bajo nuestras pisadas, y el lagrimear punzante de los ojos.
Debajo de Concud, que Líster cuidaba como un mastín, he pasado la Navidad más atroz de mi vida. La misa de Nochebuena, la partida de siete y medio en torno al brasero, el olor del capón que se asaba en la cocina, el color de las naranjas sobre el mantel blanco…: todas las imágenes de paz y de hogar venían a contrastar con la cruda realidad de la guerra. Nuestra fiesta, en un establo medio hundido por los cañonazos, fue un vino asperillo que aún sabía a mosto y un par de paquetes de cigarrillos norteamericanos. Cada uno se miraba en el espejo de los otros, y se veía con la barba crecida, los ojos vidriosos, la manta sobre los hombros: éramos figuras que hacían pensar más en prisioneros que en combatientes. Y lo cierto es que nos sentíamos un poco prisioneros, y no tanto porque los rojos vencían y de un momento a otro podíamos caer en sus manos; nos sentíamos en un régimen carcelario a causa de la guerra en la que teníamos que combatir todos nosotros, los que comprendíamos porque comprendíamos y los que no comprendían porque no comprendían. En resumidas cuentas, no era nuestra guerra; ni del que pensaba: «Si combatiera contra Franco, la guerra seria más bonita», ni del que pensaba, en cambio, que era una roña que los españoles hubieran debido rascarse ellos solos. Aquella noche me di cuenta de que la guerra hacía aflorar en cada soldado pensamientos que, de una forma u otra, revelaban la cara del fascismo, para la mayoría un rostro demencial, la demencia de un hombre que aconsejado por cobardes y bufones guiaba el destino de millones de italianos, y quién sabe a qué precipicio los conducía.
En Ventura, la Navidad y el vino propiciaban rigor lógico: decía que había un hilo que conectaba la demencia de Mussolini con la de millones de personas que en esos momentos iban a misa por el nacimiento del Niño Jesús, y que este hilo lo manejaban los bribones: daban un tirón y estallaba la guerra en España.
—Jesucristo nace en un establo como éste —decía—; luego llegan los bribones y ponen columnas de oro alrededor del establo y un techo de oro encima y hacen una iglesia; después, junto a la iglesia, construyen sus palacios, hacen una ciudad, la ciudad de los bribones. Viene del campo el campesino y ve lo hermosa que es la ciudad, dice: «Me gustaría quedarme», y los bribones lo conducen a la iglesia, le muestran el presente, dicen: «Tú, que posees un establo como éste, ¿pretendes vivir en un palacio? Mira dónde ha querido nacer Jesús para ser igual que tú: no debes ofenderlo abandonando tu establo». El campesino regresa a su establo y reflexiona: «Si Jesús quiso nacer en un establo, tal vez quería demostrar que no es justo tener a los hombres en los establos»; entonces vuelve al palacio y dice: «Arreglemos las cosas, pues me parece que no van por el camino de Dios». Los bribones se encolerizan, dicen: «Si de verdad quieres discutirlo, lo podrás hacer enseguida». Y llaman a Mussolini…
—Y Mussolini empieza a hablar con la porra —interrumpió un palermitano—, ni más ni menos; recuerdo que un día, yo no tendría más de diez años, mi padre regresó a casa con la cara hinchada y no podía parar de vomitar: le habían hecho beber tanto aceite de ricino que se moría. «He discutido con uno que decía que había que ahorcar a todos los ferroviarios que iban a la huelga, y ha llamado a los compañeros y me han dado una paliza», contó mi padre. Así son las cosas: apenas abres la boca vienen los puntapiés.
—Cambiemos de tema —dijo el sargento.
Era un napolitano que tenía que mantener a un montón de hijos y a la mujer y a los suegros: el batallón en pleno conocía sus problemas.
—Cambiemos de tema —repitió—, que es Navidad, es una fiesta familiar; la Navidad y la Pascua con los tuyos… pensemos en nuestras familias.
—¿Qué quieres pensar? —bromeó uno—. A estas horas tus suegros están de fiesta, tal vez estén diciendo: «A la salud de ese cretino que fue a la guerra para mantenernos».
—Tú no conoces a mis suegros —dijo el sargento—. Tú crees que bromeas, lo dices para mosquearme, pero ellos piensan en serio lo que has dicho, si mañana me muero a ésos les toca la lotería… Os lo ruego, no me hagáis pensar en eso.
—Tú no pienses —dijo Ventura—. ¿Por qué no piensas en Mussolini? A ver, ¿qué le dirías a Mussolini si en este momento lo vieras aparecer en este establo?
—Le diría «Duce, tú eres todos nosotros».
—Sí, y Mussolini te diría: «Muy bien, sigue trabajando en esta pequeña guerra, que yo, entretanto, te preparo otra, más grande quizá».
—Mussolini siempre piensa en las guerras —dijo uno de Catania.
—¡Viva nuestro Duce! —dijo el napolitano—. Saludadle como al fundador del imperio.
El 28 de diciembre atacamos a Líster con un gran despliegue de fuerzas. La ofensiva chocó contra sus posiciones como un cántaro contra un muro, pero nos llegó la noticia de que en el bando opuesto los republicanos cedían. Los periodistas, que merodeaban entre nosotros mirando hacia Teruel con los gemelos, empezaron a escribir en sus periódicos que Franco había reconquistado la ciudad. La guerra de España me ha enseñado a no confiar en los periodistas; es un oficio semejante al de los agentes del censo: convierten un pedregal en un jardín y un jamelgo en el magnífico de Astolfo. Teruel fue reconquistada a fines de enero de 1938, no sé con exactitud el día, pero sí sé que los republicanos resistieron hasta el 18 de enero, porque después de ese día yo dejé el frente de Teruel y la guerra española para siempre.
En los primeros días de enero, Ventura se enteró de que la brigada americana había entrado en el frente. No dijo nada de su intención de marcharse ni yo le hice preguntas; sólo me dio la noticia de que estaban los americanos. Lo vi por última vez el día 15; subíamos a rastras por una pendiente, ya oscurecía y en el aire, encima de nuestras cabezas, explotaban, como las chispas producidas por la piedra de un afilador, las balas de una ametralladora. Eran balas especiales.
—No matan —dijo Ventura—, pero cuídate los ojos.
Estaba a mi lado; un segundo después había desaparecido y jamás volvería a verlo. El día anterior había ocurrido algo que me había trastornado y la admiración que sentía por él había aumentado. Acabábamos de apretar filas, lo que se llama una pequeña acción, y, mientras estábamos entre los árboles ya sin ramas, que habían volado a fuerza de cañonazos, y el cielo anunciaba un temporal de nieve, un soldado republicano apareció como un fantasma, con el fusil al hombro y las manos en alto.
—Fascista, fascista —decía, con una sonrisa angustiosa.
El mayor B. disparó y la sonrisa del soldado se cerró como una cremallera en su rostro, con los ojos de quien en lo alto de una escalera pone un pie en falso. Cayó de rodillas. El mayor B. era un buen tirador: disparó los dos tiros con la mano izquierda sobre la pistola, al estilo Tom Mix; claro que el soldado rojo estaba a dos pasos. La escena se desarrolló ante nuestros ojos como el relámpago de una fotografía; una visión de diez segundos que no entendíamos, del mismo modo que una máquina fotográfica es sólo un ojo que capta las imágenes; cuando apartamos la vista de aquel cuerpo tendido boca abajo en la nieve y nos miramos a la cara entre nosotros, el teniente siciliano, ese que me caía simpático, estaba a punto de caer de rodillas como un momento antes el soldado rojo bajo los disparos del mayor; su cara mostraba espanto y reprobación. Al advertirlo, el mayor B. lo fulminó con la mirada. El teniente se recobró y miró al cielo para que la nieve le cayera en la cara.
—No podemos permitirnos el lujo de hacer prisioneros —dijo el mayor.
Era evidente, sin embargo, que el comportamiento del teniente lo había puesto nervioso.
Un par de horas después regresó una patrulla con dos prisioneros. Pensé: «Ahora el mayor les dispara», pero preguntó si habían sido detenidos con las armas en la mano, pues Franco había prometido, ya desde los días de Guadalajara, que había que perdonarles la vida a los rojos que se dejasen capturar desarmados. Pero aquellos dos habían sido cogidos con el fusil en la mano. El mayor buscó con la mirada al teniente y pareció decirle con los ojos que lo hacía por su bien, que debía adaptarse a ciertas cosas. Luego le ordenó que se llevase a los prisioneros y los liquidase, y que los hiciera sepultar como mejor pudiera. Por un momento, el teniente quedó suspendido al borde de la furia, luego dijo:
—Sí, señor.
Llamó a cuatro de nosotros, los más próximos a él, y nos alejamos precedidos de los prisioneros. Ventura no estaba entre los llamados, pero fue con nosotros. Los seis italianos que caminábamos tras los prisioneros teníamos tanto miedo en las entrañas como ellos; eran dos muchachos que habían comprendido que iban a morir y lloraban con ese llanto silencioso de los niños cuando ya están cansados de llorar con estridencia y sollozan en silencio. El teniente, con la pistola en la mano, era un solo temblor; las gotas de sudor le caían por la cara como lágrimas; nos miraba extraviado y miraba a los prisioneros. Al cabo de unos cien metros se detuvo.
—Aquí —dijo.
Nos paramos, y también se detuvieron los prisioneros. Uno de ellos preguntó:
—¿Qué hora es?
Ventura miró el reloj y dijo:
—Las once y cinco. —Y luego dijo—: Más adelante. —Y lo repitió en italiano al teniente.
El teniente le obedeció, y reemprendimos la marcha.
Ventura dijo a los prisioneros:
—Calma: nada que temer.
Los prisioneros lo miraron sin comprender, con ojos de animales que están sufriendo lo indecible.
—Alto —dijo Ventura de repente.
Estábamos detrás de un pequeño monte; había zarzas cubiertas de nieve. El teniente y Ventura se miraron a los ojos; luego Ventura se volvió hacia los prisioneros y dijo:
—Con cuidado: a la izquierda.
Y con la mano izquierda dirigida hacia la izquierda les hizo señas de que podían marcharse.
Los prisioneros lo miraron con incredulidad y esperanza a la vez pero no se movieron.
—A vuestras casas —dijo Ventura—, adiós.
Los muchachos se miraron, se pusieron de acuerdo, y corrieron hacia la izquierda sin cesar de volverse para mirarnos hasta que desaparecieron detrás de un seto; nosotros estábamos quietos como estatuas. Ventura agarró la pistola de la mano del teniente y disparó cuatro tiros sobre la nieve; le devolvió la pistola y el teniente, con un gesto mecánico, la enfundó.
—Fumemos —dijo Ventura.
La tarde del día siguiente Ventura desapareció. Lo dieron por muerto, ya que siempre hay alguno que dice: «Yo lo he visto caer»; pero yo lo busqué mirando a los muertos de uno en uno y no lo encontré. Tal vez murió en serio, o acabó prisionero, o logró encontrar a la Decimoquinta Brigada, la de los americanos; sin embargo, he preguntado a todos los sicilianos de América que después he conocido y nadie ha sabido darme jamás noticias de Ventura. Mi deseo es que esté vivo entre sus parientes del Bronx; que sea un gángster, o venda cerveza o helados, como se prometía a sí mismo y como me prometía a mí. Espero que esté vivo y sea feliz.
El 18 de enero se lanzó otra gran ofensiva. Después del primer avance, nuestra sección se había detenido entre los árboles a causa del acoso preciso de una ametralladora, de esas que disparan balas explosivas. Yo estaba detrás de un tronco y, como dicen que hace el avestruz, que esconde la cabeza en la arena y cree que así ha conseguido protegerse, no creía que la ametralladora pudiese alcanzarme teniendo la cabeza a cubierto; tendido boca abajo, saqué la mano izquierda, que se me había quedado dormida, fuera de mi escondite. Fue como si el aire alrededor de la mano se hubiese convertido de repente en agua hirviendo. Lo que uno siente cuando trata de mirarse una mano de pronto sangrante, una mano que ya no es una mano, es como haber sido arrojado fuera de uno mismo, como sucede en los trucos del cine cuando una persona se mira en el espejo y su imagen se mueve mientras él permanece quieto.
Me arrastré hasta detrás de la línea. Los dedos que ya no estaban me dolían y me escocían, tenía la curiosa sensación de que aún estuvieran ahí y me escocieran. En la enfermería, el médico empezó a atenderme y yo no volví a sentir nada; tal vez me desmayé por un momento.
Cuatro días después estaba en un hospital de Valladolid. La guerra de España había terminado para mí.