And the Cardinal dying and Sicily over the ears—
Trouble enough without new lands to be conquered…
We signed on and we sailed by the first tide…
A. Mac Leish, Conquistador[6]
Disparaban desde el campanario: breves ráfagas de ametralladora o certeros disparos de fusil, según nuestros movimientos. El pueblo era sólo una calle sin salida, casas bajas y blancas, y al fondo una iglesia con su tosca fachada de arenisca, dos tramos de escalera y un campanario de tres arcadas. Del campanario disparaban. Habíamos entrado convencidos de que habrían abandonado completamente el pueblo, pero las ráfagas de ametralladora y los disparos de fusil nos dejaron parados al llegar a las primeras casas. Ordenaron a nuestra compañía dirigirse al otro lado del pueblo, detrás de la iglesia; pero detrás de la iglesia se abría un precipicio rocoso tan liso y tan recto que parecía estar cortado a cuchilla. El capitán decidió que nos apostáramos en el cementerio, que se extendía sobre una colina cercana, a la altura del tejado de la iglesia y el campanario. Cuando ellos se percataron, comenzaron a disparar ráfagas sobre las tumbas.
Hacía una hora que estaba arrodillado detrás del cipo de una tumba y me frotaba la cara en el mármol para refrescarme. Sentía como si se me frieran los sesos dentro del casco ardiente; el aire, bajo el sol, vibraba como si saliera de la boca de un horno. A mi derecha, bajo el arco de un panteón nobiliario, el capitán y un periodista a quien yo conocía estaban rígidos, como clavados a la puerta: el más pequeño movimiento podía convertirlos en blanco de una descarga. Si volvía la mirada hacia la izquierda, un poco hacia atrás, veía la mitad de la cara de Ventura —estábamos siempre juntos en todas las acciones— tras una gran losa de mármol sobre la cual había una larga inscripción y, en grandes caracteres, las palabras Subió al cielo,[7] que, en un momento dado, empezaron a bailarme en los ojos y en el cerebro como si las letras, de una en una, surgieran incandescentes de la forja de un herrero. Para mí, estaba seguro de ello, la hora de subir al cielo aún no había llegado; y, en cualquier caso, mejor habría sido internarme en la tierra, allí donde se adhiere, húmeda, a las barbas de las raíces. No había subido al cielo, sin duda, el soldado que de la tumba de delante de mí había querido desplazarse a la sombra de la capilla: la cabeza le había estallado en pedazos; ahora, su cuerpo delgado se hinchaba como un tonel. Hacía 40 grados a la sombra, decía el capitán, a la sombra de la capilla donde él se hallaba…
—Llegan los moros —me dijo Ventura.
Inclinados mientras corrían hacia nosotros, parecían jorobados. Cuando desde el campanario abrieron fuego contra ellos, el capitán y el periodista, siempre con el cuerpo pegado a la puerta de la capilla, alargaron la cabeza como jirafas; una bala les silbó al lado y el monóculo del periodista cayó sobre el umbral y se hizo trizas con un sonido argentino.
—Rojos cabrones —dijo.
Pero llevaba otro monóculo en el bolsillo, envuelto en papel de seda; lo sacó y se lo ajustó en el ojo. Yo lo conocía, era de mi pueblo, y no podía vivir sin el monóculo; lo recordaba de joven, en el 22, con la camisa negra, el sombrero de paja dura, la vara que le colgaba de la muñeca y siempre el monóculo; sus amigos se burlaban de él, lo llamaban «conde», y era hijo de un viejo usurero. En el verano del 22 prendió fuego a la puerta de la Cámara del Trabajo y por poco no se incendia el pueblo entero. Después se marchó; no sabía que trabajase como periodista. La última vez que había estado en el pueblo, hacía diez años, dio una conferencia sobre D’Annunzio en el teatro municipal; a mi me gustan los libros, pero desde su discurso, D’Annunzio ya no me volvió a gustar. Lo volví a encontrar en España, me di a conocer porque siempre es agradable encontrar a un paisano cuando se está fuera, aun cuando en el pueblo nunca me había acercado a él por antipatía; estaba contento, dijo, de encontrar a un conciudadano que sirviese a la patria en tierra española.
—Bravo —dijo—. Demostremos quiénes somos.
El tipo no entendía nada.
Los moros habían perdido algunas plumas. Desde donde estaban podía ver a dos tendidos con los brazos abiertos, cara al sol —así, cara al sol, empezaba el himno de la Falange—, las caras de los muertos comidas por el sol; el himno se refería a los vivos que marchan con el sol en la cara, pero para mí el sol estaba en el blasón de la muerte. Nuestras ametralladoras arremetieron furiosas; la llegada de los marroquíes siempre daba coraje, al menos por el hecho de que se lanzaban a las acciones arriesgadas como si fuera un juego.
En el campanario no podía haber más de cuatro hombres con dos ametralladoras. En un momento dado las ráfagas de ametralladora callaron en el campanario y sólo continuó con regularidad el ta-pum de los fusiles. Ese ta-pum me recordaba un lejano día de verano; los bandidos, desde las rocas, disparaban a los campesinos del camino para obligarlos a dejar las mulas. Mi padre me explicó entonces que los mosquetones austriacos hacían el mismo ruido; era durante los años de la posguerra, en que los campos de mi pueblo eran un hervidero de bandidos. Los marroquíes se movieron detrás de las tumbas, empezaron a dejarse ver, y las ráfagas del campanario recomenzaron, pero a ellos no parecía importarles. Cuando terminó la última ráfaga, supimos que era la última del mismo modo que el campesino dice en la era: «Dentro de poco cambia el viento, ya amaina». A los del campanario ya no les servían de nada las ametralladoras.
Una patrulla de los nuestros se quedó en el cementerio, los demás corrieron a las primeras casas del pueblo. Pegados a las casas, los moros avanzaron hacia la iglesia disparando desde ambos lados de la calzada; desde el campanario seguían los disparos de fusil. Uno de los moros se desplomó sobre el empedrado.
—Buena gente —dijo el periodista.
—Están ennegrecidos con la pez del infierno —dijo Ventura.
Los moros llegaron a la escalinata, y sólo entonces me percaté de que la iglesia era idéntica a la de Santa María, una de las de mi pueblo. En el campanario cesaron los disparos; luego se oyó una voz lacerada, como la de un muchacho que tiene miedo y está a punto de romper a llorar.
—Se rinden —dijo el periodista.
Los moros se sentaron en los peldaños con los fusiles apuntando a la puerta; el silencio crecía en derredor. Siempre que había gente que se rendía sentía subirme la fiebre; notaba un escalofrío subir por mi espalda, y un nudo de dolor en la boca del estómago; y mi cabeza se poblaba de ensoñaciones, un sinfín de cosas.
Se abrió con un chirrido la puerta de la iglesia y salieron dos, uno de ellos herido: su cara tenía el color de la muerte. Eran de la FAI, lo supe en el momento mismo en que me di cuenta de que no tenían ninguna posibilidad de fuga y de que también ellos lo sabían. Nos acercamos todos. El herido se dejó caer sobre un peldaño; el otro se quitó el casco y una lluvia de cabellos trigueños cayó en su cara. El gesto de la mano para apartárselos reveló que se trataba de una mujer; tenía los ojos grises y grandes. El coronel español comenzó a hacerle preguntas; respondía deprisa y, entre una y otra respuesta, era fácil captar que le rogaba por su compañero herido. El periodista nos explicaba:
—Eran cuatro: dos están muertos arriba, en el campanario; ella es alemana…
El coronel, sonriendo, dijo algo a los moros; la mujer gritó. Gritando también, aunque de alegría, los moros se la llevaron a rastras.
—Les ha regalado a la mujer —dijo el periodista—; van a darle un poco de diversión; encontrará más de lo que ha venido a buscar. —El ojo le brillaba de malicia a través del monóculo.
Se llevaron también al herido, que era todo gemidos. Ventura y yo nos sentamos en la escalinata de la iglesia y sacamos la picadura y el papel de liar; el tabaco se me caía al suelo por el temblor de las manos.
Habían empezado a abrirse algunas casas; de dos o tres ventanas surgieron banderas rojigualdas.
—Si se me pone a tiro en el momento justo —dijo Ventura—, a ese periodista de tu pueblo le ensarto una bala en el ojo de vidrio.
—Y a ese coronel… —dije.
—Al coronel también —dijo—: lo pongo justo entre los primeros de la lista; hace seis meses que estoy haciéndola y ya empieza a resultar demasiado larga, es hora de que me decida a comenzar…
Ventura era un poco mafioso. Contaba que durante la guerra del 15, su padre, su tío, un compadre de su tío, un primo de su madre, todos los de su pueblo, en suma, que se hallaban en el frente, no se lo pensaban dos veces cuando, durante un asalto, decidían liberarse de sus hediondos oficiales y sargentos. Según él contaba, el ejército italiano había perdido más oficiales y suboficiales bajo los tiros de sus parientes que bajo los austriacos. Sin embargo, yo le seguía el juego; para mí era como una especie de desahogo y servía para deshacer el nudo de espanto que sentía en mi interior. Ventura era un buen compañero; acaso decía esas cosas para levantarme un poco el ánimo. Estábamos unidos desde Málaga, siempre juntos en los momentos de peligro. Nos habíamos hecho amigos un día en que se había liado a trompazos con un calabrés al que le gustaba «ver los fusilamientos»; apenas tenía un momento libre, decía: «Voy a ver los fusilamientos», y lo decía alegre como si fuera presenciar los fuegos artificiales del día de santa Rosalía. Ventura le recomendó que no volviese a hablar de fusilamientos, y que, si le daba gusto verlos —que era un gusto de cerdos—, fuese sin tocar los cojones a los que les entraban ganas de vomitar nada más oír hablar de fusilamientos. La primera reacción del calabrés fue pegarle un tiro con la bayoneta, pero Ventura le hinchó la cara a puñetazos. Después de la pelea, invité a Ventura a beber un vaso de vino: pasamos una hora comiendo cangrejos de mar y bebiendo vino, un vino que era oloroso como el de Pantelleria. Sólo entonces empecé a entender qué era la guerra de España, pues yo creía que los «rojos» eran los rebeldes que pretendían derribar un gobierno constitucional. Ventura me explicó que la rebelión la habían armado los fascistas españoles y, como ellos solos no podían derrocar al gobierno, habían pedido ayuda a Mussolini. «¿Qué hago yo con todos los parados?», se habrá dicho Mussolini. «Pues los envió a España y asunto resuelto.» Además, no era verdad que en España hubiese un gobierno comunista.
—Y, además —dijo Ventura—, ¿qué te hacen los comunistas?, a ti y a mí, ¿qué nos hacen? A mí me importa un bledo el comunismo y el fascismo: les escupo encima: yo quiero ir a América.
—¿Y cómo vas a ir a América?
—Por eso he venido a España —dijo—. Me cambio de bando: los americanos ayudan a la república, hay americanos que combaten en las brigadas; hay una compuesta sólo por americanos. Me cambio de bando y me meto en la brigada; si me matan, si vosotros me matáis… —El pensamiento de que yo o cualquiera de nosotros pudiese matarlo lo sorprendió—. Pero yo no voy a acabar muerto en este embrollo: yo llego a América, tal vez con un algún pedazo menos, pero llego… En América tengo a mi madre, mi hermano, dos hermanas casadas, sobrinos… Yo fui cuando tenía dos años, con mi padre y mi madre; después murió mi padre y me mezclé con todos los vagabundos del Bronx. Una noche mataron a un policía y yo, sin saber cómo, aparecí mezclado; yo no había disparado ni tampoco me propuse desaparecer, pero en el transcurso de quince días me hallaba sobre el barco que debía llevarme a Italia… Era un chico todavía. Mi madre quería venir conmigo, pero la persuadieron de que se quedara, que un buen abogado se ocuparía de mí, y yo podría regresar; y también un senador… Hace diez años que mi madre va detrás del abogado y el senador y yo sigo en Italia, desesperado, sin hacer nada, ya que nunca han dejado que me faltaran los dólares, esperando… Más de una vez he intentado pasar a Francia, pero siempre me han pescado… En cuanto oí hablar de la guerra de España y de que necesitaban voluntarios me convertí en el fascista más fanático del pueblo. Me han enviado entre los primeros… Pero yo me meo en el fascismo, y también en el comunismo.
Creo que el vino le dio tantas ganas de hablar, de desahogarse en confidencias, pues no debería haber hablado así, a mí, que apenas me conocía; tanta confidencia y tantas cosas peligrosas me daban miedo. Tras unos días, sin embargo, me dijo que aquellas confidencias no me las había hecho porque hubiera bebido de más, que había comprendido que podía fiarse de mí, ya que él conocía a los hombres… Yo seguí convencido de que fue el efecto del vino, y siempre le recomendaba que no se fiara una vez que había superado media botella.
—Tú —me dijo aquel día Ventura, cuando ya el vino se trocaba en ternura hacia mí— eres uno de los que Mussolini se ha quitado de encima… un desocupado: enviémoslo a hacer la guerra al pobre parado; en Italia pasa hambre y en España se convertirá en un héroe; hará cualquier locura por la grandeza del Duce…
Sentados sobre los peldaños de aquella iglesia tan idéntica a la de mi pueblo, mientras liaba cigarrillos deformes, sentía una gran necesidad de hablar y hablar, como un borracho, de mí, de mi pueblo, de mi mujer, y de la azufrera donde había trabajado, y de la huida, desde la azufrera al fuego de España.
Se oyeron tiros de fusil.
—Han matado al herido —dijo Ventura.
—Yo me iría contigo al otro bando —dije— tan sólo por esto: para no volver a oír los fusilamientos, para no volver a presenciar el barbarismo con que asesinan a los heridos, Para no ver lo que acabo de ver ahora con esa alemana, para no ver más a los moros ni a los coroneles del tercio ni los crucifijos ni los corazones de Jesús…
—No volverías a ver los penachos del tercio ni a los moros ni los crucifijos ni los corazones de Jesús, pero los fusilamientos y todo el resto no te los quita nadie.
Sabía que era cierto y, no obstante, me parecía que ya era mucho no volver a ver crucifijos colgados por la devoción de los falangistas en todas las cosas que sembraban la muerte, en los cañones y en los tanques; nunca más oír invocar a la gran Madre de Dios a esos navarros que descansaban de los ataques fusilando prisioneros y no volver a ver a los capellanes bendiciendo, como aquel monje que pasaba por nuestras filas corriendo y con la mano en alto exhortándonos en el nombre de Dios y de la Virgen…
—En mi pueblo, por esta época es la fiesta de la Asunción, la Virgen de agosto, como la llaman los campesinos… Y aquí fusilamos a los campesinos a mayor gloria de la Virgen de agosto… Los campesinos van en procesión a pie, con las mulas cargadas; cada mula lleva una alforja nuevecita llena de trigo y al llegar a la iglesia descargan el trigo, centenares de fanegas de trigo en agradecimiento por la lluvia que ha caído en el momento justo, por el niño que ha expulsado las lombrices, porque la coz de la mula sólo le ha hecho un chichón en la cabeza al campesino… Es verdad, mueren muchos niños, y la lluvia ha sido buena lluvia para el trigo; pero los almendros han sufrido una helada terrible y no será una cosecha abundante para el aceite, y algún campesino ha recibido de lleno, en la cabeza y en el vientre, la coz de la mula… Para nuestra fe, sin embargo, sólo cuentan las cosas buenas; Dios no influye en las penas: es el destino el que las trae. Pasamos un buen domingo, con el caldo y con la carne, y mi madre dice que debemos dar gracias a Dios; traen a casa a mi padre quemado por el antimonio, y mi madre dice que ha sido el destino infame el que lo ha abrasado… Me gustaría mostrarle a mi madre que aquí, en España, Dios y el destino tienen la misma cara.
—No quiero saber nada —dijo Ventura—: ni de Dios ni del destino. Pensar en el destino es cosa de imbéciles, es como acercarse a un hormiguero y pensar: «¿Le doy un pisotón o no? ¿El destino quiere que se lo dé o quiere que lo deje intacto?»… Si empiezas a pensar en el destino, puedes perder el sentido contemplando un hormiguero. En cuanto a Dios, la cosa es más complicada: en diez años que llevo sin hacer nada he tenido tiempo suficiente hasta para pensar en Dios, y tengo la convicción de que Dios es la muerte, que cada uno lleva en su interior al Dios de su muerte como una carcoma. Pero no es sencillo; hay momentos en que querrías que la muerte fuese como el sueño y que algo de ti quedara suspendido en un sueño, un espejo que continuara reflejando tu figura cuando tú ya estás lejos… Por eso los hombres inventan un Dios. Pero yo no quiero saber nada de ello; llegado el momento creo que me sentiría abandonado como un niño que empieza a andar y de pronto se da cuenta de que la mano de su madre ya no está a su alcance para sostenerlo y cae al suelo: aquí tengo que arreglármelas solo, sin Dios, y más me vale no haberlo tenido nunca… puesto que si hubiese tenido que fabricarme un dios, habría sido un buen dios, y en España a lo mejor me habría dejado solo… El dios del tercio y de los navarros no es un buen dios.
—Le diré a mi madre que su Dios está con el tercio —dije.
—Te diría que es justo; tal vez en este momento está rezando una novena por el tercio y por los navarros. El cura habrá predicado desde el púlpito: «y al rezar vuestra novena a la Virgen de agosto, rogad a Dios protección y fuerza para los ejércitos que combaten en su nombre y a su gloria».
—Odio a los españoles —dije.
—¿Por qué? ¿Porque han tirado de Dios como de una manta hacia su lado y te han dejado a la intemperie, sin tu Dios y el de tu madre? No hay Dios en la república, sin embargo; en ella están los que lo han sabido desde siempre, como yo, y otros que tiemblan de frío porque la Falange ha tirado para sí toda la manta de Dios.
—No es sólo eso —dije—, es que son crueles.
—Oye —dijo Ventura—, yo he venido a España a arriesgar la vida sólo por mi gran deseo de regresar a América; América es civilizada y rica y está llena de cosas buenas: hay libertad. De la nada, uno puede llegar a ser tan rico como Ford; o puede convertirse en presidente, puede convertirse en lo que le apetezca. A pesar de todo, dos inocentes han sido enviados a la silla eléctrica… Y toda América sabía que eran inocentes; lo sabían los jueces, el presidente, los que hacen los periódicos y los que los venden. A mí me parece un hecho aún más terrible que los fusilamientos que vemos aquí; porque esos dos han sido condenados con todas las de la ley en un país libre, ordenado y rico, por las mismas razones que aducen los falangistas para asesinar a los de la FAI. ¿No has oído hablar de Sacco y Vanzetti?
—No —dije—, nunca he oído esos nombres.
Me contó la historia de Sacco y Vanzetti y, la verdad, lo de España no era para asombrarse.
—Y piensa en Sicilia —dijo Ventura—; piensa en la Sicilia de los mineros del azufre, de los jornaleros del campo; en el invierno de los jornaleros, cuando no hay trabajo, las casas llenas de hijitos que tienen hambre, las mujeres trajinando por la casa con las piernas hinchadas por la albúmina, el asno y la cabra junto a la cama… Yo me volvería loco. Y si un buen día los campesinos y los mineros asesinan al alcalde, al secretario del fascio, don Giuseppe Catalanotto, que es el patrón de la mina de azufre, y al príncipe de Castro, que es el patrón del feudo; si esto ocurre en mi pueblo y si tu pueblo empieza a movilizarse, y si en todos los pueblos de Sicilia comienzan a soplar los mismos vientos, ¿sabes qué pasará? Pues que todos los señores, que son fascistas, se aliarán con los curas, los carabinieri y los alguaciles y empezarán a fusilar a campesinos y mineros, y los campesinos y los mineros matarán a curas, carabinieri y señores: seria una matanza inacabable. Y luego llegan los alemanes, te sueltan un par de bombardeos que les quitan para siempre a los sicilianos las ganas de revuelta, y vencen los señores.
—También en España acabará así —dije.
—Por nuestros méritos —dijo Ventura—, pues si no fuera por los italianos y los alemanes, aquí los señores habrían muerto como ratas. Somos peores que los moros… peores.
Me gustaría recordar el nombre de aquel pueblo… Recuerdo que la iglesia estaba consagrada a san Isidro; es un santo campesino, pero los campesinos, en aquella iglesia, le habían disparado. El periodista hizo fotografías de san Isidro que, con la tapa de los sesos volada, parecía una maceta, y ya no tenía brazos, como aquel militar que los había perdido en Guadalajara. Sentado en la escalinata de aquella iglesia llegué a comprender muchas cosas de España y de Italia, del mundo entero y de los hombres que pueblan el mundo.
En Málaga, el calabrés que iba a ver fusilamientos, decía:
—Es como estar en el teatro, vienen hasta las señoras: se sitúan algo alejadas y observan. Hay una anciana que mira con unos gemelos de madreperla…
La imagen de la anciana me había hecho fantasear: se me aparecía como un símbolo de la España fanática y cruel. Ahora me venía a la mente doña Maria Grazia, que nos dejaba vivir en el sótano de su palacio y mi madre pagaba el alquiler lavando los suelos y las escaleras del palacio dos veces a la semana. Doña Maria Grazia observaba con el monóculo y decía:
—Parece que hubierais lavado la escalera con las babas… Pasad la bayeta por este rincón, vuélvela a pasar por el saloncito.
Dos veces a la semana mi madre salía del palacio extenuada; el cansancio le quitaba hasta las ganas de comer.
Doña Maria Grazia no tenía muy buena opinión de mí.
—Vuestro hijo crece mal —decía a mi madre—. No es servicial y apenas si me saluda. Además, se viste como un señor: quién sabe qué malos pensamientos ocupan su cabeza. Debéis enseñarle que uno debe estar allí donde la Providencia lo ha puesto: el pobre que es soberbio siempre acaba mal.
—Salúdala —me decía mi madre—. Hazlo por mí, salúdala.
El caso es que yo jamás había dejado de saludarla; me quitaba el sombrero y decía: «Buenas tardes». Ella, en cambio, quería que le dijera: «Beso a usted la mano». Por eso me miraba a través del monóculo y no me contestaba; habría venido con gemelos a presenciar mi fusilamiento.
Hasta mi llegada a España no entendía una palabra del fascismo, para mí era como si no existiera. Mi padre había trabajado en la azufrera, y también mi abuelo, y yo, como ellos, trabajaba en la mina. Leía el periódico: Italia era grande y respetada, había conquistado el imperio, Mussolini pronunciaba unos discursos que daba gusto oír. Les tenía antipatía a los curas, por las historias que había leído y por la confesión: no me gustaba que mi madre o mi mujer fuesen a contarle al cura lo que ocurría en casa, sus pecados y los míos y los de los vecinos; las mujeres de nuestros pueblos se confiesan así, hablan más de los pecados ajenos que de los propios. También me fastidiaban los señores esos que vivían de las rentas de las tierras y de las minas: cuando los domingos los veía de uniforme me daba la impresión de que el fascio llevaba a cabo una especie de acto de justicia al obligarlos a vestirse de un modo ridículo y a marchar en la plaza del castillo. Yo creía en Dios, iba a misa y respetaba el fascio. Quería a mi mujer, ya que me había casado por amor y sin un sueldo de dote. Y trabajaba en la mina de azufre, una semana en el turno de noche y otra en el turno de día, sin quejarme jamás. Sólo tenía mucho miedo al antimonio, pues mi padre había acabado abrasado, y en la misma mina. Según recordaban los más viejos, era una azufrera donde los patrones siempre habían explotado a los obreros sin preocuparse de su seguridad; eran frecuentes las «desgracias», el hundimiento de una bóveda o la explosión del antimonio; y las familias de aquellos que quedaban aplastados o quemados culpaban de ello al destino. Hubo una época, allá por el 19 o el 20, en que los mineros que salían vivos de la «desgracia», en vez de tomarla con el destino la tomaron con el patrón, e hicieron huelgas y lo amenazaron; pero el tiempo de las huelgas pertenecía al pasado y, con franqueza, yo no creía que las huelgas fueran algo positivo para Italia, que se había convertido en una nación de orden.
El 8 de septiembre de 1936, día de la Natividad de Nuestra Señora, festividad en que en los campos de mi pueblo encienden fogatas en su honor (mi padre dijo después que era un día «señalado», y en los días «señalados» no se trabaja), yo hacía el turno de día. Ese turno me obligaba a levantarme a las tres de la madrugada, salir de casa a las tres y media, hacer una hora de camino y «hundirme» en los pozos a las cinco. Mi tío Pietro Griffeo, hermano de mi madre, que era un «viejo lobo» de la azufrera, nos venía avisando desde hacía días:
—Muchachos, mantened bajas las lámparas: algo me huele mal.
Y también ese día volvió a avisarnos…
Nuestro sector era el menos ventilado; no había armazones y todavía se tenían que hacer los «tramados». Cuando nos desvestíamos, sentíamos el aire en nuestros cuerpos desnudos como una sábana mojada. Nuestras lámparas eran de acetileno; las lámparas de seguridad las tenía la administración como si fueran nuestro traje de los domingos: por si acaso, para «cubrirse» cuando venían los ingenieros a inspeccionar; y, aparte, los viejos mineros no las querían.
—Cuando lo quiere el destino —decían—, si uno ha de morir también morirá con las lámparas de seguridad.
Quién sabe por qué les tenían ojeriza, pero preferían las luces de acetileno.
Después de desayunar —casi todos comíamos pan con arenques y cebolla cruda—, reemprendimos el trabajo.
—Las lámparas bajas —recomendó otra vez mi tío.
Un minuto después, del fondo de la galería nos llegó un rugido de fuego y, tal como en el cine había visto el agua precipitarse por las esclusas abiertas, el fuego vino hacia nosotros con un estruendo. Aunque esto lo pienso ahora; no estoy seguro de que haya sido exactamente así: me veía el fuego encima y no entendía nada, mi tío gritaba: «¡El antimonio!» y me arrastraba, y yo corría ya como en un sueño, seguí corriendo aun cuando ya había salido de la boca de la mina, corrí descalzo y desnudo por el campo hasta que sentí que el corazón me estallaba y entonces, temblequeante, me dejé caer al suelo llorando a lágrima viva como un niño.
Por la noche deliré. No tenía fiebre ni dormía. Cada palabra que decían, cada ruido que oía, cada pensamiento que tenía era como si algo explotase en mi interior, como el efecto del fogonazo, el relámpago de luz que hacen los fotógrafos, y una vez que se apagaba, me quedaba una luz violácea, la luz que, imaginaba, llevarían dentro los ciegos. Siempre me había dado miedo el antimonio porque sabía que quemaba las vísceras, así murió mi padre, o los ojos. Conocía a muchos ciegos a causa del antimonio.
Al día siguiente me sentía como un viejo de cien años, y decidí que jamás volvería a pisar la azufrera. Sabía que había una guerra en España; muchos habían ido a la de África y habían ganado dinero. De mi pueblo sólo uno había muerto en África. Además, morir a la luz del sol no me daba miedo (y en toda la guerra de España no he tenido miedo a la muerte: sudaba de pánico sólo al pensar en los lanzallamas). Me vestí como si fuese un domingo y me dirigí a la casa del fascio. El secretario político había sido compañero mío en la escuela, luego fue maestro de la escuela primaria; aunque sentía cierto aprecio por mí, él temía que lo tratara con la confianza del compañero de escuela y lo tuteara, pero yo le hablaba con mucho respeto.
—Quisiera ir a la guerra, a España —dije.
—Sí, efectivamente, aquí hay algo —dijo—, ha llegado una petición de voluntarios, pero no es seguro que sea para España…
—Aunque sea para el infierno —dije.
—Sí, vale, pero quieren milicianos, los milicianos tienen prioridad, y tú no perteneces a la milicia.
—Inscríbame —dije.
—No creas que es tan fácil.
—Estoy en los sindicatos fascistas —dije—. He pertenecido a la juventud fascista, he hecho el premilitar y luego he sido soldado, no entiendo por qué no me inscribió usted en la milicia cuando regresé.
—Tenías que solicitarlo —dijo.
—Pues lo solicito ahora. No he ido a la guerra de África, pero a ésta quiero ir. He sido buen cazador, estoy bien de salud: pienso que uno como yo tiene derecho de ir a la guerra… Si no, yo escribo al Duce y me ofrezco a él como voluntario.
Este argumento daba resultado. Una vez, un obrero había escrito al Duce por un premio que no le querían entregar. Armó tal jaleo que el secretario político aún lo recordaba… Aunque también es verdad que al obrero se lo hicieron pagar bien pagado.
—Veremos qué se puede hacer —dijo el secretario político—. Se lo diré al cónsul a ver qué pasa… Vuelve el lunes.
Me aceptaron. Mi madre y mi mujer lloraron. Yo partí con el corazón en paz: la azufrera me aterrorizaba. En comparación, la guerra de España me parecía una excursión al campo.
Cádiz era bonita, me recordaba a Trapani, aunque, por el blanco de las casas, era más luminosa; y también Málaga era hermosa en aquellos días de febrero con el sol espléndido, y el buen vino lleno de sol y el jerez… Desde noviembre hasta febrero la guerra fue bonita, bonito estar en el tercio con aquellos oficiales que participaban en los asaltos sin siquiera sacar la pistola: en sus manos enguantadas sólo se veía una pequeña fusta. Aquel hombre con barba de chivo que los españoles aclamaban me parecía la esencia de nuestra guerra; no era un oficial, aunque sin duda era un pez gordo del fascismo: sobre la camisa negra llevaba los emblemas del fascio, la cruz y el yugo y las flechas de la Falange. Era un hombre apuesto, a caballo lucía una estampa estupenda. Los españoles decían que había hecho grandes cosas, pero he sabido más tarde que un francés escribió un libro entero para contar las cosas tremendas que ese hombre había hecho, me gustaría leerlo.
En Málaga empecé a oír hablar de fusilamientos. Luego, mi encuentro con Ventura empezó a abrirme los ojos. Sin embargo, los españoles de Málaga nos aclamaban, todos querían darnos algo, hablar con nosotros, las chicas nos sonreían… Los hombres decían: «Soy de derechas», y nos invitaban a tomar algo. Yo no entendía qué querían decir con eso, creía que declarar que uno era de derechas era un cumplido o una manera de saludar de los españoles. Luego, Ventura me explicó que el fascismo era un partido político de derechas, y que de izquierdas eran el comunismo y el socialismo. Los españoles de Málaga eran todos de derechas. Yo he visto, seis años después, a todos los fascistas de mi pueblo declararse de izquierdas… La ciudad estaba intacta, el paseo lleno de mujeres era una fiesta, pero fusilaban sin parar.
Puede decirse que hasta Málaga no había arriesgado mi vida; sólo había participado en acciones de poca importancia en pueblos y aldeas, y a Málaga había llegado con el desfile de la victoria. La verdadera guerra empecé a vivirla un mes más tarde, en la batalla por la toma de Madrid que luego tomó el nombre del pueblo de Guadalajara. Es un recuerdo infernal; y el viento, que soplaba afilado como una cuchilla, y la nieve, el barro, los altavoces, y los cañonazos y las ráfagas de metralla que venían de todas partes. Los altavoces nos perforaban el cerebro hasta el delirio: las voces parecían salir del bosque, de las ramas de encima de nuestras cabezas; estaban en el viento como si fueran parte de su misma naturaleza, y en la nieve… Árboles, viento y nieve decían: «Compañeros, obreros y campesinos de Italia, ¿por qué combatís contra nosotros? ¿Queréis morir para impedir que los obreros y los campesinos de España vivan libremente? Os han engañado; volved a vuestras casas, con vuestras familias. O venid con nosotros… Vuestros compañeros, los que hemos hecho prisioneros, os dirán que los hemos recibido con los brazos abiertos…»; y luego se oía otra voz: «Escuchad, camaradas: hemos sido engañados y traicionados. No es verdad que los rojos fusilan a los prisioneros: están mejor armados que nosotros, comen mejor que nosotros… No es verdad que no tienen generales: yo los he visto, me han interrogado… Os habla Pinto, Calogero Pinto…».
—No es cierto —decían nuestros oficiales cada vez que oían un nombre—: a Pinto —o como se llamara— lo he visto caer, está muerto. Utilizan su chapa de identificación.
Y tal vez era verdad que utilizaran las chapas, pero el hecho de que tantos oficiales hubieran visto caer al mismo soldado resultaba sospechoso.
—Me voy —me decía Ventura—; estoy tratando de averiguar dónde está la brigada americana: quiero verme cuanto antes entre los americanos.
Sin embargo, no se iba. Creo que se sentía comprometido a quedarse mientras las cosas siguieran mal.
El 15 de marzo íbamos patrullando y de pronto nos detuvimos, suspendidos y atentos en el silencio, como si cada uno de nosotros hubiera oído una misteriosa advertencia; aunque creo que algo real debimos haber oído, ya que no confío demasiado en las advertencias misteriosas. Nos movimos y una voz dijo:
—Tirad las armas.
Giramos la cabeza como marionetas en busca del sitio del que había surgido la voz; hubo una descarga, disparaban al aire.
—Tirad las armas y rendíos —repitió la voz.
Eran italianas las palabras y la voz, tan serena que parecía invitamos amistosamente.
—No hagáis bromas —dijo el teniente—; somos nosotros.
Pero se engañaba. La voz, divertida, respondió:
—Ya sabemos que sois vosotros, os conocemos muy bien. Tirad las armas.
Entonces Ventura hizo un movimiento rápido y la granada explotó entre los árboles. En respuesta, recibimos una retahíla de balas. Nos tiramos cuerpo a tierra tras los troncos, pero el teniente y un soldado resultaron muertos. Cuando alcanzamos nuestras líneas, mientras nos secábamos al calor del fuego, Ventura me dijo:
—Me largaré de aquí cuando quiera, pero aún no han nacido los hombres capaces de coger a Luigi Ventura como a un imbécil.
Estábamos en una casucha medio derruida: había saltado la mitad; sólo quedaba en pie un rincón que habría servido para colocar los personajes del pesebre, ya que el trozo de techo que quedaba estaba cubierto de nieve y también había nieve alrededor, para dulcificar la destrucción. En el fuego habíamos puesto un poco de vino a hervir.
—Eran italianos —dije—; tal vez tu bomba ha matado a alguno.
—Lo siento —dijo Ventura—, pero aunque hubiesen sido los americanos que estoy buscando, también habría tirado la bomba. En ciertas circunstancias no hay Italia ni América que valgan, ni fascismo ni comunismo; hoy la circunstancia era ésta: de un lado estaba Luigi Ventura y del otro un tío que quería cogerlo prisionero. Una vez hubo una pelea, en un bar de Nueva York, y llegaron los policías y nos hicieron poner a todos contra la pared con las manos en alto; estuve pegado al muro no menos de diez minutos, y no es nada agradable para un hombre estar cara a la pared con las manos en alto. Entonces pensé: «A partir de hoy, el primero que me ordene alzar las manos, será su piel o la mía». Estar con las manos en alto mientras uno te apunta con un fusil es haber perdido la dignidad. Y los fusilamientos me dan ganas de vomitar: es indigno poner a un hombre contra el paredón y dispararle con doce fusiles. No tienen honor ni los que los ordenan ni los que los ejecutan. Eso es lo que son: gente sin honor, individuos que no tienen dignidad.
—No hay honor en el acto de matar —dije.
—Lo hay, incluso en matar —dijo Ventura—, pero cuando se mata en caliente, o tu piel o la mía; o cuando se mata a las carroñas, a esos que hacen de espías por oficio o por cobardía, a esos oficiales que huelen a podrido, a ésos puedes matarlos incluso a sangre fría, que estarás haciendo un acto de honor.
Matar a un policía en el Bronx o a un carabiniere en los campos de Naro o pegarle un tiro por la espalda a un oficial le parecían cosas «de honor». Este modo de pensar no era nuevo para mí: así pensaban los jefes mafiosos de la azufrera que nos sacaban dinero a nosotros y a los patrones: a nosotros nos aseguraban el trabajo y a los patrones nuestro rendimiento; quien no pagaba les ofendía en su honor. Eran personas a quienes yo detestaba y, sin embargo, Ventura era un poco como ellos; en la mina tal vez lo habría odiado, pero en medio de aquella guerra sus razones de honor se veían mejores, más cercanas a la dignidad del hombre que las que el fascismo ponía en sus banderas, nuestras banderas. Para mí, para Ventura, para muchos de nosotros no había banderas en una guerra que habíamos aceptado sin saber de qué se trataba y que, ahora, nos acercaba a los sentimientos y las razones del enemigo; cada uno de nosotros tenía consigo mismo el compromiso moral de no dejarse ganar por el miedo, de no rendirse, de no abandonar su puesto. Es posible que así se hagan todas las guerras, con hombres que sólo son hombres, hombres sin banderas; que para los hombres que combaten no exista Italia ni España ni Rusia, y menos aún el fascismo o el comunismo o la Iglesia, sino tan sólo la dignidad de cada uno para jugarse la vida, para aceptar el juego de la muerte. Es posible, digo, porque, en lo que me atañe, me habría gustado tener una bandera verdadera y humana bajo la cual combatir.
De los altavoces, cuando las voces que nos invitaban a desertar callaban, surgían las notas del himno de los trabajadores; los consejos, aquellas invitaciones, aquellas declaraciones de fraternidad me producían un gran fastidio; difundidas a gritos por los altavoces, hasta las cosas verdaderas asumen una apariencia engañosa, suenan falsas; pero el himno de los trabajadores me provocaba un sentimiento distinto. Mi padre había muerto en el 26, cuando yo tenía dieciséis años; el recuerdo de su vida, de cómo había muerto nunca me abandonaba, pero había olvidado que era socialista. En los acordes del himno de los trabajadores veía a mi padre que me llevaba cogido de la mano, la banda tocando y luego a un hombre con corbata de seda que se asomaba a un balcón y hablaba, y mi padre decía: «Muy bien», y aplaudía. Pero ¿quién se acuerda ya del himno? Era una bonita música… llegado un momento parecía como si abrieran pesadas nubes, uno de los versos decía: «En la bandera de la libertad brilla el sol del porvenir» y, en verdad, infundía esperanzas.
Pero ¿qué era el socialismo? Ciertamente, era una buena bandera, mi padre decía: «es justicia, igualdad», pero no puede haber igualdad si no hay Dios, no se puede fundar el reino de la igualdad ante un notario: sólo se puede crear ante Dios. O ante la muerte, si todos, a cada momento, nos enfrentáramos a ella. Sería tan injusto el mundo de la igualdad que sólo podríamos vivirlo en nombre de Dios o ante la muerte. Sin embargo, sin Dios es posible la justicia: jamás he pensado que Dios fuese justo; por el contrario, está muy alejado de nuestra esperanza de justicia. Mi padre no se contentaba con la justicia: quería igualdad. Creía que aquellos grandes abogados con sombrero de ala ancha y corbata de seda ocupaban el lugar de Dios, el abogado Ferri y el abogado Cigna en el lugar de Dios…
También el socialismo debía de ser un poco como la religión; un caldero en el que se hierven muchas cosas y en el que cada cual mete un hueso para hacer el caldo que más le gusta. Para mí era tan sólo el recuerdo de mi padre, su fe, el modo en que murió, y de mí, que estuve a punto de correr la misma suerte que él. Y doña Maria Grazia, que decía de mí:
—Tiene las mismas ideas torcidas de su padre.
Pero yo, en cambio, no tenía ideas derechas ni torcidas, sino un dulce recuerdo de mi padre y pena por la forma en que había muerto; y un miedo enorme al antimonio. Y cierta esperanza en la justicia.
Después de Guadalajara se dijo que habíamos sido vencidos porque en el frente de Madrid el comunismo había comenzado a circular entre nosotros como una enfermedad contagiosa; parecían creer que tanta vocinglería por los altavoces y las octavillas que llovían de los aviones (pero también llovían bombas, y uno no puede aceptar a la vez verdad y bombas) habían mellado la moral de la tropa. Luego hicieron una encuesta y algunos de los nuestros fueron repatriados. Recuerdo que un día nos hicieron formar, y vino a pasar revista Teruzzi, que mandaba a toda la milicia; en un momento dado se detuvo frente a un legionario y preguntó:
—¿Por qué has venido a España?
—Ha sido por un amigo… —El legionario balbucía—. Me dijo: «Hay guerra en España, ¿por qué no presentas la solicitud?»… Yo me había casado hacía poco; antes trabajaba como aparcero en unas tierras que teníamos a medias con mi hermano y mi padre, pero cuando me casé, ellos me echaron: «Búscate una aparcería por tu cuenta», dijo mi padre, y yo le contesté: «¿Crees que es tan fácil encontrar una aparcería? ¿Dónde voy a encontrarla?»…, por suerte llegó mi amigo y me dijo que en España había guerra.
Teruzzi lo observaba de un modo que parecía que el soldado le estuviese confiando un secreto, atento y pensativo. Decían que antes del fascismo había sido sargento y que en aquel momento comprendía al soldado como un sargento, como el pobre hombre que había sido y no como el comandante de la milicia. El coronel que lo acompañaba, por el contrario, dijo al legionario:
—Cretino…
Teruzzi, sin decir una sola palabra, siguió adelante; miraba distraído las caras de los legionarios hasta que se paró de nuevo y preguntó:
—Y tú, a ver, oigamos por qué has venido a España.
Pero entonces todos habían entendido cómo había que responder para no ser tildado de cretino por el coronel.
—Por la grandeza de Italia y la salvación de España —dijo el soldado con voz firme.
—Muy bien —Teruzzi suspiró aliviado; luego se dirigió al coronel—. Daremos un premio a este legionario.
Y, en efecto, más tarde le entregaron 25 pesetas; en cambio, al otro, al que había respondido con la historia del amigo y la aparcería, lo repatriaron. Hecha de ese modo, la encuesta era una estupidez. El coronel volvió solo a interrogarnos y Ventura, que tenía mucha labia, hizo muy buen papel; habló del Duce y de la Italia fascista y de la religión como si por su boca hablaran un federal y un predicador al unísono; él, que odiaba al fascismo y a los curas… Estaba claro que los fascistas, como siempre, preferían la mentira… Todos, salvo unos pocos fascistas convencidos, habíamos ido a España por la paga que nos darían, forzados por la desocupación o por las condiciones de trabajo; pero nos tomábamos la guerra en serio, y muchos moríamos. No cabía duda de que nos preocupaba que los campesinos y los mineros españoles estuvieran en el otro bando y que los falangistas los fusilaran; y que, aun sin saber nada de socialismo, aquella música y aquella bandera bastaban para suscitar peligrosos recuerdos, como en mí el recuerdo de mi padre.
Guadalajara, la batalla por la toma de Madrid, era un infierno. Después de la dulce primavera de Málaga, jamás habría creído que se pudiese encontrar en España un invierno tan crudo: tenía los labios y las manos agrietados por el viento y la nieve, nos hundíamos en el fango. Rara vez se veían nuestros aviones; los de la república nos pasaban por encima como si fueran a decapitarnos, parecía que iban a llevarse nuestras cabezas; y tenían tanques grandes como casas; los nuestros, en comparación, eran latas de sardinas. Lo habían escrito en todas las paredes: «MADRID ES EL BALUARTE DEL ANTIFASCISMO» y luchaban con mucho valor y disciplina para mantenerlo. Hasta Málaga habíamos combatido contra bandas de campesinos y obreros que, sin orden ni precaución, venían al encuentro de las metralletas para acabar agujereados o se ocultaban detrás de las bajas paredes de los cercos, en el campo, en los techados o los campanarios en una desesperada resistencia; muchas veces iban armados sólo con una escopeta de doble cañón. En Málaga había un buen número de milicianos: diez mil fueron hechos prisioneros; habrían podido resistir mejor y acaso derrotarnos, pero no conocían el orden. Yo no sabía nada del arte de la guerra, pero esa manera de moverse como un rebaño de ovejas en los asaltos y en las retiradas me hacía sospechar que no tenían un buen mando. Es posible que se hubieran lanzado a la lucha animados por ese sueño de igualdad que tenía mi padre, con la creencia de que podrían construir ese mundo igualitario mediante la guerra: nada de oficiales, todos oficiales; y también a mi padre le habría gustado participar en aquella guerra. Pero en una guerra hace falta que alguien mande, aunque sólo tenga dos dedos de frente. Y acabaron por entenderlo, pues para defender Madrid contaban con soldados disciplinados y buenos oficiales. Nuestros mandos decían que habían llegado de Rusia oficiales que fusilaban sin parar para imponer disciplina, aunque no creo que fuera cierto, ya que jamás he visto a un prisionero ruso, y he visto alemanes, americanos, franceses, e incluso a un italiano he visto caer prisionero, pero a un ruso, nunca. El hecho es que lo habían entendido; habían empezado mal, pero ahora se tomaban la guerra como había que tomarla.
Si admitiese haber entendido la batalla y haber tenido la sensación de derrota, contaría cosas que sólo diez años más tarde llegué a saber. Pero en aquellos días yo sentía una gran admiración por los generales, puesto que en medio de aquella confusión de hombres y camiones en el barro y entre los árboles, bajo la nieve y el viento y el fuego, lograban dibujar imágenes de las líneas de los frentes y establecer dónde estábamos nosotros y dónde los republicanos. Es posible que no todo lo vieran tan claro, ya que de hecho nos vencieron. O fue el general Franco quien, como se comentaba entonces, nos engañó como a chinos; en la parte del frente conducida por sus tropas, dejó tranquilos a los republicanos, como si estuviese escrito en un pacto que la batalla de Madrid debían ganarla los soldados de Mussolini. Lo cierto es que los españoles, en el fondo, se alegraban de nuestra derrota; cuando en algún café surgía algún entredicho entre españoles e italianos, para ofendernos decían: «Guadalajara», e incluso a mí, que no formaba parte de las disputas, ese nombre me molestaba.
Nos tomamos el desquite cuando el ejército republicano de Santander quiso tratar la rendición con los italianos, pues se fiaba más de la palabra de nuestros generales que de la de Franco. Y, en verdad, ni siquiera yo habría confiado en la palabra de Franco. Circulaban retratos de Franco cuando era joven en los que parecía un san Luis Gonzaga con bigote; yo lo había visto de cerca y era más viejo, siempre con ese aire de hombre que acaba de rezar; como don Carmelo Ferraro, quien en las procesiones del Corpus, en mi pueblo, llevaba el palio dorado del Santísimo y cada tarde iba a la iglesia para dirigir el rosario; el murmullo de los viejos y las mujeres siguiendo su bonita y profunda voz… Y caminaba siempre mirando al cielo, como si los ojos fueran atraídos hacia lo alto a fuerza de calamidades. Prestaba dinero a altos intereses: por 50.000 liras se hizo con un olivar del barón Fiandaca que valía más de un millón; agobiaba con los intereses hasta a los pobres. Franco tenía el rostro lleno y liso como don Carmelo, y también esos ojos que parecían reclamados por el cielo. Me convencí de que era de esa clase de hombres: he conocido a muchos en mi pueblo y en Sicilia, parecen descender de un retablo del altar y hacen todo el mal que un hombre es capaz de hacer, roban y asesinan, y en sus testamentos dejan todo a iglesias y hospitales. Mejor era aquel general que hablaba por radio todas las noches y los españoles se divertían como en una farsa; se llamaba Queipo de Llano, y en Málaga hizo lo que hizo, pero eso era de esperar sólo con ver la cara de perro que tenía y oír las obscenidades que decía por la radio. Sereno y elegante, Franco era clavado al hombre que acaba de alzarse del reclinatorio de terciopelo, y nada bueno se puede esperar de un hombre que reza sobre un reclinatorio de terciopelo.
De modo que el ejército de Santander quiso rendirse a los italianos y los italianos garantizaron la vida de los prisioneros, que los republicanos pensaran que éramos humanos nos hizo sentirnos satisfechos. Resultó una satisfacción amarga, sin embargo, porque Franco se levantó del reclinatorio y dijo que el general Bastico empezaba a tocarle los c…; bueno, no lo dijo así, es verdad; seguro que su cólera encontró una expresión más elegante. Informó a Mussolini diciéndole que era cosa de locos que un general italiano hiciera caso omiso de sus órdenes y le impidiese hacer limpieza en Santander, limpieza en aquella ciudad roja; Por tanto, le pedía que le diese un silbato a Bastico para reclamarlo a Italia. Mussolini comprendió, claro, nadie mejor que él para comprender la necesidad de hacer limpieza, pues ya nos tenía a nosotros en el fregado. Bastico se fue, y la Falange comenzó a divertirse también en Santander.
Pero mientras descansaba en la escalinata de la iglesia de San Isidro, en aquel pueblo cuyo nombre no puedo recordar, la batalla de Santander acababa de comenzar, era el 15 de agosto de 1937. Dábamos vueltas alrededor de Madrid como, de noche, las mariposas en torno a la luz: se aproximan hasta que sienten la quemazón y reemprenden el vuelo, se acercan de nuevo y una ráfaga de viento las echa al fuego. Así era Madrid. Llegó la racha ventosa de Brunete y los republicanos nos cayeron encima por sorpresa. Mi admiración por los generales decayó de golpe. Podían habernos pillado dormidos, como se suele decir; y si su avance no fue más arrollador tal vez se deba a que, sorprendidos ante aquel vacío, temieron una emboscada, cuando en realidad no había nada. Pasaron la encrucijada de Brunete y se detuvieron. Su general, Líster, confió demasiado en la habilidad de nuestros generales: como buen bracero que había sido pensaba, como yo, que los generales lo veían todo; y que dejar un vacío como aquél en el frente de Madrid ocultaba, sin duda alguna, una estrategia secreta. Cuando se percató de que podría haber seguido avanzando, ya era tarde. Sus fuerzas se estrechaban en torno a Brunete y dentro había, sí, muchos soldados nuestros, pero nosotros ya emprendíamos el contraataque para impedir otros avances y para romper la tenaza que habían formado para cercar a los nuestros. No logramos deshacerla, pero obligamos a las fuerzas de Líster a defenderse, y en diez días se vino abajo el éxito inicial por no haber sabido aprovecharlo. Se volvía a hacer limpieza en los pueblos. Aquel que habíamos tomado el día de la Asunción estaba en la zona de Brunete; me parece recordar que había un pequeño río. Pasamos por un pueblo que se llamaba Maqueda y me dijeron que un duque de aquellas tierras había sido antiguamente virrey de Sicilia, por eso se llamaba Maqueda la calle más bonita de Palermo. Pero es posible que me falle la memoria y que por Maqueda haya pasado algunos días antes o algunos días después… No sé por qué, pero de los pueblos y de las ciudades de España conservo un recuerdo poco nítido; ni siquiera de Sevilla, que es la ciudad más bella que jamás haya visto. No tengo buena memoria para los lugares, pero para los lugares de España menos aún: tal vez porque los pueblos se parecían mucho a los que conocía desde que era pequeño, mi pueblo y los pueblos vecinos. Solía decir: «Este pueblo es como Grotte», «Aquí tengo la sensación de estar en Milocca», «Esta plaza es como la de mi pueblo», incluso en Sevilla, por momentos, me parecía caminar por las calles que rodean la plaza Marina de Palermo. Y también el campo se parecía al de Sicilia: la desolada y solitaria Castilla era como entre Caltanissetta y Enna, aunque la soledad y la desolación fueran más vastas. Como si el Padre Eterno, después de haber puesto allá abajo Sicilia, se hubiese divertido jugando a ampliarla con esos aparatos que venden en las ferias, y que utilizan incluso los ingenieros, creo que se llaman pantógrafos. Y vaya idea la de situar la capital en el mismo centro de Castilla… Que en medio de aquel desierto se levantase una hermosa gran ciudad resultaba increíble; tenía que ser una alucinación, surgía como el agua de un manantial ante los ojos de un sediento. Pero ahí estaba Madrid. Por la noche el cielo reverberaba, rojo por los incendios que provocaban nuestros aviones en pleno ataque; sólo en momentos aislados pensaba que en aquella ciudad había niños y viejos, mujeres que gritaban de dolor y de pena y casas donde habitaban miles y miles de personas. «El antimonio, el fuego», pensaba, pero la reverberación era tan lejana, nos costaba tanta sangre y tanto dolor aquella ciudad de espejismo, que solía mirar la roja aureola de muerte como cuando de pequeño, en el campo, miraba las lejanas girándulas de fuego de la fiesta de san Calogero: un luminoso y lejano juego de la noche.
Se cernía la noche sobre aquel pueblecito de Castilla o Extremadura, sobre los campos de arcilla y zarzas y rastrojos calcinados, unos campos en que se percibía el caciquismo, de capataces violentos, expoliadores, ladrones, mientras el duque vive en Palermo, en Madrid, quemando las rentas en mujeres y coches, y los campesinos sudando sobre aquella arcilla bajo la mirada enemiga de los capataces; el campo respiraba melancolía: así era cuando salía de la boca de la azufrera y venía a mi encuentro un olor a tierra y a sol que me daba ganas de hacerme campesino.
Fuimos hasta más allá de las últimas casas. Un hombre vestido de oscuro nos saludó con la mano en alto.
—¡Viva Italia! —dijo.
—¡Arriba España! —respondió enseguida Ventura.
Por lo general, me gustaba ese intercambio de saludos, por los nombres de Italia y de España que se cruzaban en él. El hombre se detuvo y exclamó:
—¡Es magnífico!
—Sí —dijo Ventura.
—Mussolini nos ha prestado un gran servicio… —dijo el hombre—. Es magnífico.
—¡Cómo no! —dijo Ventura.
—Una pandilla de asesinos, los rojos —dijo el hombre.
—Este ya comienza a tocarme los… —dijo Ventura, y preguntó—: ¿Por qué?
—¿Qué opinión tiene usted? —preguntó el hombre con repentina ansiedad.
—¡Arriba España! —dijo Ventura.
El hombre suspiró de alivio.
—Falange ama a España sobre todas las cosas… —y luego—: Es terrible estar entre cuatro paredes cuando fuera… Los días son tan largos entre cuatro paredes… Pues ahora empieza nuestro triunfo…
—¡Cómo no! —dijo Ventura—. Ahora: limpieza y hombre profético partido único sindicato vertical… —Leía los periódicos españoles y sabía muchas cosas.
—Claro —dijo el hombre—. España no se aparta de Dios.
—España no se aparta de Dios —tradujo Ventura, y dijo al hombre—: Naturalmente: así es… Manos a la obra, ahora: limpieza.
—Es magnífico —dijo otra vez el hombre, como fascinado, por un momento, ante una visión; luego, moviendo la mano como si fuera una metralleta segando vidas—: Falange fusilará a todos… Es terrible estar entre cuatro paredes…
—Arriba Falange —dijo Ventura, volviéndole la espalda.
—Viva Mussolini —saludó el hombre.
—Este cornudo —dijo Ventura— quiere fusilar a media España para vengarse de los días que se ha pasado encerrado en casa. Debe de ser el farmacéutico o el médico municipal o el hermano del párroco; en nuestros pueblos éstas son las fuerzas del fascismo; un señorito, en definitiva.
Delante de la iglesia, en la plaza, habían puesto una radio sobre una silla; parecía como si tosiera y emitía unos sonidos parecidos al de una cuerda rota de una guitarra; luego, como todas las noches, una voz anunció:
—El excelentísimo señor general don Gonzalo Queipo de Llano, gobernador de Andalucía y jefe del glorioso ejército del sur… —comenzaba la charla. Ventura dijo:
—¡Este degenerado!… Todas las palabrotas españolas que conozco me las ha enseñado él.