QUARANTOTTU, s.m. desorden, confusión.

1. Por los acontecimientos de 1848 en Sicilia.

2. Fari lu quarantottu, finire a quarantottu, apprufitari di lu quarantottu, fig.: armar desorden, acabar embarullados, aprovechar el desorden.

(Gaetano Peruzzo, Dizionario siculo-italiano. Tip. Amato, Castro, 1881.)

Mi padre cuidaba el jardín del barón Garziano, cinco fanegas de tierra que se abrían en abanico alrededor del claro donde se levantaba la casa; era una tierra de la que brotaba agua con sólo plantar un palo, negra y llena de árboles; en aquella penumbra de árboles y de tierra, parecía que fuesen las dos de la noche aun cuando cayese un sol de justicia; fresco como una gruta, un murmullo de agua que daba sueño y a veces miedo, pájaros que se llamaban con alegres gorjeos y repentinos silencios lacerados por el chillido del grajo. El barón lo llamaba jardín porque también había magnolios y árboles de Indias con troncos que parecían fajos de cuerdas y ramas que descendían como cuerdas hasta enraizarse en el terreno; había también, en el pequeño semicírculo que rodeaba la casa, un estrecho parterre de rosales que en el mes de mayo se encendía con grandes rosas que se abrían deprisa. Y el barón llamaba palacio a la casa, grande y sucia como una casa de campo por el lado que daba al jardín, e igualmente sucia por el que daba a la calle, aunque con dos mujeres desnudas de piedra de arenisca a cada lado del portón, y enormes cabezas de gato que sostenían los balcones con balaustrada.

Mi padre era el mejor podador de la región, venían de otros pueblos a pedirle que trabajara en las viñas y los olivares; pero el barón le pagaba tres tarí al día durante todo el año, y mi padre no podía trabajar para otros sin su permiso; además de los tres tarí al día el barón le daba la casa donde vivíamos, junto al palacio, y una parcela de terreno para que cultivara lo que quisiera; mi padre plantaba tomates y mi madre hacía con ellos muchas conservas para vender a los que venían de Palermo a fines de cada verano. Era un buen trabajo, no podíamos quejarnos de cómo estábamos; mi padre se lamentaba únicamente por el tema del coche de caballos; los domingos tenía que hacer de cochero, así lo establecía el contrato: cuidar el jardín, administrar los almacenes y los domingos de servicio con el coche. No es que a mi padre le disgustara el coche, los caballos le apasionaban, pero tener que ponerse esa larga chaqueta abotonada hasta el cuello, y ese sombrero que parecía un queso, lo ponía enfermo. El barón salía en coche los domingos a mediodía para ir a misa, por la tarde para hacer visitas o dar un paseo por la costa; los domingos mi padre parecía un caballo fastidiado por las moscas: de cada cosa hacía una montaña, se enojaba por nada y arremetía contra los santos del cielo, con los que le eran más familiares, como san Rocco, el santo de nuestra parroquia, y santa Venera, protectora del pueblo. También la tomaba con el barón. «Este cornudo», decía encolerizado; o bien: «Ese cornudo…», según se lo imaginara cerca o lejos. Pero, cuando el barón bajaba, mi padre estaba junto a la portezuela ya abierta y con el queso en la mano; el queso negro que se estaba volviendo verde y era más feo que un pecado. Detrás del barón venía doña Concettina, toda ella un solo crujido, con el libro negro y dorado y el rosario con cuentas de madreperla en la mano, y detrás de ella Vincenzino, flaco y asustado, con el traje que le había hecho hacer el barón, recordando al sastre que el chico estaba en la edad del crecimiento, y Vincenzino, en cambio, no crecía tanto, desde luego. Cuando los tres estaban ya en la carroza, con la portezuela abierta y mi padre junto a ella, doña Concettina se asomaba para llamar: «Cristina», y otra vez: «Cristina», y Cristina bajaba corriendo con el misal blanco y el rosario de cuentas verdes en la mano, siempre con algo mal puesto o que le faltaba, y doña Concettina se agitaba preguntando perentoriamente al Señor por qué a ella, que era tan ordenada, le había dado una hija con la cabeza llena de pájaros. Mi padre cerraba de mala manera la portezuela, saltaba al pescante, la carroza crujía sobre la grava, hacía eco en el zaguán del palacio, y salía a la calle con buen trote. En el momento en que cruzaban el portón yo daba un salto sobre los ejes de las ruedas traseras sin que se percatara mi padre y así llegaba a la iglesia, lanzándome al suelo un instante antes de que el coche se detuviera.

El domingo era para mí un día precioso, por el paseo que daba acurrucado detrás, hasta la iglesia, paseando por la orilla del mar o siguiendo el itinerario de visitas del barón. Sólo Cristina sabía que yo me escondía detrás, en el estribo; mi padre tal vez lo sospechaba: si alguien, al paso del coche, le gritaba:

—Maestro Carmè’, para atrás debéis dar un latigazo.

Pero mi padre no lo daba quizá porque pensaba que yo estaba allí. Los cocheros acostumbran a lanzar un latigazo de vez en cuando hacia la parte trasera del coche, justamente por los chavales que trepan. Cristina lo sabía pero no abría la boca: éramos compañeros de juegos en el jardín, y los domingos seguíamos el juego con esa complicidad, yo aferrado al coche como un cangrejo y ella, a sabiendas de que yo estaba allí, cuando bajaba me buscaba con la mirada.

Doña Concettina consideraba mi compañía perniciosa para Cristina, que siempre volvía acalorada de jugar en el jardín; su madre temía que cogiese una pulmonía, pues de pulmonía se le había muerto un hijo mayor que Vincenzino; y volvía enfangada, con restos de barro hasta en las trenzas, y con desgarrones en la ropa y arañazos en las manos; y cada vez volvía más insolente, más maleducada, ya por las respuestas que daba o por los silencios desafiantes en que se encerraba.

—Cada vez que te juntas con ése vuelves hecha un demonio —decía siempre doña Concettina—; pero yo a ti te corto las alas, ya verás; te voy a llevar con las monjas del colegio.

Sin embargo no se decidía a llevarla con las monjas, y a los ocho años Cristina no conocía siquiera las vocales pese a ir a misa con el misal. En cambio yo sabía leer las letras grandes, porque mi padre me enseñaba por las noches; mi padre sabía leer y escribir mejor que el barón; ya mayor, había aprendido con un cura.

Una vez Cristina llevó a su casa una lagartija viva que se agitaba pegada al lazo de hierba con el que la habíamos atrapado; doña Concettina dio un grito y se desmayó, la acostaron en la cama con los pies en alto y le frotaban vinagre en las sienes; si cada vez que doña Concettina veía una lagartija o una salamanquesa en la pared apartaba la mirada, imaginemos cuando se vio de pronto ante una lagartija balanceándose… Decidieron mandar a Cristina al colegio de manera irrevocable. La llevaron en coche; yo, como de costumbre, detrás. La dejaron al atardecer y a primera hora de la noche el barón fue a buscarla; doña Concettina, nada más volver a la casa, había comenzado a lamentarse, diciendo que la casa parecía vacía sin Cristina, y que quién sabe si las monjas le darían el huevo pasado por agua en su punto; y el barón, aunque blasfemando, había hecho enganchar otra vez el coche y había ido a buscarla.

—¿Y con qué cara me presento yo ahora ante las monjas? —se lamentaba a mi padre—. Puedo decir que mi mujer está loca, eso es lo que puedo decir…

Y, en verdad, un poco loca sí estaba doña Concettina, tanto con las cosas de la casa como con la religión. Es posible que creyese más en el diablo que en Dios, porque al diablo creía verlo por todas partes y bajo las formas más diversas. Ella no lo llamaba diablo sino «tentación» y tentación era todo animal feo y furtivo que anduviera sobre la tierra, cada hierba que provocase eccema o pinchase, cualquier parte del cuerpo, fuera de la cara y las manos, que estuviese desnuda. En presencia de la «tentación», doña Concettina se persignaba y recitaba deprisa una jaculatoria, para expulsarla o al menos debilitarla; y así actuaba cuando la tentación, bajo la forma de blasfemias u obscenidades, surgía de la boca del barón, remedio que, en verdad, surtía tal efecto en él que blasfemias y obscenidades se multiplicaban y enriquecían.

A causa de las frecuentes tentaciones que moraban en el barón, doña Concettina se veía constreñida a ofrendar mayor número de oraciones y limosnas; estas últimas las ofrecía, sin embargo, a la Renta Episcopal, nunca directamente a los pobres, que sucios y mal cubiertos como iban incubaban fuego de tentación. Las oraciones las decía a cada hora del día, e incluso de la noche, mientras satisfacía al barón.

Todas las noches, al tocar el ángelus, recogía a todas las mujeres de la casa en una habitación grande y vacía para rezar el rosario, mi madre también iba; entonces era costumbre en las casas de los señores, pero doña Concettina ponía en ello un rigor particular: ella, sentada en una silla de respaldo alto y con cojín, las mujeres en sillas de paja dispuestas en herradura; empezaba el rosario y las mujeres respondían con un coro de murmullos. En invierno también asistíamos los niños; permanecíamos en un rincón de la habitación por el respeto que nos infundía la patrona. Poco a poco el sueño y el frío me adormecían, un velo de sueño arabescado por el murmullo de las mujeres; y me recuperaba al oír el «gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, como era en un principio ahora y siempre por los siglos de los siglos», porque las voces sonaban más claras, pues con el Gloria terminaba un misterio del rosario; eran quince misterios en total, las mujeres parecían suspirar de alivio a cada misterio que terminaban. Algunas noches venía a presidir el rosario don Vico, el párroco de San Rocco: entonces eran dos las sillas de respaldo alto; don Vico llevaba el rosario con voz pastosa, al final de cada misterio emitía un sonido gutural que parecía un balido y aspiraba rapé. Aquel ruido provocaba en nuestro rincón una explosión de risa sofocada, y doña Concettina nos fulminaba con la mirada.

—Es la tentación que os posee —decía—; rezad vuestras Avemarías u os hago azotar con el vergajo.

Y nosotros empezábamos un murmullo que a la patrona le parecía una plegaria.

A la hora del rosario el patrón salía de casa para ir al casino; mi padre lo acompañaba hasta el portal del casino y luego, pasadas las dos de la madrugada, iba a buscarlo con el farol encendido. Esta tarea no estaba establecida en el pacto, pero mi padre la hacía quizá porque se hallaba a gusto en su papel de protector, ya que a las dos de la madrugada el barón parecía un conejo: cualquier sombra, cualquier crujido lo hacían saltar; mi padre, a cada brinco que daba, le preguntaba con voz segura:

—¿Qué pasa, señor barón?

—Nada, maestro Carmè’ —respondía el barón, una vez que se recomponía, y añadía—: me ha parecido ver un movimiento por este lado.

Mi padre alzaba el farol y de la oscuridad emergía un perro o un gato, o quién sabe si una persona que iba a hacer «lo suyo».

—El caso es que la noche es fea —se justificaba el barón—: todas las cosas malas se hacen por la noche.

Mi padre, cuando le contaba a mi madre el miedo que pasaba el barón todas las noches, decía:

—Tiene razón en decir que todas las cosas malas se hacen por la noche: las cartas que envía al intendente las escribe por la noche…

Nadie le quitaba de la cabeza que ciertas detenciones que llevaba a cabo la policía estaban relacionadas con cartas que el barón, por medio de alguien de confianza, enviaba al intendente de Trapani.

Era el año 1847 (mis recuerdos no van más allá, quizás a través de sensaciones, un perfume, un sabor, la letra de una canción, logro tener recuerdos más lejanos, pero no soy capaz de aferrarlos); 1847 fue el año en que, por pocas horas, internaron a Cristina en el Colegio de María, y ocurrieron muchas otras cosas hacia finales de aquel año que se me quedaron grabadas en la memoria. Un día del veranillo de san Martín, límpido y dorado, corrió la voz de que en el puerto había un barco cargado de esbirros y soldados; corrí hacia allí y vi que los soldados estaban desembarcando; había tantos que el barco parecía un hormiguero. En la orilla las mujeres del pueblo miraban en silencio; alguna lloraba. Ya en tierra, los soldados se desprendían del morral y los fusiles y bromeaban entre ellos, hacían señas a las mujeres y reían; a los chavales les llamaban, en dialecto, guagliò.

No me asustaban esos soldados; regresé a casa para contar a mi madre lo que había visto, pero a ella no le sorprendió, dijo que hacía tiempo que no venían. Pregunté por qué venían.

—Vienen para apresar a los hombres malos y llevárselos —dijo mi madre.

—¿Y quiénes son los hombres malos?

—Los que roban y matan —dijo mi madre—, y los enemigos del rey, que aún son peores.

—¿En este pueblo hay enemigos del rey? —pregunté, pues ya sabía que había gente que robaba o mataba.

—Los hay, incluso en este pueblo —dijo mi madre.

—¿Y quiénes son? ¿Cómo pueden ser enemigos del rey si el rey está en Nápoles?

—¿Sabes lo que te digo? —dijo mi madre—: que le hagas perder el tiempo a tu padre, que a lo mejor tiene ganas de perderlo, que a mí, con tantos problemas, sólo me faltaba el juego del por qué…

Mi padre estaba haciendo injertos junto al vivero. El barón lo observaba, apoyado en su bastón de caña de Indias con pomo de oro. Me acerqué, ya que el barón me cohibía menos que su mujer.

—Han llegado los soldados —dije—; están desembarcando.

—Ay —exclamó mi padre mientras se ponía en pie.

—¿Qué significa ay? —dijo el barón—. Ese ay dejadlo para el que lo tenga que decir. Recordad que la espina que no le pincha a uno es suave como la seda.

—Yo decía ay porque me duelen los riñones —aclaró mi padre—. Me he levantado y he dicho ay.

—¡Ah, bueno! —dijo el barón—. Creí que lo decíais por los soldados…

—Los soldados son la mano derecha del rey, y la mano del rey sabe qué hierbas tiene que arrancar.

—Exactamente, así es —convino el barón—. Veréis como esta noche no quedará una sola brizna en todo Castro. Yo, mientras tanto, bajaré al pueblo a ver al oficial; es posible que sea amigo mío.

Cuando el barón, tras un último destello del pomo de oro, desapareció entre los árboles, mi padre repitió:

Ay —y me sonrió; luego añadió—: Este cornudo…

Yo no hice preguntas.

Hacia mediodía volvió el barón en compañía del militar al mando de los soldados; era un hombre alto y rubio y llevaba en el uniforme bonitos colores. De inmediato se formó un alboroto en el gallinero y en la cocina, pidieron incluso a mi madre que les echara una mano. El barón mandó llevar las mesitas de mármol y las sillas bajo un árbol. Pepé, el criado, con el chaleco a rayas que se ponía cuando había huéspedes, trajo la cafetera y las tazas de café. El café humeaba en las tazas, hacía un buen día, y el barón se movía tan contento en su silla que parecía que le hicieran cosquillas. Cristina y yo mirábamos la escena desde lo alto de un olivo.

—¿Quién es ése? —le pregunté bisbiseando.

—Es un amigo del rey —dijo Cristina.

La respuesta me pareció lógica, ya que, si venía a arrestar a los enemigos del rey, por fuerza tenía que ser amigo suyo. Pero no lograba entender por qué el rey tenía amigos y enemigos; el rey estaba solo en un palacio lleno de oro y de cuadros, y con él sólo la reina y el príncipe. Yo estaba convencido de que el rey no tenía necesidad de comer como nosotros, puesto que, si comía, luego, también como nosotros, tenía que ir al retrete, y que un rey fuese al retrete era la última cosa que hubiera podido imaginar. Se lo dije a Cristina, ruborizándome, y ella rió, aunque dijo que no, que seguro que no iba, el rey no está hecho como nosotros.

El barón, entretanto, alzaba el bastón para señalar una ventana.

—Esta noche dormiréis en esa habitación —decía—; ahora ordenaré que la preparen. ¿Sabéis quién ha dormido en esa habitación? A ver si adivináis… Pues el ministro Del Carretto… en el 38, cuando vino con el séquito de Su Majestad… sí, fue mi huésped.

—¡Oh! —exclamó el oficial.

—Fue mi huésped, sí… Y también el ministro Santangelo, más tarde. Han pasado personas ilustres por esa alcoba…

Al presentarse doña Concettina el oficial se puso en pie, le tomó la mano doblándole la muñeca, pero con mucha delicadeza, y se la besó. Ese gesto me encantó.

—Ve, así te besará la mano —dije a Cristina—, me gustaría ver qué cara pones si te la besa.

Pero ella dijo que no podía: aquel día Vincenzino y ella debían mantenerse fuera de circulación; cuando había huéspedes el barón no los quería ni ver, ni siquiera en las comidas. Entonces ellos jugaban a un juego en la mesa: se miraban a los ojos para ver quien resistía más tiempo sin soltar la risa, y Vincenzino resultaba tan gracioso en su esfuerzo por aguantarla que Cristina siempre perdía. Era un juego que ponía nervioso al barón, y la cosa se ponía mucho peor cuando había huéspedes. Una vez el obispo se lo tomó a mal, y el barón dijo después que se le había caído la cara de vergüenza.

El oficial hablaba de un teatro de Nápoles cuando Pepé anunció que la comida estaba lista. Se levantaron, el oficial puso el brazo derecho en jarras y doña Concettina le pasó una mano que salía de la larga manga de su vestido y parecía el hocico de un ratón; así, con el barón que seguía con su cháchara, se alejaron.

Al ponerse el sol, los soldados, tras comer el rancho delante del convento de San Michele, se desparramaron por el pueblo; con cierto orden, en grupos de cinco o seis y guiados por un gendarme o un compañero de armas. En todas las calles y pasajes se veía esbirros y soldados apostados, y a otros que llamaban a las puertas. Tomé el camino a casa y detrás me seguía una patrulla, aceleré el paso pero las sonoras pisadas de los soldados me acosaban; empecé a tener miedo. Crucé el portón esforzándome por no volver la vista atrás, atravesé el zaguán y me volví, entonces los vi, en el umbral del portón, me seguían con su paso pesado y seguro.

—¡Mamá, mamá, que me cogen… los soldados… me cogen! —grité.

Y mi madre salió con las manos blancas de harina, alarmada. Me abracé a ella llorando, porque los soldados ya estaban en el claro y uno de ellos decía a mi madre:

—¿Qué pasa? ¿Tiene miedo de nosotros este guaglione?

Mi madre no respondió.

—Guastella Giuseppe, hijo del difunto Bartolomeo: éste es el hombre que buscamos.

—¿Quién es? —dijo mi madre, pero enseguida añadió—: Ah, sí, ya sé, buscáis a Pepé; no recordaba que se llamase Guastella, nosotros lo llamamos Pepé «Pelagatos», es un mote —y llamó en voz alta—: Pepé… ¡eh, Pepé!… te buscan.

Se me había pasado el miedo, vi salir a Pepé con su chaqueta a rayas y un trapo en la mano.

—¿Y qué queréis de Pepé? —preguntó mi madre.

Pero el soldado no le prestaba atención; miró el papel que tenía en la mano, luego miró a Pepé a la cara.

—¿Guastella Giuseppe, hijo del difunto Bartolomeo? —le preguntó.

Pepé dijo que sí.

—Bien —dijo el soldado—, vamos.

La cara de Pepé se alargó y palideció, sus ojos estaban vidriosos como los de un muerto.

—¿Vamos? ¿adónde? —balbució Pepé.

Los soldados formaban un círculo a su alrededor; uno le apuntaba con el fusil.

—¿Adónde vamos? —dijo el soldado—. Y qué sé yo adónde vamos. Tal vez a la Favignana, sin duda a algún buen sitio —y se echó a reír.

—¿Yo a la Favignana? —dijo extraviado Pepé—. ¿Qué he hecho yo de malo para acabar en la Favignana? Yo sirvo al barón Garziano, trabajo, no asomo la cabeza más allá del portón, todos los días que Dios manda trabajo como una bestia.

—Entonces se trata de un error, sin duda se han equivocado —dijo el soldado con una cara que mostraba a las claras que no creía que hubiera ningún error.

—Claro que es un error —dijo Pepé—; es un error y voy con vosotros a aclarar las cosas. —Entonces se dirigió a mi madre—: Oídme, haced el favor de llamar a mi mujer, que me traiga la americana y la gorra.

Mi madre echó a correr y regresó con la mujer de Pepé que agitaba las manos y gritaba:

—¡La maldición en mi casa! Ya sabía yo que ocurriría una desgracia, porque esta noche he soñado con pasteles y pasteles, tantos que me daban ganas de vomitar… Ya lo sabía yo: los dulces traen desgracias.

—Acaba ya —dijo Pepé con un gesto brusco—; dame la americana, voy y vuelvo, se trata de un error; si tardo más de media hora, díselo al barón.

Pasó la media hora, se cernió sobre nosotros la húmeda noche, volvió mi padre y la mujer de Pepé le contó llorando lo ocurrido y le imploró que fuese a buscar al barón, que no estaba ni en la casa ni el casino.

—Si encontramos al barón, Pepé se librará de la cárcel —decía.

Se notaba que mi padre se había formado una opinión precisa del asunto; no creía que Pepé pudiese salvarse, yo sabía leer en su cara; de todos modos fue en busca del barón. Regresó con él al cabo de un buen rato; el barón agitaba el bastón mientras decía:

—Parecen cosas de otro mundo, un hombre honesto como Pepé… y eso sin contar que es una afrenta para mí, sí, señores: es como decir que yo tengo a mi servicio a un ladrón, a un asesino o yo qué sé; ahora mismo voy, y me oirán, ¡vaya si me oirán! Tú quédate tranquila —dijo a la mujer de Pepé—, que ahora vuelvo con él, tan cierto como hay Dios.

Se marchó, siempre balanceando el bastón, y mi padre a su lado.

Al cabo de más o menos una hora regresaron; el barón ya no agitaba el bastón. Se plantó frente a la mujer de Pepé y dijo:

—Hija mía, las cosas no son tan simples como parecían… Pues sí, un asunto complicado, ese encanto de tu marido… Mira, mejor dejémoslo. Uno, digo, uno como yo, se engaña: «Qué bueno es Pepé, qué trabajador es Pepé, meticuloso, puntilloso…», y luego se entera de que Pepé, por la noche, mientras los demás duermen… Basta, no quiero hablar más… Ahora se lo llevan a Trapani, lo que haya que aclarar se aclarará, yo mismo me encargaré; vamos, tampoco se lo han llevado los turcos, volverá, volverá, eso seguro… Pero una sola cosa te quiero decir, hija mía, y esta noche debes pensar en ella: no es oro todo lo que reluce… Pepé no era lo que parecía: malas compañías, excesos…

—¿Pero cómo? —dijo mi madre—, si ni siquiera salía de casa.

—Tú calla —dijo mi padre—, el señor barón sabe cosas que no puede decirnos, se acaba de enterar.

—Así es, exactamente —dijo el barón—, he sabido cosas que no puedo deciros a vosotros, claro está. Basta. Buenas noches.

La mujer de Pepé comenzó a gemir.

Volvimos a casa tras convencer a la mujer de Pepé de que se fuera a la cama. El miedo por lo que había ocurrido me mantenía desvelado; tenía escalofríos.

—¡Oh, la pobre Rosalía, qué desgracia! —decía mi madre.

—¡Oh, la pobre cretina de ti, qué desgracia! —decía con dureza mi padre.

—¿Pero acaso somos perros? —se rebeló mi madre—. Yo no soy como tú, yo sufro por la desventura de los otros: esta noche no podré comer un solo bocado ni pegar ojo, así es como soy.

—Yo siento una gran pena por Pepé —dijo mi padre—; a Rosalía sé muy bien lo que le haría: le daría latigazos hasta hacerla sangrar y luego la salaría como una sardina.

—¿Y qué ha hecho esa pobre muchacha?

—Escucha —dijo mi padre—, yo tengo los ojos bien abiertos, y veo cosas que me las guardo, pero veo de todos los colores. Esta noche, cuando decías al barón que Pepé era un buen hombre, te he dicho que te callaras, y te lo he dicho porque hay una razón. Yo no tengo ganas de acabar en la Favignana; si he de ir a la cárcel no quiero ir como Pepé: primero mato a ese cornudo y luego, si acaso, voy. Yo ya lo sabía y ahora tú también lo sabes, estaba destinado a acabar así porque el barón quiere continuar con comodidad el lío que se trae con Rosalía. Ahora lo sabes, pero si abres la boca te parto en dos, no tengo ganas de acabar como Pepé.

Continuaron hablando, pero empezaba a tener sueño, Y en el sueño oía las pisadas de los soldados, veía la cara de Pepé. Me despertaron con un sobresalto unos golpes en el portón y los ladridos de los perros. Mi padre fue a abrir, era el oficial, que venía a dormir; Pepé le había preparado la habitación antes de que se lo llevaran. Lo acompañaban faroleros y esbirros; el barón bajó a recibirlo con el farol en la mano, alegre.

Al día siguiente se supieron los nombres de todas las personas que habían sido detenidas por los soldados, treinta y cuatro en total; no habían cogido a Vito Lacruna, por cierto, que estaba en las montañas y de vez en cuando bajaba al pueblo para sacar dinero a quien lo tenía y asesinar a algún cristiano. Habían cogido sin embargo a dos enemigos del rey (y del barón, dijo mi padre): el boticario Napoli y el médico Alagna; en las casas de ambos habían encontrado material que venía de Malta, impresos y cartas. El médico Alagna me dio unos puntos una vez que me clavé la punta de una lanza de la verja.

—Este chico es un valiente, no llora, tiene valor —decía mientras me cosía.

Y, en efecto, no lloré; era un hombre simpático. También conocía al boticario, cuando iba con las recetas de doña Concettina me daba siempre una pastilla dulce.

Fui al puerto para ver partir el barco; en el muelle había mujeres que llevaban fardos con ropa blanca y alimentos para los detenidos, también Rosalía estaba con su fardo. Los arrestados se hallaban en la cubierta, encadenados entre sí; los soldados los observaban y de vez en cuando tocaban con el cañón del fusil a alguno que gritaba en exceso. Otros soldados, en el muelle, cogían los fardos de las mujeres, les preguntaban el nombre, lo repetían a gritos a los compañeros que estaban en el barco, y el fardo pasaba de mano en mano hasta llegar al destinatario. Cuando el detenido recibía el fardo lo agitaba alto con las manos encadenadas para mostrar a sus familiares que había llegado a él.

—Guastella —gritaron abajo en un momento dado.

Y e fardo de Rosalía hizo su breve trayecto; los soldados se lo pasaban al tiempo que repetían «Guastella» y así fue como vi a Pepé, que estaba detrás de los otros. Se adelantó con el fardo en la mano y Rosalía gritó:

—Ahí hay mudas para cambiarte; te he traído todo lo nuevo, y también están los cigarros que te manda el barón, el pan de sémola que te gusta…

Pero Pepé alzó alto el fardo, abrió las manos y lo dejó caer al mar Todos gritaron, sorprendidos; luego se hizo el silencio y Pepé gritó:

—Veneno tenías que traerme, porque si no muero os comeré el corazón a ti y a ese hijo de p…

Un soldado le golpeó en el costado con la culata del fusil. Pepé calló y se quedó apoyado en la batayola con la mirada perdida, los ojos llenos de lágrimas.

Así lo veo todavía, después de tantos años.

(Escribo estos recuerdos en soledad, refugiado en una casa de campo en Campobello. Fieles amigos me han librado del arresto: en Castro me buscan carabinieri y soldados; como ocurría entonces, los soldados y los gendarmes del Borbón, carabinieri y soldados del reino de Italia, siguen arrestando en Castro y en cada pueblo de Sicilia a los hombres que luchan por el futuro de la humanidad. Siento remordimientos por haber escapado al arresto, pero la prisión me da miedo, soy viejo, estoy cansado. Y escribir me parece un modo de hallar consuelo y descanso, una manera de reencontrarme por fin, al margen de las contradicciones de la vida, ante un destino cierto.)

Rosalía permaneció dos o tres días encerrada en casa; recibía visitas como si estuviese de luto, hasta la baronesa bajó a consolarla: le habló mucho de Dios y de que no cabía duda de que el corazón de Pepé había sido presa de la tentación, por eso lo había cogido la mano de la justicia. Rosalía asentía, admitía que desde hacía un par de meses el marido parecía cambiado, y lo que le había gritado desde el barco demostraba a las claras que también había perdido la cabeza.

—Mantente honesta y pacifica tu corazón —dijo la baronesa—; si Dios quiere protegerlo y perdonarlo, volverá; si sus pecados son muy graves, en cambio, tendrá la suerte que merece.

Y tras haber confiado así a Pepé al juicio de Dios, recomendó a Rosalía comer un par de huevos, por lo menos, pues también el rechazo de la comida era fruto de la tentación.

Para comer, Rosalía no tenía necesidad de las exhortaciones de doña Concettina, por cierto; cuando salió de casa para retomar la vida acostumbrada (gallinero-horno-lavadero, y por la tarde el rosario y la breve charla con las otras mujeres de la casa) estaba rozagante como un melocotón. Y se movía como un pájaro, vibrante y espléndida. Tenía los ojos azules y el pelo oscuro, un cuerpo pletórico, y su risa era siempre fuerte y vibrante; doña Concettina tendría que haber percibido en aquella risa el sonido triunfal de la tentación. El barón se perdía en aquella risa. Cauto y furtivo, durante las horas en que la baronesa creía que estaba encerrado en el estudio haciendo cuentas o escribiendo cartas, el barón bajaba a casa de Rosalía y se quedaba allí hasta la hora del rosario; primero salía Rosalía y subía al encuentro de la baronesa, luego salía el barón, como un gato que ha robado comida en la cocina, desaparecía entre los árboles del jardín, luego reaparecía por el lado opuesto y llamaba a mi padre para que lo acompañase al casino. Ahora ocurría cada día, pero esa calma no podía durar. Rosalía comenzaba a vestir bien, demasiado bien, a los ojos de la baronesa; algunos días se ponía encima más oro del que tenía la Virgen de la Itria y un vestido de seda color gris tórtola que la hacía guapísima. Doña Concettina empezó a sospechar algo, aunque no lo relacionaba con su marido, pobrecita; tan sólo el «pecado de pensamiento» (así decía ella) de que Rosalía hiciera cosas feas para conseguir objetos de oro y vestidos bonitos. Por esta razón empezó a presionar a su marido para que la echara de la casa, puesto que Pepé ya no estaba y la casa que ocupaba estaba destinada al servicio. Pero el barón resistía, le decía que no tenía corazón, echar a la calle a esa pobre muchacha… apelaba a los sentimientos de caridad cristiana de doña Concettina. Y fue justamente la caridad cristiana, nunca profesada por el barón durante los dieciocho años de matrimonio, lo que dio a doña Concettina una pista precisa. Un día, Cristina, desde lo alto de un nogal donde estábamos juntos (yo, ante las amenazas de mi padre, jamás le había dicho nada de lo que veía hacer al barón), vio entrar a su padre en casa de Rosalía; iba tan silencioso y miraba a su alrededor con tal recelo que a Cristina le pareció que estaba jugando, lo que con sorpresa y alegría contó a su madre más tarde. Doña Concettina, claro está, sacó la conclusión acertada, aunque no se desahogó enseguida; al día siguiente, sin embargo, se puso al acecho, y unos minutos después de que el barón hubo entrado en casa de Rosalía, bajó y llamó a la puerta. El silencio hacía pensar que Rosalía no estaba, pero la baronesa sabía que no era así y volvió a golpear con furia; luego cogió una piedra y con ella dio unos golpes en la puerta que parecían truenos. Mi madre se asomó al portón, mi padre llegó corriendo por el jardín, salieron el mozo de cuadra, la criada, Vincenzino, el cura, que a aquella hora daba lecciones a Vincenzino, y todos nosotros, los niños, cinco o seis contando a Cristina.

—Derribad esta puerta, deprisa —ordenó la baronesa a mi padre y al mozo de cuadra.

Pero ellos, que sabían quién estaba tras la puerta, no se movieron.

—Rosalía no está, ha salido; también el señor barón ha salido —dijo estúpidamente el mozo.

—¡Ah! ¿Conque los dos han salido, eh? —se puso a gritar doña Concettina—. Ya sé cómo sois, sois unos rufianes, todos unos rufianes.

Había perdido la cabeza hasta el punto de pronunciar palabras que en boca de otro la habrían hecho persignarse. Y venga a dar golpes con la piedra, sollozando. También Cristina rompió a llorar, y luego Vincenzino. El cura se adelantó, quitó la piedra a doña Concettina, arguyó que no había necesidad de manchar la inocencia, y señaló a Cristina y Vincenzino, pero evidentemente tocó una tecla equivocada, puesto que desató en la mujer rencor y piedad hacia sí misma y sus hijos, furiosa piedad. El cura pensó entonces en otro argumento.

—Éstos son problemas que por dignidad han de resolverse de otra manera —dijo—. ¿Estamos acaso en un corral? Son cosas que requieren de un consejo iluminado, de una mente santa que aconseje y ayude; vamos a ver al obispo, yo mismo os acompañaré; sólo el obispo puede decir cómo debéis comportaros.

Palabras que devolvieron la serenidad a doña Concettina, pero al barón, dentro, le hicieron el efecto de un hurón que entra en la madriguera, y el conejo salta fuera para acabar en la red o bajo el tiro del cazador. Salió poniéndose la americana, rojo de vergüenza y de cólera, y se lanzó sobre el cura gritando:

—Bonito consejo le habéis dado, un consejo digno del cura cerdo que sois; os marcaré a latigazos y al obispo lo iréis a ver en ataúd; y os despido, sí, os despido: id a enseñarle latín a Mariantonia, y a las hijas de Pietro el hortelano, y a todas las rameras que tenéis en la rectoría: ¡cerdo!…

—Sí —gritó doña Concettina, que sorprendida por la salida se había quedado de piedra—, claro que iré a ver al obispo, e iré enseguida, cerdo, excomulgado, adúltero, eso eres: adúltero, adúltero…

Y continuó repitiendo la palabra acaso porque en ella encontraba cierto equilibrio entre la invectiva a la cual se había lanzado y la dignidad que debía mantener.

—Si das un paso para ir a ver al obispo te mato —dijo el barón.

—Mátame, así te casas con ésa… Oh, Dios, dame fuerzas para no hablar… Acabemos ya, mátame.

El barón se lanzó contra ella con la mano levantada, pero todos lo rodearon para detenerlo; doña Concettina, dadas las circunstancias, aprovechó para escapar en busca del obispo; el barón lo advirtió e intentó zafarse con violencia de las manos que lo sujetaban, pero las manos lo retuvieron con más fuerza; se relajó y lo soltaron, pero ya era tarde para alcanzar a la baronesa, el palacio episcopal estaba cerca.

—Bonito favor me habéis hecho —dijo el barón—; pero yo os despido, os despido a todos. —Miró al mozo de cuadra—. Y tú, carroña estúpida… «el barón ha salido, Rosalía ha salido»… y eso sin contar con que alguno de vosotros ha hecho de espía: si llego a enterarme de quién ha sido lo mato con mis propias manos… ¡vaya si lo mato!

A Rosalía no se la oía; había vuelto a cerrar silenciosamente la puerta.

Doña Concettina regresó de la entrevista con el obispo hecha la encarnación de un Avemaría: caminaba con los ojos en alto y daba a entender que sacaba fuerzas del silencio y de Dios para cargar con su cruz; nadie, por tanto, debía acercarse a ella, y mucho menos el barón, quien seguía todavía con las recriminaciones, aunque más resignado, y por la manera en que se dirigía a mi padre y al mozo de cuadra estaba claro que había decidido dejar sin efecto los despidos. La aparición de su mujer lo dejó helado.

Doña Concettina pasó sin dignarse dirigirle una sola mirada y desapareció por un sendero del jardín con el cura, que trotaba detrás. El barón ordenó al mozo de cuadra:

—Llama a don… ¿cómo diablos se llama?… al cerdo del cura ése; y si no quiere venir dile que iré a buscarlo yo y lo degüello como a un cabrito.

El mozo salió corriendo y volvió con el cura, que temblaba como una hoja.

—¡Bravo! —lo saludó el barón—. ¡Debo felicitaros por los consejos que sabéis dar! A mi mujer le habéis dado uno que vale vuestro peso en oro. ¡Consejo de los c…, lo habéis elegido de la misma cesta! Pero ahora soy yo el que quiere un consejo: si he de mataros o de matarme.

—Señor barón —farfulló el cura—, yo no sabía… me pareció un consejo adecuado para el momento… Quería alejar a la señora de aquella puerta, vos estabais en la trampa, deseaba liberaros…

—Y me habéis liberado —dijo el barón—, vaya si me habéis liberado, pedazo de… Ahora tendré que enfrentarme no sólo con mi mujer, sino también con el obispo, que quién sabe cómo lo ha tomado.

—Si es por eso, el obispo lo ha tomado como algo divertido; ha querido que le contásemos toda la escena, y al llegar al momento en que vos habéis salido nada más oír el nombre del obispo, os lo juro, se reía que se le saltaban las lágrimas…

— ¿Ah, sí? —dijo el barón con cara de furia—. Con que reía, ¿eh?

—Os lo juro —repitió el cura.

—Y a vos —dijo el barón al tiempo que acercaba la cara a la del cura hasta que casi se tocaban las narices—, ¿a vos os parece cosa de risa toda esta historia que estoy pasando?

— ¿A mí? Pero yo jamás me permitiría… reír: a mí me parece algo para llorar.

— ¿Para llorar? ¿Y por qué no lloráis? ¿Qué os impide llorar? —dijo el barón sacudiendo con una mano al pobre cura—. Llorad, dadme al menos esta satisfacción por el daño que me habéis hecho.

—¿Por qué, daño? El daño os lo habéis hecho vos. —El cura se armó de coraje—. Vos, que habéis caído en brazos de la tentación…

—¡Cristo! —exclamó el barón, desinflado ante la imprevista reacción del cura—. ¡Ahora habláis igual que mi mujer! ¡La tentación!… ¡Hace dieciocho años que me habla de la tentación, y al final he caído en serio!… ¡La tentación!

—Ahora razonáis como un cristiano —dijo el cura—, habéis caído en la tentación y ahora debéis libraros de ella; el obispo os ayudará, podéis contar con él.

—Este es el daño, que me ayude. Sé muy bien cómo va a ayudarme.

—¿Y qué queréis? —dijo el cura, ya con toda franqueza—, ¿que el obispo, Dios me perdone, os haga de alcahuete?

—Dejémoslo —dijo el barón—, decidme mejor todo lo que ha dicho.

—Ha dicho que se hacía cargo del asunto y que lo resolvería del mejor modo posible. No debéis preocuparos.

—¿Bromeáis? ¿Preocuparme? No me podía ir mejor, daré una fiesta por lo contento que estoy. El obispo se ha reído de mis asuntos, ha prometido arreglarlos… ¡Lo peor ya ha pasado!

Al anochecer el obispo mandó llamar al barón, y le soltó, por cierto, una terrible reprimenda; el barón regresó sudando tinta como una sepia y de nuevo se desahogó con los empleados. Las consecuencias de la conversación con el obispo se hicieron visibles al cabo de algunos días: el barón se retiró al convento de San Michele por unos diez días para rezar y hacer otros ejercicios espirituales, Vincenzino entró en el seminario y Cristina en el Colegio de María; Rosalía, no obstante, se quedó, y se mostraba más descarada y cantarina que antes. Antes de partir hacia el convento, el barón llamó a mi padre y le soltó un bonito discurso adornado con frases tales como: «Somos hombres, ya me entendéis, sólo de vos me fío» y luego le encomendó cuidar de Rosalía «porque», dijo, «esta criatura, sola como está, podría dejarse llevar por la desesperación».

Entre el barón Garziano y el obispo de la diócesis de Castro, monseñor Antonio Calabrò, las relaciones eran estrechísimas y continuas. Obispo, barón, juez real y subintendente formaban un cuarteto tan acorde y unánime en las decisiones secretas, que más tarde la policía traducía en hechos dolorosísimos, que cuando a un castrés (o «castrense», como prefiere el historiador local, señor Gaetano Peruzzo) le ocurría una desgracia, lo más natural era que desease la muerte súbita, el cáncer y la tisis a uno de los cuatro o a los cuatro juntos. El obispo, gracias al monasterio de San Michele y la Renta Episcopal, poseía más de un tercio del territorio de Castro; otro tanto era del barón; el resto de las tierras estaba dividido en pequeñas propiedades y en terrenos del patrimonio estatal, y estas tierras patrimoniales, el barón, lenta pero resueltamente, las venía usurpando sin suscitar alarma alguna en el Decurionato Cívico, que debió haber preservado esas tierras de la usurpación privada. El Decurionato Cívico tenía los poderes que hoy tienen los consejos comunales, pero quien nombraba a los decuriones era el subintendente, que desempeñaba las funciones que hoy ejerce el subprefecto (el que hay ahora en Castro hace añorar los subintendentes del Borbón); el juez real hacía lo que hoy hace el juez de primera instancia; el obispo, en cambio, hacía lo que los obispos de hoy ya no pueden hacer. Con respecto a la administración de la Justicia, deseo añadir que el ciudadano que caía en manos de la policía contaba con escasas posibilidades de demostrar su propia inocencia, y si lo lograba delante del juez (al que era confiado el caso para que dictara sentencia de acuerdo con su conciencia más que con la ley) y éste lo absolvía, siempre tenía que rendir cuentas a la policía, que podía retenerlo en la cárcel a discreción, incluso por muchos años; por esto el arresto inspiraba mayor temor que la muerte, y así en tristes letanías lo cantan los campesinos. El subintendente y el juez real hacían en Castro lo que quería el obispo; éste solía consultar al barón Garziano, o, dicho con franqueza, el barón fisgaba y luego refería con presteza al obispo ciertas conversaciones que se mantenían en el casino y en las reuniones nocturnas de la farmacia, muchas veces charlas inocentísimas, acerca de los precios o el mal tiempo o sobre la fiesta de santa Venera, pero en la que afloraban opiniones o frases dichas a medias y miradas cómplices que el barón cogía al vuelo y enseguida catalogaba, y cuando no había nada en absoluto que referir, apelaba a su maligna fantasía.

Pero cuando obispo y barón tenían mucha carne para poner en el asador y se trataba de amenazar a personas a quienes no faltaban apoyos, se saltaban a subintendente y juez real y se dirigían directamente al intendente de Trapani o incluso a más altas autoridades de Palermo y de Nápoles. Entre mis papeles tengo cartas del barón y del obispo dirigidas al lugarteniente general; cayeron a mis manos por casualidad, en junio del 60, en Palermo. Las del barón, unas cinco o seis, comienzan y acaban del mismo modo: «Excelencia: es un escándalo público dejar que dominen los enemigos del rey y atropellen a los realistas. (…) Dígnese vigilar y disolver dicha liga»; las del obispo, en cambio, tienen estilo, son sutiles e insinuantes, a veces teñidas de una afligida benevolencia por las víctimas elegidas: «Con toda nuestra aflicción e indulgencia, para garantizar y proteger los ánimos de perniciosas ideas perturbadoras (…) el próvido Gobierno, conforme a lo acostumbrado, tiene a bien informar. (…) de igual modo nos dirigimos, por el objeto que nos ocupa, a los superiores eclesiásticos y laicos».

El barón que lo que más temía en el mundo era perder el favor del obispo, se retiró, por tanto, a los ejercicios espirituales que acostumbraba a realizar todos los años, aunque esta vez lo hacía fuera de temporada y para su exclusivo provecho, por así decirlo, ya que cada año los ejercicios se hacían en época de cuaresma y para todos los señores del pueblo. Una vez en el convento, mi padre le llevaba todos los días información sobre los sucesos de la casa y del campo aunque lo que más interesaba al barón surgía al final de la entrevista con una pregunta que el barón formulaba con aire distraído:

—Eh… esperad… quería preguntaros una cosa y la he olvidado… Ah, sí, ¿qué dice esa criatura?, ¿está inquieta?, ¿mi mujer la deja en paz?…

Doña Concettina la dejaba en paz, tanto que Rosalía había ganado coraje y hasta cantaba con despecho:

Ammàtula, no te afanes con los rulos,

que el canto es de mármol y no suda.

Quería decir que el barón le pertenecía, y que era inútil que doña Concettina perdiera el tiempo en peinarse y rizarse los cabellos, ya que el barón permanecería en marmórea indiferencia como la estatua de un santo ante los artificiosos adornos de su mujer. En verdad se rizaba el pelo, pero no, por cierto, para que el barón sudara de amor; lo hacía por costumbre desde hacía años, de forma tan mecánica que no veía en las pinzas de rizar la presencia de la tentación.

El barón abandonó el convento cuando ya se acercaba la Navidad. El jardín era una maraña de ramas desnudas, sólo las hojas de los olivos se agitaban al viento. El pueblo parecía desierto, vibraba como la caja de una guitarra por el insistente rumor del mar; por la noche, ese ruido me despertaba trayéndome sobrecogedores pensamientos.

Doña Concettina impuso al barón condiciones muy claras: Rosalía debía irse, «o ella o yo». El barón alojó a la muchacha en una pequeña casa nueva, no muy lejos del palacio, e iba a verla todos los días; ya no había escándalo. Su mujer no le prestaba la mínima atención, el barón parecía borrado de su existencia, no le dirigía la palabra, ni lo miraba siquiera; cuando tenía que decirle algo, aunque raras veces ocurría, se lo decía a don Vico o a mi padre o al servicio. A su regreso del convento, su mujer se hallaba en el salón, sentada en el centro de un diván, con don Vico y mi padre de pie. En el portón, el mozo de cuadra avisó al barón que fuera directamente al salón. Éste entró balanceando el bastón, alegre como si nada hubiese ocurrido. Aquel cuadro silencioso lo dejó helado. Doña Concettina, sin mirarlo a la cara, dijo a don Vico:

—Decidle al señor barón que esa mujer debe irse de esta casa: o se va ella o me voy yo.

Y don Vico transmitió el mensaje.

El barón, con cara divertida, como si consintiera una broma, se dirigió a ella:

—Pero ¿cómo? ¿Todavía piensas en ello? Ya es agua pasada, Concettina, dejémoslo correr. Ha sido la tentación, ya sabes tú cómo actúa la tentación: te perfora como la carcoma, y uno, que es débil, cede… luego viene el arrepentimiento, claro… Olvidémoslo…

Pero doña Concettina, siempre mirando a don Vico, dijo:

—O ella o yo, decídselo al barón. Y que no me dirija la palabra nunca más.

—Escúchame —el barón cambió el semblante, se adelantó un paso y prosiguió—: escúchame, yo soy bueno, para probártelo sólo he de decirte que hace dieciocho años que te soporto, pero no tienes que mosquearme, porque entonces pierdo los estribos y me convierto en una bestia, en una bestia.

Impasible, doña Concettina preguntó a don Vico:

—¿Qué ha dicho?

—El señor barón —tradujo don Vico— dice que su bondad no tiene que ser sometida a pruebas duras.

—Vos pretendéis suavizar el asunto —dijo la baronesa a don Vico con un ligero disgusto; y se volvió hacia mi padre.

—Maestro Carmè’, decidle con claridad al barón que yo no me convierto en una bestia como él, aunque siempre puedo volver a hablar con el obispo y escribir enseguida a mi hermano para que haga en Nápoles lo que tenga que hacer y hable con quien tenga que hablar a fin de poner orden en mis asuntos. Esa mujer debe irse y él, durante toda la vida que me dé el Señor, no ha de volverme a dirigir palabra directamente. Lo que tenga que decirme que os lo diga a vos, a don Vico o a quien le plazca, pero no tiene que volver a hablar conmigo.

—¡Cuánto teatro! —gritó el barón en un arrebato.

Sin embargo, no tardó en desalojar a Rosalía y jamás volvió a dirigirse directamente a su mujer. La conocía lo bastante bien como para ilusionarse con que cambiaría de sentimientos.

—Pertenece a una familia de cabezas duras —decía—, ¡Dios nos libre!, cabezas que para hacer un caldo habría que ponerlas a hervir durante tres días.

Una de esas cabezas, no obstante, era respetada y temida por el barón; muy cercana a Fernando, podía susurrar al rey buenas o malas palabras.

El 16 de enero de 1848, el barón salió como de costumbre para ir al casino y regresó de inmediato, pálido y agitado; llamó a mi padre y le ordenó que cerrara el portón con barras y palos y que no se abriese a nadie. Incluso le dijo que no dudara en disparar si aparecían ciertas caras.

—Quien está dentro, está dentro —dijo.

—¿Qué caras? —preguntó mi padre, que no entendía qué pasaba.

—Caras de ésas… ya me entendéis… de la gente que me desea el mal: la gente que va a la farmacia, que quiere revolucionar el mundo… ya me entendéis.

—Pero ¿qué sucede? —preguntó mi padre.

—Sucede, querido maestro Carmelo, que el mundo está dando un vuelco, ya no se entiende nada, estamos perdidos.

—Pero ¿por qué?

—¿Cómo, por qué? Ha empezado la revolución, ¿entendéis? Ha estallado en Palermo, en toda Sicilia; aquí en Castro ya se movilizan en la plaza: son personas que soplan como fuelles para avivar el fuego, gente que hace rato debíamos haber enviado a las prisiones… Pero el mal tiempo no dura siempre: el rey está ocupándose del asunto… veréis… Entretanto venid conmigo, vamos a advertir a la baronesa.

Al ver a su marido tan trastornado, doña Concettina preguntó a mi padre:

—¿Qué ocurre?

—Informad a la baronesa que el 12 de este mes estalló la revolución en Palermo y luego en toda Sicilia, y que ahora la noticia ha llegado a Castro y la mala gente se está movilizando.

—¡La revolución! —gritó doña Concettina, como siempre dirigiéndose a mi padre—. Ha estallado la revolución y venís tan fresco a darme la noticia, como si se tratase de un bautismo. ¿Y mis hijos, que están fuera de casa? No os preocupan, volvéis a casa y me decís como si nada que ha estallado la revolución… ¡Oh, pobres hijos míos!

—Señora baronesa —dijo mi padre, confuso—, yo no tengo nada que ver, el barón ha regresado atropelladamente y me ha mandado cerrar el portón porque hay revolución, luego me ha dicho que subiera con él… y aquí me tiene…

—¿Y acaso yo me he metido con vos? —dijo la baronesa—. Vos debéis repetir al barón todo lo que os digo, palabra por palabra.

—¿Os habéis olvidado? —intervino el barón con ironía—. En esta casa, con revolución o sin ella, siempre debemos seguir la farsa, querido maestro Carmelo. Adelante, repetid lo que ha dicho la baronesa, luego os doy la respuesta y vos se la transmitís. La farsa, la farsa de siempre…

Pero golpeaban el portón con energía y la cara del barón pasó de estar congestionada por la cólera a un color témpano; doña Concettina se estremeció de miedo y se desvaneció, pero ni mi padre ni el barón la socorrieron. Los golpes en el portón resonaban siniestros en el silencio de la casa. El barón salió y regresó con dos pistolas; le dio una a mi padre.

—Ve a ver quién es —dijo—, pero no abras; aunque sea mi propia madre que vuelve de la sepultura no debes abrir; si se trata de esa gentuza, pégales un tiro sin más ceremonias… dos, mejor… —y le dio la otra pistola.

—Si el señor barón me lo permite —dijo mi padre—, lo de disparar me parece una gran tontería; es como ir a hurgar con una pajita en un avispero. Yo, si ellos no lo hacen, tampoco disparo.

—Haced lo que queráis —dijo el barón desplomándose sobre una poltrona—, haced lo que queráis, pero id a ver quién es.

Mi padre volvió y dijo que era el subintendente. El barón se incorporó de un salto.

—Pero ¿qué quiere? —gritó—, ¿justo en este momento viene a mi casa? Si esos bandoleros lo buscan, lo siguen hasta aquí y ¡Dios nos libre!, matan a dos pájaros de un tiro y hacen una carnicería… Yo dejo que siga llamando, cada uno debe rascarse su propia roña.

En el portón, los golpes continuaban.

—Si me lo permitís —dijo mi padre—, diría que dejarlo fuera es peor: pasa cualquiera, ve al subintendente, avisa a los demás… Es mejor dejarlo entrar.

—Si, tienes razón —dijo el barón—, es mejor dejarlo entrar.

Apenas mi padre entreabrió el portón, el subintendente entró como un ratón perseguido por un gato.

—¡Pues sí que habéis tardado en decidiros a abrir! —dijo—. Éste es el momento ideal para obrar con tanta calma.

Subió deprisa secándose el sudor, a pesar de que era una noche helada. El barón lo esperaba en lo alto de las escaleras.

—Me buscan —anunció jadeante el subintendente.

—¡Ah, os buscan! —exclamó el barón—. Me dais una noticia que de verdad es un consuelo: ¡os buscan!… os buscan y vos venís a mi casa, y así, como el que busca encuentra, nos encuentran a vos y a mí a la vez.

—Pero yo he venido porque sois amigo mío —dijo el subintendente, que no se esperaba semejante acogida—, siempre me habéis demostrado amistad, habéis dicho que vuestra casa era la mía y otras tantas cosas bonitas…

—¿Y quién lo niega? —dijo el barón, dulcificando el tono—. Mi casa es como si fuese vuestra… El caso es que vos estáis solo, no tenéis familia… Yo, en cambio, en casa tengo una mujer que llega a ver una de esas caras, y, Dios no lo permita, se va al otro mundo… Y tengo hijos, entendedme…

—Entiendo —dijo el subintendente.

—… Y, en tal caso —continuó el barón—, podéis ir a casa del obispo, donde estaréis en sitio seguro: nadie irá a buscaros a casa del obispo; y yo, aquí, me las arreglaré como pueda.

—Decís muy bien —aprobó el otro—. Habláis verdaderamente como un ángel; pero el hecho es que ya he ido a casa del obispo, y me ha hecho un recibimiento peor que el vuestro. ¿Queréis que os diga cómo me ha despedido? Con estas palabras exactas: «Hijo mío; quedaos tranquilo en casa, que la fuga indica culpa; nadie os hará daño porque vos no habéis hecho mal alguno, “si mal no haces, miedo no tengas”», y aquí estoy, como veis. —El subintendente puso la cara de un niño que está por romper a llorar.

—¡Qué santo hombre! —dijo el barón con acritud—. De modo que nos deja como carnada para esos perros. La verdad, esto no me lo esperaba.

—Y hay más; al salir me acompañó hasta la puerta el padre Giammusso y me ha confiado que el obispo estaba impaciente porque me fuese pues tenía que recibir al comité… al comité revolucionario, ¿entendéis?

—¿Y cómo es que un obispo se mete a hacer de revolucionario? —dijo el barón—. ¡Dios santo!, me estalla la cabeza… ya no entiendo nada… es para no volver a creer en Dios ni en los santos…

Doña Concettina, que se había repuesto, dijo a mi padre:

—Decidle al barón que hable como un cristiano, y que en lugar de lamentarse y blasfemar se preocupe un poco de los hijos, que están fuera de casa, pobres criaturas mías… —y rompió a llorar.

—Decidle a esa vieja momia —gritó el barón, perdiendo los estribos— que sus hijos, al igual que el obispo que hace de revolucionario, están a salvo donde se encuentran; y yo hablo como se me antoja, y, si quiero, blasfemo un día entero contra todos los santos del santoral, de uno en uno… y lo hago mal que le pese a ella… vaya si lo hago…

Cogió un calendario de la mesa y comenzó a leer los nombres de los santos y a cada uno le aplicaba un atributo blasfemo.

El subintendente le arrancó el calendario de las manos. Doña Concettina se desvaneció otra vez.

Más tarde, cuando volvió la calma, el barón y el subintendente pensaron que sería conveniente enterarse de qué ocurría en la plaza y mandaron al mozo de cuadra que saliese a espiar. Al cabo de dos horas, el mozo regresó; el barón ya empezaba a pensar que tal vez lo habían matado por el solo hecho de que servía en casa Garziano, pero volvió alegre, olía a vino, dijo que el pueblo estaba de fiesta y que unos amigos lo habían invitado a una copa. Contó de modo confuso que en la plaza había un retrato del Papa con tantas luces alrededor que parecía que se hubiese hecho de día, y que todos gritaban «viva la libertad», «viva Pío IX» y arrancaban y destruían los escudos del rey; había muchos señores con carabinas a la espalda y muchos paisanos borrachos, pero todos estaban contentos; los gendarmes y compañeros de armas habían desaparecido.

El barón se reanimó un poco, volvió a ser gentil con el subintendente, ordenó que sirvieran la cena.

—Mañana —dijo—, nada más despuntar el alba, iré a ver al obispo: quiero saber con claridad lo que ocurre. Si hay que hacer la revolución, la hacemos todos, ¿no os parece?

—Yo represento al rey y no hago ninguna revolución —dijo el subintendente—; mañana intentaré llegar a Palermo, mis superiores me dirán lo que debo hacer…

—Por supuesto —dijo el barón—, ése es vuestro deber; tampoco yo estoy dispuesto a ceder un palmo en lo que al rey se refiere. Está bien, hagamos la revolución… Pero el rey es el rey. Derribemos los escudos con la flor de lis si así lo quiere la chusma, pero yo seguiré llevando esa insignia en el corazón… En Palermo, espero que no dejéis de recordar a vuestros superiores mis sentimientos de fidelidad al rey y a sus oficiales… Y la hospitalidad que os ofrezco en este momento, os la ofrezco de todo corazón, creedme…

—Os lo agradezco —dijo con frialdad el subintendente.

Pero estaba escrito que aquella noche nadie dormiría en casa Garziano. Mi padre estaba a punto de meterse en la cama, repasando los últimos acontecimientos, cuando unos golpes retumbaron en el portón.

—¡Ay, ay! —exclamó mi padre—. Esta vez la borrasca llega en serio… y a mí me toca hallarme en medio, ¡maldita suerte la mía!

Volvió a vestirse y, al abrir la puerta para salir, se encontró con el barón y el subintendente, parecían dos fantasmas: esperaban en silencio que mi padre saliera, no se atrevían a llamar por temor a que oyesen los que estaban fuera.

—¡Bien, maestro Carmelo! —bisbilló el barón—. Habéis comprendido que os necesitaba, ¡muy bien!… Pues sí, debéis ir a ver quién es, pero sin abrir el portón… Y si son esos que ya sabéis, decid que el barón no está, que se ha marchado esta misma noche; si es preciso, fingid que me traicionáis, que os confiáis a ellos, y decid que me he ido a Fondachello, que he sido requerido. En fin, vos ya sabéis, decid lo que os parezca. Según sea el caso… pero no abráis el portón, os lo suplico…

Mi padre volvió y dijo que era el padre Giammusso y otro a quien no reconocía; el padre Giammusso decía que lo había enviado el obispo.

—Abrid enseguida —ordenó el barón con un suspiro de alivio. Pero le asaltó una terrible sospecha—. No, esperad un momento ¿cómo sabremos que no traman algo? Obispo y revolucionarios son todos de la misma familia, ahora… Pues hagámoslo de este modo: vos id a abrir empuñando la pistola, aseguraos bien de que sólo son dos personas y luego abrid; nosotros dos nos ocultaremos de modo que, si vienen con malas intenciones, podamos matarlos como a perros… Bien, ahora podéis ir.

El padre Giammusso y don Cecé Melisenda traían sin embargo un mensaje alentador: el barón Garziano era llamado a formar parte del comité que se había constituido y del cual era presidente el obispo; el nombre del barón había originado, por cierto, tenaces oposiciones, pero el obispo había apelado a la cortesía de los nobles y al reconocido sentimiento cívico de los opositores y había ganado la partida.

—¡Qué gran hombre nuestro obispo! —dijo el barón; y dirigiéndose al subintendente—. ¿Qué os había dicho? La benevolencia del obispo no me podía fallar, y lo que él hace, tenedlo muy en cuenta, está siempre bien hecho.

—A decir verdad… —comenzó el subintendente.

—Sé muy bien lo que queréis decir, os comprendo y apruebo —dijo el barón—. Pero, mirad, no se puede dejar el destino de una ciudad en manos de cuatro chapuceros; es necesario intervenir… participar… defender a la gente de bien de los pillajes, de los abusos… Además, seamos sinceros, las cosas empezaban a ponerse feas; al rey, el pobrecito, empezaban a traicionarlo todos: se lo rifaban, cada cual arrimaba al ascua su sardina.

—Me voy —dijo el subintendente.

—¿Adónde vais? —preguntó sorprendido el barón.

—Voy a entregarme al comité revolucionario; que me metan en la cárcel o me cuelguen de la farola de la plaza. Sí, me voy.

—Si eso es lo que pensáis —dijo el barón—, ¿qué queréis que os diga? Contento vos, contentos todos.

El subintendente le miró a la cara durante un minuto largo, luego dijo bruscamente:

—Mis respetos.

Al día siguiente volvieron a sacar el retrato del Papa; se formó una procesión que partió del palacio episcopal, en primera fila el obispo bendecía y sonreía levantando los ojos a los balcones, tan llenos de personas que parecía que alguna de ellas iba a caerse; a la derecha del obispo iba el barón, vestido de oscuro y adornado con dos o tres condecoraciones pontificias, y a su izquierda, iba el caballero Melisenda, hombre muy estimado por las obras de su fortuna y por su facilidad en dar la razón a todos, de modo que los liberales lo consideraban liberal y los borbones, borbón. Detrás venían el resto del comité, una veintena de personas, y luego, las corporaciones con los estandartes. La procesión se paró en la plaza, el obispo se asomó al balcón del Ayuntamiento para bendecir y sonreír; a continuación el médico Amato pronunció un discurso contra el Borbón y la policía, tuvo un recuerdo para los ciudadanos de Castro que estaban en prisión y formuló el deseo de que pronto regresasen libres; habló de la libertad citando a grandes poetas, y concluyó con una declaración de amor al pueblo de Castro y a Sicilia entera. Tras él tomó la palabra el canónigo Liotta, quien dijo que el pueblo de Castro merecía ser elogiado por la moderación y el buen sentido y la concordia, de los cuales daba prueba y ejemplo: auspicio de un destino mejor, sin duda, que «acaso se erija en guía del de toda Sicilia», y puso fin a sus palabras diciendo que sólo el temor a Dios y el respeto al prójimo podían otorgar una justa felicidad a los sicilianos.

Las tabernas estuvieron repletas hasta muy entrada la noche; en el casino hubo fiesta con música.

Unos días después, la noticia de que el boticario Napoli y el médico Alagna habían regresado conmovió al pueblo. Hubo una procesión de visitas a las casas de los dos libertados. Enflaquecidos y con los ojos brillantes como si tuviesen fiebre, ambos tuvieron que abrazar y besar, de uno en uno, a casi todos los castrenses, Y contar a cada cual las desdichas sufridas, las prisiones, las guardias, el juicio, la comida y el insomnio. Hasta el barón acudió, pero, según dicen, fue recibido con manifiesta frialdad. El barón empezó a mostrarse inquieto; se alejó unos días del pueblo para enterarse de cómo estaban las cosas tras la inclusión de esos dos en el comité. Regresó sin novedades. Ya más seguro, participó en las reuniones del comité, pero en el transcurso de una discusión sobre los compañeros de armas, acerca de si era justo reintegrarlos en el cuerpo de la nueva policía ciudadana —el barón era de esta opinión— el doctor Alagna dijo con ironía:

—¿Y por qué no, si ya tenemos en el comité a los espías del Borbón?

Don Cecé Melisenda, con la candidez de un hombre que no concebía malicias ni engaños, a pesar de su timidez alzó la voz con violencia: había que dar nombres, por el honor de cada uno y todos, y aclarar de una vez por todas si en el comité había espías o tan sólo mentirosos. El obispo, temeroso de que los nombres saliesen a la luz, se irguió con los brazos abiertos como un crucifijo y pidió por la paz en latín, confesó ante Dios que asumía la carga de todos los pecados de los miembros del comité y de todos los habitantes de Castro; luego, evitando enfrentarse al doctor Alagna, la tomó con don Cecé.

—No me esperaba —dijo— que justamente el caballero Melisenda, dilecto entre los dilectos hijos de esta diócesis, viniese a esta augusta reunión a sembrar cizaña, cuando lo que debemos hacer, por el contrario, es ocuparnos de arrancar la mala hierba de la discordia y conseguir una buena cosecha para alimentar al amado pueblo de Castro y como premio a nuestra fatiga.

A don Cecé se le llenaron los ojos de lágrimas; extraviado en la culpa corrió a besar la mano del obispo y a implorarle el perdón. El doctor Alagna sonreía, divertido.

El comité decidió constituir una guardia nacional, un cuerpo de jóvenes burgueses con bonitos uniformes de pana negra y carabinas con incrustaciones de plata en la culata. Era agradable verlos en procesiones y ceremonias, pero en lo que a asegurar el orden se refiere, la guardia nacional dejaba de buen grado que asumiese cargo y honores el viejo cuerpo de los compañeros de armas, al cual, integrado como estaba por ladrones y asesinos, le resultaba conveniente estar del lado de la ley y a la vez se mezclaban con los bandoleros que infestaban aquellos parajes. Los gendarmes ya no estaban, se habían escabullido al primer aviso de revolución, y el juez real había desaparecido con ellos. Por eso los buscados por la justicia, que hasta entonces habían formado bandas que se refugiaban en los montes, habían vuelto poco a poco al pueblo. También había regresado Vito Lacruna, de quien se decía que llevaba un cinturón de cuero trenzado al que cosía un botón de cobre por cada cristiano que asesinaba, y el cinturón pesaba ya casi tres kilos. No se dejaba ver mucho por el pueblo; y el que lo veía, encapuchado y cauteloso cual si lo acompañara la noche, apenas si lo reconocía por el ansioso y feroz relampagueo de sus ojos. Pero su presencia se sentía en todo el pueblo y en todas las cosas; sus venganzas y rapiñas eran tema de conversación las noches en que el aullido del viento y el rumor del mar traían, con el chirriar de un postigo, el golpear de una puerta o una rama que se quiebra, todo el mal del mundo, todo el miedo.

Una noche los perros ladraron con furia, con un aullido amenazador. Mi padre conocía aquel aullido; sabía que cuando los perros ladraban de ese modo era porque veían a alguien en el jardín y se preparaban para lanzarse sobre él al menor movimiento. Apagó la luz y luego, con el fusil preparado, abrió silenciosamente la puerta.

—Llama a los perros —gritó una voz— o te juro que los lleno de plomo. Soy Vito.

Mi padre calmó a los perros y abrió la puerta. Conocía bien a Vito Lacruna; es más, éste siempre lo había respetado; por eso le dijo en broma:

—Los perros son perros, pero tú, como buen cristiano, deberías haber entrado por el portón.

—¿Cuándo he tomado yo por el camino correcto? —respondió Vito, bromeando también—. Habría podido entrar por el portón, ya que ha sido el barón quien me ha invitado; además, en el pueblo no queda ni un solo gendarme o una espía al que le preocupen mis asuntos, pero, de todos modos, prefiero venir emboscado.

—Estoy contento de volver a verte —dijo mi padre, ya que algo había que decir—, y lo estaría aún más si viese que tomas el buen camino; te hablo como un hermano. Si la ley te olvida, olvídate tú también de la vida que has llevado; regresa al buen camino y ponte a trabajar como antes…

—Carmè’ —dijo Vito— ¿crees que no pienso en ello, algunas veces? Paso días enteros pensando en esta vida mía, tan perdida; y siento un deseo tan fuerte de estar en mi casa que querría ser un gato junto al fogón. Pero hay cosas en la vida que son como un rosario: uno empieza el primer misterio y, si no sigue hasta el final, la oración no vale. Yo he empezado a desgranar las cuentas y quiero llegar al último misterio. Así lo ha querido el destino cornudo que me ha tocado.

Le temblaba la voz.

—Bien, pues, vamos a ver al barón —dijo con forzada alegría—, que si quiere lo que sospecho lo voy a exprimir como a un limón.

—¿Y qué sospechas que quiere? —preguntó mi padre.

—Con mi oficio, querido amigo —dijo Vito—, me he convertido en una especie de confesor: confieso y absuelvo. Y, tal como lo trago, lo guardo en el estómago, que de tantas cosas sucias como tiene ya está medio podrido.

Una noche, justo en el centro del pueblo, hubo un tiroteo infernal entre compañeros de armas y bandidos: parecían los fuegos artificiales en honor de santa Venera. Disparaban contra ventanas y balcones, las balas silbaron hasta el alba, extraviadas en lo alto. Por lo que se supo, ni compañeros de armas ni bandidos se hicieron un rasguño; un compañero de armas se desmayó y estuvo veinticuatro horas rígido como una viga; en el comité alguien propuso que se le diera un premio.

Todas las noches se oían disparos aislados, irreales, como surgidos de la maligna esencia de la noche. Eran los tiros que solían dar en el blanco. La policía nocturna, es decir, los dos serenos y el farolero, que en lugar de hacer la ronda por el pueblo estaban como siempre en la garita de Porta Trapani con el guardián, así eran cuatro para jugar a la escoba, salían a ver qué había ocurrido cuando oían los disparos. Caminaban con el farol encendido y hablaban en voz alta entre ellos, tal vez para darse ánimos o para avisar al que había disparado que se pusiera a buen recaudo. En un momento dado, el ojo de la linterna se posaba sobre el asesinado; los serenos se inclinaban con curiosidad para identificarlo y, como si estuviesen ante una ejecución de justicia, hacían comentarios piadosos o aprobaban el hecho sin reservas. Y se quedaban a velar al muerto hasta el amanecer.

Así mataron al médico Alagna la noche del 2 de febrero, cuando ya hacía un buen rato que habían dado las dos; regresaba del casino a su casa, desprevenido, acompañado por el mozo que llevaba el farol, cuando de la esquina de un callejón surgió un disparo que le dio en el corazón. El mozo permaneció con el farol en alto tal como lo llevaba para agrandar el círculo de luz, entonces un segundo disparo se lo arrancó de las manos. Más tarde contaba que ni siquiera sintió el tirón, que salió corriendo mientras llamaba a gritos a los señores que aún se demoraban en el casino. Los caballeros, unánimemente compadecidos, constataron la muerte de don Nicolò Alagna. Al día siguiente se celebraron funerales de gala. En la habilidad demostrada por el delincuente, un disparo al corazón y otro al farol, todo el pueblo reconoció a Vito Lacruna; sin embargo, sobre las razones que tenía Vito Lacruna para matar al doctor Alagna, se hicieron distintas conjeturas. La de mi padre fue sin duda la más acertada, y quizá también llegaron a verlo claro el boticario Napoli y el obispo y pocos más, pero se guardaron muy bien de hablar de ello.

Vito era el amo del pueblo. Un buen día intimó al comité a que le pagaran 500 ducados contantes y sonantes, o de lo contrario prendería fuego al pueblo. En la reunión del comité para tomar una decisión al respecto, los que estaban en contra no abrieron la boca, pues hablar suponía tener ganas de un funeral de gala. Sólo habló don Cecé Melisenda; adujo razones de moralidad y dignidad que en aquel momento no valían un pimiento; y el mismo don Cecé valía tan poco que Vito Lacruna, aun sabiéndolo en su contra, no habría malgastado en él un solo cartucho. El discurso que produjo una viva impresión en la mayoría fue el del barón, favorable al pago. El obispo dijo que por boca del barón hablaba el sentido común, y, aunque en principio, dadas su ansiedad y su paternal preocupación, estaba de acuerdo con el caballero Melisenda, no podía por menos que aconsejar el pago; es muy loable tener fe en los principios morales y en los principios de la dignidad, pero a veces los méritos celestiales se conquistan mediante el sacrificio de tales principios por el bien común, por el amor al prójimo. Y Vito tuvo, pues, sus 500 ducados. Luego se mantuvo alejado del pueblo durante un mes largo, divirtiéndose, claro está, en los pueblos vecinos; después volvió a pedir, más modesto, 200 ducados, que el comité decidió de nuevo otorgarle. Más tarde fue asesinado, tal vez por uno de los suyos: hallaron su cuerpo en un pajar, la mitad de la cara destrozada por un cartucho. No obstante, el pueblo continuó viviendo bajo la amenaza de los bandidos hasta abril de 1849, cuando el que tenía que rendir cuentas demasiado graves se refugió de nuevo en el campo y los que tenían contactos secretos se quedaron en el pueblo como representantes e intermediarios, y para restablecer el respeto debido a los «hombres de honor».

Yo iba a la escuela del cura que también había enseñado a leer y a escribir a mi padre; era muy viejo, pero aún se mantenía ágil para manejar la vara que utilizaba para castigarme, una rama de olivo delgada y flexible que le dejaba a uno marcado. Cada vez que cometía un error recibía un golpe en la cabeza y en las manos; tras unos meses en la escuela estaba hecho un Ecce Homo. Por la noche mi madre me untaba con aceite caliente; luego, cuando ya no bastaba el aceite caliente porque las manos empezaban a llagarse, me vendó cabeza y manos. Parecía que hubiese regresado de la guerra con los turcos; los compañeros me pusieron un mote y se burlaban de mí. Como recompensa, don Paolo Vitale, que así se llamaba el cura, se contentó con hacer silbar la varita cerca de mis orejas; aunque algunas veces, acaso de forma involuntaria, me daba en las orejas con un efecto tan doloroso que sólo de pensarlo me vienen ganas de llorar. A pesar de todo guardo un buen recuerdo de don Paolo; lo poco que me enseñó fue una buena base para todo lo que he aprendido y hecho después, ya que no sólo me enseñó el abecedario y a escribir una carta y a no dejarme engañar con las cuentas: me enseñó a hallar compañía y fe en la naturaleza, en los libros y en mis propios pensamientos.

Vivía en dos habitaciones desnudas, pequeñas como celdas de convento al lado de su parroquia, la más pobre y apartada de cuantas había en el pueblo; de hecho, se la habían adjudicado como castigo al poco prejuicio y gran liberalidad que demostraba, y lo aborrecían sus superiores y colegas, dada su fama de liberal por las relaciones que mantenía con los exiliados y con los ingleses de Marsala, de quienes recibía gacetas que hablaban del mundo y de nuestro pueblo y que luego traducía para los amigos de Castro. Pero, en verdad, no era liberal. Su amor a la libertad le nacía del sufrimiento del pueblo, y el pan era la libertad del pueblo: luchar para poder leer libros y abrir escuelas le parecía un absurdo.

—Vosotros queréis dar al pueblo papel impreso —decía a los que se reunían en la farmacia—, y el pueblo, en cambio, lo que quiere es pan.

Los liberales le escuchaban con indulgencia. Él incluso podía prescindir de las noticias que leía en las gacetas inglesas; se contentaba con Virgilio y Meli, y con las experiencias y máximas de Guicciardini, Lottini y Sansovino que con frecuencia me leía de un viejo libro, aleccionándome; pero sobre todo, decía, le bastaba el Evangelio de Nuestro Señor, pues si de Guicciardini aprendía a conocer a los hombres, del Evangelio aprendía a amarlos.

—Y es un difícil ejercicio —decía— llegar a amarlos después de haberlos conocido bien.

Era delgadísimo, con el rostro blanco y afilado, la mirada siempre atenta y aguda bajo los pesados párpados. Me quería, no obstante los golpes de vara que me daba: consideraba la varita como un instrumento necesario para la educación, y acaso no se equivocaba. Cuando acababa la lección me trataba como a un adulto; me llevaba con él al jardín, no más de unos cincuenta metros cuadrados de terreno, y me hablaba de las flores y las hierbas, de las estaciones y las horas, del mal que se adhiere a las plantas como al cuerpo y a los sentimientos de los hombres. Me hablaba también de la verdadera revolución; la que estaban haciendo se le antojaba como un modo de sustituir al organista sin cambiar ni el instrumento ni la música mientras seguían siendo los pobres los que llenaban el fuelle del órgano. Puesto que rara vez salía de casa, y nunca después de los sucesos de enero, me preguntaba con ironía:

—¿Qué hacen los revolucionarios? ¿Han empezado ya la distribución de libros?

No esperaba, en realidad, que yo le pudiera dar noticias; pero esas preguntas le servían para desahogarse contra los acontecimientos y contra la gente.

—Si de verdad hubiese revolución, la revolución como yo la entiendo, todos esos del comité correrían a esconderse en el terrado: el obispo, el barón e incluso el boticario Napoli. Cualquiera de estos señores tiene en su casa dos clases de pan: de harina para la familia y de salvado para los criados. Tratan a los perros como a cristianos, pero a los cristianos que trabajan para ellos los tratan peor que a los perros. Y todavía tienen el coraje de hablar de abolición de tiranía y de libertad…

En el comité había cinco o seis personas que trabajaban con ímpetu renovador; los demás miembros seguían con escepticismo, casi con conmiseración, los intentos de los innovadores por restablecer el orden y la hacienda pública; implacables, rechazaban cada nueva propuesta, y en todas hallaban un fallo para derribarlas irremisiblemente, de suerte que las entradas se redujeron a cifras irrisorias, los impuestos dejaron de pagarse y el campo se infestó de maleantes.

Las diversiones públicas, en cambio, fueron objeto de unánime y solícita atención por parte del comité. Se creó una banda musical con todas las de la ley: salario al director de orquesta y presupuesto para instrumentos y uniformes; se llamó a estucadores y pintores para decorar el teatro municipal edificado veinte años antes según el modelo del de Trapani e inactivo desde entonces, con un gasto excesivo.

Entre enero y julio, el comité celebró un centenar de reuniones, y en total no llegó a aprobar más de diez disposiciones destinadas a una segura ejecución: la institución de la guardia nacional y de la banda musical, los trabajos de decoración del teatro y de arbolado del paseo marítimo, la contratación de cuatro nuevos empleados, el traslado de un mortero de madera, desde una villa alejada hasta el palacio del Ayuntamiento, en solemne desfile por las calles de la ciudad y con discursos teñidos de sangre patriótica, sacrificio y fuego. Hubo otra fiesta cuando el obispo hizo una visita oficial para bendecir a la guardia nacional. Y después, como todos los años, llegó la fiesta de santa Venera; el mes de junio extendía sobre el pueblo y el mar un rutilante manto de fuego. El pueblo hervía de fiesta; los quioscos blancos de los vendedores de turrones y sorbetes, la roja pulpa de las sandías que ofrecían cortadas en forma de medialunas, las brillantes terracotas esmaltadas y el redoble de tambores, las voces y los estallidos de los morteretes parecían elementos desprendidos del mismo sol.

Las monjas, debido a la fiesta, adelantaron las vacaciones estivales de Cristina. Volvió más delgada y pensativa; parecía toda ojos. A veces me daba la sensación de ver aflorar en su mirada la locura de doña Concettina, como el batir de las alas de un pájaro atrapado en una trampa. Ahora sabía muchas cosas de religión y hablaba del infierno. Yo no creía en el infierno; cuando hacía lo que no debía, mi madre solía decirme:

—Irás al infierno con los zapatos puestos.

A mí eso en parte me preocupaba, sobre todo por lo de los zapatos: quién sabe qué sufrimiento imaginaba que añadirían. En una ocasión se lo pregunté a don Paolo.

—Una de dos —respondió sonriente—: O te portas bien o te resignas a andar descalzo.

Llegué a la conclusión de que nadie en el mundo sabía a ciencia cierta esa historia del infierno y los zapatos, de modo que mejor era no pensar en ello. Cristina, en cambio, quería hacerme pensar y discutía conmigo acerca de qué sería mejor, en caso de acabar en el infierno: si estar entre las llamas o en la nieve; puesto que el sol despellejaba, yo prefería la nieve. Un cartucho de nieve valía dinero, y a mí me habría gustado revolcarme en ella. Pero hubiese en él nieve o fuego, no me gustaba hablar del infierno; por eso con Cristina no me hallaba tan a gusto como antes. Ahora, con ella, sólo me gustaba jugar al juego de la gallinita ciega que le habían enseñado en el colegio.

Tras la fiesta de santa Venera, el comité se apresuró a trabajar en la preparación de las elecciones para el Consejo Municipal. Podían votar todos los ciudadanos que, siempre que supieran leer y escribir, lo solicitaran. Mi padre no quería presentar la solicitud, pero comoquiera que el barón dijo que no votar era como hacerle un desaire a él, personalmente, mi padre se decidió. En las listas de votantes se habían inscrito 300 ciudadanos en total, y había que elegir a 60 concejales…

La votación, a principios de julio, se llevó a cabo en perfecta calma. Fueron elegidos concejales quince curas, una veintena de personas allegadas al obispo o de probada fidelidad a los Borbones y unos diez oficiales artesanos notoriamente devotos o económicamente dependientes de personas relacionadas, a su vez, con el obispo; tan sólo unos concejales eran conocidos por sus ideas liberales, vagas en algunos casos y probadas en otros. Haciendo una cuenta más concreta y efectiva, la composición del Consejo era más o menos la siguiente: treinta señores de la burguesía, cinco nobles, quince curas y diez hombres del pueblo. En la primera reunión para nombrar los cargos, el barón Garziano resultó electo presidente con 49 votos favorables y 11 abstenciones; para los demás cargos fueron elegidos el canónigo Mantia, con 37 votos; el boticario Napoli, con 36; el barbero Vitanza, con 44, y don Cecé Melisenda, que obtuvo 59 votos. Resultados que, si se los mira con la intención de darles un significado político o de intereses, se corre el albur de no entender nada; ya que conozco el pueblo, me la jugaría a que al barón no le votaron los nobles, ni el canónigo tuvo los votos de los curas, ni la gente del pueblo votó al barbero, etcétera. Con franqueza, la unanimidad obtenida por don Cecé lo explica el hecho que era considerado un cero a la izquierda: todo bondad y misas cantadas.

Los trabajos del Consejo se abrieron con la deliberación sobre el nombramiento de un rector provisional para la iglesia de Jesús, «para que no falte el culto divino y todo cuanto se hacía en la disuelta Compañía de Jesús». Y a renglón seguido se acordó la celebración de un tridúo solemne para conjurar la sequía y la concesión de un préstamo a largo plazo de 11.200 liras libres de intereses a la Renta Episcopal, «visto y considerando, dados los aciagos tiempos que corren, que para dicha Renta no pueden recaudarse impuestos, ni puede tomarse nada de sus propias arcas, declaradas intocables por el Gobierno».

Las tres propuestas salieron del grupo liberal y obtuvieron el voto unánime del Consejo. Llenos de alborozo, el barón, don Cecé Melisenda y el barbero Vitanza llevaron al obispo la noticia de las deliberaciones, pero éste, fríamente, dijo que sí, que agradecía al Consejo…

—Pero —prosiguió—, os lo digo con mi sinceridad habitual: ¿sabéis lo que esto significa? Significa, si me perdonáis, echar habas al cerdo para poder cogerlo.

—¿Qué habas? —preguntó confuso don Cecé—. Y, con todos mis respetos, ¿qué cerdo? Yo, que me perdone Vuestra Excelencia, no veo ni habas ni cerdo.

—Vos, mi querido don Cecé, veis el mundo llano y liso como una balaustrada de mármol —dijo el obispo—; no comprendéis la malicia: sois inocente como un niño. —Y siguió hablando en latín de los gusanos y serpientes que se arrastran y ocultan tras las cosas que parecen buenas.

—Si no he olvidado el poco de latín que aprendí en el seminario —dijo don Cecé—, Vuestra Excelencia ha hablado de gusanos y serpientes, y yo, en cambio, quisiera que me explicase antes el significado del cerdo y las habas.

—¿Qué podemos hacer con este don Cecé? —dijo el obispo dirigiéndose al barón y a Vitanza, en un tono a la vez de broma y conmiseración—. ¿Qué hacemos con este hombre bendito? ¿Le hablamos claro y sin rodeos, así aprende de una vez por todas? Pues bien, el cerdo vengo a ser yo…

—¡Excelencia! —protestó don Cecé.

—… Yo soy el cerdo, dejadme hablar, y con las deliberaciones de hoy, el Consejo no hace otra cosa que ponerme delante un montón de habas: si el cerdo se las come, piensan sin duda vuestros amigos del Consejo, el cerdo es nuestro. Pero en cambio yo os digo: el cerdo come vuestras habas pero jamás se dejará coger por vosotros. He aquí, mí querido don Cecé, el significado del proverbio aplicado a nuestro caso.

—Excelencia —dijo don Cecé—, yo, las cosas, cuando las entiendo las entiendo. Si vos lo pensáis de este modo, yo, como hijo obediente de la Iglesia, apelo al buen sentido y digo: dimito, dejo el Consejo; perdonadme, pero yo no quiero seguir teniéndoles la vela a los que nos están cortando la hierba bajo los pies.

—Vos habláis como un ángel —dijo el obispo—. Lo que ocurre es que, si dejáis el Consejo, y lo dejan también el barón y nuestro amigo Vitanza y todos los buenos cristianos, ¿podéis decirme en manos de quién quedarán los asuntos del pueblo? Veamos, decídmelo…

—Éste es el problema —dijo el barón.

—Pero yo, por mi educación —dijo don Cecé—, quiero ver las cosas claras. Vuestra Excelencia deseaba mi participación en el Consejo y yo acudí, por tanto, con la certeza de que actuar en provecho de los intereses de la ciudad y de Sicilia no tiene por qué estar reñido con nuestra religión ni con los intereses de la Iglesia, y ahora Vuestra Excelencia me dice que sí están reñidos. Dos y dos son cuatro, así que yo dimito.

—«Sed prudentes como las serpientes» —citó el obispo—. ¿Comprendéis? Prudentes. Es Jesucristo quien lo dice, mi querido don Cecé. Y vos, por el contrario, perdonadme, pero os lanzáis como… como…

—… un buey —acabó la frase don Cecé, sonrojándose.

—No habría osado decirlo —dijo el obispo.

—¿Por qué? —preguntó, sorprendido, don Cecé—. Es verdad que el buey tiene cuernos, pero en ese sentido yo estoy más tranquilo que una monja de clausura; pero, con cuernos o sin cuernos, es un buen animal; y la serpiente, lo diga o no el Evangelio, es un animal, con el perdón de Vuestra Excelencia, que me da asco.

—Estamos hablando de todos los animales de la Creación —dijo el obispo—, sin que logremos hacer salir una sola araña del nido… ¡Oh!, se me ha escapado otro animal: Por favor no os pongáis ahora a filosofar sobre la araña… Vamos al grano: vos, como católico, y hasta ahora no me habéis dado motivo de duda de vuestra devoción, estáis en el Consejo para defender el derecho de la Iglesia frente (preciso: frente) a los intereses, digamos, del Estado… y os doy un ejemplo: si el gobierno ordena, como al parecer hará, la confiscación del oro y la plata que se halla en las iglesias y los monasterios, si el gobierno toma una resolución tan inicua, vos, como devotísimo hijo de la Iglesia, ¿qué haréis?

—Ya he oído hablar de eso —dijo don Cecé—, y en cierta forma me ha intranquilizado; tras pensarlo llegué a este razonamiento, y me puedo haber equivocado pero me parece justo: el pueblo entero, pobres y ricos, en virtud de su fe y por gratitud, ha donado el oro y la plata que resplandece en los altares; la Iglesia, como Madre, por amor y caridad, devuelve los dones recibidos para salvar la vida y la libertad de sus hijos.

—¡Bravo! —dijo el obispo—. ¡Pero si razonáis que es un placer! Lo hacéis caminando hacia atrás como un oficial cordelero y no veis las fauces infernales que se abren a vuestras espaldas. Desde que empezó la revolución —y para subrayar su sarcasmo pronunció la palabra como si tuviese tres o cuatro erres— os oigo decir unas cosas que, si no os conociera como os conozco… Unas cosas…

—Puedo haberme equivocado —dijo, aunque sin humildad, don Cecé.

El barón y Vitanza cambiaron solapadamente una sonrisa compasiva.

El obispo, que tras tantos años de familiaridad creía conocer bien a don Cecé y saber lo fácil que era llevarlo al arrepentimiento y a las lágrimas, continuó hostigándolo; alternaba ironía y desdén con paternal persuasión y dulzura; sin embargo, los tres se equivocaron de medio a medio, ya que, como todos los tímidos y dóciles, don Cecé tenía un mal día y vivía su momento de intolerancia y furor.

—Pero, querido caballero Melisenda —decía el obispo—, haber pensado que la Iglesia, en contra de los más dignos y legítimos principios, puede volverse revolucionaria, es pecado que necesita confesión. Y luego, creer que todo lo que está para ornamentar y decorar la casa de Dios pueda ser tirado de tal modo, a beneficio de una causa que, aparte de la ilegitimidad que la inspira, es algo miserable, como todas las vicisitudes humanas, frente a la gloria de Dios… Los gobiernos pasan, mi querido amigo, pero la Iglesia permanece…

—Vuestra Excelencia —interrumpió con brusquedad don Cecé— me ha iluminado, ha puesto justo el dedo sobre la llaga: ése es el mal, que la Iglesia permanece.

Hizo una leve inclinación y se alejó, dejando tres máscaras de estupor con la mirada clavada en la puerta dorada que había cerrado a sus espaldas.

Al día siguiente, gracias al barbero Vitanza, que tenía una numerosa clientela a domicilio, todo Castro conocía el incidente con pelos y señales. Los amigos de don Cecé, los más curiosos, que salieron en su busca, se enteraron que se había marchado a Marsala.

Llegó la orden de confiscar el tesoro de las iglesias. El obispo hizo entrega de unos pocos vasos y candelabros, pidió que estimasen el valor y enseguida los rescató. Don Cecé no se dejaba ver el pelo por el Consejo y ni siquiera frecuentaba el casino; todos, liberales incluidos, consideraban que estaba chalado.

El obispo siempre pedía información a todos sobre su estado mental y se compadecía de que a un hombre tan piadoso le hubiera tocado en suerte el terrible destino de perder el juicio; la mayoría pensaba no obstante que, por muy pío que fuera, juicio, lo que se dice juicio, nunca tuvo.

El incidente entre el obispo y don Cecé, pese a que todos lo atribuyeron a la congénita o repentina locura del viejo caballero, provocó en el Consejo fisuras que, si bien pasaron inadvertidas al principio, se hicieron cada vez más profundas e insalvables. El barón iba diciendo aquí y allá que se mantenía en su cargo, y no sin sacrificio de su parte, tan sólo para impedir que los fanáticos del Consejo hicieran y deshicieran a su antojo. Las reuniones se habían vuelto más animadas, aunque nunca se llegaba a ninguna parte; de los escaños de los liberales surgían picotazos, dirigidos a los escaños del clero y el «populacho», que desataban un murmullo de placer en el público presente en la sala. Todo se resolvía con el nombramiento de inspectores: de obras públicas —de iluminación de calles—, de aranceles —de abasto—, del censo. La vida se había convertido en un embrollo de controles, hasta tal punto que a las subastas para la adjudicación del cobro de los impuestos y del alumbrado público no se presentaba nadie, pues cualquiera se metería en el entuerto que los pliegos de condiciones de las contratas, minuciosos y prolijísimos, prometían. Flotaba en el aire tal sensación de provisionalidad que una situación tan confusa no podía durar.

La usurpación de las tierras estatales y municipales por parte de los campesinos y pastores, y sobre todo de los señores que formaban parte del Consejo, habían llegado a su punto máximo. Se nombró una comisión investigadora, pero ésta, una vez constatada la enormidad de las apropiaciones, no halló mejor solución que proponer la legalización mediante contratos de arrendamiento a un precio simbólico; los señores redactaron enseguida los contratos, pero los campesinos y los pastores adujeron que habría sido mejor continuar explotando aquellas tierras sin contratos.

Los precios de los productos alimenticios aumentaban de forma vertiginosa; la seguridad de la vida, de los bienes, no existía en absoluto ni en el pueblo ni en el campo; la instrucción pública, no obstante las continuas declaraciones del Consejo acerca de que ésta era su principal objetivo, se quedó tal como estaba. Lo bueno era que el grupo de los liberales comenzó a tomar conciencia de los problemas y a estudiar la manera de resolverlos: la oposición se fortalecía. El ideal político, vago e incierto al principio, iba prendiendo en ellos con tanta fuerza que incluso los apartaba de sus intereses particulares. Podría inferirse que la idea revolucionaria maduraba en la minoría del Consejo justo en el momento en que los hechos tendían cada vez más hacia la reacción.

Después de un aciago invierno de hambre y muertes violentas, llegó la endeble primavera. El campo, abandonado tras la siembra, prometía una mala cosecha. El Consejo ya no se reunía. En el palacio, el obispo había hecho poner barricadas; en las ventanas se veían colchones y mesas a modo de protección. Los liberales criticaban abiertamente al obispo: publicaban viñetas con caricaturas y versos burlescos e insultantes. El pueblo, sin embargo, empezaba a odiar a los liberales. Los domingos atestaba las iglesias para oír las prédicas en contra de aquellos que, faltos del temor de Dios, eran los artífices del sufrimiento del pueblo y del desorden. Casi todos en Castro esperaban el restablecimiento del antiguo orden.

Finalmente, el 25 de abril de 1849, llegó la noticia de que el orden volvía; el obispo fue el primero en recibirla a través de un emisario. Mandó llamar al barón, le comunicó la novedad y le dio instrucciones sobre lo que debía hacer en el Consejo. El barón reunió entonces a sus amigos del Consejo y, desde el casino, se encaminó hacia el municipio seguido de un grupo de hombres visiblemente contentos o, al menos, aliviados: curas, nobles y señores. Los liberales, por el contrario, dejaron el casino para regresar a sus casas, aunque tres de ellos, pálidos de miedo, siguieron también al barón.

Desde lo alto de su escaño presidencial, el barón comunicó escuetamente los nuevos hechos al Consejo.

—Si Dios quiere, la payasada ha terminado —concluyó.

Todos aplaudieron. En ese momento entró en la sala don Cecé Melisenda y se sentó en uno de los escaños vacíos de los liberales, en un extremo.

El barón dictó al secretario: «En el día de hoy se ha reunido este Consejo Municipal de forma espontánea, sin que mediara invitación alguna por parte del presidente, en esta sala del palacio senatorial, porque es de dominio público que la capital ha enviado una comisión al príncipe Satriano para someterse a su disposición. Es voluntad de este Consejo proceder de forma similar, por lo que declara que desea concurrir con el mismo voto de la capital y someterse asimismo al loado príncipe Satriano».

Lo dijo de un tirón, como si recitara de memoria, y la asamblea le tributó un largo aplauso que él agradeció de pie con una serie de reverencias.

—La payasada ha terminado —dijo una vez más.

Don Cecé, que seguía en su asiento, dijo con calma:

—Si lo que acabamos de oír es una payasada, todos los que os aplauden son unos payasos, y vos sois el payaso principal del reino.

—¿Cómo?… ¿Cómo? —exclamó el barón, mientras todos murmuraban en contra de don Cecé.

Pero el viejo, erguido y aplomado, se acercó al escaño del secretario con el bastón apuntando hacia adelante y dijo:

—En este Consejo tengo derechos y quiero hacer uso de ellos aunque sólo sirvan para meterme en prisión. Escribid, pues, lo que voy a dictaros, pues quiero firmarlo enseguida y marcharme. —Miró a todos y dictó con voz firme—: «El caballero Cesare Melisenda di Villamena declara no adherirse a la decisión tomada por la mayoría del Consejo, de presentar al príncipe Satriano la sumisión de este Consejo y de la ciudad de Castro, y declara otrosí su fe en los principios de la libertad que el Consejo, durante su primera reunión, ha exaltado de forma unánime».

Firmó el margen del registro, al lado de su declaración, y se alejó. El barón gritó a sus espaldas:

—¡Loco de remate!

Como si no hubiera pasado nada, o tal vez con la orden expresa de que fingiesen ignorarlo todo, los hechos y las personas implicadas en ellos, el juez real, el subintendente, los gendarmes y los compañeros de armas reaparecieron en Castro como por arte de magia. Hasta el otoño no se advirtió el menor signo de represalia; parecía incluso que los esbirros se habían vuelto más amables: el subintendente sonreía a todo el mundo y jugaba su partida de escoba en el casino incluso con el boticario Napoli. Más tarde llegó una columna de tropas y ordenó el desarme de la guardia nacional, algo simbólico si se piensa en que sólo la masiva presencia de la tropa ya daba miedo. Los guardias nacionales entregaron las carabinas y un rato después las recuperaron en calidad de guardias urbanos.

Quitaron el símbolo de la Trinacria de la fachada del teatro y fue sustituido por el lirio borbónico, y los lirios volvieron a florecer sobre las puertas de todos los edificios públicos. El obispo intentó iniciar un pleito en los tribunales contra el Ayuntamiento, «negando a los individuos de esta misma comunidad el derecho al lucro con fondos pertenecientes a la Renta Episcopal». El Consejo Municipal, casi al completo, volvió a ser Decurionato Cívico: sólo les faltaban don Cecé Melisenda, de cuya demencia se compadecían hasta el subintendente y el juez, y los dos liberales que se habían fugado a Malta.

En resumen, las cosas no podían ir mejor. La tropa se marchó casi de puntillas, llevando detrás casi una decena de maleantes capturados en el campo. El pueblo suspiró de alivio.

Los asuntos públicos marchaban ahora viento en popa, según el barón; pero en cuanto a sus asuntos familiares, siempre soplaban vientos inclementes: doña Concettina jamás le dirigía la palabra; Rosalía le costaba un ojo de la cara y tal vez lo traicionaba; Cristina no quería volver al colegio y Vincenzino, por el contrario, quería permanecer en el seminario y hacerse cura. La baronesa aprobaba la resistencia de Cristina y se sentía feliz de la vocación que se revelaba en Vincenzino, y, a despecho de su marido, iba continuamente a ver al obispo para encomendarle que fortaleciera y alimentara la vocación de su hijo. El barón, siempre a través de un mediador, decía a doña Concettina:

—Con esta historia de la vocación de vuestro hijo, me vais a volver loco como don Cecé: un día de éstos voy a ver al obispo y le pongo los puntos sobre las íes, pues esta farsa de la vocación la habéis urdido vos y él… ¡Ese pobre hijo parece un alma en pena en vuestras manos!

Y la respuesta de doña Concettina, sin olvidarse jamás del mediador, lo sacaba de quicio:

—Decid al barón que vaya de veras a ver al obispo para cantarle las cuarenta: es justamente lo que quiero, que vaya.

—Tengo tantos pensamientos en la cabeza —decía el barón— que por la noche, durante el sueño, los siento saltar dentro de mí como grillos; nada más coger el sueño, zas, me salta un pensamiento y vuelvo a estar con los ojos abiertos.

—Son los grillos de la tentación —murmuraba doña Concettina.

Los diálogos a tres —padre, madre y mediador— sobre el tema de la vocación de Vincenzino divertían a Cristina como si estuviese en el teatro; quería a su madre y disfrutaba al ver que al barón le tocaba siempre la peor parte, y más aún sabiendo que el barón estaba ahora predestinado al infierno, por la mantenida que tenía y por la vocación que obstaculizaba.

Una vez pregunté a don Paolo Vitale si era verdad que el barón estaba destinado a acabar en el infierno.

—Ése no va al infierno —dijo don Paolo, negando con la cabeza—. Ése, en el último suspiro, encontrará la manera de estar en paz con Dios nuestro Señor.

Y, en verdad, el barón tuvo tiempo después una muerte de santo, con todos los sacramentos; en su testamento, legó bienes a parroquias y obras de caridad y, en sus últimos años, había instituido la limosna de los viernes: a cada pobre que se presentaba ante el portón le entregaba dos sueldos; en ocasiones, llegaba a distribuir hasta cinco liras en un solo día.

Pero en el 49 el barón, que era de complexión robusta, gozaba de perfecta salud. Gran comilón y buen bebedor, practicaba con pasión el ejercicio de la caza y, sobre todo en la época de la recolección, solía pasear a caballo por sus tierras; además, todos los días encontraba el tiempo de hacer una escapada a casa de Rosalía. No le preocupaba el infierno; es más, hablando con franqueza, decía que, si bien podía llegar a concebir la existencia del purgatorio, el infierno le parecía una fábula creada en beneficio de los poderosos, una buena fábula para mantener atemorizada a la gentuza e inspirada, creía, por Dante Alighieri.

—A ése le hervía la sangre por haber sido expulsado de su pueblo y, para vengarse, se empeñó en atemorizar a la gente.

Doña Concettina, no obstante, estaba convencida, aunque nunca lo había leído, de que el libro de Dante contenía una revelación divina.

Ardientemente respaldado por su madre, Vincenzino insistía en no salir del seminario ni siquiera en vacaciones, ya que temía que el barón lo encerrase bajo llave hasta que se le olvidara la vocación. Se había vuelto alto y blanco como un cirio; la cabeza se balanceaba sobre un largo cuello que parecía aguardar la hoja de la guillotina.

—Muerto ya lo está —decía el barón—. Lo liquidan a fuerza de penitencias y plegarias, le meten en la cabeza que debe convertirse en un santo y ayuna para conseguirlo cuanto antes. Y lo conseguirá… ¡Vaya si lo conseguirá!…

Doña Concettina, por el contrario, era del parecer de que Vincenzino estaba en edad de desarrollo: en su familia todos se ponían así en la edad de desarrollo. Vincenzino no tenía nada de los Garziano, que adquirían una complexión maciza en la adolescencia; era parecido en todo a los hermanos, al padre, al abuelo de doña Concettina: gente de físico delicado y delicados sentimientos; antigua nobleza española que había dado al reino hombres destacados por su pluma y por su devoción.

—Me importan un pepino las delicadezas de vuestra raza —decía el barón—: a mi hijo no lo quiero ni santo ni filósofo. Gran negocio ha hecho vuestro tío el jesuita, el que se hizo crucificar por los chinos o por los indios o por quien demonios fuera… y mejor no hablar de aquel otro pariente vuestro, ese que escribió todos aquellos libros en latín que, de sólo mirarlos, la cabeza empieza a darme vueltas… Ése sí estaba loco, como hay Dios que lo estaba. ¿No dice en un libro que todo se debe compartir, casa, tierras, animales y mujeres?… ¡Más loco que esto!… En fin, dejémoslo, pero yo a mi hijo lo quiero como yo, que vaya a cazar y se ocupe de las tierras y coma hasta hartarse y le gusten las mujeres… A propósito: con todo lo chiflado que estaba, aquel pariente vuestro al menos tuvo la buena idea de que las mujeres había que compartirlas… Lo único bueno que ha salido de alguien de vuestra familia…

Esto era, para doña Concettina, el golpe de gracia; se recogía por completo el vestido y, como si tuviese ratones sobre los pies, escapaba. El barón gozaba entonces de unos instantes de satisfacción; luego se enfurruñaba, acaso pensando que había hablado demasiado y que doña Concettina, exasperada, iría a contarle a su hermano, prestigioso hombre de la Corte, los insultos que recibía del marido. Porque, de puertas afuera, el barón se ufanaba de contar con un cuñado en la Corte: «mi cuñado me ha escrito que el rey…», «escribiré unas líneas a mi cuñado…», «si mi cuñado se ocupa, es cosa hecha…».

En enero de 1850 ocurrió un hecho que distrajo al barón de sus asuntos familiares. Un día gélido y despejado, pasó por delante de Castro una escuadra de la Marina de guerra inglesa; visible desde la costa, se distinguían con nitidez las arboladuras, los colores, el movimiento de los hombres en el puente. Los liberales de Castro lo tomaron como una demostración de fuerzas del gobierno británico, que en aquellos últimos meses había adoptado una actitud firme hacia el gobierno de Nápoles. En las gacetas inglesas se leían críticas a los Borbones y acusaciones claramente inspiradas por las tempestuosas relaciones entre ambos gobiernos. Haciendo gala de su falta de cautela, los liberales se alegraron con aquella demostración; en Castro, los ingleses eran bien vistos por lo que habían hecho con la industria vinícola en la vecina Marsala: se los tenía por hombres rectos y libres, de pocas palabras y acciones certeras; por ello, ver pasar la escuadra naval y fantasear sobre la posibilidad de una operación intimidatoria, si no de guerra, contra el gobierno borbónico, fue una sola cosa. Y tan erróneo resulta a veces contar con la ayuda de los demás que los ingleses del crucero de vigilancia acabaron por sacar ventaja del asunto y los liberales de Castro terminaron en prisión.

Al cabo de unos meses llegó a Castro un regimiento de tropas y medio centenar de gendarmes a las órdenes de un hombre que, gracias al odio que manifestaba hacia los liberales y las crueldades que les infligía, se había hecho famoso en Sicilia. Después del de Maniscalco, el nombre del teniente Desimone significaba cárcel y muerte, ya que era la mano derecha de Salvatore Maniscalco, el brutal ejecutor. Recuerdo al hombre tal como lo vi aquel día, la primavera debía de ser inminente pues me parece sentir el amargo perfume que emanaban los almendros en flor, en el jardín del barón Garziano. Tenía la nariz venosa, una mirada de ojos porcinos que parecía arrastrarse por encima de las cosas, las piernas demasiado cortas y endebles bajo el vientre prominente; y era alegre, rompía a reír y mientras reía daba manotazos afectuosos a la espalda del barón; con un gesto de astuta complicidad le hundía el índice en la panza, y reía también, satisfecho, el barón. Bebían vino y reían; el teniente Desimone no bebía nada que no fuera vino: cuando el barón le propuso un café estalló en carcajadas.

—¿Habéis dicho café? ¿Queréis darme café? ¿Sabéis cómo llamo yo al café? —Le dijo al oído cómo llamaba al café y el barón se desternilló de risa—. Dadme vino, como Dios manda, que el vino es la bebida de los ángeles.

El barón ordenó entonces al criado que trajese un par de garrafas, pero que fuesen de la cuba de 1837.

Con el vino aumentaba la confianza entre el barón y el teniente. Hablaron de los enemigos del orden que había en Castro y luego de mujeres, de las de Palermo y las de Trapani; el barón se inclinaba por las trapanesas. Desimone juraba que las palermitanas, aunque ávidas de dinero y llenas de caprichos, eran las más fogosas que jamás había conocido en su vida. Se pusieron de acuerdo con las siracusanas: el barón había conocido una y el teniente otra.

—Pero una gran señora, mi querido barón, era algo para chuparse los dedos… algo de una perfección griega…

—Habéis dicho la palabra justa —aprobó el barón—: las siracusanas parecen hechas en Grecia… La que yo… vos me entendéis… era una estatua, una estatua perfecta, y me hacía unas cosas, unas cosas…

Por la noche, rodeados por un semicírculo de soldados y gendarmes y apoyados en el muro del monasterio de San Michele, vi a los once liberales arrestados; estaban con las manos encadenadas y encadenados también entre ellos. La luz amarilla de los faroles, movediza y vacilante, hacía emerger de la penumbra ora el rostro del boticario Napoli, ora el de don Giuseppe Nicastro y de otros que no conocía muy bien, rostros todos que parecían afiebrados o petrificados por el miedo. Fuera, más allá del seto de los soldados, estaba la gente del pueblo; se había corrido la voz de que iban a fusilar a los prisioneros y la gente acudía, afluía silenciosa delante del convento. Sin embargo, el teniente Desimone sólo se proponía bromear: tras un par de horas hizo acompañar a los prisioneros al cuartel de los gendarmes y regresó al palacio Garziano para contar la broma al barón y compartir una buena cena.

El señor Gaetano Peruzzo, en su Istoria della città de Castro, afirma, en la página 187, que «existen claros indicios de que los arrestos de 1850 fueron inspirados por monseñor Calabrò, quien, como en una conjura, obtuvo el apoyo del juez real y de una notable personalidad ciudadana cuyo nombre digno es callar, no tanto por caridad patriótica como por el hecho de que en los sucesos de 1860 se prodigara, para redimir su triste pasado, en ayudar a la causa garibaldina», y por claros indicios, también, todos los habitantes de Castro reconocen, en el personaje cuyo nombre omite Peruzzo, al barón Garziano. Añade Peruzzo que el obispo «fue llevado a la conjura por la conducta de nosotros los jóvenes, que desdeñábamos y nos burlábamos de la religión y era notoria nuestra ausencia en toda ceremonia o convocatoria pastoral; la breve manifestación de júbilo al paso de la escuadra de la Real Marina Británica sirvió para llevar a cabo nuestro arresto con la apariencia de que se hacía justicia». Estas afirmaciones se ven corroboradas por el hecho de que las familias de los detenidos, para implorar clemencia, se dirigieron antes al obispo que a las autoridades reales, y éste, aunque se mostró desvinculado de la disposición, dio a entender que, si recibía cartas de contrición por parte de los presos, éstas les serían agradecidas y tal vez lo empujarían a interceder en su favor. Algunos se dejaron convencer por sus familiares y escribieron al obispo, y obtuvieron una especie de arreglo procesal que separó su suerte de la de los que rehusaron escribirle, mucho más cruda. Sea como fuere, aquellos once arrestos sumieron en la angustia y en la ruina a otras tantas familias de Castro; patrimonios enteros fueron a parar a manos de jueces, abogados, esbirros, carceleros y jefes de la mafia (estos últimos aseguraban protección a los detenidos políticos dentro de la cárcel); guapísimas muchachas con buena dote fueron sacrificadas en matrimonios con viejos jueces y funcionarios, y ha quedado grabado en la memoria de Castro el matrimonio de la hermana de don Vito Bonsignore, uno de los arrestados en el año 50, con un vejestorio, juez del tribunal de Trapani: una chiquilla de quince o dieciséis años que a mí me parecía una magnolia, delicada e intocable. Así es el amor familiar, más allá de lo justo y de lo lícito, en nuestros pueblos.

Los años pasaron. Para los liberales de Castro encerrados en la prisión de Favignana, famosa por lo terrible que era, el dolor de huesos marcó la medida de las estaciones; un esqueleto transido de dolor dentro de la carne consumida, un esqueleto resquebrajado por el frío de la muerte; para otros, más proclives a pedir clemencia, la medida de los largos días fue el tañer de las campanas no familiares, campanas de Castelvetrano o de Girgenti que contaban, sumiéndolos en melancolía y desesperación, las horas de las condenas más benignas del confinamiento; y también para otros que medían el tiempo del exilio en Malta al ritmo de las impresoras tipográficas, de las cuales salían carteles y octavillas destinadas a atravesar el brazo de mar que la separaba implacablemente de Sicilia, tan cercana que, en los días claros, parecía posible tocarla con la mano.

Para el barón Garziano el tiempo transcurría con más clemencia. Acaso los mismos pesares familiares imprimían a su existencia ese toque de dramática transfiguración necesario para darle sabor. Entre otras cosas, Rosalía había tenido un hijo, y este hecho, que envenenó todavía más la existencia de doña Concettina, revistió al barón de una juvenil arrogancia y le produjo cierta indiferencia hacia la vocación, todavía viva, de Vincenzino. Quizás, en su fuero interno, iba tomando cuerpo la idea de legitimar a ese otro hijo que, según sus palabras, se le parecía tanto que parecía sacado de un pequeño grabado hecho a su semejanza.

Cristina embellecía y se alejaba, para mí cada día más lejana, y ya no jugaba ni bajaba siquiera al jardín; doña Concettina veía aletear la tentación en su florecer, por eso no la dejaba dar un solo paso lejos de su vista. La veía casi siempre a través de la ventana de la habitación que doña Concettina llamaba «cuarto de trabajo», reclinada sobre los cojines que, bajo su mano, parecían desbordarse de flores vívidas, su perfil delicado como echado hacia atrás por el peso de su tupida cabellera dorada. Sentía por ella un vago sentimiento de amor, vacío y estéril, pensaba, como una espiga que creciera sin dar grano. Presente día tras día, ella vivía ya en mí como en la esencia del recuerdo: memoria y melancolía, la leve y grácil espiga que no da fruto.

Por entonces yo leía muchos libros, para leer me refugiaba en los rincones más remotos del jardín, y a causa de esa pasión por los libros y reflexionar luego sobre su contenido, me había vuelto extraño y esquivo; mi padre empezó a creer que las lecturas debían de intoxicarme y me aleccionaba con sentenciosos sermones llenos de proverbios y refranes, como «mejor un asno vivo que un doctor muerto», «el asno cojo goza de la vida y la juventud en la vicaría». Este último, de reciente acuñación, aludía a los sentimientos de odio que afloraban en mí contra el Borbón, porque la juventud siciliana vivía de esos sentimientos y buena parte de ella acababa engullida por la cárcel palermitana de la vicaría.

Para sustraerme del veneno de las lecturas, mi padre, acaso con la ayuda del barón, me encontró un trabajo en las dependencias de los Wodehouse, propietarios de un establecimiento vinícola en Marsala y de tiendas y oficinas en nuestro pueblo. El trabajo, sin embargo, no me alejó de las lecturas, sino que contribuyó a que trabara relación con hombres de ideas liberales en el mismo pueblo y en otros ambientes de Marsala y Castelvetrano, por lo que, a partir de ese momento, estaba más cerca de la prisión de cuanto mi padre pudiera imaginar.

Los tiempos cambiaban imperceptiblemente; entonces no me percataba, porque veía al tiempo ante mí como un peñasco al que habría querido empujar a empellones y precipitarme tras él; pero ahora, mirando hacia el pasado, veo cómo el tiempo, en los diez años que van de 1850 a 1860, operaba transformando el sentir de los hombres, el rostro mismo de las cosas. Ya tras los arrestos del 50, llegó a Castro un subintendente que sólo se ocupaba de su familia, que era numerosa, y de la administración pública; no hacía caso de espías ni de cartas anónimas y frecuentaba a los ciudadanos que tenían fama de liberales y los protegía e informaba de todo lo que pudiese perjudicarlos. Y más tarde vino también un juez real de parecidos sentimientos, con lo cual la policía se halló de pronto en el vacío, como un eslabón suelto que ya no podía unirse a los demás. Señal de que las cosas cambiaban era el hecho de que todos los intentos del obispo y del barón para desplazar de Castro al juez y al subintendente, resultaron infructuosos. Por el contrario, en el 54 trasladaron al obispo a una diócesis de Calabria, situada en medio de las montañas, mísera e infestada de bandoleros de una ferocidad sin parangón, lo cual afligió de tal modo al obispo que, por lo que se dice, murió a causa de ello. El nuevo obispo no se inmiscuyó demasiado en asuntos policíacos; se dedicó por entero a renovar el seminario y a sanear las finanzas que, inexplicablemente, monseñor Calabró había dejado en la ruina.

Castro, que hasta entonces había sido un pueblo marítimo sin pescadores —el pescado siempre procedía de Trapani o Marsala—, comenzaba a tentar suerte en el mar, y por la noche salían las barcas de pesca; no eran más de una decena, pero bastaban para proveer al pueblo de pescado a buen precio. Y también salía algún barco de carga, provisto por comerciantes del pueblo, para llevar a Malta higos secos y vino fino. En cuanto a la agricultura, gracias a la demanda de los ingleses, los viñedos hacían cada vez más humanos y más poblados los campos circundantes. Hubo malas añadas por culpa de la filoxera que atacó las vides, pero, en conjunto, la vida del pueblo se renovaba y mejoraba.

Al barón, sin embargo, con un juez y un subintendente que se entendían con los enemigos de la Iglesia y el seminario, le parecía que las cosas iban de mal en peor. Desde la visita del teniente Desimone hasta la llegada de Garibaldi, no experimentó otra satisfacción que la que le produjo el aniquilamiento de la expedición de Pisacane.

—¡Bonita muerte se han buscado, bajo los golpes de bielda de los aldeanos! Así es como hay que tratar a estos enemigos de Dios, a golpes de bielda. Y ese jefe suyo, ¡vaya nombre!: Pisacane… Pues como un can ha muerto.

Precisamente el año de la expedición de Pisacane, en la primavera, Cristina se había casado con don Saverio Valenti, de Castelvetrano, a quien el barón tenía por un hombre de sentimientos fidelísimos al Borbón, puesto que la familia Valenti había dado al rey Fernando un ministro todavía en funciones y un lugarteniente general fallecido hacía algunos años. Tiempo después, sin embargo, el yerno se sintió atraído por las ideas subversivas y, más adelante, durante los motines del 4 de abril de 1860, que fueron mucho más tumultuosos en Castelvetrano que en Castro, se comprometió hasta el punto de ser arrestado y conducido, junto a muchos otros, a la cárcel de Trapani.

En Castro, el 4 de abril de 1860, salvo algún insulto a los esbirros y algún lirio destrozado, no ocurrió gran cosa; como de costumbre, el subintendente y el juez hicieron como si no se hubieran enterado de los inflamados discursos que se pronunciaron en el casino y en la plaza. Cuando se supo que la revolución había fracasado, en Palermo y en otras ciudades, los que en Castro se habían comprometido, ya con palabras o con actos de desprecio al gobierno, se alejaron del pueblo por algunos días. Yo mismo me marché, con la excusa de que me habían llamado a Marsala por razones de trabajo; cuando supe que nada se fraguaba en Castro contra nosotros, regresé sin más dilación. El barón, que ya sabía cuáles eran mis ideas, al encontrarme a mi regreso de Marsala, me dijo:

—Pero ¿qué queríais armar? ¿Otro quarantotto? ¡Sois unos jodidos, tú y todos los demás, incluido ese desgraciado de mi yerno!

Yo nada dije, para no crear problemas a mi padre ni creármelos a mí.

Dos o tres días después de ese encuentro con el barón, me hallaba en el punto más alto del pueblo, en una herrería, cuando en una pausa del martilleo, en uno de esos momentos en que el silencio parece expandirse como el agua, oí un ruido ronco y lejano, continuo, cadencioso, y pensé que se trataba de uno de los ejercicios de tiro de los barcos ingleses. Luego reflexioné y, al considerar que los motines de abril no habían sido del todo acallados en la ciudad, comencé a sentir cierta agitación, cierta inquietud. Bajé al pueblo e informé a los amigos, y juntos subimos a una colina para oír mejor los tiros; luego decidimos que alguno de nosotros iría a caballo hasta Marsala. Partió Vito Costa, un chico de mi edad que más tarde caería en la batalla de Milazzo; pero entonces no tuvo necesidad de llegar a Marsala, pues a mitad de camino se cruzó con Giuseppe Calà, quien, enviado por los amigos de Marsala, nos traía la noticia del reciente desembarco de Garibaldi. Ya era de noche cuando supimos la nueva.

—¡Viva Garibaldi! ¡Viva la libertad! —gritamos en la plaza.

Reunimos gente y pronunciamos discursos. Yo sentía que amaba a todo el mundo; me invadía la alegría hasta el punto de hacerme llorar.

Cuando, ya muy entrada la noche, regresé a casa y golpeé con delicadeza la puerta, desde una de las ventanas superiores me llegó la voz del barón. Alcé la mirada y vi su cara como una mancha blanca en la penumbra.

—¿Ha desembarcado, eh?… Ahora estáis todos contentos, pero ya veréis mañana, cuando el ejército del rey lo haga pedazos, a él y a todos los delincuentes que le siguen… Acabará peor que aquel… ¿cómo se llamaba?… ese con un can en el apellido… Ya hablaremos mañana, ya hablaremos… —y cerró la ventana de un golpe.

Pero al día siguiente el barón se retorcía de rabia.

—Cabrones, son todos unos cabrones: almirantes y generales… —decía—, todos unos cabrones traidores. Pero ¿cómo los han dejado poner pie en tierra a esa sarta de bandoleros? Con cuatro cañonazos hubiese bastado para hundirlos en el fondo del mar. En cambio, los dejan avanzar; poco falta para que los tengamos aquí, en Castro…

Garibaldi se quedó en Salemi hasta el día 15. El barón tuvo noticias de que el ejército del rey se preparaba para enfrentarse en batalla con esos bandidos. Muchos jóvenes de Castro ya habían partido para sumarse a los garibaldinos; también yo partí, la mañana del 15, aunque no tomé parte en la batalla de Calatafimi. Vi desde lo alto, como oleadas que fueran a dar contra un fuerte muro, el afanoso asalto de los garibaldinos; luego el muro empezó a resquebrajarse, la oleada de hombres, como sostenida por el sonido desgarrado de la trompeta, ascendía por el valle; una bandera tricolor desapareció en un enredo de chaquetas azules y camisas rojas y hubo un momento de desconcierto entre los hombres que subían y se arrojaban contra el enemigo, pero —teniendo en cuenta la fuerza del avance— fue como si se hubiesen detenido un instante para recobrar el aliento. Más allá de la línea de resistencia marcada por los soldados tiradores, quienes disparaban con firmeza y precisión, ya los napolitanos emprendían la retirada, ya los garibaldinos se derrumbaban heridos, ya el muro comenzaba a debilitarse y, poco después, pareció borrarse de golpe: los tiradores también se retiraban, y lo hacían corriendo. Los garibaldinos fueron hacia las colinas, y, allí, me pareció que caían extenuados.

No logro calcular cuánto tiempo duró la batalla. Todo está muy confuso en mis recuerdos: un nudo de colores y disparos, aquella bandera que desaparecía, el sonido agonizante de la trompeta… y después los muertos, los muertos garibaldinos que incluso de lejos se distinguían de los napolitanos; al clamor de la batalla había seguido un silencio que pertenecía a aquellos muertos extendidos bajo el sol, un silencio que parecía levitar de putrefacción. Sin embargo, habíamos vencido, eso era lo importante. Durante la batalla, había llorado; había centrado toda mi atención en ver a Garibaldi en pleno asalto, pero no logré distinguirlo, aun cuando muy cerca de mí todos decían: «Allí está Garibaldi, sí, es él, al lado de la bandera, más a la izquierda, aquel con el sable en alto», puesto que yo tenía sólo una vaga idea de cómo era Garibaldi y creía que las batallas eran como un desfile de soldados por las calles con el comandante al frente, y una batalla, en cambio, era una confusa muerte, hombres lanzados en desorden contra otros hombres que resistían y luego cedían con igual desorden.

La noche, llena de estrellas, se cernió helada sobre los muertos de Calatafimi.

Unos días después, marchábamos hacia Castro. El coronel Türr había gritado, cuando corría en sentido opuesto a nuestra marcha, que necesitaba a alguien del pueblo al cual nos dirigíamos, pero alguien que supiera hacer cuentas. Lo seguí, aun cuando no tenía la menor idea de por qué querría a uno de mi pueblo ducho en hacer cuentas. Me dijo que necesitaban ovejas y me preguntó si en los campos de Castro se hallaban en abundancia. Pensé de inmediato en la hacienda de Fontana Grande y en que sería una buena broma dar de comer a los garibaldinos las ovejas del barón Garziano; pregunté al coronel cuántas ovejas necesitaríamos, pues sabía bien dónde podríamos hallarlas.

—Por eso quería a alguien que supiera hacer cálculos —respondió el coronel—. Hay que preparar alrededor de mil quinientas raciones de cuatrocientos gramos cada una, y tú te las arreglas con las raciones, me las conviertes en kilogramos, y luego en ovejas. Yo sólo quiero saber cuántas ovejas.

Hice la cuenta, con gran temor a equivocarme, y respondí:

—Treinta y siete ovejas.

Türr, sonriente, me palmeó la espalda.

—Bravo —dijo—, no te alejes y luego me dices dónde encontrarlas.

De modo que me hallé más cerca de Garibaldi de lo que nunca hubiera soñado y, entretanto, disfrutaba al pensar en lo que diría el barón cuando se percatara de la pérdida de treinta y siete ovejas.

Caminábamos bajo el sol, el polvo se mezclaba con el sudor y todos teníamos las cejas blancas de polvo, pero de las filas se elevaban canciones, canciones de amor de venecianos y ligures; los sicilianos cantaban una que injuriaba con obscenidad al pequeño Francisco y a la reina:

La palomita blanca

nos picotea los pies,

la p… de tu mujer

a Palermo ya no viene más…

Era una canción del 48, hecha para Fernando y adaptada después para Francisco. Cuando callaban los cantos, se oía crujir las mieses bajo las cálidas ráfagas de viento, y daban ganas de echarse a dormir una siesta entre las altas espigas.

Luego apareció Castro, tan blanco que parecía incandescente bajo el fuego del sol; tuve la sensación de que no lo había visto nunca, a pesar de que distinguía, entre las casas, el verde del jardín en el que había crecido, el palacio Garziano, el monasterio de San Michele y el palacio episcopal; y la puerta ojival por la que entraba ya la cabeza de nuestra columna era, sin ninguna duda, Porta Trapani. Fuera de la puerta, a ambos lados de la calle, había grupos de personas y coches de caballos. Yo iba a pie detrás de Garibaldi y Türr y Sirtori y otros cuatro o cinco oficiales que aún no conocía; iba detrás del carruaje de intendencia, chirriante al paso cansino de los caballos que tiraban de él. La compañía del coronel Carini cerraba la marcha. Los oficiales detuvieron a los caballos delante de las personas que esperaban y desmontaron; entonces vi al barón Garziano, vestido de oscuro y con una escarapela tricolor en el pecho, grande como una hogaza, el rostro con expresión de incontenible alegría. A su lado estaban el yerno y don Cecé Melisenda, amén de todos los del casino y también mis amigos, los únicos y verdaderos liberales de Castro. Y puesto que el barón estaba delante de todos, fue a él a quien Garibaldi dio la mano, que el barón estrechó entre las suyas con devoción; daba la impresión de que gratitud y alegría estuviesen a punto de hacerlo romper a llorar.

Yo miraba como alucinado; y, en cierto modo, el sol, el cansancio y el no haber dormido desde hacía muchas horas hacían que la visión del barón Garziano con su escarapela y conmovido con la mano de Garibaldi entre las suyas fuera como un sueño. No me percaté de la presencia de mi padre hasta que me tocó el hombro con el mango del látigo; estaba en el pescante, con la gorra verdosa de siempre; me pareció un pobre viejo.

—Monta a mi lado —me dijo—, que te estás muriendo.

Pero yo no quería perder de vista al coronel Türr, y sólo trepé al lado de mi padre cuando vi que Garibaldi, con Türr y el barón, subía a nuestro coche. Al advertir mi presencia, Türr dijo:

—Muy bien, no te vayas muy lejos que tienes que encontrarme las ovejas, ¿eh?

—¿Buscáis ovejas? —preguntó el barón—. En Fontana Grande, en mi hacienda… todas las que queráis.

Y yo me sentí aún más cansado y desilusionado.

Más tarde, mi padre me contó lo acontecido en casa del barón después de mi partida. Por la noche había llegado su yerno, que había sido liberado de la cárcel de Trapani; había alcanzado a Garibaldi en Calatafimi y, tras la victoria, había corrido a Castro para avisar a su suegro, y ponerlo al tanto del nuevo curso de los acontecimientos. Al principio el barón había reaccionado con violencia: lo trató de traidor y delincuente, arremetió luego contra los generales del rey y después contra el cretino del rey, que permitía que se burlaran de él y lo traicionaran y, por último, declaró que, tal como estaban las cosas, había llegado la hora de que cada cual se cuidara de sus propios asuntos, y, si el rey no servía para atender los suyos, «forca che t’inforca al piano della Marina» —es decir, que sea lo que Dios quiera—, que a él le importaba un comino la suerte del rey pero sabía muy bien qué debía hacer para la propia. Y enseguida empezó a poner la casa patas arriba, a ordenar que quitasen de las paredes retratos y grabados del rey y de la familia real —una serie completa de grabados en color que representaban escenas de la visita de Fernando a Sicilia—, y también un retrato de Pío IX y el del hermano de doña Concettina que tenía un altísimo cargo en Nápoles, y en el que aparecía engalanado y cargado de condecoraciones.

El ruido había despertado a doña Concettina, que había bajado en bata y gorro de dormir para preguntar a qué se debía tanto alboroto. El barón le respondió que el general Garibaldi estaba a punto de llegar a Castro y había que preparar la casa para recibirlo con dignidad. Doña Concettina, que medio dormida como estaba comprendía menos que de costumbre, preguntó:

—¿El general Garibaldi? ¿Quién es ése?

—Pero ¿cómo? —dijo el barón, encendido—. ¿No sabéis quién es el general Garibaldi? Está poniendo el mundo patas arriba, desde hace una semana no hacemos otra cosa que hablar de él, y vos venís a preguntar quién es… Pero ¿de dónde bajáis, de la luna?

Ya recobrado el aplomo, doña Concettina se dirigió a su yerno:

—Repetidme lo que ha dicho vuestro suegro.

El barón murmuró una blasfemia.

—Ha dicho que está a punto de llegar a Castro el general Garibaldi —dijo el yerno.

—Es la primera vez —dijo doña Concettina— que oigo hablar de un general Garibaldi; ha sido esta misma noche, antes de ir a dormir, cuando vuestro suegro me ha hecho saber que existía el peligro de que llegara a Castro un bandido llamado Garibaldi. Preguntadle si por casualidad ha ocurrido que Su Majestad el rey Francisco ha nombrado general a un bandido, tengo la impresión de que una vez sucedió algo similar.

El barón prorrumpió en tal retahíla de maldiciones que parecía un barril de pólvora en el momento de estallar. Luego rogó al yerno que le quitara de la vista a su mujer.

—Si no —sentenció—, la mato y me la quito de en medio de una vez por todas.

Pero, mientras el yerno trataba de persuadir a doña Concettina de que volviese a la cama, mi padre estaba descolgando de la pared el retrato de Pío IX.

—No toquéis ese retrato —gritó la baronesa.

—Quitadlo —gritó el barón, y dirigiéndose a su mujer, añadió—: Si el general Garibaldi, Dios no lo permita, llega a ver ese retrato, vos, yo y todos en esta casa seremos pasto de las llamas. ¿No sabéis como está ése con el Papa? Como perro y gato, así es como están.

—Decid a vuestro suegro —dijo entre sollozos doña Concettina— que me resigno a ser pasto de las llamas, como él dice, pero el retrato de Su Santidad debe permanecer en su sitio. Es más, decidle que si ese hombre, ya sea general o bandido, entra en esta casa, yo me pondré a gritar como una posesa: que me maten, lo quemo todo… pero en esta casa no debe entrar un enemigo de Dios.

El barón parecía a punto de sufrir un infarto; rogó y amenazó, de atroces insultos pasó a dulces expresiones de afecto; dijo que, si fuera por él, de buena gana le daría a Garibaldi una albóndiga con veneno como se hace con los perros, pero ese bandido había vencido y no había nada que hacer; luego estaban los hijos, Vincenzino y Cristina:

—¿No pensáis en el porvenir de nuestros hijos, en su salvación?

Por fin se llegó a un acuerdo: Garibaldi sería recibido en casa, pero, para expiar tamaño pecado, el barón haría edificar una iglesia junto al palacio, una iglesia sólo para doña Concettina y consagrada a un santo que se aviniese a hacer de mediador entre las culpas de casa Garziano y la misericordia de Dios. Ya más aplacada, doña Concettina dijo que escogía sin dudarlo a san Ignacio, al cual se sentía especialmente ligada por aquel tío suyo jesuita que había muerto mártir en Oriente.

Por eso en Castro, junto al palacio en el que hay una placa que recuerda la estancia de Garibaldi, hoy se levanta la iglesia de Sant’ Ignazio.

El barón había hecho disponer las mesas en el jardín. Había garrafas de vino, rosquillas y bizcochos; bajo los árboles estaban alineadas las copas para los helados, y de las ramas colgaban banderines tricolores.

—Vosotros, señores míos, sois huéspedes en mi casa: todos, pues mi casa es grande y estaréis cómodos… Mientras estéis en Castro, es para mí un honor y un placer hospedaros… Y no tengáis reparos en pedir todo lo que se os ocurra… —Y dirigiéndose al coronel Türr—: Las ovejas llegarán dentro de una hora, y también traerán bueyes… Todo lo que poseo está a vuestra disposición: todo.

Se alejó para impartir órdenes a la servidumbre y, ligero cual mariposa que se posara de flor en flor, iba de un grupo a otro entre oficiales garibaldinos y ciudadanos de Castro y en cada grupo dejaba caer cumplidos y palabras alegres. Garibaldi, que lo seguía con la mirada, comentó:

—Estos sicilianos, ¡qué gran corazón tienen! ¡Hay que ver la pasión que ponen en las cosas!…

—Yo diría, general, que este hombre siente por nosotros todo el entusiasmo del miedo —dijo un muchacho a quien, durante la marcha, yo había visto en el carruaje de intendencia.

Era un joven de perfil nítido, la frente alta y una mirada que cambiaba continuamente de la atención al aburrimiento, de la dulzura a la frialdad.

—Me he formado una opinión acertada de los sicilianos, y éste me parece que debe de tener mucho que esconder, mucho que hacerse perdonar… y tal vez nos odia…

—Mi querido Nievo —dijo Garibaldi con afectuosa indulgencia.

—Sí, general —prosiguió el muchacho—, sois vos quien tiene un gran corazón, y vuestra generosidad y vuestra pasión no os dejan ver la vileza, el miedo y el odio que se disfrazan de fiesta y agitan banderas para saludarnos… Porque hemos vencido, pues si nos hubiésemos quedado en Calatafimi, muchos de estos señores que nos festejan, que nos abren sus palacios y sus bodegas, habrían lanzado a sus campesinos contra nosotros…

—Mi querido Nievo —dijo otra vez Garibaldi.

—Fijaos —continuó Nievo—: éste es un pueblo que sólo sabe de extremos; en pocas palabras: hay sicilianos como Carini y hay sicilianos como… como este barón…

—Estoy de acuerdo con lo de Carini —dijo Garibaldi—, pero no entiendo por qué en el otro extremo ponéis a este pobre barón que nos abre, sí, su palacio y sus bodegas, y eso ya es mucho… Y no creo que tenga que hacerse perdonar nada ni que esconda odio hacia nosotros.

—He dicho eso —dijo Nievo— porque yo creo en los sicilianos que hablan poco, en los sicilianos que no se agitan, en los sicilianos que se corroen por dentro y sufren en silencio, en esos pobres que nos saludan con un gesto cansado, como desde una lontananza de siglos. Y el coronel Carini es así: siempre silencioso y lejano, preñado de aburrimiento y melancolía, pero en todo momento dispuesto para la acción; un hombre que al parecer no alberga muchas esperanzas y que, sin embargo, es el rostro mismo de la esperanza, la frágil y silenciosa esperanza de los sicilianos mejores… una esperanza, me atrevería a decir, que se teme a sí misma, que tiene miedo de las palabras y, en cambio, siente la muerte como algo próximo y familiar… Este pueblo tiene necesidad de que lo conozcan y lo amen por lo que calla, por las palabras no dichas con las que alimenta su corazón…

—Eso es poesía —dijo Sirtori.

—Oh, ya lo creo —dijo Nievo—. Pero para hacer prosa os diré, con el perdón del general, que este barón no me gusta nada; y que no me gustan los sicilianos como Cri…

—Volvamos a la poesía —lo cortó Garibaldi, haciendo un gesto imperioso.

Pero se acercaba el barón, seguido del criado que traía la bandeja con los helados. El barón cogió la primera copa de la bandeja e, inclinándose, la ofreció al general; luego sirvió a Türr, después a Sirtori y, por último, al joven, que no sabía quién podía ser.

—Para vos, capitán —dijo.

—No soy capitán —dijo Nievo.

—Es un poeta —dijo riendo Garibaldi—. Un poeta que hace la guerra y cantará nuestras victorias y el corazón de los sicilianos.

—Me alegro —dijo el barón y, como para rendir homenaje a la poesía, declamó:

Suena a derecha un toque de trompeta,

a izquierda responde un toque…

Eran dos versos que le habían quedado grabados en la memoria de las ceremonias del 1848, pero enseguida, para cambiar de tema, dijo:

—He hecho preparar vuestra alcoba, general; si queréis subir a descansar un rato, la encontraréis lista. —Levantó el bastón para señalar una ventana—: Vuestra habitación es aquélla.

Yo estaba algo apartado, apoyado en el tronco de un olivo; y al alzarse ese bastón, al relucir el pomo, me pareció como si el tiempo se abriese en un embudo de viento que me absorbía para llevarme al pasado.

—Es la mejor alcoba —proseguía el barón, eufórico y seguro—, soleada por los cuatro costados. Como veis, la reservo a los huéspedes más ilustres… ¡Y vaya si no han pasado huéspedes ilustres por esa alcoba!… ¿Sabéis quién ha dormido en ella?… Probad a adivinarlo…

—¿Quién? —preguntó Garibaldi con frialdad.

Y mirando a la cara del barón vi que, por un momento, su cerebro se había detenido como un reloj estropeado; sus ojos se movían con desesperación, como los de un náufrago. «Le va a dar un ataque», pensé, «ahora se muere.» Sin embargo, se repuso.

—Ha dormido un pariente de mi mujer que era un poco extraño —dijo—; inteligente sí, aunque raro; figuraos que escribió libros así de gordos, y todos en latín, para decir que todos los bienes del mundo deben compartirse, incluidas las mujeres.

Todos rieron.

El barón se enjugó la cara con el pañuelo.

(Al día siguiente partí con el ejército de Garibaldi. Participé en todas las batallas, desde la del Ponte dell’Ammiraglio a la de Capua; después pasé a formar parte del ejército regular como oficial, pero deserté para seguir de nuevo a Garibaldi, hasta el Aspromonte. Pero ésa ya es otra historia.)