El 18 de abril de 1948, durante el sueño del alba, Calogero Schirò vio a Stalin. Era un sueño dentro de un sueño. Calogero estaba soñando con una gran pila de papeletas electorales; la noche anterior había firmado por lo menos un millar de ellas, ya que el partido lo había designado para el escrutinio; veía todas esas papeletas, pues, y en un momento dado vio por encima de ellas una mano pesada que salía de la manga de una chaqueta militar antigua. «Ahora estoy soñando», pensó en sueños. «Éste es Stalin», y alzó los ojos para mirarlo a la cara. Tenía un rostro sombrío. «Está enfadado», pensó Calogero. «Hay algo que va mal», y enseguida hizo un examen de conciencia de sí mismo y de la sede de Regalpetra. Halló pequeñas manchas: el vice, que había sustraído un poco de azúcar de las Naciones Unidas al municipio y no había sido expulsado; el secretario de los mineros, que cogía dinero para resolver ciertos asuntos… Comenzó a inquietarse.
—Calí, en estas elecciones llevamos las de perder —dijo Stalin con marcado acento napolitano—; no hay nada que hacer, los curas nos llevan ventaja.
Calogero pensaba: «Es un sueño», pero Stalin quizá leyó en su cara desilusión y tristeza, pues esbozó una media sonrisa al tiempo que decía:
—¿Qué crees, que no lo superaremos? Hoy perderemos, la gente aún no está madura, pero algún día lo conseguiremos, ya verás.
Le apoyó una mano en el hombro, lo sacudía, y mientras lo sacudía, su mujer le decía:
—Calí, son las seis. Está aquí Carmelo, que te llama.
Calogero despertó; a causa del sueño sentía como si un pulpo anidara en su interior. Mientras se vestía dijo a su mujer que hiciera subir a Carmelo.
El camarada entró con el ánimo alegre. Iba vestido como para una boda.
—Hoy nos las veremos con esos curas cornudos —gritó, a modo de saludo.
Calogero se inclinó para atarse los cordones, pero no respondió. Su mujer trajo el café.
—Quiero ver la cara que pondrá el párroco —decía Carmelo entre sorbo y sorbo—. Atemoriza a la gente diciéndole que ya tenemos preparada la soga para la horca, ya les daré yo soga…
—¿Qué es lo que quieres darles? —dijo Calogero sin mirarlo a la cara—. Hacen falta años para quitárselos de…
—¿Pero cómo? —dijo sorprendido Carmelo—. Si ayer apostabas…
—Ayer era ayer —dijo Calogero—, luego viene la noche y lo meditas un poco mejor. Los curas llevan las de ganar, nosotros no estamos maduros todavía.
No quería mencionar el sueño. Carmelo era joven y se reía de los sueños; los jóvenes como él ni siquiera jugaban a la lotería. Calogero no creía en las almas del purgatorio, ni que las almas del purgatorio llevaran números, pero creía en ciertos sueños, sobre todo en esos que se sueñan al alba; hasta Dante los creía premonitorios. Calogero había estado con un anarquista que escribía poesía, y se sabía de memoria una decena de cantos de La divina comedia y poemas de Carducci y del amigo anarquista. No era la primera vez que veía a Stalin en sueños, y después los hechos habían demostrado que lo soñado se realizaba. Nada de sobrenatural, se entiende; Stalin pensaba y él recibía en sueños ese pensamiento, hasta los científicos lo admiten. En 1939, cuando Calogero leyó en los periódicos que Stalin pactaba con Hitler, casi le dio un infarto. Hacía un par de meses que lo habían liberado del confinamiento, había abierto de nuevo el taller de zapatería, pero no había ni un alma que le llevase un par de zapatos para remediar o cambiarle las suelas; se pasaba todo el día releyendo los pocos libros que poseía. El momento más agradable de la jornada era cuando llegaba el Giornale di Sicilia: se lo tragaba entero, incluidos los anuncios económicos y las esquelas. Era estupendo leer que el Duce inauguraba-recibía-hablaba-volaba y comentar en voz alta noticias y discursos invocando úlceras y sífilis para que recorriesen ese cuerpo tan activo, y dirigir rebuscados insultos y atroces profecías a aquella imagen sonriente o torva que el periódico jamás olvidaba reproducir.
Nadie se detenía a charlar en el taller; tan sólo el párroco se demoraba un momento para recomendarle juicio y prudencia, y alguna vez añadía:
—Dios es grande. Ese perro rabioso tendrá su merecido.
Y Calogero, que no creía en Dios, se sentía reconfortado. El perro rabioso era Hitler, e incluso L’Osservatore Romano daba a entender lo que el párroco decía de un modo bonito y claro. Luego llegó el pacto y el párroco comentó:
—Así tenía que acabar, se han olfateado como perros.
Calogero olvidó la prudencia y se privó del cotidiano consuelo que le brindaba el párroco. Se puso a gritar que no podía ser, que o la noticia era falsa o había gato encerrado, y que Stalin era mejor que el Papa. El párroco puso la misma cara que si viese una descarga de granizo de un cielo que un instante antes estaba calmo. Le dio la espalda y no volvió a pasar por delante del taller durante meses.
En verdad Calogero se sentía enloquecer ante aquella noticia. No cabía esperar que fuese falsa. Luego vinieron las fotografías: Stalin posaba al lado de Von Ribbentrop y parecían viejos amigos. ¿Cómo podía ser que Stalin, el camarada Stalin, el hombre que había hecho de Rusia la patria de la esperanza humana, estrechara la mano a aquel delincuente hijo de…? La verdad es que ese viejo cretino del paraguas no había hecho nada para atraerlo hacia su bando, acaso Mussolini tuviera toda la razón al burlarse de la decrépita Inglaterra; pero ése no era motivo para que Stalin se asociara con semejante asesino. A menos que se hiciera pasar por amigo para luego tenderle una trampa mortal…
Fue entonces cuando Calogero soñó con Stalin, quien le dijo en tono confidencial:
—Calí, debemos aplastar a esa serpiente venenosa; cuando llegue el momento, ya verás la estocada que le doy.
Calogero se serenó. Estaba claro como el agua que sería Stalin quien le dada a Hitler el golpe de gracia, y sería en el momento adecuado. Un amigo le proporcionó el discurso de Dimitrov, aquel en que decía que la URSS, entre dos bloques imperialistas, permanecía a la expectativa. Hasta cierto punto, Calogero creyó verdaderas esas palabras; en su opinión, lo que Dimitrov ocultaba —y no tenía más remedio que ocultar— era el hecho de que Rusia esperaba el momento de mayor extenuación de las fuerzas alemanas, aun cuando fuese victorioso: sólo entonces estaría dispuesta a atacar. Imaginaba los preparativos secretos: aviones y carros de combate que salían de los talleres del pueblo y se disponían en una larga hilera camuflada en esas fronteras que Hitler creía seguras; y Stalin daría la señal en el momento justo, ni antes ni después, sin equivocarse ni por un solo segundo. El ejército rojo se extendería por montes y llanuras de la Europa fascista, hasta Berlín, hasta Roma.
Entretanto, Hitler se merendaba Polonia, su ejército se movía como un cascanueces, y Polonia quedaba destrozada en un abrir y cerrar de ojos; la Polonia putrefacta de latifundismo, pensaba Calogero, el heroico pueblo polaco, esos podridos latifundistas que dirigían cargas de caballería contra los tanques de Hitler. Polonia entera un solo gran corazón, viva Polonia heroica y desgraciada. Tenía ganas de ponerse a gritar en la plaza: «¡Viva Polonia!», y lloraba mientras leía los artículos de los corresponsales de guerra. Hasta los periodistas fascistas parecían conmovidos cuando escribían sobre la Polonia agonizante; uno de ellos redactó una nota sobre la caída de Varsovia que Calogero recortó del periódico y guardó en su cartera. Cuando Rusia se aprestó a tomar su parte de Polonia, reapareció el párroco. Se apoyó en la puerta y dijo:
—Deberías aprender el himno de Mameli.
Calogero no tenía idea de adónde quería llegar; sabía el himno de Mameli, y aunque no lo recordaba completo, lo tenía en un libro.
—Léelo, donde dice «La sangre del polaco bebió con el cosaco» —dijo el párroco—, y medítalo un poco, lo que te dicte la conciencia.
—Ya he pensado en ello —dijo Calogero—. ¿Quiere que lo discutamos?
—Pues venga, discutámoslo… —dijo el párroco.
—El pacto de no agresión, como lo llaman, no es más que un engaño; cuando llegue el momento oportuno Stalin sorprenderá a ese hijo de… con un golpe que lo destruirá.
—¡Pum! —exclamó el párroco.
—Es tan cierto como para usted la existencia de Dios —dijo Calogero—. No hay otra alternativa: el fascismo tiene que morir a manos de Stalin; el fascismo y muchas otras cosas; también morirán de la misma forma aquellos que bendicen las banderas fascistas.
—Óyeme —dijo el párroco—, nosotros no bendecimos las banderas del fascismo ni del demonio que te posea. Nosotros bendecimos a todos esos buenos muchachos que marchan bajo esas banderas, a todos los cristianos que les siguen. Además, si quieres que te lo diga bien claro, Mussolini no es lo mismo que Hitler, Mussolini siente el temor de Dios y de la Iglesia.
—Dejémoslo —dijo Calogero—, o de lo contrario me pondré a gritar como un loco. Déjeme expresarlo a mi manera y luego usted podrá decir todo lo que se le antoje. Pues bien, Stalin atacará a Hitler; al tiempo que mejora las posiciones, avanza cada vez más hacia Alemania. Además, y esto es lo más importante, de momento le ha quitado ya media Polonia rescatándola de la opresión nazi, y esto la renueva, pues Polonia era vieja, en ella imperaba la injusticia, el proletariado sufría y los ricos…
—¡Vaya si han salido ganando los polacos! —interrumpió el párroco—. Stalin en lugar de Hitler, lo que se llama tener una gran suerte, les ha caído el gordo.
—Y bien, ¿no vamos a poder razonar? —dijo Calogero.
—Pero ¿de qué razonamiento me hablas? —protestó el Párroco—. Si llamas razonar a todo lo que te sale de la boca… La razón es hermosa y está muerta. Stalin atacará a Hitler, Stalin mejora las posiciones, Stalin salva media Polonia… ¡Si es para quitarle las ganas de beber leche a los mismísimos becerros!
—Detengámonos aquí —dijo Calogero, esforzándose por dominarse—; dejemos pasar unos pocos meses, un año como máximo, y veremos quién de nosotros tenía razón.
—De acuerdo, tú espera…
Calogero esperaba. Mientras tanto Rusia invadía Finlandia y él se sorprendía de sí mismo por sentirse partidario de los finlandeses. Eran cosas que ocurrían, Finlandia resistía y él pensaba que ese pueblo tan pequeño daba un bonito ejemplo. Ánimo, Finlandia, ánimo Mannerheim, un pequeño general fascista… No, fascista no… Sí, fascista. Los fascistas rodean Rusia, y son tan fascistas los que se resisten como los que tienen miedo de ella. También Finlandia ha de ser liberada de los fascistas, pensaba, y, aunque no haya fascistas, es preciso llegar antes que los alemanes. «Los rusos, rechazados violentamente del frente Marmerheim.» Ánimo, Finlandia, un pequeño país de fascistas, un general fascista, tal vez con alemanes en misión secreta, la cosa no estaba clara.
Calogero se sumió en un monólogo de autocrítica, pero no podía evitar que aflorasen de forma sorpresiva sentimientos de simpatía hacia Finlandia, ni que le asaltasen dudas acerca de la potencia real del ejército soviético. Aunque de estas dudas lo liberó el párroco, quien deseaba mofarse un poco de él por las derrotas que sufrían los rusos; pero logró el efecto contrario, pues suscitó en Calogero todas sus fuerzas racionales, una lucidez que en un instante desveló la oscuridad de los acontecimientos.
—Todo es un truco —dijo—: Stalin se finge débil, quiere tranquilizar a Hitler, todos los fascistas del mundo se hacen a la idea de que Rusia es débil, Hitler se convence de que es un bocado fácil y lo deja para el final, y en realidad Rusia es fuerte. Cuando se movilice en serio, Hitler y su compinche no tendrán ni tiempo de decir «amén».
—La verdad, también yo he tenido esta sospecha —dijo el párroco—. Ciertamente todo esto es un poco extraño.
Calogero se cuidó muy bien de decir que hasta ese momento ni siquiera había intuido un juego semejante, que la verdad le había sido revelada de forma imprevista.
—Stalin es el hombre más grande del mundo —dijo, saboreando la dulzura del triunfo—. Para concebir tales trampas hace falta tener un cerebro grande como un tonel.
Acabó como tenía que acabar, Finlandia cedió parte de su territorio a Rusia e, inmediatamente después, los alemanes tomaron Noruega, matando dos pájaros de un tiro: situarse en una buena posición para el ataque a Inglaterra y neutralizar la ventaja que los rusos habían logrado en Finlandia; quizás ese loco empezaba a intuir algo de la estrategia de Stalin. Calogero sostenía que Stalin habría debido lanzarse al ataque apenas los alemanes pisaran Noruega; sin embargo, Stalin se conducía como si nada ocurriese. Los alemanes se desplegaban en Bélgica y Holanda y Calogero pensaba: «Éste es el momento», pero Stalin no se movía. Lo bueno era que, en Inglaterra, se iba esa vieja momia con paraguas y subía Churchill. A Calogero, Churchill le causaba buena impresión; sabía que era uno de los pocos que no había creído en la payasada de Munich.
—Tiene una bonita cara de mastín —decía—. Con él y Stalin, los alemanes acabarán por maldecir el día en que nacieron.
No obstante, otro hecho le inquietaba: que Mussolini no se lanzara, continuara haciéndose el neutral y en el último momento se pusiera del lado de los vencedores. Pero los alemanes ya estaban en Francia, y como quiera que Mussolini creyó ganada la guerra, lo liberó de toda preocupación acerca de sus planes secretos.
Stalin callaba. Calogero se lo imaginaba en un gran salón del Kremlin, inclinado sobre un mapa de Francia, conmovido, lleno de compasión, con el sentimiento conminándole a correr enseguida en ayuda de los franceses y la razón llevándolo a un cálculo preciso del momento y el modo de la intervención. Cayó París. Calogero había vivido allí entre 1920 y 1924. En el mes de junio, Paris era hermosísima. Él se había alojado en una pensión de la Rue Antoinette; por las noches frecuentaba un café de Pigalle, o el Café de Madrid, donde había orquesta y un hombre de rostro delgado e inteligente que cantaba a media voz y contaba historias divertidas… el bulevar de los italianos, el bulevar de Montmartre…
Ahora había alemanes en el Café de Madrid, alemanes que desfilaban por el Bois y los jardines de Luxemburgo y Pigalle. ¿Y las judías de Pigalle? ¿Aquella muchacha judía que tocaba el violín? Embargado por el odio y el llanto, Calogero permaneció agitado durante un mes a causa del llamamiento de Reynaud al presidente Roosevelt.
—Estos americanos cabrones no se mueven, dejan que Francia muera… Son como mulas, unos bastardos a los que Francia y Europa les importan un bledo.
—También Rusia se mantiene a la expectativa —insinuaba el párroco
—Rusia es otra cosa —decía Calogero—. Rusia espera.
—¿Y qué es lo que espera? —decía el párroco—. Espera a que Hitler deje algún hueso sin roer, eso espera.
—Dentro de un año se verá lo que espera —sentenciaba Calogero—. Hitler y ese cerdo que tenemos aquí tendrán que bailar con un solo pie cuando Stalin se decida.
—Sí dentro de un año; también el año pasado decías lo mismo —concluía el párroco.
El 1 de octubre de 1940 el periódico publicaba dos grandes titulares: que Serrano Súñer, ministro español y, por lo que se podía deducir, cuñado de Franco, venía a entrevistarse con el Duce, y que «Rusia confirma que sus relaciones con los estados del Eje no han sufrido cambio alguno». Calogero había estado confinado dos años por culpa de la guerra de España; su cuñado, que en América se había alistado en las brigadas, le escribió una larga carta donde explicaba las razones de la guerra y su participación en la misma contra los fascistas. Calogero se enteró del contenido en Jefatura, donde lo citaron para saber qué sentimientos albergaba hacia su cuñado; le leyeron algunos párrafos de la carta y lo enviaron derechito a Lampedusa. Ahora, esas dos noticias en la misma página del diario parecían burlarse de él, de todos sus amigos de confinamiento, de su cuñado, de todos los comunistas muertos en combate por la república española. ¿Cómo era posible, pues, que el camarada Stalin, el hombre que había hecho de Rusia la patria de la esperanza humana, continuase manifestando su amistad con los fascistas, mientras la Europa oprimida se desangraba, Francia padecía ese infecto nuevo gobierno y España a ese general con cara de canónigo? «Sólo de pensarlo me vuelvo loco», dijo para sí, tras lo cual decidió que necesitaba ver a alguien, hablar del tema, estar un rato con gente que tuviera los mismos sentimientos que él y que, como él, por cierto, sufriera. Tenía que ir a Caltanissetta, allí estaba el diputado Gurreri, estaba Michele Fiandaca, gente que entendía la política mejor que él.
El diputado lo recibió después de una media hora de espera. Calogero ya no lo reconocía; estaba calvo y tenía cara de cansado; se pasaba continuamente el pañuelo por la cabeza. Lo trató de usted y le preguntó qué quería. Calogero comprendió que había cometido una gran estupidez.
—La verdad… yo quería… no sé si usted se acuerda, al acabar la guerra, en Regalpetra… me llamo Schirò —balbució.
El diputado, sin dejar de pasarse el pañuelo por la cabeza, respondió:
—Sí, me acuerdo, Schirò; claro que me acuerdo.
Calogero recobró el aplomo.
—¡Qué lucha!, ¿recuerda? Yo era el secretario de la sección, la sección Nicola Barbato; aquel discurso que usted pronunció desde el balcón de los Lo Presti…
—Oh —exclamó el diputado, y al abrir la boca para sonreír pareció como si hubiese encontrado un grano de acíbar en la punta de la lengua; le cambió la cara—. Eso es agua pasada —añadió enseguida—, cosas que es mejor no perder el tiempo en recordarlas… Volvamos a nosotros, pues usted ha venido, por cierto, en busca de consejo…
—En realidad —dijo Calogero, otra vez desarmado— he venido a verle para hablar de la situación, a ver si me aclaro un poco, pues yo no lo entiendo del todo: Rusia se queda quieta mientras Alemania está pisoteando medio mundo…
—Así es exactamente, amigo mío. —Ahora el diputado sudaba de veras—. Rusia se queda quieta mientras Alemania conquista el mundo; y merece conquistarlo. ¡Qué pueblo! ¡Qué ejército!… Pero yo, mi distinguido amigo, soy abogado, no estoy aquí para hablar de política.
Se levantó del sillón y también lo hizo Calogero; luego le puso una mano en el hombro empujándolo suavemente hacia la puerta y la abrió.
—Pasad, por favor, y recordad que sólo soy abogado.
Calogero se encontró en la calle lleno de vergüenza y rabia. El diputado, inmóvil en el centro de la sala, mientras se secaba el sudor, decía:
—Canallas… Hace quince años que me dedico únicamente a mis asuntos y sin embargo todavía insisten. No quieren convencerse… Un espía, me mandan un espía.
Calogero subió por la avenida Vittorio Emanuele y preguntó por la Via Re d’Italia; no podía recordar dónde se hallaba. Después de tantos años, Caltanissetta le parecía una ciudad nueva, y sin embargo nada de nuevo tenía. Encontró el pequeño y oscuro portal, la escalera de caracol que subía, y como siempre el mismo olor a col hervida y huevos podridos.
Michele Fiandaca estaba en casa; allí hacía su trabajo de relojero. Los hijos, jugando, armaban un ruido infernal, pero él, inclinado sobre las maquinillas con la lente incrustada en el ojo, parecía sereno. Tras el encuentro con el diputado la acogida de Michele Fiandaca le devolvió el ánimo. La esposa de Michele era una mujer pálida y silenciosa. Enseguida le preparó café mientras Michele sacaba papel de liar y picadura. Comenzaron alternativamente a pedirse noticias de los compañeros de confinamiento; luego Calogero abordó el meollo de la cuestión.
—He ido a ver al diputado Gurreri; quería preguntarle qué opina de la situación, pero le ha entrado tal miedo…
—Pero si ése se ha convertido en un maníaco —aseguró Michele—. Deberías verlo caminar por la calle: va como si lo persiguiera una jauría de sabuesos… Con ése no hay nada que hacer, ve la situación de tal modo que daría una fiesta si lo llamara el secretario federal para entregarle el carnet de fascista.
—Y tú, ¿cómo ves la situación? —preguntó Calogero.
—¿Qué quieres que te diga? No deja de inquietarme, pero, vamos, es impensable que una banda de asesinos acabe dominando el mundo.
—¿Y Rusia? —preguntó Calogero—. ¿Qué hará Rusia?
—Rusia, antes de seis meses se lanzará contra los alemanes, esto opina Pompeo. ¿Quieres hablar con él? Nos vemos todas las noches, si esperas hasta esta noche te llevo. Pompeo tiene las ideas muy claras.
—Lo sé —dijo Calogero—. Sé que es un tipo muy claro. Me gustaría conocerlo, pero mi mujer no quiere quedarse sola en casa de noche, le he prometido que regresaría al atardecer. Me basta con que tú me digas lo que piensa Pompeo. Así que dice eso, dentro de seis meses…
—Sí, él sabe explicar muy bien la situación, razona que da gusto oírlo. Si no fuese por él, yo me sentiría aquí como esos perros vagabundos que acaban muriendo hechos un ovillo; él me infunde coraje, siempre está tan sereno… Y además hay otro abogado, ése del partido popular, que también sabe dónde está parado; nos vemos algunas veces.
—Y este abogado, ¿qué dice de Rusia? ¿Cree que se levantará contra los fascistas?
—Opina igual que Pompeo.
—¡Genial! —exclamó Calogero—. Se lo diré al párroco, siempre me habla de este abogado, le diré qué opina.
—También aquí tenemos que tratar con los curas —dijo Michele—; nos llevamos tan bien que es una maravilla.
—Zorros viejos… —dijo Calogero—. Despliegan las velas según de donde sople el viento: quieren caer siempre de pie.
—A nosotros por el momento nos interesa engrosar filas, reunir a todas las fuerzas antifascistas. Luego nos las veremos con los curas y con los burgueses. ¿No ves el juego que hace Stalin?
—Es algo grande… —dijo Calogero—. Cuando dentro de seis meses se lance contra ellos, los fascistas se van a volver locos.
—Y entretanto caerán también las potencias capitalistas, y Stalin será el único vencedor de esta guerra. ¡Eso, ni Napoleón! Stalin se ríe de Napoleón.
Mussolini envió soldados descalzos para abatir a los griegos; en Grecia había nieve y un pueblo que no estaba dispuesto a dejarse abatir. Llegó la primavera y con ella los alemanes; los italianos entraron en Atenas junto a ellos. También Yugoslavia fue ocupada. Se cernió un telón de luto sobre Grecia y Yugoslavia. Seis meses, un año, y finalmente Rusia se sumó a la guerra, ¿o el ataque fue de los alemanes? Calogero no lo tenía muy claro. El hecho de que las tropas alemanas avanzaran tan deprisa sobre territorio ruso, a dentelladas, tomando regiones tan vastas como Italia entera, donde los ejércitos soviéticos se rendían, no significaba nada para Calogero. Existían dos probabilidades: o Hitler había previsto unos días antes el ataque de los rusos, y, en consecuencia, había desbaratado los planes; o bien había atacado Stalin, pero con poquísimas fuerzas, como si se tratara de un incidente fronterizo sin importancia: un imán para atraer a los alemanes al inmenso territorio ruso y después abatirlos y aniquilarlos como ocurriera con el ejército de Napoleón. Tras algunos días de indecisión, a Calogero ya no le cupo duda de que Stalin abría intencionadamente las puertas de Rusia a los alemanes.
El taller de Calogero comenzaba a ser frecuentado: un estudiante, un agente de negocios, el encargado del almacén del sindicato, el sacristán; el sacristán no interrumpía la conversación salvo para dar las campanadas habituales. El párroco estaba inquieto, una tarde, a la hora de la siesta, lo había sorprendido tumbado sobre un arcón de la sacristía mirando la hilera de retratos de los párrocos anteriores —todos los párrocos, de 1630 en adelante— al tiempo que cantaba a media voz: «Abajo los curas espías, la guardia real, la burguesía». El párroco se propuso instruir a un nuevo sacristán. Calogero se sentía feliz con aquellas cuatro personas que admitían sin reservas la estrategia de Stalin que con tanto apasionamiento él divulgaba. Había soñado de nuevo con Stalin, aunque se trataba de un sueño confuso: había nieve y más nieve, abedules que hacían silbar al viento, y en la nieve hombres que hormigueaban en filas discontinuas; luego apareció, pero de forma muy difuminada, el rostro de Stalin sonriendo con expresión de astuta connivencia.
Calogero había leído Guerra y paz; en su fantasía, los días de Stalin eran los de Kutuzov en la novela. Tras un mes de guerra, Stalin había asumido el mando del ejército. Calogero veía los consejos de guerra en las casas de los campesinos, los generales inquietos y confusos frente a la consciente serenidad de aquel hombre, el pan de centeno y la miel de los campesinos ante aquel hombre sonriente y paternal. No cabía duda de que, ante cada noticia de que los alemanes avanzaban, Stalin pensaba: «¡Dejadlos correr! Ésta es una carrera de gamos». Y encendía la pipa resoplando de satisfacción. En agosto, cuando Mussolini solicitó a Hitler que le concediera el honor de enviar un ejército a Rusia, Calogero pensó: «Pobres muchachos, morirán como ratas», y también Stalin, irónico y piadoso, debía de pensar así.
En noviembre del 41 los alemanes se plantaron frente a Moscú, Leningrado y Rostov. «Ahora empezarán a caer cabezas», decía Calogero; «vais a ver lo que ocurre…». Pero hasta mayo del 42 no ocurrió nada, y luego los alemanes reemprendieron el avance, permanecieron firmes frente a Moscú y Leningrado y comenzaron a moverse hacia el Cáucaso. Calogero no se alarmó. «Continúa la carrera de gamos», decía. También pronosticó que no pasarían seis meses antes de que la contraofensiva soviética se lanzara implacablemente al ataque. «Ha de llegar el invierno», decía. «Dejad que llegue el invierno y veréis cómo acabará la cruzada antibolchevique. Stalin os entregará el ejército alemán reducido a un barril de sardinas.» E imploraba un invierno terrible, una inmensa hoz helada que segara de la faz de la Tierra rusa a ese ejército hasta entonces victorioso.
Ya en otoño comenzaron las novedades. Los alemanes se situaron frente a Stalingrado: no podía ser de otro modo, tratándose de una ciudad que había tomado su nombre de Stalin. Luego se inició la contraofensiva. Ahora eran los rusos quienes sitiaban en dos flancos cada vez más cerrados, y había medio millón de hombres dentro. A Calogero le apenaban esos pobres soldados italianos que se congelaban sobre la nieve; maldecía a aquel cornudo que había enviado a los hijos de un pueblo en la tierra del sol a morir en aquellas llanuras heladas.
Junto al ejército alemán del general Von Paulus, también era abatido el nuestro; cuando Von Paulus se rindió, los alemanes se pusieron de luto, pero pronto circularon rumores de que Von Paulus había pactado con los rusos. Calogero se puso a considerar la posibilidad de una revolución comunista en Alemania. Según él, la guerra podía prolongarse todavía durante meses y años, pero Rusia ya había vencido en Stalingrado: ninguna fuerza podía contener el triunfo del comunismo en el mundo.
Los americanos estaban ya en Regalpetra cuando se supo que Mussolini había sido arrestado en Roma. La noticia parecía venida de otro mundo: en Regalpetra hacía diez días que se manifestaban con los cinceles, con el fuego y escupiendo sobre cualquier signo que evocase el fascismo; Calogero sentía cierta melancolía al ver a los espías de la federación y a los pequeños jerarcas en frenético celo antifascista. Rondaban a los americanos para susurrar delaciones, y éstos, para compensar a los confidentes, se llevaron al secretario político, al alcalde y al oficial de los carabinieri.
Calogero juzgó a los americanos como gente «de primera información», gente que daba la razón al primero que llegaba; los rusos habrían actuado de otra forma. Para mayor escarnio, el sargento mayor de los carabinieri fue a decirle que a los americanos no les gustaban las reuniones que se organizaban en el taller; tal vez los americanos no sabían nada de esas reuniones, pero a algunos rufianes de entre ellos seguro que les disgustaban. Cediendo a un impulso repentino, Calogero recortó de una revista americana dos fotos de Stalin, las enmarcó, y colgó una en el taller y la otra en el dormitorio, junto a la Virgen de Pompeya que su mujer tenía a la cabecera de la cama.
—Pero ¿acaso es tu padre? —comentó su mujer con acritud.
Sin embargo, al ver la cara que puso Calogero, no volvió a abrir la boca.
Más violento fue el párroco: llegaron a los insultos. El retrato colgado en el taller se veía desde la plaza. El párroco, que hacía tiempo que no ponía un pie en el taller, se acercó movido por la curiosidad, y una vez que descifró la imagen, crispado de indignación contenida, preguntó con fingido candor:
—¿Quién es?
Calogero respondió que era el hombre más grande del mundo, el hombre que cambiaría la faz de la Tierra, el hombre más grande y más justo.
—¡Qué guapo es! —dijo el párroco—. Parece un gato con un lagarto en la boca.
—No es Rodolfo Valentino —dijo Calogero con paciencia—, y si se parece a un gato, me agrada que usted lo advierta, así aprende a conocer la clase de muerte que le corresponde; si Stalin es el gato, hay más de uno que acabará como un lagarto.
—Mi gato murió por el vicio de coger lagartijas —dijo el párroco—, se le quedaban en el estómago y babeaba como un epiléptico; adelgazó tanto que parecía una telaraña.
—Éste es un gato distinto —dijo Calogero—, éste digiere incluso la víbora negra.
—A la víbora negra, si te refieres a quien sospecho, aún no ha nacido el gato que se la pueda comer —dijo el párroco—, y puedes estar seguro de que nunca nacerá. Pero dejémonos de gatos y víboras, tú quita el retrato que yo vendré a bendecirte el taller y luego te regalaré un bonito cuadro de san José carpintero.
—Mejor hagámoslo así —propuso Calogero—: usted me da el san José y yo lo pongo al lado de Stalin, que es un santo trabajador y no desentona, y a cambio le regalo el cuadro de Stalin que tengo en la cabecera de la cama y usted lo cuelga en la rectoría pero cerca de un buen santo, ¿eh?, que no sea san Ignacio o santo Domingo, los de la Inquisición española, ya me entiende.
—¡Alma descarriada! —gritó el párroco al tiempo que se persignaba varias veces seguidas—. Te quiero ver cuando estires la pata, ante el juicio de Dios, y yo te negaré la extremaunción.
—Toco madera —dijo Calogero, aferrando deprisa el martillo de zapatero—, porque cuando habláis vosotros los curas hay que creer una sola cosa: como gafes no falláis jamás.
—¡Animal! —dijo el párroco, apartándose aturdido.
Aparecieron los Comités de Liberación; los antifascistas combatían en el continente, morían torturados, ejecutados, degollados; los alemanes eran como perros rabiosos. En Sicilia estaban los americanos, los Comités de Liberación jugaban a crear administraciones comunales y a disolverlas; también se ocuparon de depuraciones. Cada uno de los partidos existentes enviaba al Comité dos representantes. Calogero estaba seguro de que le tocaría un puesto en el Comité, sin embargo el partido designó al oficial de Correos, conocido fascista, y a un sargento de la milicia; se sintió amargado durante cierto tiempo, luego pensó que, como en todo lo que decidía el partido, debía de tener un buen motivo también en esta elección. En compensación, lo nombraron asesor del Ayuntamiento y lo destinaron a Obras Públicas. Calogero tenía algunos buenos proyectos, pero en las arcas del Ayuntamiento no había ni una lira.
Mientras tanto los rusos se expandían. El párroco estaba preocupado, seguía con impaciencia el avance del segundo frente, el de los ingleses y los americanos. Sin embargo, como quiera que existía una profecía de san Juan Bosco según la cual los caballos del ejército ruso un día beberían en las fuentes de la plaza de San Pedro, el párroco también sabía resignarse a los designios de la Providencia.
—Si Dios quiere, los rusos bajarán hasta Roma; será un triunfo de la Iglesia convertir a la fe a esos nuevos bárbaros.
Pero Calogero albergaba esperanzas muy opuestas. Stalin descendía hasta el corazón de Europa. El comunismo. La justicia. Temblaban ladrones y usureros, todas esas arañas que tejen la riqueza del mundo y la injusticia. En cada ciudad ocupada por el ejército rojo, Calogero imaginaba un tenebroso hormigueo de fuga, a los hombres de la injusticia y la opresión trastornados por el pánico, y a los trabajadores en las plazas llenas de luces rodeando a los soldados de Stalin. El camarada Stalin. El oficial Stalin. «El tío Pepe», el tío de todos, el protector de los pobres y los débiles, el hombre que llevaba la justicia en el corazón.
Calogero concluía cada razonamiento sobre lo que iba mal en Regalpetra y en el mundo señalando el retrato de Stalin.
—El tío Pepe lo arreglará.
Y creía haber sido él quien había inventado para Stalin aquel apodo familiar que ahora utilizaban todos los camaradas de Regalpetra; en cambio, todos los braceros y los mineros de las azufreras de Sicilia, todos los pobres esperanzados decían «el tío Pepe», y ya antes lo habían dicho por Garibaldi; llamaban «tíos» a todos los portadores de justicia o venganza, al héroe y al jefe de la mafia; la idea de justicia sale a relucir siempre que se exaltan pensamientos vindicativos. Calogero había estado confinado, y aunque en el confinamiento los camaradas lo habían adoctrinado, tan sólo sabía pensar en Stalin como en un «tío» capaz de consumar venganzas o fulminar con sentencias a baccagliu,[5] por decirlo en la jerga de todos los «tíos» de Sicilia, a los enemigos de Calogero Schirò: el caballero Pecorilla, que lo había mandado al confinamiento; el minero Gangemi, que no le había pagado unas medias suelas; el doctor La Ferla, que le había embargado un fardo de trigo para cobrarse una herida, un tajo de carnicero que le había hecho en la ingle. Calogero guardaba las fotografías de los encuentros de Teherán y de Yalta: Roosevelt, Churchill y Stalin. Pero Stalin era distinto; los otros dos eran sin duda grandes hombres, sabían lo que hacían, pero lo sabían para el presente; en cambio Stalin tenía en sus manos las cartas para el futuro, para siempre, el juego de Calogero Schirò y del mundo entero; cuando Stalin «echaba» una carta, esa carta era buena para Calogero Schirò y para el futuro de la humanidad. Roosevelt y Churchill pensaban en la guerra que tenían que ganar, en el mundo liberado de la negra amenaza, en los barcos ingleses y americanos que crearían una red de comercio en el mundo; Stalin, por el contrario, pensaba en los peones de las salinas de Regalpetra, en los mineros de las azufreras de Cianciana, en los campesinos de los latifundios, en toda la gente que sudaba sangre trabajando; y de nada serviría vencer a Alemania si los hombres de Regalpetra y de Cianciana tenían que continuar viviendo como bestias.
Calogero, que seguía los acontecimientos de la guerra, había puesto pasión y fantasía en todo lo que llevaba a cabo el general Timoshenko; lo creía el brazo derecho de Stalin: Stalin pensaba y Timoshenko actuaba; era un general del pueblo. Timoshenko tenía la cabeza más sólida que un tronco.
—Encima de ella se puede picar carne —decía cariñosamente Calogero.
Era un campesino astuto, desconfiado, testarudo. Procedía de la tropa, había sido soldado raso, y durante la revolución sus compañeros lo habían elegido oficial, ahora era general y no se dejaba amedrentar por los alemanes. Las primeras buenas noticias que llegaron de Rusia llevaban su nombre. En Rusia había otros generales: el que resistía en Leningrado y luego los de Stalingrado y el Don; pero Calogero veía girar los destinos de la guerra en torno a Timoshenko como alrededor de un eje. Luego había generales rusos con perilla, y la gente con perilla, francamente, a Calogero no le gustaba. Las barbas de De Bono, de Giuriati, de Balbo… de todos los centuriones de la milicia fascista que había conocido. Un hombre que lleva barba, defecto debe de tener. Timoshenko, en cambio, se afeitaba al rape, como un recluta que acaba de llegar al regimiento. Eso es, tenía la cara típica del recluta campesino, del hombre llamado a filas para defender el koljós, no de general de oficio, ¡buena pieza el que por oficio elige el de general!
Calogero había sido soldado de caballería. Llegaba el general con perilla, pasaba revista, luego se detenía a ver si los estribos brillaban incluso por debajo, y si no estaban resplandecientes gritaba de indignación y desaliento. Le habría gustado ver a ese general dándole la vuelta a los estribos para comprobar si brillaban por debajo durante la retirada de Rusia. Timoshenko era un hombre que miraba la cara de los soldados y no los estribos; a buen seguro hacía bromas con los soldados, chistes vulgares de campesinos, y esos campesinos, lentos y pesados como bueyes, bloqueaban a los alemanes y los aplastaban.
Calogero se sabía de memoria todas las acciones de Timoshenko, bases estratégicas y ciudades reconquistadas, y elogios y condecoraciones que recibía. Pensaba: «Dentro de cien años —esperemos que esté lejano el día en que Stalin muera— Timoshenko será el hombre idóneo para tomar las riendas», e imaginaba que Stalin ya había decidido y hecho testamento en secreto en favor de tal sucesión.
Sin embargo, la guerra terminó y no se volvió a hablar de Timoshenko; había otros generales fotografiados junto a Stalin, el nombre de Timoshenko se había perdido. En una ocasión Calogero pidió noticias a un diputado de su partido que venía de Rusia, y éste hizo como si nunca antes hubiera oído ese nombre; más tarde, alguien dijo a Calogero que Stalin había mandado a algunos generales a lugares apartados, como al exilio: tal vez entre ellos se encontrara Timoshenko. Por primera vez, Calogero tuvo la sospecha de que alguien daba malos consejos a Stalin; habló con uno de la secretaría provincial y éste lo miró con mala cara; luego, con afectuosa paciencia, le explicó que semejante hecho era imposible, y que sospecharlo, aun de buena fe, era un gravísimo error.
Calogero ya no volvió a pensar en Timoshenko.
El 18 de abril de 1948 Calogero tuvo aquel sueño. Al día siguiente los resultados de las elecciones demostraron su infalibilidad; Calogero no tenía dudas, estaba tan seguro que ni siquiera quiso ir a la sede del partido para oír los comunicados por radio. Los camaradas que la mañana del 18 oyeron sus predicciones últimas, primero dijeron que era un pájaro de mal agüero; luego convinieron en que todo era cuestión de razonamiento. Calogero no reveló a nadie que el vaticinio se lo había transmitido Stalin en sueños.
Día tras día, al mirar la fotografía de Stalin, veía en aquella cabeza una radiografía de pensamientos cada vez más nítida, como un mapa que se iluminase continuamente en distintos puntos: ahora Italia, luego la India, enseguida América; cada pensamiento de Stalin era un hecho en el mundo. Stalin se movía sobre el tablero del mundo y Calogero, antes de que Stalin moviera las piezas, ya sabía la jugada por misteriosa revelación. Por eso, cuando L’Unità decía que Corea del Sur había atacado a Corea del Norte, Calogero sabía que los hechos, al menos por una vez, eran como los publicaban los periódicos fascistas y burgueses. No es que en el caso de Corea hubiese tenido otro sueño, ni que hubiera previsto que allí debía ocurrir algo: ni siquiera sabía que en el mundo existía Corea, pero estaba convencido de que Stalin debía mover una pieza para ver cómo reaccionaban los americanos.
Los americanos corrieron a defender Corea del Sur; una prueba necesaria: ahora Stalin sabía que, si él atacaba, los americanos corrían. Había que hablar de paz: «La paz trabaja por nosotros», decía Calogero, que se hizo partidario de la paz; con la paloma de Picasso en el ojal, recogió firmas en favor de la paz y contra la bomba atómica. En realidad, no entendía tanto revuelo de palabras sobre Picasso y su paloma: él lograba dibujar palomas más bonitas, con un claroscuro que a media luz parecían verídicas. Cuando Picasso dibujó el retrato de Stalin y el partido decidió que no servía, Calogero se sintió satisfecho.
—Ciertas cosas hay que decirlas bien claras: Picasso será un buen comunista, pero no es el pintor que necesitamos. Que se dedique a hacer retratos de esos burgueses imbéciles que se los pagan —decía.
Tenía la convicción de que Picasso jugaba a convertir en estúpidos a los ricos, a los americanos; y, había que reconocerlo, lo conseguía como un dios.
Todos los días el periódico le traía nuevos hechos en que pensar y sobre los que discutir; su taller parecía un círculo. Cuando caía alguien que la tenía tomada con el comunismo, Calogero se sentía a sus anchas, hacía un guiño a los camaradas y decía: «A éste lo arreglo yo, dejadme solo que os lo guisaré a la agridulce», y la emprendía con afabilidad, pero siempre acababa de mala manera.
—No todos están capacitados para discutir; con los fascistas y con los clericales, por ejemplo, es como querer ablandar una pared a golpes, ¡qué cabezotas son!
Lo cierto es que los fascistas y los clericales que intervenían en las discusiones del taller, rodeados de todos aquellos comunistas, mantenían una actitud de prudencia. Era Calogero quien pasaba siempre a las ofensas. Discutía con serenidad hasta que salía a relucir el nombre de Stalin, pero apenas el otro lo pronunciaba, la charla se fastidiaba. El párroco, que se encaraba con él sin pelos en la lengua y siempre sacaba a relucir el nombre de Stalin, era para Calogero como un cáncer de estómago; más aún cuando era el párroco quien mandaba; ya lejano el terror del 45, el pueblo era suyo. Miraba el retrato de Stalin casi con compasión.
—A Dios deberá rendir cuentas, no cabe duda —decía—, pero es posible que la Providencia le obligue a rendir cuentas también a los hombres, es posible que no esté destinado a morir en su cama.
Calogero saltaba entonces con un augurio de muerte violenta aún más explícito dirigido a toda la jerarquía eclesiástica, empezando por el sacristán, que de comunista se había convertido en adalid de la democracia cristiana.
En Regalpetra, el último en enterarse de la muerte de Stalin fue Calogero. Aquel día se levantó tarde, bajó al taller pasadas las nueve, trabajó un par de horas, y después empezó a impacientarse porque no había aparecido ninguno de los camaradas. Pensó que, dado el día que hacía, ventoso pero con un sol espléndido, los amigos habrían ido al campo o a dar un paseo para tomar el sol; de modo que le entraron deseos de marcharse, y mientras cerraba el taller y sentía unas ganas irrefrenables de gozar del ocio y del sol, afloraban en su mente malos pensamientos sobre los amigos: no es que estuvieran parados voluntariamente, pero, no cabía duda, se estaban habituando al ocio y a dilapidar su tiempo; y todo esto lo pensaba porque aquel día los amigos no habían ido a hacerle compañía.
En la sede habían colgado fuera la bandera con un crespón negro. Calogero pensó que tal vez habría muerto algún camarada. Dentro, los compañeros, los que iban cada mañana al taller, estaban en silencio alrededor de la mesa. Al ver aquel círculo de manos sobre la mesa, Calogero pensó que estarían invocando a los espíritus e iba a decir una frase graciosa, pero se contuvo por la bandera con el crespón negro que colgaba fuera.
—¿Quién ha muerto? —preguntó.
Los otros lo miraron desconcertados.
—¿Pero de dónde sales tú? —dijo uno—. Stalin ha muerto.
Calogero sintió que le temblaban las rodillas. El vaticinio del párroco relampagueó en su mente. Preguntó enseguida:
—¿Ha muerto en su cama? ¿Cómo ha muerto?
—Ha muerto de pronto —dijo un compañero—, ha sido un ataque.
Cierta vez el párroco le había detallado una lista de todos los tiranos que habían muerto de forma violenta; según él, Stalin podía librarse, y Stalin, en cambio, había muerto como un buen padre de familia al fin de su jornada. Calogero veía la serenidad de aquella muerte, una corona de pena inaudita en torno al gran hombre que moría. Pero al mismo tiempo le asaltó la duda de que la noticia fuese falsa, pues ya se sabe de lo que son capaces algunos periodistas.
—¿Es fiable la noticia? —preguntó—. ¿Cómo os habéis enterado vosotros?
—La radio —dijeron—, los periódicos.
Calogero no dijo nada más. Así que Stalin estaba muerto; la idea estaba viva, avanzaba de manera irresistible por el mundo, ninguna fuerza podía detenerla, pero Stalin, que la había mantenido durante veinte años, estaba muerto. ¿Era éste, entonces, el juicio de la historia? Pero Stalin era la historia misma. ¿El juicio de Dios? Admitamos que Dios exista, que tenga una lista negra y una blanca y sostenga la balanza de la justicia: ¿y qué ha profesado Stalin, sino justicia? Y a los hombres a quienes no podía dar justicia, ¿acaso no les ha infundido esperanza? Fe, esperanza, caridad… No, nada de caridad: fe y esperanza. Y justicia. Stalin había exprimido el dolor de los hombres, había caminado al paso de la revolución, al paso de la violencia y la sangre; y una revolución debe ser revolución: Cristo, y era Cristo, traía una palabra nueva embebida en sangre. Calogero había leído Quo vadis?, y aquella gente no mataba, pero se hacía matar, que era lo mismo. «Y ahora me pongo a pensar en la religión… Basta con que me tope con un muerto para que me asalten estos pensamientos; pienso en mi muerte y no veo nada: Dios, la otra vida, no veo nada; veo el féretro, la fosa, a alguien que me recordará como un buen camarada, y, cuando todo el mundo sea socialista, no seré más que un esqueleto metido en un ataúd; pero la muerte de otros me lleva a pensar en la religión: la muerte de mi madre; mi madre creía en Dios; cuando oigo tañer las campanas anunciando la muerte de algún niño; cuando vi a todos aquellos muertos por el choque de trenes. Pero Stalin no tiene nada que ver, con un hombre como él resulta ridículo pensar en el alma que alza el vuelo. La inmortalidad de Stalin la llevamos nosotros, todos los hombres que hoy vivimos en la Tierra, toda la humanidad futura.»
Estos pensamientos pasaban por su mente de forma inconexa, como cuando sube la fiebre; la fiebre de la malaria, que aunque uno se cubra con todas las mantas sigue teniendo frío; y al mismo tiempo advierte que pensamientos y recuerdos se convierten en incandescente delirio, quisiera resistir, aferrarse a una cosa concreta, un objeto cualquiera, la cama, la ventana, un árbol, y ese objeto se funde ya en el fuego del delirio.
Así, sin decir una sola palabra más, Calogero regresó a casa. Su mujer, al verlo tan consternado, dijo:
—Apuesto a que te duele el costado otra vez.
—Sí —dijo Calogero con aspereza—, has acertado, me duele el costado. Prepara manzanilla.
Durante un par de días Calogero no se movió de casa; no quería ver ciertas caras, ni siquiera con los camaradas quería hablar de la muerte de Stalin. Se sentía ligado a Stalin por recuerdos y esperanzas, como en una relación personal tenaz y exclusiva, una relación de amistad, y creía que ese sentimiento lo distinguía de los otros camaradas. Sin embargo, al oír el discurso de Togliatti en la Cámara, comprendió que todos los comunistas tenían el mismo sentimiento. Togliatti habló por todos, halló palabras para el dolor de todos los camaradas. Calogero las repetía para sí y se le hacía un nudo en la garganta: «Esta noche ha muerto José Stalin. Me resulta difícil hablar, Señor Presidente. La angustia oprime mi alma por la desaparición del hombre más amado y venerado, por la pérdida del maestro, del camarada, del amigo… José Stalin es un gigante del pensamiento, es un gigante de la acción… La victoria militar sobre el fascismo pasará a la historia, ante todo, con el nombre de Stalin…». Eran palabras que nacían del corazón, Calogero percibía la voz quebrada de Togliatti al pronunciarlas. Había muerto no sólo un magnífico líder, sino también un amigo. Provocaban risa los que lo llamaban tirano: no había comunista que no sintiese razonar y madurar en su interior cada acción, cada pensamiento y cada intención de Stalin. Cuando tomaba una decisión, era como si cada camarada hubiese decidido con él, mano a mano, en una charla de viejos amigos, con la botella de vino y el paquete de tabaco sobre la mesa. Los reaccionarios del mundo entero vivían contorsionados para espiar las engañosas intenciones de Stalin, las oscuras tramas que urdía (así lo decían en sus periódicos); en cambio los camaradas lo veían con claridad: Stalin era como un jugador que tiene al adversario delante y a los amigos detrás, y que antes de echar una carta la muestra a los amigos de modo que el adversario no lo advierta, y siempre es la carta apropiada.
Ahora Stalin estaba junto a Lenin, en el gran mausoleo de la plaza Roja, embalsamado. Durante tres días repicaron las campanas en la inmensa plaza. ¡Qué gran hombre había muerto! También Lenin había sido un gran hombre, y después de Lenin había venido Stalin. A Calogero le inquietaba un poco pensar en la sucesión; algunos periódicos ya saboreaban de antemano una lucha por el poder, pero, aun cuando hubiera lucha, sólo podían triunfar los mejores, ¿acaso Stalin se había equivocado con Trotski? Estaba claro que un hombre como Stalin no muere sin haber dejado todo arreglado de la forma más rígida y segura. Beria o Mólotov. Calogero habría apostado por Mólotov. Sin embargo subió Malenkov, sin duda lo había designado Stalin, y Calogero comprendía perfectamente por qué razón: al otorgar la sucesión a un hombre todavía joven, Stalin mataba dos pájaros de un tiro, pues dada su juventud, Malenkov aseguraba una más larga continuidad del poder, y, además, lo dejaba en manos de alguien formado íntegramente en su escuela.
Mirando la fotografía de Malenkov, Calogero dijo a sus camaradas:
—Será el sucesor idóneo, es un buen cachorro de Stalin, un cachorro de buena raza.
Sin embargo, empezaron a ocurrir cosas que Calogero no lograba explicarse. Los médicos que se habían confabulado para envenenar a Stalin fueron liberados; Beria, el brazo derecho de Stalin, fue arrestado y condenado por traidor; luego, Malenkov fue sustituido por Bulganin, un general con perilla, por cierto.
—Siento mi corazón negro como la pez —confió Calogero a un amigo—. El caso Beria no lo puedo digerir, si Stalin ha alimentado a un traidor durante tantos años, quiere decir que ha habido muchas cosas que se hicieron a traición; y ahora este general…
No obstante, tenía la convicción de que estaban atravesando un período de estabilización, «de lucha por el poder», como decían los burgueses. Kruschev le caía simpático, tras los primeros vaivenes llevaría el timón con mano firme.
Calogero había llegado a tener una visión serena y confiada de lo que ocurría en Rusia, cuando la visita de Bulganin y Kruschev a Tito la volvió a sumir en un estado de recelosa preocupación. Llegó el vigésimo Congreso, leyó y oyó hablar de errores y contra el culto a la personalidad, él estaba de acuerdo en eso de estar contra el culto a la personalidad, ni por asomo sospechaba que se aludiese a Stalin. Más tarde lo oyó decir bien claro: que Stalin había cometido errores, que el poder se le había subido a la cabeza, que había ordenado cosas atroces. Se aproximaba la campaña de las elecciones administrativas. Calogero fue invitado a formar parte de la lista pero rehusó; cuando se lo ordenaron por el bien del partido él apeló con ironía a la superación del culto a la personalidad. De la personalidad de quien quería imponerle la candidatura… Ahora que había dejado de asistir a la sede le parecía haber perdido todo, «como si a uno que tiene un puñado de billetes ganados con sudor y sangre, le dijesen de repente que ese dinero ha dejado de circular, que no sirve para nada»; y se atormentaba analizando los hechos del pasado, buscando dónde estaban los errores. Pero ¿qué errores? Un país vasto como Rusia, con tantas regiones y tantas razas, un país sin industrias, repleto de analfabetos, se había convertido en un gran país industrial, lleno de talleres y de escuelas, un pueblo unido, un pueblo grande y heroico. Los soldados rusos habían llegado a Berlín, habían conseguido dar el golpe mortal a los fascistas. Polonia, Rumania, Hungría, Bulgaria, Albania… y media Alemania, y China: la idea había cundido. ¿Dónde estaban los errores, pues? Tal vez había sido un error lo de Yugoslavia, expulsarla del Kominform —aunque Tito no me gusta, tiene cara de dictador, del dictador estilo Mussolini y Perón—; pero el tiempo todavía podía dar la razón a Stalin.
Un diputado que acudió para intervenir en un mitin, al enterarse de la actitud de Calogero, quiso hablar con él. Fue a buscarlo al taller; en otra época Calogero se habría sentido feliz por semejante atención, pero ahora se sentía embarazado, fastidiado. El diputado dijo a los camaradas que quería hablar a solas con Calogero, y él, nada más ver alejarse a sus compañeros, se sintió aún más inquieto.
—Escucha —dijo el camarada diputado—, he sabido que estos últimos hechos te han intranquilizado; no cabe duda de que son cosas gordas, a todos nos han trastornado, yo he pasado unos momentos… Pero hay que tratar de entenderlo, es necesario discutirlo…
—Discutamos, pues —dijo Calogero, ya más aliviado; siempre se hallaba en buena disposición para discutir.
—Pues bien —dijo el diputado—, es como cuando alguien cree estar en forma y va por ahí diciendo que tiene una salud de hierro, trabaja, va a cazar, se divierte, y en un momento dado se cruza con un médico; ya sabes cómo son los médicos: lo mira fijamente y, como quien no quiere la cosa, le dice: «¿No has ido a hacerte una revisión?», y él contesta que no; el médico lo mira entonces con aire preocupado, dice: «Ven a verme mañana, quiero hacerte una revisión», y él empieza a inquietarse, protesta: «Yo me encuentro bien, ¿pero qué pasa?», y el médico dice: «No es nada; pero ven mañana». Y al día siguiente él va, el médico le hace una radiografía, lo mira, lo ausculta; pide análisis de sangre y orina, y luego le comunica que tiene un tumor, que es necesario extirparlo o dentro de seis meses no lo cuenta. Él se resiste, sigue diciendo que se encuentra bien, que tiene buena salud; pero lo acuestan en una camilla, lo duermen, lo abren. «Ahora sí que estás bien», dice el médico. «Tenías un tumor grande como la cabeza de un niño y no lo notabas.» Así hemos estado nosotros: teníamos un tumor y no lo notábamos, nos lo han extirpado sin que lo sintamos, y ahora nos cuesta convencernos de que realmente teníamos un tumor.
—Es una buena parábola la del tumor —dijo Calogero—, pero yo no voy al médico si antes no tengo ningún síntoma; y cuando me lo quiten no quiero que me duerman: quiero morir con los ojos abiertos.
—Eso está bien para un tumor de verdad —dijo el diputado—, pero en este caso es distinto.
—No es distinto —dijo Calogero—, porque ¿quién me asegura a mí, dormido como estaba, que de verdad me han quitado un tumor? Yo sé que me encontraba bien y punto.
—Escúchame, teníamos de veras un tumor, y poco a poco nos iremos dando cuenta. Piensa en ciertos procesos, en lo que ocurrió con el camarada Tito, en la historia de los médicos…
—Si existía el tumor —dijo Calogero—, tengo entendido que los tumores se reproducen. No he visto el primero que me han extirpado, y ahora sé que dentro de mí pueden formarse otros tumores, estoy con los ojos bien abiertos y tengo miedo: tú sabes bien lo que ocurre con estos enfermos; yo nunca he visto curarse a alguien que tenga un tumor.
—Pero ¡Por Dios! —dijo el diputado—, si vamos a acabar hablando de tumores… lo del tumor era una comparación…
—A mí me ha gustado —dijo Calogero—, y quiero discutirlo.
—No —dijo el diputado—, dejemos ya los tumores. Si te digo que he sufrido como tú, que pensé que iba a volverme loco, debes creerme. He vivido unos momentos… Mejor no hablar. Sólo quiero decirte una cosa: Stalin ha cometido errores, pero está muerto; sin embargo el comunismo está vivo y no puede morir. Y, además, no estamos diciendo que Stalin ha cometido sólo errores, todo lo contrario: ha hecho también cosas magníficas.
—Pienso en Stalingrado —dijo Calogero—, y en el avance hasta Berlín. Lloraba de alegría cuando los rusos llegaron a Berlín.
—Son páginas de gloria, ¿quién puede borrar esas páginas? —dijo el diputado—. Sin embargo, es necesario considerar también los errores.
—Lo pensaré —dijo Calogero—: quiero morir con los ojos abiertos.
—Está bien, pero no descuides el partido, déjate ver por la sede: sabes bien cómo especulan nuestros enemigos.
—Lo sé —dijo Calogero—, especulan como sepultureros; Pero esta vez nosotros les hemos servido la ocasión en bandeja, están que se regodean.
—No podía evitarse —dijo el camarada.
—Es posible, pero yo estoy seguro de una cosa —dijo Calogero—: que cuando uno muere, por más ladrón o asesino que haya sido, le ponen encima una lápida que habla de grandes virtudes y vida bondadosa. Me gustaría enseñarte el cementerio: te contaría la historia real de todos uno por uno. Y nosotros estamos haciendo todo lo contrario.
—No es lo mismo —dijo el diputado—, nosotros debemos decir la verdad, aun cuando nos aflija contarla; cuanto más claro veamos las barbaridades y los errores del pasado, mejor aseguraremos el futuro. La historia es verdadera, y nosotros somos el partido de la historia.
—Éstas son palabras justas —dijo Calogero.
Desde que había muerto Stalin, el párroco no había vuelto a tocar la consabida historia del tirano: un muerto siempre es un muerto. Las charlas que mantenía con Calogero habían adoptado otro tono; pero un día, después de las elecciones administrativas, que había perdido a pesar de la historia de Stalin, llevó a Calogero unas páginas de periódico. Primero se las mostró, del mismo modo que se enseña a un niño un paquete de caramelos; luego dijo:
—¿Sabes qué trae? Todo el informe de Kruschev, el que habla de Stalin, asunto secreto. Si quieres, puedo prestártelo.
—Serán las fantasías de siempre —dijo Calogero con cara de disgusto—, me río de los asuntos secretos que acaban en un diario; sospecho que es un periódico parroquial.
—No —dijo el párroco—, es L’Espresso, uno de esos diarios que en ocasiones os ha hecho algún buen servicio a vosotros, los comunistas.
—He oído hablar de ello —dijo Calogero—; es de los radicales.
—Pero léelo —dijo el párroco—, no pierdes nada con leerlo; luego me das tu parecer.
Calogero se puso a leer el artículo. Llegado a un punto, comenzó a decir:
—Mira hasta dónde llegan estos hijos de puta, los americanos; se lo han inventado todo de cabo a rabo.
Y, al tiempo que insultaba, leía con avidez; insultaba y leía; de ser verdad era para sudar frío, pero todo era inventado. Terminó de leerlo cuando su mujer lo llamaba a comer, aunque él no la oía. Salió a comprar L’Unità para hallar un desmentido a aquella publicación. No traía nada. Regresó a casa, engulló cuatro o cinco bocados de pasta, y dijo a su mujer que salía y que volvería con el último tren de la noche.
En la estación compró el Giornale di Sicilia, y enseguida fijó la mirada en la noticia de que Stalin había matado a su mujer. «Estamos arreglados, dirán incluso que se comía a sus hijos… ¿dónde iremos a parar?», y en ese momento no la tomaba con L’Espresso o con el Giornale di Sicilia, sino con los que habían sacado partido de la situación.
Llegó a destino como si hubiese atravesado un sueño; salió en busca del diputado que antes de las elecciones había ido a convencerlo y lo encontró en un bar, bromeando con sus amigos. Calogero pensó: «Todo es falso, éste no estaría divirtiéndose si tuviese el muerto en casa». El diputado lo reconoció, lo invitó a sentarse junto a él, y empezó a pedirle noticias del pueblo. Calogero llevó la conversación su L’Espresso que había publicado el informe, y dijo lo que pensaba de los delincuentes que lo habían inventado. El diputado se puso serio.
—Tal vez se trate de una invención —dijo—, pero personalmente estoy convencido de que es cierto.
Calogero sintió que la cabeza le daba vueltas.
—¿Cómo que es cierto? —balbució—. Entonces Stalin era ni más ni menos como Hitler…
—Es muy amargo —dijo el diputado—, pero se había convertido en algo parecido en los últimos tiempos; no obstante, no debemos creer que Stalin haya podido alterar la naturaleza del estado socialista…
—Sí —dijo Calogero—, esto lo dice incluso Kruschev. Pero yo ya no entiendo nada.
El diputado comenzó a dar explicaciones; hablaba con mucha claridad. A Calogero, aunque iba convenciéndose, le quedaba una espina: Stalin había sido un tirano, tal como decía el párroco, un loco y violento tirano, peor que Mussolini, alguien como Hitler. «¿Y si, en lugar de los americanos, hubiese sido Kruschev quien se inventó todo, Krushev y ese general con perilla, y aquellos otros de su camarilla? No, no es posible. Por lo tanto, todo era verídico.» Mostró al diputado el Giornale di Sicilia.
—¿Y esta otra noticia? —preguntó.
—Camarada —dijo el diputado, al tiempo que le ponía una mano en el brazo—, nada debe sorprenderte; seguramente dirán cosas de todos los colores, sin embargo, es posible que digan la verdad.
Había una sala circular que resonaba de música victoriosa, sentía la música en las entrañas, le parecía estar dentro de la caja de un enorme violín; y hacía el frío de las iglesias desiertas, la luz era subterránea y lejana. Stalin esta en el féretro de vidrio, Calogero le veía las manos que parecían de madera, secas y duras. Acercó la cara al vidrio para ver mejor el hilo negro que pasaba alrededor de las muñecas de Stalin, se levantó pensando: «Mira cómo son las mujeres; mi mujer, sin que me diera cuenta, le ha colocado el rosario», porque no lo sabía con certeza, pero tenía la sensación de que Stalin hubiese muerto en su casa. Luego vio, a través del vidrio del féretro, una gran mano que se apoyaba, era la mano de Stalin, estaba vivo y decía: «No podían haberme matado mejor: dos veces…»; pero la voz se había vuelto un murmullo, porque Calogero, caminando hacia atrás como un cangrejo, huía hacia la puerta; se golpeó el codo contra la puerta y el dolor lo despertó, jadeante y sudado. En su mente cobró forma una idea nítida: «Lo han matado, mañana dimito», pero se hundió otra vez en el sueño.
Se despertó con malestar, le dolía la cabeza, el sueño que había soñado apenas se traslucía, quería aferrarlo para recordarlo y no podía. Hundió la cabeza en la jofaina llena de agua fría y se sintió mejor; tomó una aspirina y dos tazas de café. Las palabras del camarada diputado se desovillaron en su memoria. Así estaban las cosas. Stalin está muerto, pero el comunismo está vivo. Y Stalin, hasta la guerra victoriosa, había sido un gran hombre.
Hacía cinco minutos que estaba en el taller cuando entró el párroco. Calogero lo miró con odio.
—¿Lo has leído? —preguntó el párroco—. Ponte una mano en el corazón y dime qué te ha parecido.
—Lo he leído —dijo Calogero—; pero no tengo ganas de hablar; lo he leído, es todo.
—¿Así te lo tomas? —dijo el párroco—. Si tienes coraje debes decirme qué piensas.
—Pues —dijo Calogero—, en cierta forma pienso… Digo yo: admitamos que todo es verídico. Digo yo: ya tenía sus años, comenzaba a hacer cosas raras, a dar rienda suelta a algunos caprichos poco dignos. Recuerdo que don Pepé Milisenda, que tenía ochenta años, una vez salió desnudo por las calles. Y el notario Caruso, sin duda recuerda usted al notario, cortó las trenzas a la criada porque no quería meterse en la cama con él; e incluso la tomó con sus hijos, quería degollarlos. Y sin embargo, usted sabe bien qué buen hombre había sido el notario Caruso. Así son las cosas. Y piense un poco en Stalin, que se había devanado el cerebro pensando siempre en el bien de los hombres, y claro, llegó un momento en que se volvió chiflado.
—De modo que piensas así —dijo con ironía el párroco.
—Lo pienso así, exactamente —dijo Calogero—. Y además digo: hay que tener un poco de compasión, el prójimo siempre es el prójimo.
El párroco se dio la vuelta como si estuviese a punto de sufrir un acceso de tos convulsa, se pasó un dedo por dentro del alzacuello a causa de la sangre que le subía a la cabeza.
—¡El prójimo! —gritó—. ¿Ahora me vienes con la historia del prójimo? ¿Y cuándo has pensado tú en el prójimo?
Se alejó agitando las manos, como para sacudirse de encima el recuerdo de las terribles palabras que acababa de oír.