Filippo silbó desde la calle a las tres de la tarde. Me asomé a la ventana.
—Ya llegan —gritó.
Bajé a toda prisa las escaleras. Mi madre gritó algo a mis espaldas.
En la calle, deslumbrante de sol, no había un alma. Filippo estaba medio oculto en el portal de la casa de enfrente. Me contó que el podestà,[1] el párroco y el suboficial esperaban a los americanos en la plaza; un campesino había traído la noticia de que se hallaban en el puente de Canalotto: no tardarían en llegar.
En la plaza, en cambio, había dos alemanes. Habían desplegado un mapa en el suelo y uno de ellos señalaba una calle con el lápiz, pronunciaba un nombre y alzaba la mirada hacia el suboficial, que decía: «Sí, de acuerdo». Luego plegaron el mapa y se dirigieron hacia la iglesia; bajo el pórtico había un coche cubierto con ramas de almendro. Sacaron una barra de pan y jamón. Pidieron vino. El suboficial envió a un carabiniere a que trajese una botella de la casa del párroco. Estaban inquietos por aquellos dos alemanes que comían tan tranquilos; sentían miedo e impaciencia, tanta como para que el párroco se decidiese a aflojar una botella de vino. Los alemanes comieron, vaciaron la botella hasta la última gota y encendieron los cigarros. Luego se alejaron sin el menor gesto de saludo. El suboficial se percató entonces de nuestra presencia y, amenazándonos con una patada, gritó que nos marchásemos.
Nada de americanos, pues; eran alemanes. Quién sabe cuándo llegarían los americanos. Para consolarnos, fuimos al cementerio. Era un lugar alto; desde allí se veían los aviones de doble cola lanzarse en picado sobre la carretera de Montedoro y ascender de nuevo al cielo mientras a lo largo del camino se formaban nubes negras; después oíamos un estrépito, como de cántaros que estallasen. Los camiones quedaban ennegrecidos en el camino. El silencio se prolongaba, y los de doble cola volvían a herirlo con las explosiones. Era bonito ver cómo se precipitaban sobre la carretera y, en un instante, reaparecían en el cielo. A veces volaban bajo por encima de nosotros y agitábamos las manos para saludar al americano que, suponíamos, estaría mirándonos. Pero esa misma noche trajeron al pueblo a un carretero con el vientre reventado y a un chaval de nuestra edad herido en una pierna: habían agitado las manos y el doble cola había lanzado una ráfaga de ametralladora. Hacían tiro al blanco, disparaban incluso a las gavillas de trigo, a los bueyes que pacían entre los rastrojos.
Al día siguiente, Filippo y yo fuimos al campo, al lugar donde habían herido al carretero; allí, alrededor, había casquillos grandes como los del calibre 12 de mi padre. Nos llenamos los bolsillos. Silencioso y resplandeciente, el campo entero nos pertenecía. Los campesinos no podían salir del pueblo porque los soldados bloqueaban las calles; nosotros cogíamos un camino de cabras que conducía a una cantera y luego al campo abierto. Entre los frutales que bordeaban el sendero, había los que dan esas almendras de cáscara verde y áspera y por dentro son blancas como la leche; «almendras cuajadas» las llaman, y ciruelas de mayo, todavía verdes y agrias, que daban dentera. Cogíamos tantas como podíamos llevar y después los soldados nos daban milit[2] a cambio. Los milit eran nuestro gran recurso; durante un año entero constituyeron nuestro gran recurso. Los hombres fumaban cualquier cosa en aquellos tiempos. Mi tío había probado los pámpanos de la vid rociados con vino y luego horneados, las hojas de berenjena remojadas en vino con miel y luego secadas al sol, las barbas de las alcachofas maceradas en vino y luego horneadas; por eso pagaba hasta media lira por un milit. Yo primero fijaba el precio, pedía un anticipo y después sacaba los dos o tres cigarrillos del día. Por la noche trataban de recuperar el dinero o buscaban más cigarrillos; yo fingía dormir y veía cómo sacudían mi ropa y hurgaban en los bolsillos. Jamás encontraban nada; siempre cuidaba de gastar hasta el último céntimo antes de regresar a casa, y, si me quedaban cigarrillos, nada más entrar los escondía en el paragüero. Nadie deseaba malquistarse conmigo a causa de los cigarrillos que suministraba a mi tío. Cuando mi padre se enfurecía conmigo por mi comportamiento de usurero, el tío lo calmaba por temor a que el comercio se extinguiese. Mi tío daba vueltas por la casa diciendo siempre: «Sin fumar me muero»; me miraba con odio y luego me preguntaba con dulzura si no tenía un milit. Una vez, un soldado que venía de Zara me dio un paquete de veinte Serraglio a cambio de un par de huevos que yo había robado en casa. Mi tío pagó por él 12 liras. Por la noche no me quedaba un solo céntimo; mi padre me quería matar, pero el tío se interpuso para protegerme; estaba obligado a hacerlo, de lo contrario al día siguiente no habría tenido ni siquiera el cigarrillo de después del café de cebada, momento en que las ganas de fumar lo sofocaban. Desde que las campanas habían tocado a rebato y de la calle nos habían gritado la noticia de que los americanos estaban en Gela, mi tío se comportaba como un poseso: yo había aumentado los milit a una lira. Al tercer día de emergencia, el bedel de la escuela, al pasar, gritó a mi tío:
—Los hemos vuelto a echar; los alemanes han atacado en la Favarotta; ha sido una carnicería.
—Entre la arena y el mar, ya lo decía el Duce, entre la arena y el mar —entró gritando mi tío, y declaró que no pagaría más de media lira por cigarrillo.
La noticia era falsa, y por la noche se restableció la cotización de una lira.
Filippo vendía los cigarrillos a su hermano y también al camarero del casino de los señores, quien luego los revendía más caros a algún socio. El dinero nos lo jugábamos a las chapas o a cara y cruz con otros chavales, o comprábamos una pasta dulzona hecha con algarrobas, y todas las noches había cine. Filippo tenía una habilidad especial en acertar con un escupitajo a una moneda de dos céntimos a diez pasos de distancia, al hocico de un gato recostado al sol, a la pipa de los viejos que parloteaban sentados ante el Círculo del Mutuo Socorro. Yo erraba el tiro por un buen palmo, pero aun así iba al cine, no podía fallar. Era un viejo teatro, y siempre íbamos al gallinero. Desde lo alto, en la penumbra, pasábamos dos horas escupiendo a la platea, en oleadas, con algunos minutos de intervalo entre un ataque y otro; la voz de los que habían sido tocados se alzaba violenta en el silencio:
—¡Hijos de puta!
Se hacía de nuevo el silencio, se oía destapar alguna botella de gaseosa, y otra vez:
—¡Hijos de…!
Hasta la voz del guardia municipal emergía amenazadora de aquel foso:
—¡Como hay Dios que si subo os hago pedazos!
Pero nosotros estábamos seguros de que nunca se decidiría a subir. Cuando en la película había escenas de amor, comenzábamos a soplar fuerte, como presas de un deseo incontenible, o hacíamos ese ruido típico de chupar caracoles que pretendía ser el sonido de los besos; era algo que, en el gallinero, hacían incluso los mayores. Y también esto suscitaba las protestas de la platea, aunque con cierta indulgencia y compasión.
—¿Pero qué les pasa? ¿Se están muriendo? Parece que estos hijos de puta nunca hayan visto a una mujer…
No sospechaban que gran parte de aquella bulla la armábamos nosotros dos, que en las historias de amor de las películas hallábamos un estímulo para escupir sobre aquellos estúpidos que miraban aturdidos.
Durante los días de emergencia, sin embargo, el cine estaba cerrado. No se podía ir por la calle sin un permiso por escrito del suboficial; mi padre lo tenía para ir al trabajo. Por las calles desiertas sólo había carabinieri y militares. Los soldados estaban en las escuelas, echados en los catres; jugaban a la morra, maldecían… y pasaban hambre. Al mayor de barba blanca que los mandaba no se lo había vuelto a ver; tampoco al capitán, ni al teniente. Estaba el sargento mayor, que cuando no tocaba la corneta como un demente cabeceaba de aburrimiento. Cuando había cine ninguno de ellos tenía ganas de ir; aquí el cine todavía era mudo, y a ellos les causaba gracia. Ahora ni siquiera había cine.
El 10 de julio, al salir el sol, las campanas tocaron a rebato y el pueblo se quedó vacío como una concha; la vida tenía el mismo sonido hueco e indescifrable que se oye al acercarnos una caracola al oído. La gente encerrada en sus casas, las tiendas con las puertas entornadas como cuando pasa un coche fúnebre y un rumor de espera, de ansiedad. Nosotros caminábamos pegados a las paredes y nos metíamos en los portales para evitar enfrentarnos a los carabinieri. Era bonito aquel pueblo desierto y lleno de sol; nunca habíamos oído el sonido de las fuentes tan fresco y agradable, y los brillantes aviones que vibraban allá arriba hacían que también el cielo nos pareciese más vacío y lejano. Para nosotros, era como si los americanos no quisieran venir a este pueblo tan silencioso, tan muerto; como si estuviesen a punto de rodearlo con un cerco y dejarlo así, sumido en la ansiedad de la espera: les bastaba con mirarlo desde lo alto, blanco y silencioso como un cementerio.
El padre de Filippo era carpintero. Había sido socialista y a menudo lo llamaban del cuartel y lo retenían allí durante unos días. Cada vez que veía a un militar Filippo decía: «Cornudos» y cuando podía le estampaba la espalda de escupitajos. Por eso esperaba a los americanos, su padre quería darse el gusto de contemplar cómo se las verían todos esos cabrones que lo acuartelaban. Si bien mi padre jamás había hablado mal de los fascistas, yo estaba de parte de Filippo, de su padre, que tenía un taller que olía a madera y barniz y al humo dulzón que emanaba del cazo de la cola, que hervía fuera sobre un hornillo y me dejaba un particular sabor de boca. También yo esperaba a los americanos. Mi madre me hablaba de América; allí vivía una hermana suya rica, tenía un gran estore y cuatro hijos, uno de ellos ya mayor, que bien podía estar entre los soldados que esperábamos. Y América era para mí el estore grande de mi tía, que era una tienda grande como la plaza del Castello, llena de cosas buenas, de trajes y café y enormes pedazos de carne; y el hijo soldado de mi tía que se hallaba en medio de esas cosas buenas y que sin duda era un as con el faigt y para contar cosas del estore de América, y para repartir faigt a los cabrones que le señalara el padre de Filippo.
Pero los americanos no llegaban. Tal vez se habían quedado en el pueblo de al lado y estaban echados en los catres jugando como nuestros soldados, que gritaban números mientras sacaban de golpe los dedos del puño cerrado, decían palabrotas y aseguraban que acabarían prisioneros. Un día pidieron ropa vieja para hacerse pasar por paisanos y no acabar prisioneros. Se lo dije a mi madre y me dio toda la ropa vieja de mi padre y mi tío, e incluso Filippo trajo alguna. Los soldados se pusieron contentos, y los que se quedaron sin ropa fueron a dar una vuelta por el pueblo para conseguirla. Esto me gustaba, porque quería decir que los americanos llegaban de verdad.
El día en que se dijo que los americanos estaban al caer y en cambio se trataba de los dos alemanes de paso, la noticia se difundió misteriosamente por todo el pueblo: mi padre y mi tío se dedicaron a quemar carnets fascistas, retratos de Mussolini y folletos sobre el Mediterráneo y el imperio; las insignias metálicas y las condecoraciones de los uniformes las tiraron al tejadillo de la casa de enfrente. Pero a la mañana siguiente, del mismo modo misterioso, corrió la voz de que los alemanes, esta vez en serio, estaban echando a los americanos hacia el mar, entre Gela y Licata. El secretario político, que, prudente, desde hacía algunos días permanecía sin moverse de casa, volvió a salir: lanzaba unas miradas en torno que, según mi padre, se detenían en los ojales donde solía ajustarse la insignia fascista y, si ésta no estaba, miraba a la cara con gélida reprobación y desprecio, como diciendo que se acordaría implacablemente de todos los granujas que habían tirado sus distintivos al tejadillo. Mi padre no creía que los alemanes pudieran realmente echar a los americanos hacia el mar, pero las miradas del secretario político lo fastidiaban. Nos propuso, a Filippo y a mí, que buscásemos las insignias en el tejadillo de la casa de enfrente; en compensación prometió darnos dos liras. No era algo difícil, pero mi madre tenía mucho miedo y no paraba de lanzar imprecaciones contra el fascismo y las insignias; podía consentir que subiese Filippo, pues era, decía, más ágil y fuerte, pero no su hijo, que tenía las piernas como palillos y tomaba Protón. Filippo se sentía halagado, aunque titubeaba; pero yo quería subir. Pedí las liras por adelantado y mi padre, entre insultos, pagó. Cogimos la escalera de mano y subimos al tejadillo. Mi padre guiaba la búsqueda desde el balcón de casa.
—¿Pero estáis ciegos? ¿No veis cómo brilla aquélla? Más a la derecha, detrás de ti… ¡Si la tenéis delante de los ojos! No, más a la izquierda…
Nos quedamos paseando por el tejadillo aun después de haber encontrado las insignias.
Para mi padre fue una clarísima pérdida de dos liras, porque justo en ese momento llegaban los americanos y hubo que hacer desaparecer de nuevo las insignias, aunque esta vez las tenía al alcance de la mano y las enterró en la maceta del perejil.
Andábamos aún por el tejadillo cuando de pronto nos sorprendió un griterío confuso, como si de improviso encendieran una radio que está transmitiendo un partido de fútbol en el preciso momento en que están a punto de marcar un gol. Durante unos instantes, la maravilla de que en el pueblo, tan silencioso, explotase tal clamor nos dejó petrificados, pero intuimos enseguida de qué se trataba: bajamos a toda prisa por la escalera, nos pusimos los zapatos, que habíamos dejado en la calle, luchando por calzárnoslos ya que siempre nos iban estrechos, y corrimos hasta el final de la calle mientras mi madre gritaba angustiada que volviésemos a casa, que podían disparar, que podrían llevársenos, que había negros y quién sabe adónde nos llevarían.
En la plaza había un gran gentío que gritaba y aplaudía, pero la voz del abogado Dagnino se elevaba sobre todas las demás; era un hombre alto y robusto a quien yo admiraba por la forma en que gritaba los èia.[3]
—¡Viva la república estrellada! —gritaba ahora, y batía palmas.
Los botellones de vino, pasados de mano en mano, sobrevolaban la multitud; siguiendo su recorrido llegamos a los americanos: eran cinco; llevaban gafas negras y largos fusiles. El párroco de San Rocco, en pantalones y sin alzacuello, hablaba con ellos, pálido y sudado.
—Plis, plis —decía una y otra vez.
Pero los americanos no lo oían. Parecían borrachos. Miraban en torno y echaban nerviosas bocanadas de humo. Los vasos de vino que con dulce violencia les ofrecían eran rechazados. El abogado Dagnino estaba de pie sobre una de las sillas del círculo.
—¡Viva la república estrellada! —seguía vociferando.
Y el padre de Filippo, que vino a buscarnos abriéndose paso entre la multitud y nos llevó con él, nos decía:
— Venga, vamos a casa; oíd cómo grita ese cornudo… todas las carroñas han salido a la luz.
A mí me parecía algo bueno que incluso el abogado Dagnino estuviese allí, gritando contento, vociferando: «Viva la república estrellada» como otra vez, desde el balcón de la estación, había gritado: «Duce, la vida por ti». El abogado Dagnino gritaba siempre que había fiesta. No lograba entender por qué al padre de Filippo, que había esperado tanto a los americanos, no le parecía una fiesta; y nos llevaba a casa, la cara pálida y adusta, la mano que sentía temblar en mi espalda.
Una vez en el taller, dije:
— Me voy a casa.
Y me alejé sin más: no quería perderme nada de la fiesta.
En la plaza me encontré con que los americanos habían conseguido abrir un poco de espacio a su alrededor; sostenían los fusiles inclinados, como cuando mi padre, en el campo, esperaba el paso de las calandrias. El gentío se agolpaba bajo los escudos de la sede del partido fascista; intentaban hacerlos caer armados con pértigas, pero estaban enganchados al balcón; finalmente animaron a uno a que se aferrase de la reja y, nada más saltar dentro, lo aplaudieron. Los escudos cayeron con estrépito y fueron recibidos a patadas y arrastrados por la plaza.
Los americanos observaban e intercambiaban entre ellos alguna frase sin prestar atención al cura que decía:
—Plis, plis.
Y el abogado Dagnino, que ya no gritaba, se había acercado a la patrulla y susurraba algo al oído del que llevaba las bandas negras en la manga, tal vez el cabo. Luego apareció el sargento mayor con cuatro carabinieri y los fusiles de los soldados se alzaron hacia ellos; cuando estuvieron cerca, un americano se situó a sus espaldas y, con gran habilidad, los deshizo de sus pistolas. De nuevo estallaron los aplausos.
— ¡Viva la libertad! —gritó el abogado Dagnino.
De repente, una bandera americana surgió sobre la muchedumbre. La sostenía con firmeza el bedel de la escuela primaria, un hombre que cada sábado a la hora de la siesta paseaba uniformado por el pueblo con la banda roja de escuadrista y que, cuando se encolerizaba, la emprendía a patadas con los niños en el patio de la escuela; luego, cuando los padres iban a protestar, el director decía:
— ¿Qué queréis que haga? Este bendito individuo es intratable, tarde o temprano acabará por ponerme la mano encima incluso a mí; pero ha participado en la marcha, y el Duce hasta le regaló una radio…
Ahora esgrimía la bandera norteamericana y gritaba:
—¡Viva América!
Los americanos, sin embargo, no reparaban en el cortejo que se estaba formando detrás de la bandera. Hablaron con el cura y éste le dijo al sargento mayor:
—Quieren que usted vaya con ellos.
El sargento dijo que sí y marchó con la patrulla. Si hubiese estado Filippo los habríamos seguido, pero yo solo no tenía ganas. Me quedé a observar a la gente, cerca de los cuatro carabinieri desarmados que no sabían adónde mirar: parecían perros apaleados.
Un rato después comenzaron a salir por todas partes coches blindados y camionetas. El gentío abrió paso entre aplausos, mientras los soldados tiraban cigarrillos y algunos de ellos, cámara en mano, hacían fotos a la batahola que los seguía.
No sé muy bien por qué, pero sentí crecer dentro de mí un repentino acceso de llanto. Quizá fue por los carabinieri, por aquella bandera que se elevaba sobre el gentío, o por Filippo y su padre, que se habían quedado solos en el taller, o por mi madre. Me asaltó una irreprimible ansiedad por ver mi casa; era casi como si temiese no volver a encontrarla como la había dejado. Volví a subir corriendo la calle, ahora bulliciosa, y cuando cerré el portón a mis espaldas me sentí como en un sueño, como si estuviese dentro de un sueño soñado por alguien, subiendo cansado las escaleras con un nudo en la garganta.
Mi padre estaba hablando de Badoglio. Mi tío, abatido como un saco de patatas, se animó al verme entrar; sacó del bolsillo un paquete de cigarrillos Raleigh, que tenían un hombre con barba, e, imprimiendo a su voz un tono de hipócrita dulzura, me preguntó:
—¿Cuánto me habrías hecho pagar por un paquete de éstos?
Rompí a llorar.
—Llora —dijo—, que el chollo se te ha acabado en serio. Éstos, aunque me condenen a muerte, no me negarán los cigarrillos.
—Déjalo en paz —dijo mi madre.
En la plaza pegaron carteles. Uno empezaba: I, Harold Alexander… y mi padre explicó que querían los fusiles, las pistolas, hasta las bayonetas. Otro cartel ponía que los soldados debían permanecer alejados del pueblo; pero ellos, obviamente, no lo cumplían: por la noche, la plazuela estaba llena de jeeps; los soldados buscaban mujeres, las llevaban a los bares y bebían; sacaban el dinero a puñados de los bolsillos de los pantalones, lo echaban encima de la mesa y bebían de las botellas. Se sentaban a las mujeres sobre las piernas y bebían. Eran mujeres sucias, lascivas, de una fealdad desconcertante; había una que en el pueblo la llamaban «Bicicleta», pues caminaba como si pedalease en una subida; a mí me parecía más bien un cangrejo. Se la sentaban en las rodillas y pasaba de un soldado a otro; le pegaban la botella a la boca y ella se bamboleaba empapada, gimiendo palabras obscenas. Los soldados reían, luego la tiraban como un saco en el jeep y se la llevaban. Muchos de ellos hablaban nuestro dialecto; los primeros días se creía que no entendían una sola palabra, y acaso los primeros que pasaron, que eran de una división llamada «Texas», de verdad no entendían; pero luego ocurrió que, en un bar, un americano pidió una botella, la señaló en el estante e hizo el ademán de querer pagar; un muchacho que se hallaba en el bar dijo al dueño:
—Pídele diez dólares.
—Al que se los tiene que pedir es al cornudo de tu padre —dijo el americano en dialecto.
Alimentada con dólares de sello amarillo y con amlire,[4] la rufianesca local estaba en pleno apogeo. Algunos facilitaban a los soldados encuentros con mujeres más «recatadas», de esas que jamás iban a un bar porque temían las miradas de la gente y, en particular, las de sus recelosas suegras; mujeres cuyos maridos estaban ausentes. Por esta clase de mujeres, los americanos venían a altas horas de la noche y, para despejar el pueblo y que no se llegase a saber que en ciertas casas se recibía a hombres a horas semejantes, los soldados armaban un gran tiroteo en la plaza. Esta había sido una artimaña sugerida por los mismos alcahuetes, y resultó tan buena que luego la aprovecharon los del mercado negro para cargar y descargar los camiones sin ser observados. Al oír el tiroteo, todos se encerraban en sus casas: ni siquiera se quedaban a tomar el fresco en el balcón; a mi tío, que se obstinaba en permanecer —porque creía morir de calor, decía; yo creo que era por curiosidad— le pasó silbando un proyectil junto a la oreja y a toda prisa entró en la casa maldiciendo a gritos.
No obstante, estas preocupaciones de los americanos para salvaguardar el honor de las mujeres recatadas servían sólo hasta cierto punto; de cualquier modo siempre se sabía quiénes eran las mujeres que abrían la puerta: bastaba un altercado junto a la fuente, una de esas peleas en que, para coger agua, se discute con violencia por el turno y, de manera circunstancial, salen a la luz el día, la hora y el nombre del alcahuete. Nosotros estábamos informadísimos. Filippo conocía a las de su barrio y yo a las del mío. Lo que estas mujeres hacían con los americanos, lo que un hombre podía hacer con una mujer, era para nosotros una fantasía nebulosa. Sabíamos que las mujeres se desnudaban, solíamos ir a Matuzzo, donde había una gran fuente, para espiar, escondidos tras un matorral, las piernas de las lavanderas: cuando se percataban de nuestra presencia nos echaban gritando que nos fuésemos a espiar a nuestras madres o hermanas; quizá los americanos pagaban por observarlas sin que los echasen y, como en el cine, para besarlas. Rousseau diría que estábamos en esa edad en que en la mente hay más palabras que cosas; y, la verdad, palabras teníamos, incluso para las cosas que no conocíamos y que no lográbamos imaginar, palabras de lo más procaces y atroces. Un chaval de nuestra edad que nos traía cajas de «ración K», que contenían caramelos, azúcar en terrones, un queso de color rosa y galletas, acababa siempre llorando a fuerza de que le repitiésemos:
—¿Quién te da estas cosas? Te las da el americano de tu madre. ¿Nunca has visto lo que hace tu madre con el americano?
Y adaptábamos las palabras más prohibidas a gestos imaginados.
El chaval decía que no, que el americano era un pariente, que su madre no hacía esas cosas; luego rompía a llorar y nosotros lo dejábamos así, pero al día siguiente venía a buscamos de nuevo, traía la «ración K» y decía:
—El americano es mi tío, no debéis decir esas cosas.
De todos modos, siempre acababa igual.
Los americanos querían los fusiles; decían que más tarde los devolverían. Mi padre se hizo grabar el nombre en la culata del suyo, que era un fusil belga de buena calidad, él decía que no había otro igual; hizo grabar su nombre porque no se fiaba de que se lo devolvieran. Luego sacó un par de pistolas que yo jamás había visto, una era de esas grandes como un brazo, que se cargan por la boca; y, además, una espada cubierta de herrumbre, que no tenía punta, pero quién sabe cuántos problemas nos harían pasar los americanos si la encontraban en casa. El día de la entrega yo también quise ir: había un soldado americano y el sargento de los carabinieri; el sargento escribía en un registro, y de nosotros anotó: un fusil, dos pistolas, una espada; mi padre dijo que debía apuntar también la matrícula y la marca y el sargento se impacientó.
—Déjelo todo ahí —dijo—, que del resto me encargo yo.
No había duda de que estaba molesto. Ahora le iba mejor que antes, iba de putas con los americanos y tenía, decían, una habitación repleta de cajetillas y cartones de cigarrillos.
Mi padre posó suavemente el fusil sobre una pila de armas. Creo que en ese momento comprendió que no existía la menor esperanza de recuperarlo. Estuvo malhumorado durante todo ese día y el siguiente y cada vez que se hablaba de fusiles. Con el tiempo le devolvieron un fusil, dos pistolas y una espada, pero sólo la espada valía la pena, el fusil y las pistolas servían para venderlos como chatarra.
Hacía rato ya que Filippo se divertía en el patio del cuartel donde se entregaban las armas. Cuando mi padre se marchó, yo me quedé también para mirar; era como una procesión: nada más hecha la entrega, los campesinos salían lanzando maldiciones.
—Ahora los ladrones tienen ametralladoras y la gente honrada ni siquiera una carabina de baqueta, decían.
Y era verdad, rondaban ladrones; a dos que encontraron con el mosquetón y la máscara, los absolvió paternalmente el mayor americano, un hombre muy blanco y erguido; decían que en su tierra enseñaba filosofía, quizá porque aquí todo lo que resulta extraño lo hacen derivar de la filosofía. El mayor absolvió a los dos ladrones, les recomendó una vida tranquila y honesta y trabajo. El intérprete traducía con una cara que parecía decir: «No entiendo nada, hay que ver lo imbéciles que son los americanos…». Y luego el abogado defensor, que no había logrado decir una palabra, maldijo hasta a Colón; absueltos de esa manera, era difícil que aquellos dos soltaran unos cientos de liras.
A nosotros nos gustaba el mayor; le íbamos detrás por las salas del Ayuntamiento y nunca nos mandó largarnos, cada tanto nos miraba y decía con dificultad:
—Pequeños sicilianos…
Debía de ser un buen hombre. Tal vez tenía hijos pequeños en su casa, en América. También el soldado que estaba de guardia en la consigna de los fusiles tenía cara de bueno; masticaba chicle y sonreía; cambiaba alguna frase con el mayor y luego seguía masticando, silencioso y sonriente. Quizá pensaba en su casa, en la América de los rascacielos y los automóviles, en su madre que miraba desde una ventana alta. No parecía percatarse de nuestra presencia; cuando se inclinó para ofrecernos chicles, creímos que nos quería echar y en cambio nos dio los chicles y dijo:
—Son buenos, no son de menta.
Era obvio que no le gustaba la menta; a mí tampoco me gustaba.
—Gracias —dije, y también Filippo.
Con los extranjeros lográbamos pasar por chicos educados, sabíamos incluso hacer el paripé, aunque estos modales los reservábamos para la hora de la catequesis. El americano nos miraba sonriente.
—Tengo una tía en América —dije; pensaba que de algún modo debía trabar amistad.
—Oh, en América —dijo el americano.
—Sí, en Bruclin.
—Yo también vivo en Bruclin —dijo el americano—. Bruclin es muy grande.
—¿Cómo de grande? —pregunté—. ¿Como este pueblo?
Sabía bien que era grande como este pueblo y Canicattí y Girgenti juntos, o tal vez más, y que sólo era un barrio de Nueva York. Pero no quería que se agotara la conversación.
—Más grande —respondió—. Más grande.
—Es grande como Palermo —dijo Filippo—; yo lo sé. Mi padre ha estado en América.
—Sí, como Palermo —convino el soldado.
—En Palermo hay mar —dije—. También Porto Empedocle da al mar. Yo he estado en Porto Empedocle, antes de la guerra, aunque sólo me acuerdo de las barcas. ¿En Bruclin hay mar?
—Está cerca del mar —dijo el soldado—. Cogemos el coche y vamos al mar.
—¿Es bonito Bruclin? —preguntó Filippo. Yo, en cambio, habría querido seguir hablando de coches.
—No —respondió—. Esto sí que es bonito.
—Y la guerra —dije—, ¿te gusta hacer la guerra?
El soldado sonrió.
—También la guerra es fea —dijo—. Mueren incluso niños como vosotros. Pero esto es bonito.
Sobre el patio, el cielo parecía el agua de la colada cuando se disuelve el azulete: las nubes eran como de espuma, y el campanario de arenisca de la iglesia de San Giuseppe parecía de oro.
—¿Vienes conmigo? —dijo el sargento mayor.
El soldado se fue sin saludarnos.
Al día siguiente volvimos al patio del cuartel; el soldado estaba sentado en el mismo sitio, leía un libro y mascaba chicle. Cuando nos vio, dijo:
—Hola —y se puso a leer de nuevo.
Al rato cerró el libro, sacó el paquete de chicles y nos ofreció uno.
—Chuin-gam —dijo—. Así es como se llama.
—Y los caramelos, ¿cómo se llaman? —preguntó Filippo.
—Se llaman kendi —dijo—, hay kendi de todas clases en América.
—Aquí —dije yo—, no hay kendi.
—Ni siquiera hay patatas —dijo Filippo—. Yo ya no me acuerdo de qué gusto tienen las patatas, cuando era pequeño siempre comía.
—Hay un guardia municipal que vende patatas a escondidas; las vende caras, mi padre dice que resulta mejor comprar carne.
—Sí —dijo Filippo—, carne; no hay pan y quieres encontrar carne.
—¿Por qué no traéis trigo? —pregunté al americano—. Mi padre dice que tiráis el trigo al mar.
—No es verdad que lo tiremos al mar —dijo—; no tenemos barcos para transportarlo. Cuando termine la guerra traeremos trigo.
—Y la guerra, ¿acabará pronto? —pregunté—. Cuando acabe la guerra vendrá mi tía.
—De Bruclin —dijo él—. Vendrá de Bruclin. Pero la guerra es larga, quién sabe cuándo terminará…
—Mi tía tiene un estore en Bruclin —dije—. Un gran estore. Antes de la guerra enviaba paquetes y metía dólares en las cartas, incluso a mí me mandaba un dólar por Navidad.
—La tía de él es rica —dijo Filippo al soldado.
—Tiene dos coches —añadí—. Y uno es grande, muy brillante. Lo he visto en una fotografía.
—Cuando termine la guerra —dijo el americano—, tu tía vendrá con su brillante coche grande. Yo también vendré con el coche, esto es muy bonito.
—¿Tienes coche? —pregunté—. ¿Cómo es tu coche?
—En América todos tenemos coche. Éste es el mío.
Sacó un portadocumentos del bolsillo, y del portadocumentos una fotografía. Era un coche largo y reluciente, él se apoyaba con una mano en una de las puertas, había una mujer gorda con un vestido floreado y dos niños en camiseta; y, detrás, árboles.
—Tu padre no está —dije.
—No, no está —dijo—. Mi padre murió.
—Una vez yo vi un muerto —dijo Filippo—. Era un alemán, lo tiraron muerto del aparato; cayó aquí cerca. Luego, por la noche, soñé con él: me parecía vivo. Nunca más iré a ver a los muertos.
—¿Y qué te hacen los muertos? —dije; jamás había visto uno ni hubiera querido verlo—. Los muertos, cuando mueren, ya no existen. Me habría gustado ver al alemán muerto. ¿Has visto alemanes muertos? —pregunté al soldado.
—Sí —respondió—, he visto muchos; y he visto norteamericanos muertos, e ingleses, y franceses, y australianos.
—Pero los alemanes son malísimos —dijo Filippo—. Es mejor que mueran.
—De momento estamos en guerra y es mejor que mueran —dijo el americano—. Si los alemanes mueren es que vencemos nosotros.
—También vencerá Rusia —dijo Filippo.
—Oh, Rusia —dijo el soldado.
—Rusia no es como América —dije.
—Sí —dijo el soldado—. Rusia es otra cosa.
Mi tío se quedaba en casa oyendo la radio de la mañana a la noche.
—¡Hijos de puta! —decía—. Quién sabe adónde se lo han llevado.
—¡Acaba ya! —gritaba mi padre—. ¿Todavía tienes ganas de disfrazarte de bufón? ¿No te basta lo que ha hecho?
—¿Y qué ha hecho? —decía mi tío—. Italia era respetada, temida; se vivía bien, había orden. Y tú también te disfrazabas de bufón y decías que era un gran hombre. ¿Qué te ha hecho ahora? ¿Te ha dado un puñetazo en el ojo?
—Y la guerra que ha originado, ¿te parece poco? —respondía mi padre—. Claro que para ti no significa nada, tienes razón, hay quien la está pagando: a ti te da igual…
Una noche Orlando habló por la radio, dijo que los cañonazos que desde Sicilia llegaban hasta Calabria formaban una especie de anillo que unía Sicilia a Italia; la imagen se fijó en mi fantasía.
—Orlando es un gran hombre —decía mi padre.
Mi tío se retorcía las manos y decía:
—¡Oh, sí! Será él quien salve Italia, ese viejo carcamal…
—Pues sí —respondía mi padre alzando la voz—, ese viejo tiene la cabeza en su sitio; tu Duce, en cambio, está loco, pero loco de remate, lo decía incluso Bocchini, una vez se lo confió a Ciccio Cardella, que es un pez gordo en el ministerio.
—Ya, Bocchini —decía con sarcasmo mi tío—; de Bocchini me habla: una pandilla de traidores, eso eran él y los suyos.
—Lo traicionaban todos —protestaba mi padre, alzando cada vez más la voz—; sólo tú no lo traicionabas, ¿pero cómo podías traicionarlo con el culo siempre pegado a ese sillón y gritando Duce, Duce en las fiestas de guardar?
—Pero deja de gritar —decía mi tío—, que te oyen desde la calle; con el cargo que tenía, si vienen a buscarme, me llevan derecho a Orán, y eso si llego, pues son capaces de tirarme al mar durante el viaje.
A mi tío todo esto lo ponía enfermo, y yo me aprovechaba de su estado para divertirme un poco. Me ponía a cantar: «Duce, Duce, por ti queremos morir», y él se precipitaba escaleras arriba, porque yo iba a cantar a la buhardilla, y decía:
—Desgraciado, ¿es que no quieres entender el peligro que corro? ¡Me llevarán a Orán!
Yo me moría de risa y él adoptaba un tono solemne y didáctico:
—Italia llora y tú te ríes; trata de entenderlo, tenemos al enemigo en casa…
El soldado americano se llamaba Toni; había nacido en Calabria, y había ido a América cuando tenía un año. Ahora esperaba una licencia para ir a Calabria, pues allí, en un pequeño pueblo, tenía tíos y primos. En Calabria ya estaban los americanos, el anillo de los cañonazos había terminado.
Le pregunté si quería a los tíos y primos que tenía en Calabria: quería averiguar si mi tía y sus hijos podían querernos a mí y a mi madre.
—Son pobres —dijo Toni.
—¿Cómo de pobres? —pregunté—. ¿Nosotros aquí somos pobres?
—Son más pobres que vosotros; duermen con las ovejas, los niños van descalzos.
—Y tú les envías dinero desde América —dijo Filippo— y ellos se compran los zapatos.
—Sí, a veces —dijo Toni.
—Ahora, cuando termine la guerra —dije con diplomática intención, como si todo dependiese de la decisión de Toni—, los americanos traerán zapatos para todos, zapatos y trigo, traerán buques llenos…
—Los americanos trabajan —dijo Toni—, trabajan y tienen zapatos; también tienen buenos trajes, casas hermosas y automóviles. Los italianos no quieren trabajar.
—Yo quiero trabajar —dijo Filippo—. Y mi padre trabaja; él dice que son los ricos los que nos quitan el pan.
—Tú debes trabajar para hacerte rico —dijo Toni—. En América todos trabajan y se hacen ricos.
—Mi padre tiene un tío que no trabaja y es rico —dije.
—Aquí no trabaja nadie —dijo el americano—: ni los ricos ni los pobres; para el que es rico, esto es mejor que América.
—A mí me gustaría ir a América —dije—. Ahorro dinero y después regreso; me compro un buen coche y vuelvo.
—Yo no —dijo Filippo—. Cuando acabe la guerra no habrá más ricos.
—Habrá más que antes —dijo Toni—, y los que ya eran ricos lo serán aún más, e incluso entonces ninguno tendrá ganas de trabajar.
—Pero ¿no echaréis a los fascistas? —preguntó Filippo—. Si los echáis vendrá el socialismo.
—Nosotros luchamos y luego vosotros hacéis el socialismo —dijo Toni—. Vaya negocio hacemos, le diría a uno que yo sé.
—¿A quién se lo dirías? —pregunté.
—A uno que está en América —dijo.
Tocaron las campanas, de noche; mi madre pensó que anunciaban quién sabe qué incendio o peligro, pero en cambio gritaron en la calle que se había declarado el armisticio. Mi madre comenzó a rezar oraciones de agradecimiento por tantos chicos que se libraban de la guerra. Mi tío se paseaba nervioso.
—Me gustaría oír ahora a los alemanes —decía—; hacía falta esta otra vergüenza… Si los alemanes piensan como yo, ya me gustaría ver al oficial Badoglio de los c…; y a ese otro quiero ver, a ese traicionero hijo de puta.
—¿Y qué pretendías? —decía mi padre—. Deberías ir tú a continuar la guerra. El honor, la alianza, la amistad… todo pamplinas: ve tú con la espada y pon las cosas en orden.
Aprovechando que la discusión se animaba cada vez más, salí a la calle. En la plaza había una multitud delante de la iglesia de Sant’ Anna, la única que no había participado en el coro de campanas. La gente quería que el párroco las hiciese repicar, y él, asomado a la ventana de la sacristía, decía:
—¿Es fiesta, acaso? ¿No comprendéis que hemos perdido, tan inconscientes sois?
Por último, alguien perdió la paciencia y disparó a las campanas: era un modo de hacerlas sonar.
—Delincuentes —dijo el párroco, y cerró deprisa la ventana.
Mi tío dijo luego que, en el pueblo, los únicos hombres de verdad eran él y el párroco de Sant’ Anna.
Toni era alto y rubio; mi padre no podía creer que fuera hijo de calabreses: todos los calabreses que conocía eran morenos y de baja estatura. Mi tío decía que los calabreses tienen la cabeza dura; Italia era grande, pero los calabreses eran testarudos, los sardos traicioneros, los romanos maleducados, los napolitanos mendigos…
Los domingos, Toni iba a misa y, al ponerse en pie, se veía que nadie en el pueblo era tan alto como él. Después de la misa, donde comulgaba, íbamos con él al café. Le preguntábamos si en América había iglesias. Las había, y la gente era más religiosa que aquí. Le preguntábamos cómo era el domingo en América. De sus palabras afloraba un domingo melancólico. Para nosotros, el domingo era la plaza llena de gente, los puestos y las voces de los vendedores; por el contrario, ellos buscaban la soledad y el silencio, la caza, la pesca…
—Y los niños, ¿qué hacen? —preguntaba yo.
—Juegan —respondía—; juegan a muchos juegos.
—Mi tía —dije— una vez me envió un par de patines, pero ¿qué hago yo con unos patines? Cada vez que he intentado probarlos me ha faltado poco para romperme la cabeza.
—Aquí no sirven los patines —dijo—, las calles están muy mal.
—Y en América, ¿cómo son las calles?
—Son anchas y llanas —dijo— y no hay polvo; caben por lo menos diez coches uno al lado de otro.
—En América los trenes circulan también bajo tierra y por el aire —dijo Filippo—; a mí me gustaría ir, no bajo tierra, pero por el aire sí que me gustaría.
—¿Pero un tren es un avión? —dije—. Jamás he oído decir que los trenes volasen.
—No, no vuelan —dijo Toni—: hay puentes altos, de hierro, y los trenes pasan por ahí; los puentes son altos, el tren pasa sobre la ciudad.
—¿El tren pasa por encima de las casas? —pregunté—. ¿Y si se cae?
—¿Cómo quieres que se caiga? —dijo Filippo—, el puente es de hierro; apuesto a que te daría miedo montar en él.
—Tendría miedo por las casas que hay debajo de mí, o a vivir en una casa bajo el puente.
—Yo no tengo miedo de nada —dijo Filippo.
—De los muertos tienes miedo, sin embargo —dije—; ves un muerto y luego, por la noche, tienes miedo.
—Los muertos no tienen nada que ver —dijo Filippo—. ¿Verdad que los muertos no tienen nada que ver? —preguntó a Toni.
—Es lo mismo —dijo Toni—; uno tiene miedo de los muertos porque no quiere morir.
—Yo no quiero morir —dije.
—Entonces tienes miedo de los muertos —dijo triunfante Filippo—; nadie quiere morir y todos tenemos miedo de los muertos.
—Los soldados sí quieren morir —dije.
—Los soldados deben echar a los fascistas y quieren morir —dijo Filippo—; mi padre quería ir a la cárcel y los soldados quieren morir, pero esto es otra cosa.
—¿Qué hacían los fascistas? —preguntó Toni.
—No hacían nada —dije—. Mi tío era fascista y no hacía nada, nunca hizo nada.
—Tal vez no hacían nada —dijo Filippo—. Mi padre quería ir a la cárcel, eso dice mi madre.
Mi primo se hallaba en Italia, hacía la guerra aquí. Por la carta no logramos descifrar dónde estaba. Escribía que, si hubiera tenido una licencia, habría venido a vernos. Junto a su carta, había otra de mi tía y cinco o seis billetes de 1.000 liras.
«Querida hermana», decía mi tía, «quizá envíen a mi hijo a Italia, por eso te escribo la presente esperando que os encontréis todos con buena salud como lo estamos nosotros, gracias al Señor. Tengo esta espina de mi hijo Charlie, que parte para la guerra, y espero que la Virgen Santísima lo proteja. Las cosas nos van bien, mi hija Grace se ha casado con un yiu, pero es un joven bueno y trabajador, y posee una chop de barbero cercana a nuestro estore; aunque de momento también él es soldado, que la Virgen Santísima lo proteja. Esta guerra no nos hacía falta, pero el Señor no permitirá que en mi casa entre la desventura; he prometido a la Virgen de nuestro pueblo la sortija con un brillante que llevo en el dedo; cuando termine la guerra yo misma la llevaré: debe acabar pronto, América es fuerte y vencerá…»
Mi madre lloraba de alegría al leerla; las noticias más importantes se las repetía a mi padre: «Grazia se casó», «Mi hermana ha prometido un anillo a la Virgen del Prato»; y mi tío, cuando oyó lo de la fuerza de América y la victoria, se puso como un gato comiendo pulmón:
—América vencerá, ¿eh?, granujas, lo han olvidado todo, porque antes escupían sobre los italianos; el fascio hizo que nos respetaran en el extranjero y ahora volverán a escupirnos de nuevo. Me moriré de risa cuando acabe este desorden.
No hablaba alto por no irritar a mi madre, y menos aún en ese momento. Sí, se excitaba y resoplaba como un gato con un trozo de pulmón.
—Nos ha escrito mi tía —dije a Toni—, dice que América vencerá.
—Vencerá a los fascistas —dijo Filippo, que tenía esa idea fija—; a los fascistas y a los alemanes.
—Ganamos la guerra —dijo Toni—, ganamos la guerra y vuelvo a América.
—A Bruclin —dije—. Después coges el coche y regresas aquí.
—Sí, regreso. Cuando no tenga ganas de trabajar regresaré: cuando no se trabaja esto es muy bonito.
Toni partió un día de octubre, vino a buscarlo un jeep. Casi me puse a llorar. Nos regaló paquetes de chuin-gam y kendi de esos que vienen en tubo. Nos hizo una señal desde el jeep y dijo:
—Cud-bai.
El día se nos hizo largo y vacío, y jugamos a los juegos más violentos.
A la escuela íbamos de mala gana; Filippo no tenía problemas porque su padre estaba en el Comité de Liberación y el maestro había sido jefe de la agrupación, pero yo lo tenía más difícil. El maestro mandaba llamar a mi padre y le decía que conmigo era como cavar en el agua; mi padre me castigaba obligándome a no moverme de casa y hacía responsable a mi madre de mis escapadas. No obstante, yo sabía que todo quedaba en agua de borrajas, pues apenas mi padre arrancaba con un dramático discurso sobre la educación, intervenía mi tío:
— Se recoge lo que se siembra. Teníamos educación y la habéis rechazado; ahora los niños deben crecer como los cerdos.
Y esto ya bastaba para desviar el tema y encender una de las discusiones acostumbradas.
En el norte, los fascistas fundaban la república. Mi tío y la radio se habían convertido en una sola cosa, la llevaba consigo incluso por la noche, se retorcía las manos y repetía una frase de Hitler que decía más o menos así: «A las doce creerán que han vencido, pero a las doce y cinco la victoria será nuestra». A mí Hitler me parecía una de esas cabezas de madera de las ferias, a las que se puede disparar cinco balines por una lira; me causaban impresión esas cabezas. Cuando mi tío nombraba a Hitler yo decía:
—Cabeza de madera.
Y, si se enfadaba, yo ya no paraba:
—América se lo comerá, de un solo bocado se tragará la cabeza de madera, acabará como el gato con el ratón.
Así hasta que veía que el enojo iba en serio y yo corría escaleras abajo mientras se lo repetía por última vez, para crearme la excusa de que me había perseguido hasta el portal; en estos casos, mi padre me perdonaba la salida y obtenía además una cierta consideración de víctima.
En el campo había robos y homicidios cada día, y hubo incluso un secuestro; mi padre, sobre este punto, hacía algunas concesiones a mi tío:
—¿Y quién niega las cosas buenas que ha hecho? Estas cosas ya no ocurrían, es verdad; pero verás como todo volverá a estar en orden.
—¿Con la democracia? —decía mi tío—. Hace falta un gobierno fuerte, la democracia es una anguila.
El solo hecho de que a mi tío no le gustara la democracia hacía que yo empezara a creer en ella. Por supuesto no me arriesgaba a ir más allá de las últimas casas del pueblo; veía los setos como hormigueros de hombres armados y enmascarados: una noche soñé que me secuestraban y, para que no gritara, me metían en la boca un paquete entero de algodón; cuando me desperté, tenía la boca seca por el algodón, me puse a gritar y mi madre vino a decirme que todavía era de noche.
—A mí no me secuestran —decía Filippo—, ya pueden tenerme un año que no me sacarán una perra y además tendrán que darme de comer.
Pero tenía miedo.
El jardín del oratorio, crujiente de hojas secas, nos daba la sensación de ser un campo; ahora el párroco nos llamaba a catecismo de forma más insistente que antes; nos ofrecía higos secos y almendras tostadas.
En el pueblo se veían otra vez las insignias de dos partidos: en una ponía «Democracia Social» y mostraba un gran manojo de espigas; en la otra, «Movimiento Independentista Siciliano» y tenía una cabeza en el centro de un círculo formado por tres piernas dobladas. Los independentistas eran los separatistas de los que tanto se hablaba. Querían una Sicilia separada de Italia. Mi padre opinaba que no andaban errados:
—A Sicilia siempre la han pisoteado —decía.
—Oh, pobre Italia —decía mi tío—. Italia mía, veo los muros y los arcos… Ni los muros nos dejarán estos delincuentes, tiran bombas como si dijesen Padrenuestros, y ahora este otro que quiere una Sicilia independiente… Bufón él y todos los que van con él.
Yo iba con los separatistas, llevaba una escarapela hecha con dos lazos, uno amarillo y otro de color sangre coagulada.
—Degenerado —decía mi tío cuando me veía con ella.
Era divertido. Por la noche, íbamos con los jóvenes separatistas por el pueblo, con el cubo de pintura, y ellos escribían en las paredes: «VIVA FINOCCHIARO APRILE», «VIVA SICILIA INDEPENDIENTE», «ABAJO LOS ENEMIGOS DE SICILIA», «QUEREMOS INDUSTRIAS EN SICILIA»; cansados de decir siempre las mismas cosas, en un momento dado los jóvenes se ponían a escribir: «ABAJO LOS EXPLOTADORES DEL PUEBLO», «MUERTE A LOS QUE VENDEN EL TRIGO A 2.500 LIRAS», lo que creaba una especie de rivalidad mediante la cual, a la mañana siguiente, los campesinos se enteraban, con letras de un palmo de altura y de un intenso rojo vivo, que don Luigi La Vecchia era un ladrón y don Pietro Scardía ladrón y cornudo a la vez. Para nosotros, esto era un juego divertido, sobre todo cuando veía surgir de la brocha las palabras: «VIVA AMÉRICA - VIVA LA CUADRAGESIMONOVENA ESTRELLA». Mi espíritu separatista rayaba entonces en el fanatismo. Sabía que la cuadragésimo novena estrella sería Sicilia, la bandera americana tiene cuarenta y ocho, con Sicilia cuarenta y nueve. Estábamos a un paso de convertimos en americanos.
Mi tía siempre escribía. Mandaba las cartas al hijo y éste las franqueaba en Italia y nos las enviaba; tal vez se encontraba en Nápoles. Al pie de la carta de su madre, él escribía un saludo en inglés. Mi madre, no obstante, no podía contestarle; ni siquiera podía escribir al sobrino, que estaba en Italia.
«Querida hermana», decía mi tía, «aquí prometen que dentro de poco podremos escribir a Italia e incluso mandar paquetes. Yo estoy preparando muchas cosas para enviaros, a ti y tu marido, y especialmente a tu hijo, porque sé muy bien cuánto sufren los niños: he visto fotografías que me han hecho llorar. Dios juzgará a aquellos que nos han lanzado a este infierno…»
—¿Y quién nos ha lanzado a este infierno? —dijo con satisfacción mi tío—. Ese paralítico de su presidente que ha venido a tocarnos los… ¿Qué queréis que piense un paralítico? A estas horas ya habríamos incendiado Inglaterra y en el mundo habría paz.
—Bonita paz —dijo mi padre—, con Hitler no hay duda de que habríamos tenido una bonita paz.
—Con cabeza de madera —dije.
Mi tío ya no me podía soportar.
—El coronel Moscatelli —dijo mi tío—, oh, Dios, si me dan ganas de vomitar… ¿Pero quién es este Moscatelli? ¿Del fondo de qué presidio ha salido? Y Parri, ¿quién ha oído nunca nombrar a este Parri? Seguro que ha estado en la cárcel: están soltando a toda la escoria.
—No son atracadores —aseguró mi padre—, han estado en la cárcel por razones políticas.
—Son peores que los atracadores —dijo mi tío—. Los atracadores te piden la cartera y, si no se la das, te matan de un tiro, pero éstos han asesinado a Italia, son subversivos, gente que desea el fin del mundo. Te lo ruego, por favor, no digas nada: nosotros dos no podemos hablar, es mejor que no hablemos. ¡El coronel Moscatelli! Virgen Santísima, me voy a volver loco.
Estallé de risa.
—Ya veo en lo que se convertirá Italia —dijo; los ojos se le salían de las órbitas de furia— la Italia de Parri, del coronel Moscatelli y de los infelices como tú, sin educación, sin sentimientos. A tu edad yo oía hablar de la patria y se me saltaban las lágrimas; oía tocar Giovinezza y me habría revolcado por el suelo de emoción, habría sido capaz de hacer cualquier cosa al oír aquella música.
Yo lo imaginé revolcándose por el suelo como un asno cuando se rasca, y me reí otra vez.
No vio en mis ojos el asno que se rascaba sobre la hierba: leyó perdición política y se enfureció de tal manera que creí que se había vuelto loco de verdad.
—Los comunistas… —dijo—. Ni tú ni tu padre entendéis nada de lo que ocurre; ahora bajan, hasta aquí veréis llegar a esos asesinos. Queman las iglesias, destruyen las familias, sacan de la cama a la gente y la fusilan.
Mi tío pensaba en sí mismo: pasaba en la cama por lo menos dieciséis horas al día. Imaginé que lo sacaban de la cama cogiéndolo por los pies; la imagen me gustó, aunque no me gustó pensar en que pudiesen fusilarlo.
—Está el general Cadorna —dijo mi padre—. ¿Crees que es fácil presionar a un general como él? ¿Y los americanos, no tienes en cuenta a los americanos?
Ahora, hasta él parecía algo preocupado.
—Es una revolución —dijo mi tío—. ¿Quién puede detener una revolución? Tienen las armas de los americanos, quién sabe cuántos rusos se cuentan entre ellos. ¿Crees que América declararía la guerra a Rusia? Estos c… son nuestros, y a nosotros nos toca salir del apuro. Sé muy bien cómo va a terminar. Yo me encierro en un convento.
La visión del convento lo aplacó por un instante; luego afloraron de nuevo la desconfianza y el furor.
—Lindo cuento me monto con lo del convento: ésos me entregan y esa gentuza me quema vivo; el hombre en manos de la providencia y las bendiciones y las misas cantadas… luego recurres al cardenal para ponerte a salvo y te centras con Moscatelli…
—No digas tonterías —dijo mi padre—, si lo han detenido cuando escapaba con los alemanes.
—Y tú hablas contra los comunistas que queman las iglesias mientras piensas estas cosas —dijo mi madre—; un cardenal que es un santo.
—Santo o no —dijo mi tío—, no le confiaría ni siquiera un perro para que lo cuidase. Y aunque no sea verdad lo que se dice de él sí es cierto que para proteger a los débiles no ha movido un dedo.
—Los débiles… —dijo mi padre—, los débiles deben de ser los que hasta ayer fusilaban a los pobres muchachos. Cuando los carabinieri pillan a un asesino, se convierte en un débil.
—Fusilaban a los rebeldes —dijo mi tío—, a los rebeldes y a los traidores.
—Los que obedecían al gobierno del rey no eran rebeldes —dijo mi padre—. No hay manera de hacerte entender este concepto tan simple.
—¡El gobierno del rey! Me hace gracia el gobierno del rey… El rey que viene a esconderse entre los americanos. ¿Sabes qué te digo? Que para que las cosas vuelvan a su cauce es necesario nombrar a Giuliano, tiene más honor que tu rey.
—Benedetto Croce… —comenzó mi padre.
—¡Dios santo! ¿Tenemos que hablar también de Benedetto Croce? Me importan un bledo él y los libros que ha escrito. Y también Dante Alighieri. Y tú. Y toda esta Italia. Me voy a un rincón y me muero, haced como si fuera sordomudo.
—Los americanos están desarmando a los partisanos —dijo mi padre.
— Oh, por fin hacen algo bueno —dijo mi tío.
Mi tía escribió:
«Querida hermana, aquí todavía estamos de fiesta porque ha terminado la guerra, el Señor ha oído mis plegarias y ha guardado mi casa; mi hijo se encuentra en Alemania y está bien, e igualmente mi yerno, que ha hecho la guerra en la Marina combatiendo contra los japoneses. Nos hacía falta esta nueva bomba… América tiene muchos científicos que siempre inventan cosas nuevas; Mussolini se equivocó al ponerse en contra de América, debió haber continuado siendo amigo de América; todavía estaría vivo y gobernaría, porque sabía gobernar e Italia bajo su mando estaba bien. No puedes imaginarte la impresión que me ha causado saber de qué manera lo habían matado; aquí en América ha impresionado a todos. Pero nosotros no podemos conocer la voluntad del Señor, aunque siempre ruego que el Señor ponga fin a estas matanzas que hay en Italia.
»Querida hermana, siempre tengo en la mente ir allí para cumplir la promesa que hice a nuestra Virgen y para abrazaros a ti y a nuestros parientes. Ahora dicen que podemos despachar paquetes para Italia, y no puedes imaginar cuántas cosas tengo preparadas para vosotros, incluso cosas para comer, porque sé que en Italia pasáis hambre…».
—Esto es hablar en cristiano —dijo mi tío—. No hay duda de que Mussolini ha cometido algunos errores; la bomba atómica, sin embargo, era cosa de alemanes: científicos así sólo se encuentran en Alemania.
Iba con Filippo a la escuela privada, nos preparábamos para los exámenes de admisión; hacíamos los deberes juntos, en su casa, pero su padre no se fiaba, quería verlo estudiar con sus propios ojos.
—Piensa cuánto me cuesta ganar cada lira que gasto en ti —decía.
Yo había leído una frase similar en Corazón, de De Amicis. El padre de Filippo había ganado, al parecer, un terno con Parri, que estaba formando gobierno; contaba la vida de Parri y ciertas aventuras de partisanos que me gustaban; él las leía en los periódicos y en los libros y después nos las contaba. En su tienda siempre había socialistas, era como un círculo.
—Si tu padre tuviese criterio —decía la madre de Filippo—, en lugar de quedarse aquí clavando tablas y dándole al palique, buscaría un empleo; con el tiempo que pasó en la cárcel lo emplearían incluso en el Ayuntamiento; para leer y escribir es mejor que un abogado.
Pero al padre de Filippo le gustaba cepillar y clavar tablas, y entretanto discurseaba con los amigos sobre Parri y los partisanos. A mí también me gustaba ese oficio, habría preferido hacer eso a ir a la escuela, e incluso me agradaba esa especie de círculo.
Mi tío decía que con sólo oír el nombre de Parri se le removían las tripas.
—Habladme de Parri —decía— y se me corta la digestión; cada vez que me hablan de él tengo que tragarme un puñado de bicarbonato.
—¿Y Moscatelli? —preguntaba yo—, ¿y Pompeo Colajanni?
—No me habléis de Colajanni —decía—, he visto con mis propios ojos el daño que hacía, en Caltanissetta, en Canicattí; siempre hablaba de Marx y de Rusia y arrastraba con él a los jóvenes. ¡Pero qué imbéciles fuimos de no arrojarlo a una mazmorra y dejarlo morir!
Entonces conocía ya a mi tío como un pianista conoce el teclado del piano.
—Ni más ni menos, ¡qué imbéciles habéis sido! ¡Qué imbéciles!
—No —se retractaba—, no fuimos unos imbéciles: el Duce era bueno, y en cambio se necesitaba una mano de hierro.
—A Matteotti lo mataron, sin embargo —decía yo.
—¡Siempre hablando de Matteotti! Deberíamos haber matado a millares de traidores.
—Pero ahora mandan ellos —decía yo—, si te pillan te matan como a Matteotti; tú querías ver muerto a Colajanni y ahora Colajanni puede hacer que te metan en un coche y te maten a golpes de lima.
(yo me sabía toda la historia de Matteotti.)
A mi tío se le transformaba el rostro.
—¿Pero qué mal hago yo? —decía—. No le deseo la muerte a nadie: Colajanni es el subsecretario y yo estoy en mi casa y todos contentos y felices. ¿No se te ocurrirá contarle a ése… al padre de Filippo, quiero decir, que yo hablo de esta forma? Yo no digo nada, voy a lo mío, aunque vea a la gente caminar cabeza abajo no digo ni media palabra.
Llegaron los paquetes de mi tía, en un mes recibimos una decena. Eran cosas que no imaginaba que existiesen: galletas que sabían a menta y espaguetis en cajas, latas de arenques y de zumo de naranja; y trajes, camisas, corbatas que parecían fuegos artificiales, camisetas. En los bolsillos de los trajes había cigarrillos, de las mangas salían cajas de chuin-gam; no faltaban plumas estilográficas, lápices, imperdibles: mi tía pensaba en todo.
La apertura de cada paquete que llegaba era supervisada por mi tío, quien miraba, husmeaba, escogía y monologaba:
—Los cigarrillos me los quedo yo, ya que tú no fumas de éstos, siempre fumas nacionales; esta pluma estilográfica la necesito, el cargador de la mía no funciona; esta camisa está bien y es de mi talla; esta corbata sí que me la puedo poner, tiene colores decentes; incluso tal vez este traje me siente bien, para ti es muy estrecho…
Mi padre no decía ni sí ni no, y mi tío cogía el botín y se lo llevaba a su cuarto.
—Hay que ver estos americanos, ¿eh? —decía—. No falta de nada en América, por fuerza tenían que vencer.
La ropa que mi tía enviaba para mí o me iba tan estrecha que parecía un Cristo o era tan holgada que me bailaba; esta última, al menos, mi madre me la podía arreglar. Mi tía no lograba hacerse una idea de mí, de mi estatura y mi delgadez, y compraba a ciegas. Me iban bien algunas camisetas con el ratón Mickey y unas camisas con triángulos azules y amarillos que no hubo manera de obligarme a ponérmelas.
El pueblo estaba lleno de chicos con camisas con triángulos y camisetas con el ratón Mickey; los mayores llevaban trajes de indudable corte americano, camisas con bolsillos, corbatas con crisantemos, girándulas, trompetas y mujeres desnudas; las mujeres llevaban vestidos estampados al estilo de las corbatas.
—América nos viste —decía mi madre.
En realidad, todo el pueblo vestía ropa americana, todo el pueblo vivía con las ayudas de los parientes de América; no había familia en el pueblo que no contase con un pariente en América. En una esquina de la plaza había aparecido incluso el puesto de un cambista: por un dólar llegaba a pagar 900 liras. Mi padre no cambiaba, a la espera de que subiese más. Por todas partes se comerciaba con cosas americanas: comida en lata, jabón de tocador, zapatos, trajes, cigarrillos… El comercio más poderoso era el de las medicinas, un frasco de penicilina se pagaba a precio de oro; era necesario vender un trozo de terreno para adquirir uno. En los casos más desesperados, el médico abría los brazos y decía:
—¿Qué queréis que os diga? Si conseguís encontrar penicilina os puedo dar todas las esperanzas que queráis.
Y todos sabíamos dónde encontrarla y a qué precio. Había gente en el pueblo que, en lugar de pedir a sus parientes de América cigarrillos y latas de carne, se hacían mandar medicinas y ganaban dinero a montones.
—Escribe a tu hermana para que mande un paquete de penicilina —decía mi padre.
Y mi madre, sabiamente, respondía:
—Tú se la regalarías a alguien que la necesitara, y la única ganancia que conseguirlas es que te metieran en la cárcel.
Mi tía escribía y escribía; enviaba paquetes y largas cartas con dólares doblados entre las finas hojas, y decía siempre lo mismo: el Señor, el Sagrado Corazón de Jesús, la Santísima Virgen, y la promesa a la Virgen, y los hijos, el estore y los paisanos de Nueva York.
El año escolar estaba a punto de acabar, pero mi cabeza estaba ocupada por otras cosas muy distintas a la escuela; cada día había mítines, algún alboroto en los cafés, reuniones en el taller del padre de Filippo; monarquía y república, república y monarquía… parecía un partido de fútbol, como cuando venía el equipo del pueblo vecino y se armaba una bronca. Por aquellos días el rey había nombrado caballero a mi padre, le había enviado un gran diploma acompañado de una carta escrita en nombre del rey por uno que se llamaba Lucifero; el nombre me impresionó. Mi padre decía que le importaba un pepino ese nombramiento, y hasta quería devolver la carta y el diploma.
—Yo debo darle el voto al rey —decía—; por principios sería republicano, pero el momento actual no me permite votar de acuerdo con mis principios.
Yo llevaba una hoja de hiedra pinchada con un alfiler en la camiseta: pensaba que el partido republicano y la república eran una sola cosa; también mi tío tenía la misma confusión, ahora la tenía tomada con Pacciardi. Miraba mi hoja de hiedra y decía:
—Tú puedes ponerte encima toda la hiedra que hay en el cementerio: sé que lo haces adrede.
Luego pasaba a explicar la teoría del salto en la oscuridad y concluía diciendo que Dios sabía cuán poco merecía Umberto su voto después de la traición de su padre a Mussolini, pero no se podía hacer otra cosa: había que dárselo; si triunfaba la república nos despertaríamos con la guardia roja en la cabecera de la cama; los grandes desórdenes se los figuraba siempre en torno a su cama.
Mi tía, en aquellos días, escribió que, de estar en Italia, ella le habría dado el voto al rey. La república era algo bueno para los americanos, pero en Italia, con tantos comunistas, quién sabe como terminaría.
Ganó la república.
—Estamos perdidos —dijo mi tío—. ¿Quieres ver cómo nombran presidente a Togliatti? No hay duda de que esto acabará mal.
«Querida hermana, todavía sigo con deseos de ir, tú dices que ya no me crees, pero te prometo que lo pienso en todo momento; primero por la enfermedad de mi marido, que ahora, gracias a Dios, está mejor; luego hemos ampliado el estore, ahora mi hija Grace espera un hijo, que nacerá en los primeros días del año nuevo. Si la Virgen quiere que todo vaya bien, antes de que acabe 1948 viajaré a Italia, aunque primero quiero ver cómo van allí las elecciones, en las que todos pensamos y de las que tanto hablan los periódicos…»
—Piensan en las elecciones —dijo mi tío—. Quien primero no piensa al final suspira; deberían haber pensado cuando aún estaban a tiempo.
«Yo espero, querida hermana, que los comicios no lleven al gobierno a los comunistas, ni a aquellos que, como los comunistas, son enemigos de la religión y del orden. Nuestros gobernantes tienen fe en De Gasperi y el partido de la democracia cristiana; sin De Gasperi, Italia perdería toda la ayuda americana, porque nosotros pagamos impuestos muy altos y sabemos que nuestro dinero es bien empleado, y siempre damos dinero para Italia, en la iglesia y en las asociaciones; pero si vencieran los comunistas, no veríais más dinero americano en Italia, ni tampoco podríamos enviar paquetes. En América existe un gran sentimiento religioso, el dinero de los americanos no puede ir a parar a manos de los herejes. De Gasperi es un hombre religioso, yo he visto fotografías suyas oyendo misa arrodillado, y su partido defiende la religión y desea amistad con América…»
—¿Lo ves? —dijo mi madre—. Mi hermana también lo dice.
—¿Acaso he dicho yo que no es cierto? —dijo mi padre—. Pero si voto por los liberales es lo mismo.
—No es que no sea lo mismo —dijo mi madre—, es que América sólo tiene fe en De Gasperi.
—A este De Gasperi yo no lo puedo tragar —dijo mi tío—, pero es verdad que, si los votos no se concentran en un partido importante, se sigue el juego que quieren los comunistas. A mí me pesa tener que darle el voto a De Gasperi, pero ¿qué voy a hacer, dispersar el voto? A fin de cuentas es un partido de orden.
«Querida hermana, me apena saber que tu marido quiere votar a los liberales, porque yo he pedido consejo al padre La Spina, que es hijo de nuestro paisano Michele La Spina, a quien tú sin duda recuerdas, y es un cura de mucha doctrina, y me ha dicho que estos liberales están lejos de la gracia del Señor, y en ciertas ocasiones están de acuerdo con los comunistas. Está en ti hacerle ver los peligros de un voto mal dado, por el porvenir de vuestro hijo y por la salvación del alma…»
—Pero escribe que votaré a De Gasperi —dijo mi padre—. Tu hermana es capaz de escribir hasta al Papa por la salvación de mi alma.
—Debes votarlo en serio —dijo mi tío—, al menos por respeto a tu cuñada, que te ha llenado la casa de cosas; y luego, el peligro existe, ¿no ves qué fuertes son los comunistas? Ayer por la noche hubo un mitin que daba miedo, había dos mil personas.
«… y doy gracias al Señor por iluminar a tiempo a tu marido, y ojalá eche luz sobre la conciencia de todos los italianos. Aquí hay una gran expectación, todos los que estaban preparados para ir han pospuesto el viaje, incluso los que ya tenían los pasajes. Apenas lleguen buenas noticias de Italia, también nosotros nos embarcaremos: ya tenemos listos los baúles.»
—Los baúles —dijo mi tío—. Quién sabe cuántas cosas traen.
El día anterior a las elecciones llegó un telegrama de mi tía; de nuevo recomendaba votar por el partido de De Gasperi. Mi padre hizo serias consideraciones acerca de la salud mental de mi tía; después, cuando salí, me enteré de que habían llegado al pueblo unos doscientos telegramas iguales. Mi tío se frotaba las manos.
—¡Qué idea! —decía—. Sin duda el dinero ayuda a tener buenas ideas: estos telegramas llegan a casa de gente que sólo recibe un telegrama en caso de muerte; veréis el efecto que surtirá: exactamente como si se tratase de un caso de muerte. Y hay algunos que deben de pensárselo en serio, pues si los parientes de América no les envían nada más es como si a una mula le quitaran la cebada: tiene que comer paja.
Tan sólo la voz de los cocheros que al cruzarse se gritaban saludos e insultos, el chasquido del látigo y el rodar de los carruajes; el velo del alba, el alba de una ciudad soñolienta cuyo olor a frituras, que de día la circunda como una aureola, todavía impregna la brisa de la mañana, el velo del alba cubría las silenciosas casas de Palermo. La Via Maqueda, luego la avenida Vittorio Emanuele; entramos en el puerto lleno ya de voces. Mi padre se informó una vez más sobre la hora de llegada del barco.
—Allí, ya se ve —dijo uno.
Pero nosotros no lográbamos divisar nada. Un cuarto de hora después, el barco se dibujaba con nitidez, se acercaba y era como si alguien, con lápices de colores, fuese añadiendo detalles a un barco antes apenas esbozado sobre un papel de un verde y azul opacos.
Cuando estuvo tan cerca que se distinguían los gestos de las personas, tan amontonadas que pensé que podían hacer inclinar el barco como la pesa en una romana, mi madre comenzó a moverse con impaciencia; agitaba la mano y decía:
—Seguro que mi hermana nos ve.
Pero también nosotros estábamos en medio de tal multitud que a los del barco debía de resultarles imposible distinguir a alguien. El barco estaba ahora tan próximo que veíamos las caras, caras bien afeitadas de americanos, con gafas de oro y gruesos puros. De tierra y del barco gritaban nombres: Turí, Calí, Pepé… De Turí, Calí y Pepé debía de haber un centenar a bordo y otro tanto en tierra.
Mi madre reconoció a su hermana cuando estuvo a diez pasos de nosotros; saltó la cadena y corrió a abrazarla. Mi tía era gorda, llevaba un vestido de flores grandes, gafas de oro; el marido era alto, el rostro liso y juvenil bajo los cabellos blancos; la hija, pequeña como mi tía pero bien formada y graciosa; el chico, feúcho, así me pareció, también porque se le veía rabioso y tenía sueño.
Mi tía dijo a su marido que se ocupara del equipaje; mi padre se ofreció a acompañarlo, pero ella dijo:
—Él se las arregla.
Por el tono en que lo dijo supuse que acababan de discutir; luego comprobé, sin embargo, que ése era el modo en que mi tía trataba siempre a su marido.
Mi madre lloraba de alegría, y no se perdonaba no haber podido distinguir a su hermana entre la gente asomada en la cubierta; mi prima contemplaba maravillada esas lágrimas, tal vez un poco aburrida.
Cuando el marido regresó nos encaminamos hacia la salida; mi tía decía que quería ir al mejor hotel y mi padre dijo que el nuestro era bueno.
—Tiene que ser el mejor —dijo ella—, y vosotros venís con nosotros.
Mi padre indicó entonces al conductor que nos llevara al Le Palme; mi madre se asustó un poco.
En la recepción del hotel, mi tía olfateó con la cabeza erguida y preguntó si había aire acondicionado, baño con ducha, enchufes para la maquinilla de afeitar y la radio y, aun cuando todas sus preguntas habían sido satisfechas afirmativamente, preguntó a mi padre:
—¿Seguro que es el mejor?
Mi padre dijo que allí se habían alojado Wagner, el Kaiser y el general Patton. Mi tía quedó convencida.
Me pareció que las preguntas de mi tía indujeron a los camareros a mirarnos con ironía a mí, a mi padre y a mi madre: ¿qué sabíamos nosotros de aire acondicionado y de maquinillas de afeitar eléctricas? Ellos venían de América y conocían estas cosas, y podían incluso pagárselas en ese hotel por años enteros. Me sentía un poco incómodo.
Subimos para descansar un rato y cambiarnos, eso dijo mi tía; nosotros ni descansamos ni llevábamos otra ropa para cambiarnos. Cuando volvimos a encontrarnos en el vestíbulo, ellos estaban pulcros y descansados, nosotros nos sentimos aún más fatigados metidos en aquellas ropas que conservaban el olor y las arrugas del viaje en tren; se tarda casi un día en llegar a Palermo desde nuestro pueblo. Mi tía empezó a hacer preguntas y más preguntas; parecía que tuviese delante el mapa del lugar con calles y casas, y que posara el dedo al azar sobre una calle, sobre una casa, y de los que en ella habitaban quería saber vida y milagros, venturas y desventuras. Los hijos y el marido permanecían en silencio.
En el salón-comedor sentí otra vez el peso de las miradas de los camareros, y mi tía que hablaba de miseria y riqueza, luz y tinieblas; me parecía como si las miradas de los camareros me restituyesen a la zona oscura del pobre pueblo de donde provenía. Tras una breve consulta a sus padres y al hermano, mi prima pidió la comida a un camarero que hablaba americano; para nosotros, mi padre eligió espaguetis con salsa de tomate y pescado. Al vernos ante los espaguetis, mientras los americanos tenían tomates rellenos de una pasta oscura y un trozo de pescado blanco y gelatinoso con rizos de mantequilla alrededor, nos sentimos aún más mortificados. El marido de mi tía llamó a un camarero que sobre la chaqueta blanca, como un distintivo, llevaba un trozo de tela negra con un racimo de uvas bordado en color violeta, y hablaron algo en voz baja; luego el camarero trajo botellas, mostró la etiqueta, y mi tío dijo:
—Ol-rait
Mi tío bebía, pero a sus hijos les sirvió vino con cuidado: un dedo en el vaso del chico, medio vaso a la otra. Mi tía siguió la operación con la mirada y nos soltó una larga perorata acerca de sus criterios educativos con respecto al vino, al lápiz de labios y al boifrend. A través de un complicado discurso entendí que el boifrend era el compañero de escuela o el vecino que se convierte en el acompañante habitual de una chica.
—Si llego a saber que tiene un boifrend la sacó del colegio Y la encierro en casa —dijo, y dirigió a su hija una mirada desconfiada y amenazadora; la muchacha sonrió.
Mi madre la aprobó efusivamente y le preguntó de qué colegio se trataba, una pregunta que también yo deseaba hacer.
—Siracusa —dijo mi tía—. Si tú supieses lo que me cuesta…
Mi madre entendió menos que antes; mi padre le explicó que el colegio es la universidad y Siracusa el nombre de una ciudad norteamericana donde hay escuelas universitarias. Mi madre observó a la sobrina con renovada y orgullosa consideración.
—¿Qué estudia? —preguntó.
Y de nuevo fue un discurso complicado que de pronto iluminó mi padre diciendo:
—Medicina.
El chico, en cambio, prosiguió mi tía, era holgazán, tal vez ni siquiera había conseguido acabar la jaiscul, aunque en el fondo no era grave, pues podía encargarse del estore.
Yo había dejado intacto en el plato todo lo que habían traído, removía la comida con el tenedor pero no comía, no comí siquiera los plátanos que tanto me gustaban.
Mi madre propuso que partiésemos para el pueblo al día siguiente, pero su hermana dijo que no, que quería disfrutar de Palermo; recordaba cómo era la ciudad en el 19, cuando ella se fue a América; ahora le parecía una ciudad distinta y más hermosa, no como una ciudad americana, pero bonita; le impresionó sobre todo el edificio de Correos. Antes de la última etapa del viaje, Palermo, el barco se había detenido en Gibraltar, en Barcelona y en Génova; de Barcelona recordaban a los vendedores de fruta; de Gibraltar, el cambio de guardia, y en Génova habían visitado el cementerio: hablaban de él como de lo más hermoso que hubieran visto nunca, incluso la muchacha decía que era hermosísimo. Quisieron ver el de Palermo, pero les decepcionó. Dedicamos más tiempo al carabiniere de la garita frente al Palacio Real que a la capilla del palacio; al campo de aviación de Boccadifalco que al claustro de Monreale; yo me habría quedado todo el día en aquel claustro. Desde el mirador que hay junto al claustro, mi padre me mostró —aunque más bien lo trazó en el aire, dada la niebla que se cernía sobre la ciudad y el campo— el camino recorrido por Garibaldi para llegar a Palermo. En la escuela yo había leído las Noterelle de Abba, era un libro que me gustaba mucho; mi tía dijo que Garibaldi era comunista; mi padre quiso explicarle que la cosa era muy distinta: los comunistas utilizaban a Garibaldi como símbolo electoral; mi tía cortó por lo sano y dijo que era lo mismo.
Paseamos por Palermo durante cinco o seis días. Veo nuestro grupo por las calles de Palermo como fijado en una fotografía semivelada por el exceso de sol: mi tía abriendo paso por la calle como la proa de una lancha motora divide el agua; mi madre, cansada y silenciosa; mi padre, algo animado por esas vacaciones, y el marido de mi tía que camina como un sonámbulo; el chico siempre enfurruñado; mi prima que empezaba a trabar amistad conmigo y no paraba de hacer comparaciones entre lo que veía y América. Este grupo se halló finalmente en un compartimiento de primera clase que parecía un horno; el tren avanzaba hacia el interior de Sicilia, hacia nuestro pueblo. Mi tía hablaba y hablaba; yo, junto a mi prima, inmerso en su mezcla de olor a sudor y perfume, que suscitaba en mí no sé qué deseo o ternura, me adormecí.
—En una hora estaremos en casa —dijo mi padre.
Ya estaba oscuro. Las luces de los pueblos, cuando me asomaba durante las paradas, parecían broches de estrás sobre un vestido negro. Apoyados en la ventanilla, mi prima me rascaba suavemente la nuca y a mí me daban ganas de ronronear como un gato, de gemir todo el amor que surgía en mí.
Nuestro pueblo surgió de improviso en medio de la noche: ralas hileras de bombillas entre casas bajas; no lo habría reconocido si mi padre no hubiese comenzado a sacar las maletas al pasillo. Era un pueblo pobre, pensé que a mi prima no le gustaría y me sentí un poco avergonzado.
Desde la estación, mirando al pueblo allá abajo, abierto en un abanico de calles marcadas por las luces, mi tía dijo:
—Es el mismo de siempre.
Y a mí me pareció que en su constatación había cierta intolerancia, cierto rencor, tal vez por el tono defensivo que adoptó mi madre al responder que no era el mismo, que había luz eléctrica y casas y calles nuevas. En la estación nos esperaba mi tío; había pedido un carro para el equipaje y el coche para nosotros. Mirando las maletas que ya había cargado el mozo, preguntó:
—Y los baúles, ¿dónde están?
Mi tía explicó que los baúles llegarían después; él pareció tranquilizarse.
Los baúles llegaron al día siguiente. Delante de los baúles abiertos, mi tía comenzó la distribución del contenido: «Esto es para ti, esto es para tu marido, para tu hijo, para tu cuñado». A mí sólo me tocaban cosas antipáticas, yo hubiera querido un fusil del calibre 36, como el que había visto a un amigo mío, a quien se lo había regalado un tío de América, y una cámara cinematográfica, un proyector, quizás una máquina fotográfica; en cambio sacaba ropa y más ropa. Había una radio de pilas y mi tío mostró tal entusiasmo que mi tía decidió regalársela; una caja blanca que parecía contener medicamentos; para mi padre y mi tío maquinillas de afeitar eléctricas, que probaron de inmediato y reaparecieron con unas caras sufridas que parecían Cristos.
Mientras tanto, habían comenzado las visitas. Todos los que tenían parientes en Nueva York venían a preguntar a mi tía si los había visto, si estaban bien; luego preguntaban si había algo para ellos. Mi tía tenía una lista muy larga en la que buscaba el nombre y decía a su marido que pagara cinco o diez dólares; todos los paisanos de Nueva York mandaban a sus parientes un billete de cinco o diez dólares. Era como una procesión: cientos de personas subían las escaleras de nuestra casa. En nuestros pueblos, cuando alguien llegaba de América ocurría siempre lo mismo. Mi tía parecía divertirse; daba a cada visitante una especie de instantánea del pariente de América: un grupo familiar rebosante de salud encuadrado sobre un fondo en el que resaltaban elementos simbólicos del bienestar económico de que gozaban. Fulano de Tal tenía una chop, aquel otro un buen yob; había quien poseía un estore, quien trabajaba en una farm; todos tenían hijos en la jaiscul y en el colegio, y el car, la uashtap y la tiví. Con estas palabras, cuyo significado pocos conocían pero que sin duda debían de nombrar cosas buenas, mi tía cantaba las alabanzas de América.
Vinieron los familiares de un tal Cardella, recibieron los dólares del pariente y regalos de mi tía; más tarde ella explicó que Giò Cardella era un hombre poderoso en Nueva York; contó que en una ocasión a ella se le presentaron dos tipos, le pidieron 20 dólares y le dijeron: «Y todos los viernes queremos veinte dólares», y a ella se le ocurrió hablar del suceso con Cardella; al viernes siguiente éste fue al estore, se situó en un sitio apartado y esperó a que aquellos dos aparecieran; en el momento preciso salió y les dijo: «Muchachos, ¿qué os pasa por la cabeza? Este estore es como si fuese mío: aquí nadie debe venir a hacer el esmart», y los dos saludaron con respeto y se marcharon.
—¡Seguro! —dijo el marido de mi tía—, los dos habían sido enviados por el mismo Cardella…
Mi tía saltó como si la hubiese picado una avispa.
—¡Chat ap! —dijo—. Cada vez que hablas es para hacer daño: hay ciertas cosas que no deben decirse aunque se piensen; y, además, es sabido que todos los demás que tienen estore pagan, mientras que nosotros jamás hemos pagado.
—Pero ¿es un mafioso este Cardella? —preguntó mi tío, que algunas cosas las captaba al vuelo.
—Pero no, nada más lejos —dijo mi tía, fulminando con la mirada a su marido—: es un hombre de bien, rico, elegante; y protege a sus paisanos…
—¡Oh, sí!… —dijo el marido—. Como ha protegido a La Mantia. —Mi tía estaba sofocada por la cólera, y su marido añadió—: Aquí estamos en familia, ¿no?
Y contó que un tal La Mantia, medio borracho, había multado a Cardella; los amigos de La Mantia intervinieron de inmediato y esa misma noche lograron que hicieran las paces; hubo muchas cheic-jands, bebieron juntos… pero a la mañana siguiente La Mantia yacía en una acera con una bala en la cabeza.
—Tú sigue hablando —dijo mi tía—, y ya verás como también te ganas una bala en la cabeza.
—Hoy iremos los dos a dar un paseo por las afueras —dijo mi prima—. ¡Uf, cuántas moscas hay en este pueblo!
Ellos habían traído DDT en polvo pero las moscas no se acababan nunca; bastaba abrir las ventanas y entraban en oleadas. Mi madre se desesperaba porque veía que hacían sufrir a los americanos; preocupados por las moscas que se posaban sobre platos y vasos, sobre la carne y el pan, apenas si tocaban la comida. Mi tía se quejaba del pueblo, decía que había esperado que estuviese distinto, más nuevo y limpio, y en cambio estaba peor que antes. La decepción de mi tía tenía dos caras: nosotros, sus parientes, no estábamos muertos de hambre, como imaginaba desde América, y el pueblo no había mejorado como esperaba. Ella suponía que iba a encontrarnos en la miseria vestidos con sus ropas y alimentados con sus latas de conservas vitaminadas; y en cambio no nos faltaba el pan de trigo ni el aceite de oliva, ni la leche, la carne, los huevos; teníamos radio, cortinas en las ventanas y camas mullidas. Mi tía, en América, pensaba en esta casa —que era la casa donde ella había nacido—, con los suelos de yeso rojo, la cama embutida en la alcoba oscura y dura por las tablas y los colchones de crin y las sillas de enea y el arcón como único mobiliario. Ella no se daba cuenta, pero la había decepcionado hallar habitaciones llenas de luz y muebles decentes. No éramos tan pobres como creía ni ricos como para evitarles a ella y los suyos esas incomodidades que según ella no existían en su casa de América, en las casas de todos los americanos. Y, además, había moscas.
Un día en que mi tía nos explicaba todos los males que producen las moscas, mi madre, un poco enfadada, dijo:
—Tú y yo, sin embargo, hemos crecido entre las moscas: había más que ahora, y gracias a Dios gozamos de buena salud.
Ese día mi tía no habló más de las moscas.
Salí con mi prima aquel día y luego todos los días, al atardecer. Íbamos por un camino donde sólo encontrábamos campesinos que regresaban al pueblo, la cara quemada por el sol, las mulas cargadas de sulla o de avena crujiente. Los campesinos nos miraban con malicia; mi prima me cogía de la mano, y yo era tan alto como ella —aunque todavía llevaba pantalones cortos—, o me rodeaba los hombros con el brazo y me atraía hacia sí como si fuera a susurrarme algo al oído. Si alguno de mis compañeros lo advertía, al día siguiente, cuando me encontraba a solas, se burlaba de mí; incluso Filippo se mofaba, me preguntaba si pasaba algo con mi prima entre los altos trigales; yo enrojecía de vergüenza y de ira. Filippo concluía: «Tonto de ti si no haces nada», y para colmo añadía que Dios daba pan a quien no tiene dientes.
Nada más salir del pueblo mi prima sacaba los cigarrillos y las cerillas y empezaba a fumar como un carretero; me hacía fumar también a mí. En casa no podía, si su madre lo sospechara armaría un escándalo, por eso, con el pretexto de las moscas, había concebido la fuga de las tardes, y si su hermano manifestaba el deseo de venir con nosotros, el paseo se aplazaba; el chaval solía hacer de espía.
Además de fumar, a mi prima le gustaban las bebidas alcohólicas, y las bebía a escondidas; me daba el dinero en secreto y yo hacía acrobacias para «contrabandear» licor en casa; lo escondía en la buhardilla y ella subía de vez en cuando y bebía. Me decía que, en los colegios de América, todas las chicas beben, y que siempre hacen apuestas para ver quién es capaz de beber más; una vez ella se había bebido catorce vasos uno tras otro, y eso que se trataba de una bebida fuerte. Y mi tía, a la mesa, soltaba siempre su discurso sobre el vino, que terminaba con un dedo apuntando a su hija, inevitablemente amonestada: «Si te ocurre cualquier cosa mientras conduces el car, voy a sacarte aunque me cueste miles de dólares; pero si el police dice que tu aliento olía a whisky, dejo que te metan en chirona sin mover un dedo». La cara de la muchacha mostraba una paciencia de santa. Me gustaba; en presencia de su madre parecía una chica del pueblo, modesta y silenciosa; y cuando estábamos solos y ella bebía y fumaba, me gustaba aún más porque olía a cigarrillo y a alcohol; por una imagen pecaminosa que me había hecho de la mujer, de su cuerpo y de su amor, me parecía que esas cosas prohibidas, fumar y beber, constituían el pecado más grave y más dulce.
En los días calurosos ella llevaba un ligero vestido veraniego del que surgían nítidos sus hombros. Cuando se afeitaba las axilas con la maquinilla eléctrica yo me quedaba mirándola y ella me sonreía desde el espejo; había algo en esa operación que me turbaba, una mezcla de atracción y repugnancia, la sensación de un pecaminoso misterio y de una mistificación aún más pecaminosa. Una vez, mientras ella se afeitaba, entró mi tío; consintió la depilación en nombre de la higiene y de la estética y se quedó haciendo bromas; luego, al advertir mi presencia, dijo:
—¿Y qué está mirando este puercoespín?
Mi prima le sonrió con malicia, y yo enrojecí de vergüenza y de odio. La sola presencia de mi tío bastaba entonces para humillarme; urdía planes de venganza: cuando estaba él, mi prima no me prestaba ninguna atención; y el sobrenombre de puercoespín, que él me había adjudicado por mis cabellos, tiesos como clavos, me mataba; y mi prima reía al oírlo.
Mi tío parecía otro, se afeitaba cada día, olía a agua de colonia, se deshacía en atenciones con los americanos y era cortés y divertido dentro de su antipática forma de ser que, sin embargo, tanto gustaba a mi tía. Maldecía con ellos a las moscas y afirmaba que no las había en tiempos de Mussolini; mi tía le creía.
—Había más que ahora —decía yo.
Pero él enseguida me acusaba:
—Es comunista, las malas compañías lo han echado a perder.
Y mi tía me miraba con un horror implacable.
Mi madre me defendía con valentía de esta acusación. Mi tía empezaba a sentirse a disgusto con nosotros, pero mi madre, por el gran cariño que sentía hacia su hermana, no advertía los síntomas de frialdad y resentimiento que para mi padre y para mí eran manifiestos. Cada día que transcurría mi tía se alejaba un poco más de nosotros y contaba los que aún le quedaban por pasar en casa: largos días estivales con polvo y moscas, el lavadero para bañarse, las noches tan húmedas que, si se dejaban abiertas las ventanas, las sábanas se pegaban, y con las ventanas cerradas parecía que estuviésemos en un horno. Cada día repetía todas estas cosas. El chico, que entre otras cosas sólo hablaba americano, había caído en un estado hipocondríaco; decía que nada más llegar a América iría corriendo a besar las letrinas, gran frase que mi tía tradujo en nuestro honor y no paraba de citar, y al hacerlo atraía hacia sí al chico, que siempre estaba pegado a ella, y lo besaba; en la escuela sería holgazán, vale, pero algunas cosas las entendía.
Los pequeños incidentes se sucedían uno tras otro. Mi tía, como recuerdo y para atraer la suerte, decía, regalaba dólares; a todos los parientes les daba un billete de diez, pero en una ocasión en que mi madre le recomendó a una pariente pobre —era viuda y sin hijos y vivía de la caridad—, mi tía no soltó ni siquiera un dólar; luego, refiriéndose a aquella pobre mujer, dijo que los parientes querían esquilmarla, que la halagaban por los dólares: eran todos unos gorrones. Mi madre dijo que no era cierto; mi tía insistió de tal manera que parecía querer decirnos que también nosotros éramos unos gorrones. Por el contrario, ocurría que cada vez que ella le ofrecía dinero a mi padre por los gastos extra que se ocasionaban, éste rehusaba aceptarlo, y ella se sentía un tanto ofendida por tal rechazo.
En suma, no se sabía por dónde cogerla. Cada vez estaba más claro que la única persona de la casa que le gustaba era mi tío, quien se había convertido en un doméstico local a su servicio. Ponderaba América en clave de falsete: las buenas cosas, los buenos sentimientos de América; se derretía como un helado al calor de la buena y rica América. Yo, que había leído como si fuese la Biblia un librito titulado La comedia humana, que habían traído los soldados americanos para enseñarnos América, comenzaba a aburrirme un poco, me parecía como un juego, uno de esos juegos frágiles que algunos, tras una buena comida, hacen con palillos y migas: el autor era el hombre ya saciado que, agradecido, alababa a América jugando con palillos.
Mi prima salía siempre conmigo, los dos solos por los caminos; y subía a la buhardilla, donde yo pasaba muchas horas del día buscando en viejos libros y periódicos algo que ni siquiera yo mismo sabía; cada tanto sacaba un libro carcomido con tapas jaspeadas y leía Marco Visconti o I Beati Paoli; por aquellos años leí un centenar de libros, incluidas todas las obras de Vincenzo Gioberti. Pero cuando venía mi prima dejaba de buscar o de leer, ella se sentaba en una caja y me contaba cosas de América, bebía pequeños sorbos de la botella y me contaba. Luego me atraía hacia sí y reía, y mis manos, que parecían las de un ciego, eran más conscientes y cada día se demoraban más; su cuerpo, bajo la ligera tela del vestido, fluía como la música.
Entretanto, mi tía urdía su trama. Ya había comentado a mi madre que, si encontraba un buen partido, casaba a su hija con alguien del pueblo, algún buen muchacho dispuesto a irse a América; ella le pondría un estore, quería a un paisano. Más tarde cogió simpatía a mi tío y dijo a mi madre que estaría contenta de llevárselo a América, un hombre de bien y tan simpático sería sin duda un buen marido para su hija. Mi madre, contenta de quitarse de encima a su cuñado pero a la vez preocupada por el porvenir de su sobrina, dijo que era una idea estupenda, obviamente, pero había que tener en cuenta la diferencia de edad y el hecho de que su cuñado jamás había trabajado; tenía un bonito diploma de contable que le había valido el nombramiento de secretario administrativo del fascio, pero no había hecho otra cosa en su vida; es más, notoriamente incapaz de robar y siempre amablemente dispuesto a dejarse timar por cualquiera, un empleado del fascio se había aprovechado de su absoluta incompetencia para cuentas y registros a fin de estafar sin escrúpulo alguno. Todo esto dijo mi madre, pero la hermana aseguró que, una vez en América, era tarea de ella infundir a mi tío las ganas de trabajar. Consultaron a mi padre y se lo tomó a broma.
—¿Lo lleváis con vosotros u os lo despacho después? —dijo.
Pronto se convenció, sin embargo, de que mi tía hablaba en serio, y expuso con honestidad los aspectos negativos del caso; mi tía dijo que asumía el riesgo. Más tarde lo hablaron con el interesado; se conmovió, solicitó tiempo para meditarlo, pero ante aquella muchacha de veinte años le bailaban los ojos; no había mucho que pensar. Él tenía treinta y cinco años y un enorme deseo de conocer América, la chica era guapa y mi tía y América eran ricas. Al parecer, todo quedó resuelto en dos días; yo me enteré cuando ya era cosa hecha, luego me contaron los pormenores. Se decidió realizar un paseo para dar a conocer el acontecimiento: mi tío y mi prima delante, del brazo; a veinte pasos de distancia, mi madre y mi tía; detrás, mi padre y el marido de mi tía; mi primo y yo, él siempre ceñudo y yo con una negra mancha de muerte que se expandía en mi interior, íbamos a nuestro aire; en un momento dado me puse a dar puntapiés a una lata vacía y acompañé el paseo con ese ruido. Mi padre me miraba de soslayo para que cesara y mi tío, una vez que la dirigí hacia él y fue a parar entre sus pies, dijo:
—Siempre tienes que tocar los huevos, ¿eh?
Pero lo dijo con una sonrisa. Era feliz, se veía; y mi prima se apretaba a él como una gata.
Perdieron algunos días en tramitar los papeles para mi tío; mi prima había traído los suyos de América. Se casaron en el Ayuntamiento; mi tía decidió que la boda por la iglesia se haría en América con una gran fiesta. Un día antes del casamiento dijo a mi madre:
—Oye, tú tienes un hijo y yo tengo cuatro. La mitad de la casa que disfrutas es mía; antes de partir quiero dejar este asunto arreglado: te vendo mi parte.
Mi madre no se lo esperaba; habló con mi padre, pero no teníamos dinero. Mi padre propuso aplazar la venta.
—Tiene que ser ahora —dijo mi tía—, de lo contrario la vendo a cualquiera por poco dinero y ya os apañaréis.
Mi padre se enfureció al verse entre la espada y la pared; mi tía nos echó en cara todo lo que había hecho por nosotros. Mi padre, exagerando, dijo que nos había mandado cuatro trapos, toda ropa usada. Esto colmó el vaso.
—¡Así que yo os he enviado ropa de sicond jands! —gritó mi tía—. ¡Es así como me devolvéis todo el bien que he hecho por vosotros! Era todo nuevo, comprado para vosotros, costaba dólares y dólares, mil dólares en cosas os he mandado.
Su marido asentía en silencio.
Mi tío intervino para contradecir a mi padre; mi madre lloraba. Por último se llegó a un acuerdo: mi padre pagaría el pasaje —en primera clase, quiso dejar claro mi tío— del viaje a América de su hermano, y mi tía renunciaba a su parte de la casa. Pero nos quedamos todos contrariados. La boda, al día siguiente, se celebró en un clima de luto.
Luego se marcharon todos a viajar por Italia; debían tomar el barco en Nápoles; mi tío se quedaría a la espera de que lo reclamara su mujer, cuestión de unos meses. Pero iría con ellos a Taormina, y luego a Roma, en viaje de luna de miel. Los acompañamos a la estación; mi madre lloraba, y entre sollozos decía que la despedida era definitiva: jamás en la vida volvería a ver a su hermana.
—Nos veremos en la otra vida —decía.
Y en verdad, mi tía no vendría más a Italia; este pensamiento me conmovía también a mí. Mientras la locomotora silbaba, las hermanas se abrazaron de nuevo; luego, ya en el estribo, mi tía se volvió y dijo:
—Lo que te he enviado no era de sicond jands.
Lo último que vi, mientras la curva entre los árboles engullía el tren, fue el guante azul de mi prima. Sin pensarlo, como para mí, ya que nunca habría dicho algo semejante delante de mi padre, dije:
—Lo que me apena es que será siempre un cornudo.
Lo decía por mi tío. Mi madre, con los ojos enrojecidos, me miró estupefacta, y el bofetón de mi padre me dejó sordo por un momento. Por suerte la estación estaba desierta.