Joshua y Sally recorrieron los últimos Madisons a toda prisa, Oeste 10, 9, 8… A Joshua no le interesaban esos mundos abarrotados; lo único que quería a esas alturas era llegar a casa. 6, 5, 4… Se habían detenido en una Tierra Baja para desplazarse geográficamente desde Humptulips a Madison, impulsando el dirigible con el único motor que Franklin Tallyman, niño prodigio de Reinicio, había logrado repararles. 3, 2, 1… En los últimos mundos habían encontrado algunas barreras, una especie de sistema de carteles de advertencia, pero siguieron sin perder tiempo…
Cero.
Madison había desaparecido.
Joshua se quedó pasmado, boqueando. Sally le agarró el brazo. Se encontraban en una llanura de cascotes. Formas esqueléticas, fragmentos de pared que sobresalían del suelo. Unos cuantos amasijos retorcidos que debían de ser los restos de estructuras de hormigón armado. Un polvo seco como el infierno se les atragantó de inmediato. El maltrecho dirigible flotaba ciego sobre esas ruinas.
Había alguien de pie ante ellos. Un tipo vestido con un traje protector de cuerpo entero. No, una mujer, descubrió Joshua al verle la cara a través de un visor polvoriento.
—Estamos aquí para recibir a los cruzadores —dijo con una voz filtrada por el altavoz—. Salgan de aquí. Vuelvan por donde han venido.
Alarmados y espantados, Joshua y Sally cruzaron de vuelta a Oeste 1 cogidos de la mano, llevando con ellos el dirigible. Allí, bajo un sol radiante, otra joven con uniforme de la Agencia Federal de Gestión de Emergencias se les acercó con una tablilla y una libreta electrónica. Echó un vistazo al dirigible, sacudió la cabeza con incredulidad y les dijo, en tono de reproche:
—Van a tener que pasar por descontaminación. Hemos dejado avisos en todos los mundos vecinos. En fin, no se puede atrapar a todo el mundo. No se preocupen, no han quebrantado ninguna ley. Necesitaré sus nombres y números de la seguridad social… —Se puso a teclear en su libreta.
Joshua empezaba a comprender lo que le rodeaba. Aquel Madison paralelo estaba abarrotado, en comparación con su última visita. Ciudades de tiendas de campaña, hospitales improvisados, comedores sociales. Un campamento de refugiados.
—Henos aquí —dijo Sally con amargura—, en la tierra de la abundancia, con todo lo que podría llegar a desearse multiplicado por un millón. Y pese a todo, alguien quiere empezar una guerra. El hombre no tiene arreglo.
—Pero —replicó Joshua— no puedes empezar una guerra si no se presenta nadie. Escucha, tenemos que llegar al Centro. O al lugar donde estaría el Centro.
Sonó el teléfono de la funcionaria, que lo llevaba a la cintura. La mujer observó la pantalla, puso cara de perplejidad y miró a Joshua.
—¿Es usted Joshua Valienté?
—Sí.
—Es para usted. —Le tendió el teléfono—. Le paso, señor Lobsang.