51

Para Monica Jansson, el mal día de Madison había empezado con la llamada de Clichy, que la había apartado de su congreso sobre el impacto demográfico de la Tierra Larga, en la Universidad de Wisconsin. Los demás delegados la miraron con mala cara, menos los que sabían que era policía.

—¿Jack? ¿Qué pasa? Más vale que sea impor…

—Calla y escucha, Siniestra. Hay una bomba.

—¿Una bomba?

—Atómica. En el centro de Madison. Creemos que está escondida en alguna parte de la plaza del Capitolio.

El centro de convenciones estaba muy al noreste del centro. Mientras hablaban Jansson ya había arrancado a correr y había salido del edificio, camino al coche, y ya jadeaba; había ocasiones en las que acusaba hasta el último de sus cuarenta y pico años.

Una sirena exterior empezó a aullar.

—¿Una bomba atómica? ¿Cómo coño…?

—La han montado en una maleta o algo así. Estamos dando los avisos. Escúchame, te diré lo que tienes que hacer. Mete a la gente dentro de sus casas. ¿Entendido? Bajo tierra si puedes. Diles que es un tornado, si hace falta para convencerles. Si ese trasto detona, fuera de la zona cero en sí es posible reducir las víctimas inmediatas de la radiación si… Maldita sea, Jansson, ¿eso ha sido la puerta de tu coche?

—Me ha pillado, jefe.

—Dime que vas a salir de la ciudad.

—No puedo decirle eso, señor. —La gente ya salía con cara de desconcierto al sol de un luminoso día otoñal, desde los edificios de oficinas, las tiendas y las viviendas. Por otro lado, también había otros que entraban en los edificios con aire reflexivo, ya que era verdad que Wisconsin recibía tornados de vez en cuando, y la gente sabía que convenía hacer caso de las alarmas. Al cabo de otro par de minutos, las calles estarían embotelladas de personas intentando salir de la ciudad, fuera cual fuese el consejo oficial.

Pisó a fondo para aprovechar que las calzadas estaban aún relativamente despejadas, puso la sirena y avanzó a toda velocidad hacia el Capitolio.

—¡Maldita sea, teniente!

—Mire, señor, sabe tan bien como yo que el responsable de esto será algún grupo extremista del estilo de Humanidad Primero. Y eso es asunto mío. Si llego a tiempo, a lo mejor veo algo, distingo a alguno de los sospechosos habituales, apago ese trasto.

—¡O tu penoso culo lesbiano acaba frito!

—No, señor. —Se dio una palmadita en el cinturón—. Tengo mi cruzadora…

Oyó más sirenas por encima del ruido del coche. Dentro del vehículo empezaron a saltar mensajes de emergencia, llegados a través de múltiples sistemas: una llamada del servicio de emergencias a su teléfono particular, correos electrónicos a su tableta, mensajes del Sistema de Alerta de Emergencias por la radio. Comprendió que nada de eso bastaría.

—Escuche, jefe. Tiene que cambiar de estrategia.

—¿De qué estás hablando?

—Parece que todo el mundo está siguiendo las directrices de costumbre. Tenemos que conseguir que la gente cruce, señor. Hacia donde sea, el este o el oeste, pero fuera de Madison Cero.

—Sabes tan bien como yo que no todo el mundo puede cruzar. Aparte de los fóbicos están los ancianos, los niños, los que no pueden levantarse de la cama, los pacientes de hospital…

—Que la gente ayude a los demás. Si pueden cruzar, que lo hagan, pero que se lleven a alguien con ellos, a alguien que no pueda. Que lo cojan en brazos o a caballito. Después vuelven y cruzan otra vez. Y otra, y otra…

Clichy guardó silencio durante unos instantes.

—Ya habías pensado en esto, ¿verdad, Siniestra?

—Por eso me encargó el trabajo hace tantos años, Jack.

—Estás mal de la cabeza. —Una pausa—. Te haré caso si das media vuelta con el condenado coche.

—Ni hablar, señor.

—Estás despedida, Siniestra.

—Tomo nota, señor. Pero no colgaré, de todas formas.

Al doblar por la avenida Washington Este le quedó a la vista el Capitolio, blanco y resplandeciente al sol. La gente se arremolinaba a su alrededor, entrando o saliendo de oficinas y tiendas. Algunos intentaron pararla con gestos; parecían molestos y probablemente querían quejarse del ruido de las sirenas, que aullaban sin parar y sin razón aparente. El coche que tenía delante llevaba una vieja y valiosa matrícula de los Green Bay Packers. En las paredes vio pósters de Brian Cowley, serio, señalando con el dedo, propagándose como un virus.

Le parecía inconcebible que al cabo de apenas unos minutos todo aquello fuera a ser una nube de polvo radioactivo. Pero en ese momento, por la radio del coche, oyó instrucciones apresuradas de cruzar, entremezcladas con los anuncios de siempre. «Crucen y ayuden. Crucen y ayuden…». Sonrió. Una consigna instantánea.

Clichy volvió al aparato con más información. La única advertencia que la policía había recibido procedía de un chico que había entrado por su propio pie en una comisaría de Milwaukee, angustiado. Tenía quince años. Se había juntado con una panda de miembros de Humanidad Primero para relacionarse con gente, para conocer chicas. Pero les había mentido, porque en realidad era un cruzador natural. Cuando los de HP se enteraron, lo llevaron a un médico, un sujeto al que el Departamento de Policía de Madison tenía vigilado, que le había abierto la cabeza, le había insertado un electrodo y le había quemado los centros neurales que se creían asociados con la capacidad de cruzar. Había dejado al chico ciego, pudiera cruzar todavía o no. De modo que la víctima acudió a la policía y cantó sobre lo que sus amigos planeaban demoler en Madison.

—Lo único que sabe el crío es que los de HP se agenciaron lo que llamaban una «maleta atómica». Pues bien, estoy leyendo en el informe que tengo delante que el único dispositivo de esa clase que se ha reconocido nunca como fabricado en Estados Unidos es el W54. Un SADM, que son las siglas de munición especial de demolición atómica. Una carga de unos seis kilotones, que viene a ser un tercio de Hiroshima. Otra posibilidad es que hayan echado mano de un artefacto ruso, como el RA-115. Alucina, Siniestra: se cree que la antigua Unión Soviética repartió varios trastos de esos por el territorio de Estados Unidos. Por si acaso, ¿sabusté?

Jansson había llegado a la plaza del Capitolio. Solía estar llena de ferias de arte o mercadillos, que se habían ampliado para ofrecer los productos exóticos de una docena de mundos, y a veces albergaba alguna manifestación. Ese día lo que había era una concentración de polis, agentes del FBI y tipos que parecían de Seguridades Nacionales. Algunos llevaban trajes de protección atómica-biológica-química, como si eso fuera a salvarlos. También estaban sus vehículos, incluidos varios helicópteros que planeaban sobre la plaza. «Los más valientes de entre los valientes —pensó—, los que corren hacia la bomba». Mientras bordeaba la plaza a toda velocidad, Jansson echó un vistazo a la calle State, que conectaba la plaza y el campus principal de la universidad mediante una línea recta oeste-este. Todavía estaba llena de bulliciosos restaurantes, cafeterías y tiendas a pesar de la recesión y despoblación que había traído consigo la Tierra Larga, y seguía siendo el corazón palpitante de la ciudad. Esa tarde rebosaba de estudiantes y compradores. Era evidente que algunos buscaban refugio a toda prisa, pero otros se tomaban un café mientras miraban sus teléfonos y ordenadores portátiles. Otros reían, aunque hasta Jansson oía con claridad la voz retumbante de un altavoz policial que instaba a todo el mundo a salir de la calle o cruzar a otro mundo, además del aullido de las sirenas.

—La gente no se lo cree, jefe.

—No me digas.

Jansson salió del coche y, enseñando la placa a todo aquel que se le cruzaba, se abrió paso hasta el promontorio del Capitolio. El estruendo de las sirenas, que hacía eco en el hormigón, resultaba ensordecedor, enloquecedor. Por las cuatro grandes escalinatas que rodeaban el edificio del Capitolio salía un tropel de gente: senadores estatales, lobistas y abogados, vestidos con trajes formales y bien planchados. Al pie de un tramo de escaleras estaba sentado un grupo de civiles menos elegantes, vigilados por un anillo laxo de policías armados y agentes de Seguridades Nacionales. Eran los que se encontraban en la plaza cuando había llegado el aviso, y los agentes los habían retenido de inmediato y habían confiscado sus cruzadoras, teléfonos y cualquier arma que llevasen. Jansson, al borde del perímetro, buscó caras conocidas entre la multitud furiosa y asustada de turistas, compradores y hombres de negocios. Algunos llevaban pulseras con las que hacían ostentación de su orgullo por ser cruzadores, que enseñaban a los agentes que los retenían. «¡No soy de Humanidad Primero! ¡Mire esto!».

Y luego estaba Rod Green, sentado a cierta distancia del resto.

Jansson se sentó junto a Rod. Sabía que tenía dieciocho años, pero parecía más joven. Iba vestido con vaqueros y chaqueta oscura, y llevaba corto su pelo rubio rojizo. Parecía un estudiante cualquiera, pero tenía arrugas en torno a la boca y los ojos. Un ceño fijo, marcas de odio y rencor.

—Has sido tú, ¿verdad, Rod? —Tuvo que gritar para hacerse oír por encima de las sirenas—. Vamos, chico, me conoces. Llevo vigilándote desde hace años.

Rod la miró.

—Tú eres a la que llaman Siniestra.

—Me has pillado. ¿Has sido tú?

—He ayudado.

—¿Ayudado a quién? ¿Cómo?

Rod se encogió de hombros.

—Yo la he traído a la plaza en una mochila grande. La he entregado, pero no sé dónde la han escondido después. Tampoco sé cómo la armaron. Ni cómo puede desarmarse.

«Mierda, mierda».

—¿Esto es necesario, Rod? ¿Tiene que morir toda esta gente solo para que puedas vengarte de mamá?

El chico esbozó una mueca de odio.

—Bueno, esa zorra está a salvo.

La frase dejó estupefacta a Jansson. A lo mejor Rod ni siquiera sabía que su madre, Tilda Lang Green, instalada en una colonia en una Tierra remota, había muerto de cáncer. No era el momento de contárselo.

—¿Crees siquiera que servirá para algo? Ya sé que se os ha metido en la cabeza que Madison es una especie de centro neurálgico para los cruces, pero no podéis parar la Tierra Larga. Aunque arraséis todo Wisconsin la gente seguirá cruzando como si tal cosa desde cualquier…

—Solo sé una cosa sobre la bomba.

Jansson lo agarró por los hombros.

—¿Cuál? Dímelo, Rod.

—Sé cuándo. —Echó un vistazo a su reloj—. Dos minutos y cuarenta y cinco segundos. Cuarenta y cuatro. Cuarenta y tres…

Jansson se levantó y gritó a los policías.

—¿Lo habéis oído? Informad. Y sacad a esta gente de aquí. ¡Sus cruzadoras, por el amor de Dios, devolvedles las cruzadoras!

Los policías no necesitaron que se lo gritara dos veces, y sus cautivos se levantaron como una turba, aterrorizados por las palabras que habían oído a Rod. Jansson, sin embargo, se quedó junto al chico.

—Yo estoy acabado —dijo Rod—. No puedo cruzar. Por eso he venido aquí. Parecía lo más adecuado.

—Adecuado, una mierda. —Sin previo aviso, Jansson lo agarró, le puso las manos bajo las rodillas y alrededor de los hombros como a un niño pequeño y, con un esfuerzo considerable, lo levantó en vilo. Pesaba demasiado para ella y la hizo caer hacia atrás de inmediato, pero activó la cruzadora justo antes de que golpearan el suelo.

Y aterrizó sobre su espalda en la hierba verde. Sobre su cabeza, un cielo azul, igual que en el Datum ese día. Las sirenas se habían callado. La estructura de andamios que habían levantado en Oeste 1 para conectar con el Capitolio se alzaba sobre ella.

Rod, tumbado sobre Jansson, sufrió una convulsión, le vomitó encima y empezó a sacar espumarajos por la boca. Una paramédica vestida de mono naranja se lo llevó a un lado.

—Es fóbico —explicó Jansson—. Necesita…

—Ya lo sabemos, señora. —La paramédica sacó una jeringa de la bolsa y se la inyectó en el cuello.

Las convulsiones remitieron. Rod miró a Jansson a los ojos y dijo claramente:

—Dos minutos. —Después se le pusieron los ojos en blanco y se desmayó.

«Dos minutos». Corrió la voz a lo largo y ancho de Madison Cero, de sus gemelos incipientes a este y oeste y de todo un mundo pendiente de los acontecimientos.

Y empezaron los cruces.

Los padres llevaban en brazos a sus hijos y luego volvían a por sus propios padres y sus vecinos mayores. En las residencias de la tercera edad, los perplejos ancianos veían cómo les enganchaban deprisa y corriendo una cruzadora y los despachaban al este o al oeste por primera vez en sus vidas. En los colegios, los profesores se llevaban a sus alumnos, y los niños más corpulentos a sus compañeros más pequeños. En los hospitales, el personal y los pacientes externos más sanos encontraron maneras de levantar a los enfermos más pesados e inmovilizados y cruzar con ellos, incluidos los comatosos y los bebés de incubadora, y luego volvieron a por más, y esperaron mientras los cirujanos cosían deprisa y corriendo las operaciones que estaban a medias para luego llevarse también a esos pacientes. De una punta a otra de Madison, la mayoría de la humanidad que era capaz de cruzar ayudó a la minoría que no. Incluso fóbicos extremos como Rod Green, que no podían soportar un solo cruce, fueron recibidos por médicos que hicieron lo posible por estabilizarlos y luego alejarlos a toda prisa de la zona de peligro para que pudieran volver al Datum.

En Madison Oeste 1, Monica Jansson observó cómo se sucedían los acontecimientos. Había cámaras de televisión por toda la zona, y vistas aéreas retransmitidas por dirigibles no tripulados. Jansson se sentía muy rara al estar a salvo en mitad de semejante crisis, pero los médicos le habían quitado la cruzadora y no había nada más que pudiera hacer. De modo que observó. Alguien hasta le llevó una taza de café.

Desde el aire, allí en Oeste 1, se distinguían con claridad los lagos, los istmos, la geografía característica de la región extendida como un mapa, un gemelo de la misma zona en el Datum, un gemelo que hasta hacía dos décadas había estado totalmente deshabitado. Madison Oeste 1 había empezado a dejar su propia huella en el mundo, talando tramos de bosque y drenando pantanos. También había algunos senderos lo bastante anchos y bien engravados para merecer el nombre de calles, amén de grupos de edificios y nubes de humo y vapor escupidas por las forjas y los molinos. Sin embargo, ese día los habitantes de Oeste 1 corrían de un lado a otro para acomodar y ayudar a los recién llegados que huían del Datum.

Ahí llegaban. Jansson los vio emerger, uno por uno o en grupos pequeños. Algunos hasta aparecían dentro de los lagos, pues habían cruzado desde sus barcos o tablas de surf. Varios botes de remos surcaban las aguas azules y claras en dirección a las pequeñas figuras gesticulantes.

En tierra firme, a medida que llegaban los cruzadores, Jansson vio que surgía una especie de mapa de la ciudad del Datum sobre la verde alfombra de Oeste 1. Estaban los estudiantes de la universidad, un borrón multicolor que señalaba la posición de su campus y que se extendía hacia el sur desde la orilla del lago Mendota. Estaban los hospitales: el de St. Mary, el Meriter y los diversos centros sanitarios de la Universidad de Wisconsin, pequeños grupúsculos rectangulares de médicos, enfermeras y pacientes. Estaban los colegios, donde los profesores y sus alumnos indicaban la probable ubicación de sus aulas. A la orilla del Monona apareció el contenido del centro de convenciones: hombres de negocio en bandada, como pingüinos. La zona que rodeaba la propia plaza del Capitolio empezó a llenarse, marcando el rombo de su trazado, con los vendedores y clientes de las calles State y King alineados en las aceras que iban de este a oeste, y los oficinistas y residentes de los dos lados de la avenida Washington. Era un auténtico mapa de Madison, descubrió, un mapa hecho de personas, desprovisto de edificios. Buscó con la mirada Allied Drive, donde un grupo de monjas cruzó entre realidades desde el Centro, junto con los niños vulnerables que tenían a su cargo.

Y en el último segundo vio, en una imagen tomada a ras de suelo, que donde se alzaban los rascacielos del centro de la ciudad empezó a aparecer gente en mitad del aire. Muchos llevaban traje. Habían cruzado directamente desde las plantas superiores porque no quedaba tiempo para llegar al ascensor o las escaleras o hacer cualquier otra cosa. Cobraron forma unos fantasmas tridimensionales de los edificios condenados, fantasmas hechos de personas que parecieron flotar en el aire, durante un instante, antes de precipitarse al suelo.

En algún lugar cercano a Jansson, un contador Geiger empezó a chasquear.