42

El Mark Twain era un refugio. Una vez en el aire y cruzando entre mundos, los problemas quedaban atrás. Era un alivio alejarse de los Rectángulos, rumbo a lo nuevo y desconocido. Joshua agradecía la oportunidad de escapar, pese a la creciente y ominosa presión que sentía en la cabeza.

Lobsang seguía cruzando poco a poco, inspeccionando las Tierras con relativo detenimiento, mientras Joshua y Sally pasaban el rato en la cubierta de observación. Cruzaban a la altura de las nubes, pero aun así, una vez, sobrevolando un mundo verde oscuro, Joshua creyó oír un roce de hojas contra la quilla, el arañazo de lo que debían de ser los árboles titánicos de un planeta Bromista.

—Lobsang está preocupado, ¿verdad? —preguntó Sally—. Y angustiado por lo que encontramos en los Rectángulos.

—Bueno, recuerda que es budista. Venera a todos los seres vivos y demás. Pero los huesos siempre dan mal rollo. A los elefantes también les pasa, ¿no? Conocen el significado de los huesos, o bien como signo de amenaza o bien indicando la muerte de uno de su especie… —Notó que Sally tenía la cabeza en otra parte—. ¿Te pasa algo?

—¿Cómo que si me pasa algo? —Sonó como una acusación.

Su tono echó para atrás a Joshua, que no tenía ganas de pelea. Subió a la cocina y empezó a pelar patatas, un regalo de Buen Viaje entregado en un saco tejido. Volcó toda su atención en los movimientos del cuchillo contra el tubérculo. Era una sublimación, lo sabía, pero aun así resultaba reconfortante, dado lo que estaba sublimando.

Sally lo siguió y se plantó en la puerta que daba al comedor.

—Me observas mucho, ¿no?

No era una auténtica pregunta, de modo que Joshua respondió con algo que tampoco era una respuesta.

—Observo a todo el mundo. Es bueno saber lo que piensan.

—¿Y qué estoy pensando yo ahora?

—Tienes miedo. Supongo que los Rectángulos te han asustado tanto como a mí, y a Lobsang, y por debajo de todo eso la migración troll te tiene seriamente espantada, más a ti que a ninguno de nosotros dos, porque conoces a los trolls mejor que nosotros. —Troceada la patata, se agachó y cogió otra del saco de tela. Tendría que conservar ese saco; algún habitante de Buen Viaje probablemente se había pasado horas tejiéndolo—. Prepararé una crema. No conviene esperar demasiado para comerse las almejas. Otro regalo de Buen Viaje…

—Basta, Joshua. Deja las dichosas patatas. Háblame.

Joshua limpió el cuchillo y lo guardó con cuidado; siempre había que cuidar las herramientas. Después se volvió.

—¿Qué te hace creer que me conoces? —preguntó Sally con cara de pocos amigos—. En realidad, ¿conoces a alguien?

—A unas pocas personas. Una policía. Mis amigos del Centro. Incluso a algunos de los chicos a los que ayudé el Día del Cruce y se mantuvieron en contacto después. Y luego están las monjas. Es sensato conocer a las monjas cuando se vive cerca de ellas. A veces pueden ser algo temperamentales…

—Estoy harta de oírte hablar sobre tus dichosas monjas —le espetó Sally.

Joshua mantuvo la calma y se impuso a su instinto de refugiarse de nuevo en el acto de cocinar. Tenía la sensación de que ese era un momento importante.

—Mira, sé que no soy muy diestro interactuando socialmente. Y la hermana Agnes me daría de azotes por usar esa expresión. Pero no hay sustituto para las personas, eso lo sé.

»Mira a los trolls. Sí, son simpáticos y amables, y no desearía que les pasara nada malo. Son felices, y podría envidiarles. Pero no construyen, no hacen, aceptan el mundo como les viene. Los humanos empiezan con el mundo tal y como es e intentan cambiarlo. Y eso es lo que los vuelve interesantes. En todos estos mundos que sobrevolamos a toda velocidad, lo más valioso que podemos encontrar es otro ser humano. Eso es lo que pienso. Y si somos las únicas mentes como la nuestra en la Tierra Larga, en el universo… en fin, es una idea que da bastante pena y miedo.

»Ahora mismo veo a otro ser humano. Y eres tú, y no estás contenta, y me gustaría ayudarte si pudiese. No tienes que decir nada. Tómate tu tiempo. —Sonrió—. La crema de almejas no estará lista hasta dentro de un par de horas, de todas formas. Ah, sí, la película de esta noche será La balada de Cable Hogue. Una saga agridulce ambientada en los últimos días del Viejo Oeste, protagonizada por Jason Robards, según Lobsang.

De todas sus excentricidades, la que provocaba las burlas más feroces de Sally era el hábito que habían desarrollado Lobsang y Joshua de ver películas viejas en las entrañas del Mark Twain. (Joshua se alegraba de que no hubiera estado a bordo cuando los dos se disfrazaron de los Blues Brothers para ver Granujas a todo ritmo). En esa ocasión Sally no reaccionó. El silencio solo se interrumpía por los periódicos zumbidos y chasquidos de los mecanismos ocultos de la cocina. Eran dos personas tocadas, pensó Joshua, unidas por las vicisitudes.

Cuando se cansó de esperar, Joshua volvió a su trabajo y terminó el guiso, al que añadió beicon y condimentos. Le gustaba cocinar. Cocinar respondía a la atención: si las cosas se hacían bien, salían buenas. Era un proceso fiable, y a él le gustaban las cosas fiables. Aunque le habría gustado más tener a mano un poco de apio.

Cuando hubo terminado, encontró a Sally en el salón, sentada en el sofá con las rodillas agarradas, como si intentara hacerse pequeña.

—¿Te apetece un café? —le preguntó.

Ella se encogió de hombros. Le sirvió una taza de la cafetera.

Estaba anocheciendo en los mundos de abajo, y las luces de la cubierta se encendieron. El salón quedó envuelto en un resplandor color miel, una gran mejora. Joshua habló con tono vacilante:

—Yo encuentro mejor preocuparse por los pequeños detalles. Cosas que puedan resolverse con esa preocupación. Por ejemplo, preparar una crema de almejas y ofrecerte un café. Los problemas más gordos, en fin, hay que afrontarlos a medida que se presentan.

Sally sonrió con los labios apretados.

—¿Sabes, Joshua? Para ser un bicho raro antisocial a veces pareces casi perspicaz. Mira, lo que más me chincha es haber tenido que acudir a vosotros dos en busca de ayuda. Bueno, haber tenido que acudir a alguien. Llevo años buscándome la vida yo sola. Sospecho que no puedo afrontar este problema por mi cuenta, pero odio reconocerlo. Y hay otra cosa, Joshua. —Lo miró de arriba abajo—. Tú eres diferente. No lo niegues. El cruzador superpoderoso. El rey de la salvaje Tierra Larga. Tengo la sensación de que, de alguna manera, eres crucial en todo esto. Ese es el motivo secreto por el que acudí a ti en particular.

Aquello último hizo que Joshua se sintiera profundamente incómodo, casi traicionado.

—No quiero ser crucial para nada.

—Pues acostúmbrate. Y ese es mi problema, ya ves. Cuando era pequeña, toda la Tierra Larga era mi patio de recreo, y solo mío. Estoy celosa. Celosa. Porque todo esto puede ser más tuyo que mío.

Joshua intentó asimilarlo todo.

—Sally, a lo mejor tú y yo…

Y en ese momento, exactamente el peor posible, se abrió la puerta y entró Lobsang tan campante, con una sonrisa en la cara.

—¡Ah! ¡Crema de almejas! ¡Con beicon, excelente!

Sally y Joshua cruzaron una mirada, aparcaron su conversación y desviaron los ojos. Sally se centró en Lobsang.

—Hete aquí, el androide que come. ¿A engullir almejas, otra vez?

Lobsang se sentó y, con un movimiento más bien artificial, pasó una pierna por encima de la otra.

—Sí, por supuesto, ¿por qué no? El sustrato de gel que mantiene mi inteligencia necesita componentes orgánicos, así que ¿por qué no tomarlos de exquisiteces culinarias?

Sally miró a Joshua.

—Pero si come, está claro que en algún momento tiene que…

Lobsang sonrió.

—Los escasísimos residuos que produzco son expulsados en forma de un compost compactado a conciencia, dentro de un envoltorio biodegradable. ¿Qué tiene de divertido? Tú me has preguntado, Sally. Por lo menos las burlas suponen un cambio respecto de tu habitual desdén hacia mí. Y ahora, tenemos trabajo que hacer. Necesito que identifiques a estas criaturas, por favor.

A su espalda descendió un panel de la pared, para revelar una pantalla que se encendió con un parpadeo. Joshua vio a un bípedo familiar, escuálido, sucio, amarillento. Sostenía un palo a modo de maza y miraba hacia sus invisibles observadores con alevosía y premeditación, y posiblemente también posmeditación. Joshua sabía demasiado bien lo que era.

—Los llamamos elfos —dijo Sally.

—Ya lo sé —replicó Lobsang.

—Creo que en algunas de las colonias los llaman grises, por la vieja mitología de los ovnis. Se los encuentra por todas partes en los Altos Megas, y a veces también en mundos más bajos. Suelen rehuir de los humanos, pero probarán suerte si te encuentran aislado o herido. Unos cazadores superrápidos, superfuertes y muy inteligentes que usan los cruces cuando se lanzan a por su presa.

—Lo sé —dijo Joshua—. Ya nos los hemos encontrado.

—Elfos. No es un mal nombre, si se piensa un poco. Los elfos no siempre fueron dulces criaturillas, ¿verdad? Las leyendas del norte de Europa los presentan como altos, poderosos y unos auténticos desalmados. Un nombre desagradable. No me parece mal. Necesitan toda la mala prensa que podamos darles. Y en la mitología, ¿los elfos no solían tener miedo al hierro? No es de extrañar, supongo: el hierro podía usarse para atraparlos, para impedirles cruzar.

Joshua volvió a la cocina a ver cómo iba el guiso y, mientras trabajaba, Lobsang explicó a Sally con pocas palabras la batalla de Joshua con los asesinos jinetes de cerdos.

Cuando volvió, Sally lo miró con un respeto nuevo.

—Menos mal que te las ingeniaste para sobrevivir.

—Sí. Y en teoría era mi día libre. Es una larga historia.

—Son unos cachondos, ¿eh?

—Aquí tenemos otra variante —dijo Lobsang. La pantalla mostró una imagen de la elfa embarazada de gran cerebro a la que Joshua había intentado salvar.

—A estos los llamo piruletas —explicó Sally—. Tienen el cerebro grande, ya lo veis, pero en realidad no son tan brillantes, por lo que he visto yo.

Lobsang asintió.

—Tiene sentido. El método de parto por cruce ha permitido una ampliación drástica del tamaño físico del cerebro, pero quizá todavía no esté acompañada por un aumento en la capacidad funcional. Tienen el hardware; el software aún está por evolucionar.

—Entretanto —dijo Sally—, varias de las otras clases de elfo los crían. Por sus cerebros, quiero decir. Se comen esos cerebros tan grandes. Lo he visto.

La declaración fue acogida con un silencio. Lobsang suspiró.

—No estamos exactamente en Rivendel, ¿eh?, aunque haya tantos elfos y trolls. Cuéntame, Sally, ¿hay unicornios en la Tierra Larga?

—La crema está lista —anunció Joshua—. Aprovechad que está caliente.

Mientras se sentaban a la mesa, Sally dijo:

—En realidad, hay unicornios. Algunos a no muchos cruces de Buen Viaje. Puedo enseñártelos si quieres. Unos cabrones de mucho cuidado, no de los que te imaginarías paseando a Barbie. Simples mazacotes de carne en forma de ariete, y tan tontos que se les quedan los cuernos clavados en los árboles. Sucede a menudo en las épocas de celo.

En ese momento la pantalla mostraba imágenes de elfos alimentándose de un animal muerto, peleándose y con la boca ensangrentada.

—¿Por qué nos enseñas todo esto, Lobsang? —preguntó Sally.

—Porque son imágenes en tiempo real de lo que tenemos debajo, en nuestra última Tierra. ¿No habéis notado que hemos parado de cruzar? Comeos las almejas. Los elfos pueden esperar a mañana.