—«Cruzadores naturales». Qué expresión tan bonita, ¿verdad? Pero claro, todos sabemos cruzar. Todos aprendemos a hacerlo cuando nuestras mamaítas nos destetan. «Anda, mira, el bebé ya cruza la habitación». —Brian Cowley, que si algo tenía eran dotes escénicas, dio unos pasos cortos y titubeantes de un lado a otro del escenario, con el micrófono en la mano, iluminado por los focos del enorme salón de conferencias. La sencilla bufonada le valió unos cuantos gritos de ánimo.
Monica Jansson, de paisano, echó un vistazo al público de aquel sótano para ver quiénes eran los más entusiastas.
—Es natural. Caminar lo es. Pero ¿y lo que ellos llaman cruzar? —Sacudió la cabeza—. Eso no tiene nada de natural. Hace falta un cacharro para hacerlo, ¿no? Para caminar no necesitamos ningún cacharro. «Cruzar». Yo no lo llamó así. Mi abuelo no lo habría llamado así. Nosotros, la gente sencilla, que no somos tan cultos y no damos para más, tenemos otras palabras para esa clase de prácticas. Palabras como «antinatural». Palabras como «abominable». Palabras como «impío».
Cada término provocaba un coro más sonoro de vítores. Jansson supo que llegaría un momento en que tendría que sumarse a las voces de ánimo para conservar su tapadera.
La sala, poco iluminada a excepción del escenario y cargada de calor y humedad, estaba llena hasta los topes. Cowley siempre respetaba la norma de aparecer en público solo bajo tierra, en sótanos, bodegas y espacios subterráneos como el salón de actos de ese hotel. Lugares donde los cruzadores no pudieran alcanzarle, no sin excavar antes un agujero en el suelo. Jansson estaba allí de incógnito, junto con compañeros de la Policía de Madison, el Departamento de Seguridades Nacionales (el nombre se había pluralizado diez años después del Día del Cruce), el FBI y una serie de cuerpos de seguridad más, a los que habían llegado a alarmar las consignas más desquiciadas que surgían de los elementos extremistas del movimiento de Cowley, Humanidad Primero.
Jansson ya había reparado en una serie de rostros conocidos entre la multitud. Hasta había uno sobre el escenario, entre la hilera de partidarios ricachones de Cowley: Jim Russo, cuya altisonante Compañía Comercial de la Tierra Larga seguía viva y haciendo negocios, pero que había perdido varias fortunas cuando el mundo había cambiado en modos que escapaban a su imaginación. Desde su interrogatorio a Russo unos años atrás a propósito de las quejas sobre que explotaba a sus trabajadores, Jansson había tomado nota mental de no perderlo de vista, y de observar cómo reaccionaba al siguiente e inevitable revés económico. No había estado muy atenta, al parecer, porque allí lo tenía, cincuentón y amargado tras un chasco más, que él percibía como traición, entregando una porción de su fortuna restante a ese hombre, ese tal Brian Cowley, autoproclamada voz de los anticruce. Y Russo no era el único que había encajado golpes financieros a causa de la apertura de la Tierra Larga; a Cowley no le faltaban financiadores.
El orador estaba pasando a los argumentos económicos que más bombo le habían dado en la prensa.
—Yo pago mis impuestos. Vosotros pagáis vuestros impuestos. Forma parte del contrato que tenemos con nuestro gobierno, y en verdad el gobierno nos pertenece, digan lo que digan los que acaban instalados de por vida en la capital. Pero la otra cara del contrato es la siguiente: que ellos usarán vuestro dinero para beneficiaros a vosotros. A vosotros y a los vuestros, vuestros hijos y vuestros mayores, para que os sintáis seguros en vuestras casas. Ese es el trato, tal y como siempre lo entendí yo. Pero claro, yo no vivo en la capital. Solo soy un ciudadano de a pie, como tú, como tú —dijo señalando a varios miembros del público—. ¿Y sabéis qué ha descubierto este ciudadano de a pie que hacen con vuestros impuestos? Os lo diré. Subvencionan a los colonos. Subvencionan a esos tipos que juegan a ser pioneros, en algún mundo antinatural donde ni siquiera tienen caballos, águilas y ganado normales como los que Dios puso aquí. Les ofrecen servicios postales. Mandan funcionarios para hacer censos. Les envían medicamentos sofisticados. Envían policías, para cuando a esos degenerados les da por matar a sus propias madres o tener hijos con sus propias hijas…
Jansson sabía que eso último, por lo menos, era un montón de embustes. En los espaciosos mundos de cruce, sin presiones de superpoblación ni privaciones, esa clase de delitos eran relativamente raros.
—Y tienen todo un chiringuito, costeado con vuestros impuestos, para asegurar que el dinero que esos «bravos pioneros» dejan aquí, en el mundo real, el único mundo verdadero, quede atado y bien atado para mantenerlos aprovisionados con todos los juguetes que necesiten; estoy hablando de ese tal Crédito Pionero. Algunos hasta tienen casas, que dejan vacías. ¿Sabéis cuántas personas sin hogar viven en Estados Unidos hoy en día?
»¿Y todo para qué? ¿Qué sacas tú de ese arreglo? ¿Y tú, y tú? No hay comercio con esos otros mundos, no más allá de las Tierras 1, 2 y 3, desde donde se puede transportar madera y demás. No puede tenderse un oleoducto desde la Tierra Chorrocientos hasta Houston, Texas. Ni siquiera puedes traer una manada de vacas.
»El gobierno federal lleva años diciéndoos que la expansión por la Tierra Larga es una especie de analogía de la época de las expediciones de los pioneros y el Viejo Oeste. Pues bien, puede que yo no sepa mucho sobre cómo hacen las cosas en la capital, pero sí que conozco el patrimonio de mi país y sé lo que vale un dólar, y puedo deciros que eso es mentira. Es un despilfarro. Alguien se está forrando con esta locura, eso seguro, pero no sois vosotros ni soy yo. ¡Si es que nos valdría más volver a la Luna! ¡Por lo menos es la Luna como Dios manda! ¡Por lo menos puedes traerte piedras lunares!
»Y puedo deciros que, cuando me reúna con el presidente dentro de unos días, esta será mi exigencia básica: corte usted su apoyo a las colonias de la Tierra Larga. Si los cruzadores dejaron bienes aquí, confísquelos. Si son productivos en uno de esos mundos dejados de la mano de Dios, crucifíquelos a impuestos. Si esos tipos quieren ser pioneros, muy bien, que les dejen, pero no a expensas de mis impuestos y los vuestros.
Gruñidos de aprobación, inquietantemente sonoros.
Jansson distinguió a Rod Green, que apenas había cumplido los dieciocho años, fácil de reconocer por su mata de pelo rubio rojizo. Era miembro de un sector demográfico que los policías habían bautizado como «soloencasas», niños incapaces de cruzar que más o menos habían quedado abandonados por unas familias seducidas por el romanticismo de marcharse a empezar una nueva vida en los confines de los mundos. Todo un sector de personas heridas por la existencia misma de la Tierra Larga, de formas mucho más profundas que las meras finanzas. Y allí estaba él, lamiendo el veneno de Cowley.
El cabecilla de Humanidad Primero se acercaba al meollo de su perorata. La droga dura, lo que aquellos desfavorecidos habían acudido a oír. El motivo por el que prohibía que grabasen sus discursos.
—Esto es algo que me he encontrado —dijo mientras sacaba un recorte de prensa—. Una declaración de uno de esos ca-te-drá-ti-cos de las universidades. Y este hombre dice, y cito textualmente: «La capacidad de cruzar representa un nuevo amanecer para la humanidad, la llegada de una nueva competencia cognitiva a la altura del desarrollo del lenguaje y la fabricación de herramientas de múltiples componentes», y bla, bla, bla.
»¿Entendéis lo que está diciendo este hombre, damas y caballeros? ¿Veis de lo que está hablando? Está hablando de evolución.
»Dejad que os cuente una historia. Érase una vez una clase distinta de ser humano que vivía en este planeta. Los llamamos neandertales. Eran como nosotros, ¿sabéis?, llevaban prendas de piel, fabricaban herramientas y hacían fuegos; vamos, que hasta cuidaban de sus enfermos y enterraban a sus muertos con respeto. Pero no eran tan, tan listos como nosotros. Duraron cientos de miles de años, pero en ese tiempo ni uno solo de ellos tuvo una idea tan complicada como un arco y una flecha, que cualquier niño estadounidense de siete años podría construir.
»Pero bueno, allí estaban, con sus herramientas, su caza y su pesca. Hasta que un buen día llegó una clase nueva de gente. Una clase nueva con la cara plana, el cuerpo delgado, manos hábiles y cerebros grandes y abultados. Y aquella gente sí que sabía hacer arcos y flechas. Es más, seguro que hubo algún ca-te-drá-ti-co neandertal que dijo algo por el estilo de: “La capacidad de fabricar un arco y una flecha representa un nuevo amanecer para la humanidad” y bla, bla, bla. A lo mejor ese sabihondo neandertal animó a Ug y Mug a que entregasen un diezmo de carne de mamut para financiar la fabricación de más arcos y flechas, para beneficio de los nuevos. Y todos tan contentos, todos tan amigos.
»Pero ¿dónde están ahora Ug y Mug? ¿Dónde están los neandertales? Os lo diré. Muertos, desde hace treinta mil años. Extintos. Esa sí que es una palabra terrible. Es una palabra que va más allá de la muerte, porque la extinción significa que tus hijos también están muertos, y que tus nietos y sus hijos ni siquiera llegarán a nacer.
»¿Sabéis lo que les diría a esos neandertales? ¿Sabéis lo que tendrían que haber hecho cuando aparecieron aquellos tipos con sus arcos y sus flechas? —Dio un palmetazo en la mesa—. Tendrían que haber levantado sus grandes puños y sus feas y viejas herramientas de piedra y tendrían que haber destrozado los abultados cráneos de esos recién llegados, sin dejar ni uno. Porque si lo hubieran hecho, sus nietos seguirían ahora por aquí. —Siguió dando golpes con la mano plana para acompañar sus frases—. Ahora me vienen políticos federales y ca-te-drá-ti-cos universitarios diciendo que hay una nueva clase de ser humano entre nosotros, una nueva evolución en marcha, un superhombre entre nosotros, los ciudadanos del montón. ¿Un superhombre, cuyo único poder es la capacidad de colarse en el dormitorio de vuestro hijo por la noche, sin que os enteréis siquiera? ¿Qué clase de superhombre es ese?
»¿Creéis que soy un neandertal? ¿Creéis que voy a cometer el mismo error que ellos? ¿Vais a dejar que esos mutantes se apropien de la buena Tierra que Dios nos dio? ¿¡Tú vas a someterte a la extinción!? ¿Y tú? ¿Y tú…?
Todo el mundo estaba en pie, incluidos los ocupantes del escenario, gritando y aplaudiendo. Jansson aplaudió también, para disimular. A su alrededor vio de reojo que los chicos del FBI sacaban fotos discretas del público.
El mundo iba a cambiar de nuevo. Era lo que se respiraba en el ambiente. En cuanto los innovadores dirigibles más o menos secretos de la Corporación Black empezasen a traer la masiva transformación en la capacidad de transporte intermundial que prometían, cabría esperar enormes flujos comerciales y un crecimiento económico desorbitado. Pero llegaría demasiado tarde para la gente como Russo o Cowley. A Jansson le preocupaba el daño que podrían hacer mientras todo el mundo esperaba el siguiente milagro.