39

Joshua se despertó temprano a la mañana siguiente y exploró un poco más, a solas. La gente era simpática y siempre parecía dispuesta a caminar, charlar y hasta ofrecerle tazas hechas de arcilla y llenas de limonada. Superó su inclinación natural al silencio, conversó y escuchó.

Descubrió que la zona estaba bastante colonizada a esas alturas, con prósperos asentamientos en la costa y a lo largo de las vegas de los ríos. En ninguno de ellos vivía mucho más que un par de centenares de habitantes, aunque la gente se reunía para las fiestas… o cuando aparecía algún visitante interesante, como Lobsang y su dirigible. En respuesta al mayor influjo de recién llegados en las décadas recientes, la comunidad había tenido que ampliarse y habían brotado nuevas poblaciones en todo el campo.

Lo que había posibilitado esa rápida expansión, le explicaron, fueron los trolls. Eran útiles, simpáticos, sociables y, lo más crucial, siempre estaban dispuestos a levantar pesos, un ejercicio con el que disfrutaban mucho. Esa donación de potencia muscular había ayudado a los colonos a superar su escasez de mano de obra, animales de tiro y maquinaria.

Sin embargo, en cierto sentido el motivo de todo ese trabajo de construcción, del crecimiento de las nuevas colonias, eran también los trolls. Joshua descubrió que eran alérgicos a las multitudes; a las de humanos, se entiende. Por numeroso que fuera un grupo de trolls, se ponían nerviosos si había más de mil ochocientos noventa humanos en las proximidades, un número que al parecer se había determinado tras meticulosas investigaciones en el pasado. No se enfadaban, sino que simplemente emprendían la marcha, sin aspavientos, y no regresaban hasta que unas docenas de humanos habían tenido la bondad de encontrar otro sitio donde vivir y las cifras volvían a caer por debajo del límite. Pero como la buena voluntad de los trolls poseía un valor incalculable, Buen Viaje se iba expandiendo hacia el sur en forma de confederación de pequeñas poblaciones aptas para trolls. Tampoco era ningún inconveniente, puesto que siempre podía llegarse a la localidad vecina en cuestión de unos minutos, y en aquel terreno fluvial había espacio de sobras para fundar más.

A media mañana, Joshua descubrió que ese hecho, el tamaño de las poblaciones, era de un interés candente para un joven llamado Henry. Se había criado entre los amish hasta que un día topó con un sitio blando y aterrizó entre una clase distinta de elegidos, por así decirlo. A Joshua le dio la impresión de que Henry llevaba su ascensión con bastante buen humor. Le explicó que su gente siempre había considerado que unas ciento cincuenta personas venían a ser el tamaño adecuado para una comunidad unida y que, por tanto, allí se sentía como en su casa. También opinaba, sin embargo, que había muerto, y que Buen Viaje era, si no el cielo, por lo menos una parada en la travesía hacia arriba. Estar muerto no parecía molestarle mucho. Tenía su sitio en esa pequeña sociedad: era buen labrador, tenía mano con los animales y sentía un cariño especial por los trolls.

Y por eso un poco más tarde, cuando a instancias de Lobsang Joshua llevó a Henry al dirigible junto con un puñado de trolls, el hombre creyó que había ascendido al cielo por fin y estaba hablando con Dios. Hay cosas que no se toleran cuando a uno lo han criado las monjas, aunque sean monjas como la hermana Agnes. Joshua intentó disuadir a Henry de que el impresionante personaje vestido de azafrán al que había conocido tras viajar al cielo fuese, en realidad, Dios, pero dado el ego y el aire de omnipotencia de Lobsang, tenía pocas bazas para convencerlo.

Por su parte, Lobsang ardía en deseos de saber más sobre el lenguaje de los trolls. Por eso en la cubierta de observación había ya una pareja de hembras flanqueando a su unidad itinerante, y cuatro o cinco crías que se lo pasaban pipa jugando con Shi-mi. Henry estaba allí para ayudar a calmar a los trolls —en realidad había sido idea de Sally—, pero nada parecía perturbar a un troll de Buen Viaje. Habían entrado al trote en la jaula elevadora con total alegría y, una vez a bordo, parecieron echárselo todo a esas espaldas grandes y peludas, incluso un hombre artificial y un gato robótico.

—Los trolls son mamíferos, por supuesto —dijo Lobsang—. Y las criaturas mamíferas aman y cuidan a sus retoños, al menos la mayoría de ellas. Las madres enseñan a los hijos, de modo que yo estoy aprendiendo igual que un niño, pasito a pasito, por así decirlo. Representando el papel de hijo, tengo la impresión de que podré colegir un mínimo vocabulario elemental: bueno, malo, arriba, abajo. Y así avanzaremos.

Estaba disfrutando, Joshua lo notaba.

—Eres el hombre que susurraba a los trolls, Lobsang.

Pero su interlocutor no hizo caso del chiste y se metió entre su alegre panda de trolls.

—Por favor, observa cómo les ofrezco una bonita pelota brillante. ¡Bien! Joshua, fíjate en los sonidos de apreciación e interés. ¡Mira el objeto bonito y brillante! Y ahora, te lo quito. Ah, el sonido de la tristeza y la privación, muy bien. Pero observa que la hembra adulta está atenta y emite sonidos de incertidumbre, con una mera sugerencia de que, si intentase algo feo de verdad con su peluche favorito, con toda probabilidad me arrancaría el brazo y me mataría a porrazos con el extremo húmedo. ¡Espléndido! Mira, Joshua, le devuelvo la pelota a la cría y ahora la madre muestra menos aprensión y todo es dulzura y luz otra vez.

Y así era, pensó Joshua. Anclado sobre Buen Viaje, el Mark Twain se mecía suavemente con la brisa soleada, mientras su madera emitía los chirridos justos para recordar al arrullo de una hamaca. Un lugar agradable lleno de trolls felices, muy felices.

El hechizo se rompió cuando Lobsang preguntó:

—Henry, ¿crees que podrías procurarme un troll muerto?

El antiguo amish no sabía dónde meterse. Cuando habló lo hizo con acento, con una extraña cadencia.

—Señor, si muere uno de ellos cavan un agujero muy profundo en el suelo y entierran el cuerpo, después de haberlo cubierto de flores para garantizar la resurrección, me parece.

—Ah, entonces ¿será imposible que practique una disección forense? Me lo temía… Te ruego que me disculpes —añadió, con lo que a Joshua le pareció un tacto muy poco habitual en él—. No era mi intención ser irrespetuoso. Pero el valor científico sería elevado. Tengo ante mí una especie hasta ahora desconocida que, pese a su falta de lo que a nosotros nos gusta llamar civilización, y sin nuestra variedad de inteligencia, posee un método de comunicación de una complejidad y profundidad sin parangón entre la humanidad hasta la difusión de internet. Gracias a esa capacidad creo que todo lo interesante y útil que aprende un troll no tardan en saberlo todos sus congéneres. En apariencia poseen unos lóbulos frontales muy desarrollados, que según mis sospechas utilizan sobre todo para almacenar y procesar recuerdos, tanto personales como a nivel de especie… ¡Ay, qué no daría por un cuerpo que diseccionar! En fin, a falta de eso, haré todo lo que pueda, que será lo mejor que hay.

Henry se rio.

—No cree en la modestia, ¿verdad, señor Lobsang?

—Desde luego que no, Henry. La modestia no es más que arrogancia a hurtadillas.

Joshua le lanzó una pelota a un bebé troll.

—Los neandertales también colocaban flores sobre los cuerpos de sus muertos. No soy ningún experto, lo vi en el canal Discovery. ¿Los trolls son casi humanos, entonces? —Tuvo la sensatez de agacharse cuando el entusiasmado cachorro le lanzó de vuelta la pelota, que pasó disparada por encima de su cabeza y arrancó astillas del mamparo.

—Los jóvenes, siempre experimentando —comentó Lobsang—. «Casi humanos» es correcto, Joshua. Como los delfines, los orangutanes y, siendo caritativo, el resto de los simios superiores. Nos separa una minúscula brecha, y nadie sabe cómo el Homo sapiens se volvió, bueno, sapiente. Sally, ¿los trolls usan herramientas?

Sally dejó de jugar un momento y lo miró.

—Claro. Lejos de los humanos los he visto usar palos y piedras como herramientas improvisadas. Y si llega un grupo nuevo a Buen Viaje y ve que hay alguien reparando una salmonera en el río, puede que un troll agarre un serrucho y le ayude, si se le enseña qué hacer. Para el final de la jornada, todos los trolls de ese grupo sabrán manejarlo.

Lobsang le dio una palmadita a un troll.

—O sea que es cuestión de monito ve, monito copia.

—No —respondió Sally—, es cuestión de troll mira, troll se sienta, troll piensa en las cosas y luego, si conviene, troll fabrica una palanca medio decente o lo que sea y, hacia el anochecer, troll explica a los demás trolls su utilidad. Su cántico largo es una Wikipedia troll, no hay palabras para describirlo. Si alguien quiere descubrir algo como «¿Voy a vomitar si me como este elefante violeta?», otro troll se lo dice.

—Espera —dijo Joshua—. ¿Estás diciendo que has visto un elefante violeta?

—No exactamente —contestó Sally—, pero en una de las Áfricas te juro que hay un elefante que tiene más que dominado el arte del camuflaje. En algún lugar de la Tierra Larga encontrarás casi cualquier cosa que puedas imaginar.

—«Cualquier cosa que puedas imaginar» —murmuró Lobsang—. Interesante formulación. Entre nosotros, Sally, no me quito de la cabeza la sensación de que el conjunto de la Tierra Larga tiene algo que se acerca a lo que solo puedo llamar un componente metaorgánico. O tal vez metaanimista.

—Hummm. A lo mejor —dijo Sally mientras rascaba el cuero cabelludo de un troll—. Pero el tinglado entero me irrita. La Tierra Larga es demasiado buena con nosotros. ¡Es demasiado fácil! Justo cuando hemos destrozado el Datum, justo cuando hemos exterminado a la mayor parte de la vida con la que lo compartíamos y estábamos a punto de sucumbir a nuestras guerras internas por los recursos, ¡bam!, se abre una infinidad de Tierras. ¿Qué clase de Dios se saca de la manga un truco como ese?

—¿Te opones a esta salvación? —preguntó Lobsang—. Eres una auténtica misántropa, ¿verdad, Sally?

—Me sobran motivos para la misantropía.

Lobsang acarició a sus trolls.

—Pero a lo mejor no tiene nada que ver con ninguna clase de dios. Sally, nosotros, quiero decir la humanidad, apenas estamos en los albores de nuestra investigación de la Tierra Larga. Newton, como sabrás, se refería a sí mismo como un niño jugando en la playa, al que distraía un guijarro plano o una concha bonita, mientras el océano de la verdad se extendía, desconocido, ante él. ¡Newton! Qué poco entendemos. ¿Por qué se presta el universo a una investigación meticulosa y esforzada, para empezar? ¿Por qué es tan generoso, tan fecundo, tan favorable a la vida e incluso a la inteligencia? Quizá en cierto modo la Tierra Larga sea una expresión de ese favor.

—Si es así, no nos lo merecemos.

—Bueno, ese es un debate para otro día… En serio te digo que mis indagaciones se verán frustradas como no obtenga el cadáver de un troll.

—Ni lo pienses —dijo Sally.

Lobsang replicó cortante:

—Por favor, no me digas lo que tengo que pensar. Pienso, luego existo; me dedico a eso. ¿Puedo sugeriros a los dos que bajéis a disfrutar de los placeres de Buen Viaje y me dejéis en paz para charlar con mis amigos? A los que prometo no matar y diseccionar.

En la cubierta inferior de acceso, la compuerta de la jaula se abrió con un golpe metálico, una clara insinuación de que debían marcharse.

Cuando estuvieron de vuelta en el suelo, Sally soltó una risilla.

—Ese tío puede ponerse muy cascarrabias, ¿no te parece?

—Quizá. —Joshua estaba algo preocupado. Nunca había visto a Lobsang tan inestable.

—¿De verdad hay un ser humano ahí dentro, en alguna parte?

—Sí —respondió Joshua, categórico—. Y tú sabes que lo hay, porque has dicho que ese tío puede ponerse cascarrabias. No has usado la palabra «trasto».

—Ya, muy listo. Venga, vamos a dar una vuelta a ver si vemos más casas felices.

Para Sally aquella tarde pareció consistir en saludar, uno tras otro, a un montón de amigos a los que no veía desde hacía mucho. Joshua se contentó con quedarse atrás paseando, mientras intentaba analizar sus sentimientos sobre Buen Viaje.

A ver, el sitio le gustaba. ¿Por qué? Porque parecía, ¿cómo decirlo?, correcto en cierto sentido. Como si fuera un hogar para la humanidad, tal vez. Quizá se debiera a que también él intuía hasta cierto punto los sitios blandos, las rutas blandas que convergían todas allí, en el pozo de estabilidad de Lobsang. Sin embargo, los quizá de su cabeza le molestaban mientras caminaba solo, al igual que la sensación de que Buen Viaje le desagradaba en la misma medida en que le gustaba. Como si no confiase en el lugar.

Había escuchado el intercambio de pareceres entre Sally y Lobsang —ella era más locuaz con esos temas, aunque no estuviese necesariamente mejor informada— e intentó sacar conclusiones de todo lo que estaba descubriendo. ¿Cuál era realmente el hogar del hombre? Era evidente que el Datum, con sus fósiles ancestrales que llegaban hasta el lecho de roca. Pero la especie humana se estaba extendiendo a marchas forzadas por la Tierra Larga, sin importarle lo que pensaran los gobiernos o las égidas. Nadie podía impedirlo, y desde luego nadie podía controlarlo, por mucho que lo intentasen todos aquellos demagogos meapilas que soltaban espumarajos encerrados en sus casas en el Datum. Antes se acabarían las personas que las Tierras, pero ¿qué sentido tenía todo? La hermana Agnes solía decirle que el sentido de la vida era ser todo lo que uno pudiera ser, con una guarnición de ayudar al prójimo a hacer lo mismo, claro está. Y quizá la Tierra Larga fuera un lugar donde, como diría Lobsang, la potencialidad humana podía alcanzar su máxima expresión… ¿Existía algún sentido en el que ese fuera el propósito de la Tierra Larga? ¿Permitir que la humanidad diera lo máximo de sí? Y en mitad de aquel enigma cósmico estaba Buen Viaje, donde la madera de deriva de la humanidad llegaba y pasaba por el tamiz. ¿Qué fin tenía eso?

Por supuesto, no había respuestas.

Con el avance del atardecer, Joshua fue con cuidado de no chocar contra ningún troll. Ellos rara vez topaban con las personas. A decir verdad, la etiqueta general de Buen Viaje era que todos debían intentar no chocar con nadie. Pero entonces, de improviso, Joshua tropezó con un elefante.

Por suerte, ni era violeta ni iba camuflado. Era bastante pequeño, del tamaño aproximado de un buey, estaba recubierto de hirsuto pelaje marrón y portaba a un jinete, un hombre achaparrado y canoso que dijo con desenfado:

—¡Otro recién llegado! ¿Y tú de dónde sales, grumete? Me llamo Wally y llevo once años aquí. Vivir para ver, que dicen. Fue una putada, ¡menos mal que no estaba casado! Y no por falta de oportunidades, ojo, ni antes ni después. —El tal Wally se deslizó por el costado de su elefante en miniatura y le tendió una mano curtida—. ¡Esos cinco!

Se saludaron y Joshua se presentó.

—Solo llevo aquí un par de días. Llegué volando. En una máquina voladora —aclaró rápidamente.

—¿En serio? ¡Genial! ¿Cuándo te vas? ¿Tenéis un asiento libre?

A Joshua le había llamado la atención que tan pocos residentes de Buen Viaje le hubieran hecho esa pregunta; muy pocos querían marcharse.

—Creo que nos lo tendremos que pensar, Wally. Tenemos una especie de misión que cumplir.

—No pasa nada —dijo Wally, que no parecía molesto en absoluto—. Iba dándole a la pértiga río abajo y me encontré a Jumbo, aquí presente. Un pequeñín simpático, ¿no te parece? Viene de perlas para las distancias largas y es bastante avispado. Suben desde las llanuras. —Suspiró—. A mí me gustan los espacios despejados, no los bosques tétricos. Me gusta sentir el viento en la cara. —Mientras caminaban hacia el ayuntamiento seguidos de cerca por el obediente Jumbo, su dueño añadió—: Hemos estado trabajando en el nuevo camino al sur, desbrozando el recorrido. ¡Los árboles no me molestan si puedo talarlos! Pero me da a mí que aquí ya he pagado mi sustento, o sea que va siendo hora de construir un barco y zarpar a descubrir Australia. Esa sí que es una distancia larga, anda que no.

—Queda a medio mundo de distancia, Wally. Y no será la Australia que recuerdas.

—Es verdad, pero cualquier Australia me vale. Por supuesto, no puedo hacerlo de una tacada, pero una manera sencilla sería bajar por la costa, sin alejarme de la orilla, que está llena de cosas ricas para comer, y luego tirar para Hawái. Y puedes apostarte lo que quieras a que ese será uno de los primeros sitios que los cruzadores querrán colonizar. Y después de eso, bueno, ya veremos, pero donde hay gente tiene que haber un pub, ¡y donde hay un pub tarde o temprano tiene que haber un Wally!

Joshua le dio la mano y le deseó buen viaje.

Encontró a Sally en el ayuntamiento, rodeada de rostros amistosos, como siempre. Al verlo, se dirigió hacia él.

—La gente ha empezado a notarlo. Incluso aquí.

—¿El qué?

—Lo de los trolls. Que cada vez hay más cruzando hacia el este. Han pasado por aquí bandas salvajes, pero sospecho que hasta algunos de los trolls locales, los que podrían llamarse más o menos domesticados, también quieren partir, pero son demasiado educados o algo por el estilo. Los lugareños empiezan a preocuparse.

—Hummm. ¿Olas en el tranquilo estanque de Buen Viaje?

—¿Lobsang ha acabado de jugar al doctor Dolittle? Va siendo hora de que despeguemos otra vez hacia el oeste.

—Vamos a verlo.

Una vez en el dirigible, la cubierta de observación parecía vacía a excepción de un montón de trolls, acurrucados como cachorrillos. Entonces la pila se movió y Lobsang asomó la cabeza, radiante.

—El roce del pelaje sobre las superficies táctiles es maravilloso, ¿verdad que sí? Me siento como un bendecido. ¡Y hablan! Un vocabulario mínimo y con un tono extremadamente agudo… Múltiples modos de comunicarse, al parecer; da la impresión de que ser troll consiste en comunicarse. Pero sospecho que el auténtico intercambio de información se produce en las canciones.

»Creo que ya he aprendido los términos que denotan bueno/malo, aprobación/rechazo, placer/dolor, noche/día, caliente/frío, correcto/incorrecto y “quiero mamar ahora”, aunque sospecho que este último no me será de mucha utilidad. Aprenderé más cuando prosigamos con nuestra travesía, lo que por cierto haremos con presteza mañana al amanecer. Pretendo llevarme a estos trolls. Espero que a mis nuevos amigos no les importe viajar por el aire. ¡Creo que les gusto!

La cara de Sally era una máscara de esforzado control.

—Bueno, me parece estupendo, Lobsang, pero ¿estás haciendo algún trabajo real aquí arriba?

—Voy llegando a conclusiones preliminares. Es evidente que son unos omnívoros muy flexibles. No es de extrañar que estén tan extendidos por la Tierra Larga. Son los nómadas ideales. Producto de un par de millones de años de evolución, probablemente, desde que el linaje habilino raíz aprendió a cruzar.

—¿Habilino? —preguntó Joshua.

Homo habilis. «Hombre hábil». Los primeros fabricantes de herramientas de la línea evolutiva humana. Verás, especulo con la idea de que la capacidad de cruzar evolucionara en paralelo a la de fabricar herramientas. Sin duda precisan una capacidad imaginativa similar: imaginar cómo un trozo de piedra puede convertirse en hacha contra imaginar cómo un mundo puede diferir de otro y luego cruzar a él. O quizá tenga que ver con la capacidad de imaginar futuros alternativos en función de las elecciones que se hagan: ir a cazar hoy o volver a aquella fértil avellaneda… En cualquier caso, cuando surgió esa habilidad la especie tuvo que dividirse, entre cruzadores cada vez más diestros que debieron de ir separándose y aquellos menos hábiles o incapaces de cruzar, que debieron de quedarse en casa y a lo mejor plantearon una resistencia activa a los cruzadores, que tenían una ventaja competitiva.

—Una rama atrapada en casa que dio lugar a la humanidad en la Tierra Datum —conjeturó Joshua.

—Es posible. Las investigaciones arqueológicas de mi colega Nelson parecen indicarlo. Pero no son más que suposiciones mías. Podría ser que la capacidad de cruzar hubiera surgido antes incluso, durante la era de los simios prehumanos. Hay que describir a estas criaturas como humanoides, más que homínidos, hasta que se concluya un estudio como es debido y se establezcan las relaciones evolutivas.

—¿Te han contado por qué migran? —preguntó Sally.

—Tengo una idea. Mi conclusión es provisional por fuerza, aunque a la hembra alfa se le dé asombrosamente bien la pantomima. Imagina una presión en tu cabeza. Tormentas en la mente.

Y Joshua cobró conciencia de la tormenta que se avecinaba en su cabeza, la sensación de presión a medida que iban avanzando hacia el oeste, como si tuviera delante el mismísimo Datum con sus miles de millones de almas. «Sí —pensó—, se nos viene encima un temporal para la psique. Pero ¿qué lo impulsa?».

Lobsang no dijo nada más. Entre los maullidos de las crías de troll, volvía a estar sumergido en su montículo de pelaje.

—Ah. Superficies táctiles…

Y de repente dejó de haber Lobsang. La presencia física de la unidad itinerante seguía allí, pero algún aspecto sutil de la nave se había disipado.

Joshua miró a Sally.

—¿Tú también lo has notado? —preguntó ella—. ¿Algo que se ha dejado de ver u oír de repente? ¿Adónde ha ido? No puede morir, ¿verdad? O… ¿romperse?

Joshua no sabía qué decir. En la nave seguía habiendo un ajetreo sutil, porque su infinidad de mecanismos aún zumbaban y chasqueaban como si nada hubiera pasado, pero dentro de aquel complejo iluminado Joshua no detectaba el elemento controlador, no detectaba a Lobsang. Faltaba algo esencial. Había sentido lo mismo cuando murió la hermana Regina. Llevaba años sin poder levantarse de la cama, pero le gustaba ver a los niños y todavía, sin embargo, se sabía todos sus nombres. Habían ido todos juntos a verla, nerviosos por el olor y por su piel apergaminada. Y entonces, de repente, fue como si algo que hasta ese momento no habían sabido que estaba allí… dejara de estarlo.

—Llevo un tiempo pensando que a lo mejor está enfermo —dijo, con tono dubitativo—. No ha sido el mismo desde que se enterró bajo crías de troll.

La voz de Lobsang sonó por el altavoz.

—No os preocupéis sin necesidad.

Sally se sobresaltó y soltó una risita nerviosa.

—Y si hay necesidad, ¿podemos preocuparnos?

—Sally, por favor, déjanos explicarnos. No se ha producido ninguna avería. Os habla un subsistema de emergencia. Ahora mismo Lobsang se está recompilando, es decir, está integrando enormes volúmenes de información nueva. Tardará unas pocas horas. Sin embargo, nosotros, los subsistemas, somos plenamente capaces de cumplir todas las funciones necesarias durante el citado período. Lobsang necesita su tiempo de desconexión; tarde o temprano todas las criaturas sapientes necesitan tiempo para recapacitar, como a buen seguro comprenderéis. Estáis totalmente a salvo. Lobsang confía en disfrutar del placer de vuestra compañía alrededor del amanecer.

Sally resopló.

—No sé por qué, me esperaba que añadiese «Que tengáis un buen día», pero supongo que no se puede pedir todo. ¿Cuánto de lo que nos ha dicho crees que es cierto?

Joshua se encogió de hombros.

—Está aprendiendo mucho de los trolls, supongo, y muy deprisa.

—Y ahora está absorbiendo sus pesadillas. O sea que tenemos la noche libre. ¿Qué me dices de un último descenso para ir al bar?

—¿Qué bar?

Al final de una larga tanda de copas de despedida, todas gratis, tuvo que llevarla a cuestas hasta el dirigible. La posó con delicadeza en la cama de su camarote. Parecía más joven cuando dormía. Sintió una irracional punzada de instinto protector, y se alegró de que Sally no estuviera despierta para notarlo.

No había ni rastro de Lobsang, no sonaba su voz.

Además, resultó que los trolls se habían marchado por su cuenta. Joshua pensó: «Troll ve el botón de la grúa, troll piensa en el botón, troll pulsa el botón, adiós troll». Lobsang había querido sacar más de su contacto con las criaturas, pero era evidente que ellas habían obtenido de él todo lo que querían.

Solo, Joshua se tumbó en su sofá de la cubierta de observación y contempló las estrellas.

Al amanecer, con todos sus pasajeros dormidos, el dirigible se elevó suavemente, ganando altura hasta situarse por encima de las copas de los mayores gigantes del bosque, y luego cruzó y desapareció con un discreto trueno.