Los visitantes caminaban entre una muchedumbre sonriente.
A Joshua le parecían extraños el trazado y la arquitectura del lugar. El sistema de caminos no parecía diseñado según ningún plan: era una maraña de calles que se entrecruzaban y se perdían en el bosque, como si hubieran evolucionado así por su cuenta. Y los edificios estaban amontonados sobre cimientos que a menudo parecían muy antiguos. Realmente daba la impresión de que el pueblo había crecido de forma lenta pero continua durante mucho tiempo, y de que estaba organizado en capas de estructuras superpuestas, como los anillos del tronco de un árbol. Lo que sí parecía existir era una preponderancia de edificios relativamente modernos rodeando un núcleo muy antiguo, como si hubiese llegado un mayor número de personas en tiempos recientes, tal vez en el último par de siglos. Lo que coincidía, supuso, con el momento en que la población de la Tierra Datum había empezado a crecer a gran velocidad, cosa que sin duda había engrosado el caudal de almas errantes que llegaban a Buen Viaje.
Paseando por la orilla del río, Joshua empezó a formarse una idea de cómo vivía la gente allí. La ribera estaba llena de secaderos de pescado —sobre todo unos peces parecidos a salmones, especímenes grandes y sanos, limpiamente fileteados— y dentro de las residencias colgaban más ejemplares, algunos de ellos ahumados. No parecía que nadie se matara a trabajar, pero vio salmoneras en el río, trampas, redes y un puñado de lugareños que reparaban anzuelos, cabos y arpones. Aunque le contaron que más lejos del centro había unos pocos campos de cultivo —que en su mayor parte daban patatas como reserva alimentaria de emergencia y fuente de energía para las cruzadoras de los pocos visitantes que usaban caja—, el río proporcionaba la mayor parte del alimento de los habitantes. Durante la temporada anual del salmón, le contaron los lugareños en una mezcla de acentos estrafalarios, la población entera, humana y troll, bajaba al río y cosechaba a los peces migratorios, que se agolpaban de tal manera en el río que el agua rebasaba los cauces. Por supuesto, también había otras clases de pescado, y Joshua vio grandes vertederos de conchas de almeja y de ostra. El bosque también era generoso, como atestiguaban las cestas de moras, bellotas y avellanas, además de las piernas de unos animales que no supo identificar.
—Por eso aquí nadie cultiva —murmuró Sally—. O casi nadie. No lo necesitan, por lo generosa que es la tierra. Allá en el Datum, en esta región, los cazadores-recolectores precolombinos establecieron unas sociedades al menos tan complejas como las agrícolas, con una fracción del trabajo. Y sin dolor de espalda. Lo mismo pasa en este lugar. —Se rio a la vez que empezaba a lloviznar—. A lo mejor por eso Buen Viaje se formó precisamente aquí, en uno de los enclaves más generosos de todos los mundos. Si no lloviera a todas horas, sería el paraíso.
Pero había trolls por todas partes, y eso era algo que no se habría visto en el estado de Washington, allá en el Datum. Los humanoides pasaban entre los turistas humanos con un cuidado y una atención que Joshua no habría esperado de unas criaturas que parecían una mezcla de oso y cerdo bípedo. La relación de evidente cordialidad entre humanos y trolls y la bienvenida generalizada que habían recibido conferían al pueblo un aire de paz.
Paradójicamente, eso incomodaba a Joshua, aunque no tenía ni idea de por qué. Era solo que, con los trolls tan bien integrados en el lugar, la comunidad parecía hasta demasiado tranquila. No del todo humana… No por primera vez en su vida, se sentía confuso y en conflicto. Le faltaba mucho por entender sobre aquel lugar.
Y entonces, en la plaza central, uno de los trolls se sentó y empezó a cantar. Pronto se le sumó el resto. Una canción troll siempre era extraordinaria; escucharla parecía tener el efecto de dejar al oyente clavado en el sitio, de un modo que Joshua sabía que nunca sería capaz de explicar. Pareció que los poderosos acordes, cuyo eco se propagaba por el lejano bosque, duraban una eternidad, aunque cuando miró el reloj al terminar vio que solo habían pasado unos diez minutos. Sally le dio un golpecito en el hombro.
—Eso, señorito, es lo que llamamos la llamada corta del troll. La larga puede durar un mes. Reconfortante, ¿no? Aunque ponga los pelos un poco de punta. A veces los ves en un claro, a cientos de ellos, todos cantando pero como si cada uno fuera a su aire, sin hacer caso de los demás, hasta que de repente terminan en un gran acorde, estilo Thomas Tallis, ¿sabes? Como si te llegara en cuatro dimensiones a la vez.
—Conozco el canon entero de Tallis, Sally —dijo Lobsang—. Es una comparación pertinente.
Joshua decidió que no dejaría que lo excluyeran.
—He oído hablar de Tallis. La hermana Agnes decía que si viviera hoy en día tendría una Harley, aunque claro, según ella todos sus héroes habrían tenido una Harley.
—Detecto estructuras en la música —dijo Lobsang—. Tardaré un tiempo en analizarlas.
—Buena suerte con eso, valiente —replicó Sally—. Hace años que conozco a los trolls y solo me atrevo a hacer suposiciones sobre lo que hablan. Pero estoy bastante segura de que, en este caso, hablaban de nosotros y del dirigible. Para la noche, todos los trolls del continente lo estarán repitiendo hasta que les salga perfecto. Las canciones representan una especie de memoria compartida, o al menos es lo que creo. Hasta tienen un tipo de suma de verificación, me parece, un mecanismo autocorrector para que todos los trolls reciban la misma información de forma fiable. Con el tiempo es probable que se extienda por los mundos, en función de los patrones migratorios de los trolls. Tarde o temprano todo troll al que pueda accederse sabrá que estuvimos hoy aquí.
Los demás absorbieron la información en silencio. A Joshua le pareció una idea asombrosa y sobrenatural, una memoria cantada que abarcaba distintos mundos.
Siguieron paseando. Era una tarde apacible y cálida, aunque hubiera breves intervalos de llovizna a los que nadie parecía hacer ningún caso. No había vehículos ni animales de tiro, solo un puñado de carretillas y los omnipresentes secaderos de pescado.
—A lo mejor deberíamos ir al grano —dijo Joshua a Sally—. Vale, sabes de trolls. En realidad, parece que les tienes mucho cariño. Sabes lo de la migración humanoide. Nos has traído a este sitio, donde existe una extraña comunidad humano-troll… Quieres algo de nosotros, eso es obvio. ¿Tiene que ver con la migración, Sally?
Sally tardó un rato en responder.
—Sí. De acuerdo. No tenía ninguna intención de ocultaros nada. Lo que pasa es que es mejor que lo descubráis por vosotros mismos. Sí, me preocupa la migración. Es una perturbación que se deja notar de punta a punta de la Tierra Larga. Y sí, no creo que pueda, o deba, ir sola a investigar la causa. Pero alguien tiene que hacerlo, ¿no?
—Entonces tenemos las mismas metas —dijo Lobsang.
Joshua insistió.
—Venga, desembucha, Sally. Va siendo hora de que hagamos un trueque justo. Te ayudaremos, pero tú tienes que ser sincera. Sabías que este sitio estaba aquí y la manera de llegar. ¿Cómo? ¿Y cómo has podido llegar tan lejos, para empezar?
Sally parecía recelosa.
—¿Puedo confiar en vosotros dos? ¿Confiar de verdad?
—Sí —dijo Joshua.
—No —replicó Lobsang—. Todo aquello que me digas que pueda emplearse para la mejora de la humanidad en su conjunto se utilizará como yo considere adecuado. Sin embargo, no haré nada que os perjudique a ti o a tu familia. En eso puedes confiar en mí. Sabes algo que ignoramos sobre la conectividad de la Tierra Larga, ¿no es así?
Pasó una pareja cogida de la mano; ella parecía sueca y él tenía la piel casi tan negra como la medianoche. Sally respiró hondo.
—Mi familia los llama sitios blandos.
—¿Sitios blandos? —repitió Joshua.
—Atajos. Suelen estar muy tierra adentro, en el centro de un continente, pero no siempre. Suelen estar cerca del agua y ganan fuerza alrededor del ocaso. No puedo explicaros exactamente el aspecto que tienen ni cómo los encuentro. Es más una sensación que otra cosa.
—Me parece que no entiendo…
—Son sitios que permiten viajar deprisa, cruzando múltiples Tierras de golpe.
—Botas de siete leguas…
—Sospecho que agujeros de gusano sería una metáfora mejor —murmuró Lobsang.
—Pero varían —advirtió Sally—. Se abren y se cierran. Hay que encontrar el camino y seguirlo… Alguien tiene que enseñarte qué buscar. Pero no es algo que se aprenda, sino más bien algo que se recuerda, algo de lo que te hablaron hace mucho tiempo y que, cuando lo necesitas, aparece. No es como un tartamudeo de cruzadora. Es más parecido a, bueno, una mano que te tienden. Algo así como orgánico, ¿vale? Como los marineros que conocen las corrientes del mar, el flujo y el reflujo, el viento y la marea, hasta la salinidad del agua. Y eso, que se mueven, se abren y se cierran o reconectan con un destino diferente. Al principio vas a ciegas, pero ahora puedo alcanzar cualquier destino en tres o cuatro cruces, si pillo bien la marea.
Joshua intentó imaginarlo. Visualizó la Tierra Larga como un tubo de mundos, una manguera, por la que él avanzaba mundo a mundo. Esos sitios blandos eran como… ¿qué? ¿Agujeros en las paredes del tubo, que permitían saltar por encima de inmensas tiras de Tierras posibles? O a lo mejor era como una red de metro, invisible bajo las calles de una ciudad, que conectaba un punto con otro, una red con su propia topología independiente de la que se observaba en la superficie. Y en esa red habría nodos, transbordos…
—¿Cómo funcionan? —preguntó Lobsang sin rodeos—. Tus sitios blandos.
—Bueno, ¿y yo qué sé? Mi padre tenía sus hipótesis sobre la estructura de la Tierra Larga. Hablaba de solenoides, de estructuras matemáticas caóticas. A mí no me preguntes. Si alguna vez lo encuentro…
—¿Cuánta gente que conozcas posee ese talento?
Sally se encogió de hombros.
—Ni siquiera toda mi familia. Pero sé que hay otros por ahí, porque de vez en cuando me encuentro gente. Lo único que puedo decir de verdad es que reconozco un sitio blando cuando lo encuentro, y entonces me hago una idea bastante buena de lo lejos que llega y en qué dirección. Mi abuelo por parte de madre sí que era un cruzador de verdad; detectaba un sitio blando a tres kilómetros de distancia. El abuelo los llamaba caminos de hadas. Era irlandés de nacimiento y decía que, si cruzabas por un sitio blando, lo que hacías era «andar con brío», según sus palabras. Mi madre pensaba que, cuando se cruzaba con brío, se acumulaba una deuda que algún día habría que saldar.
—¿Y qué pasa con Buen Viaje? —preguntó Joshua—. ¿Cómo es que la gente se despega de un sitio y acaba encallando aquí, como dice el alcalde? A lo mejor tiene algo que ver con la red de sitios blandos. Tal vez la gente cruce a la deriva y se junte, como copos de nieve que se acumulan en una hondonada, tal vez.
—Sí, quizá sea algo así —dijo Lobsang—. Sabemos que la estabilidad es una clave de la Tierra Larga, de algún modo. A lo mejor Buen Viaje es algo parecido a un pozo de potencial. Y es evidente que lleva existiendo desde mucho antes del Día del Cruce, desde el pasado remoto.
—Ya —respondió Sally con escepticismo—. Mirad, esa no es la cuestión. Los trolls están nerviosos, incluso aquí; si no lo veis, creedme a mí. Eso es en lo que tenemos que centrarnos. Por eso sigo con vosotros, par de payasos, con vuestra ridícula barcaza voladora. Porque a vuestra obtusa manera habéis visto lo mismo que yo: que a lo largo y ancho de la Tierra Larga algo está asustando a los trolls y los demás humanoides. Y eso me asusta a mí, o sea que, como vosotros, necesito averiguar lo que pasa.
—Pero ¿qué te preocupa más, Sally? —preguntó Joshua—. ¿La amenaza para las personas o para los trolls?
—¿Tú qué crees? —replicó ella.
Al ponerse el sol hubo coro de vísperas, cortesía de los trolls. Los trolls y su canto eran la misma cosa; vivían en un mundo de charla constante.
Aunque lo mismo podía decirse de la gente de Buen Viaje. Incluso al anochecer seguían en la calle, paseando, saludando, riendo y en general complaciéndose en su recíproca compañía. Había fuegos encendidos en todas partes, ya que en la mayoría de los mundos del noroeste del Pacífico no escaseaba la leña. Joshua reparó en que, a medida que se hacía de noche, iba llegando más gente de las comunidades vecinas, a pie, algunos con carretas cargadas de niños y ancianos. El núcleo en Humptulips de Buen Viaje no estaba aislado, por tanto.
Descubrieron que algunos llegaban de lugares tan lejanos como la huella de Seattle en ese mundo, una región que en aquella Tierra llevaba también el nombre de Seattle desde 1954, cuando una dama llamada Kitty Hartman, que iba un día tan tranquila de camino a casa por el mercado de Pike Place, cruzó sin darse cuenta y quedó asombrada por la desaparición de los edificios a su alrededor. Los viajeros del Mark Twain fueron presentados a la señora Montecute, como se la conocía entonces: llena de vida pese a que tenía el pelo blanco, y extremadamente locuaz.
—Por supuesto, me llevé un buen susto, compréndanlo, y recuerdo que pensé: «¡Ni siquiera sé en qué estado estoy! En Washington ya no, eso seguro». ¡Me pregunté si tendría que haber traído un perrillo y un par de zapatos rojos! Y entonces la primera persona que encontré fue François Montecute, que era un hombre de lo más apuesto, de los que hacían girar la cabeza a las damas, y además un artista entre las sábanas, ya me entienden. —Se lo dijo con la franqueza jovial de una anciana decidida a convencer a los jóvenes de que ella también había disfrutado del sexo y, a juzgar por sus palabras, no poco.
La señora Montecute irradiaba cierta aura de satisfacción que, a ojos de Joshua, todos los demás habitantes de Buen Viaje también compartían en alguna medida. Era difícil de identificar con precisión.
Cuando le explicó esa sensación, Sally dijo:
—Entiendo a lo que te refieres. Todo el mundo parece tan… bueno, sensato. He venido muchas veces y siempre es lo mismo. Nunca oyes quejas ni competitividad. No necesitan ni gobierno, en realidad. Podría decirse que el alcalde Spencer es el primero entre pares. Cuando hay que emprender algún gran proyecto, se ponen manos a la obra y lo hacen, sin más.
—Me recuerda un poco demasiado a Las mujeres perfectas —comentó Joshua.
Sally se rio.
—Te molesta, ¿a que sí? Una comunidad humana feliz molesta a Joshua Valienté, el gran solitario que a duras penas es humano. En fin, es… raro. Pero en plan bien. No hablo de telepatía ni de mierdas raras por el estilo.
Joshua sonrió.
—Vamos, que no es una mierda rara como saltar de un mundo a otro a placer.
—Vale, ahí tienes razón —dijo Sally—, pero ya entiendes lo que quiero decir. Todo es casi demasiado bonito. He hablado con ellos del tema y dicen que es el aire puro, que no hay aglomeraciones, que sobra la comida, que no tienen impuestos injustos, bla, bla, bla…
—O a lo mejor son los trolls —sugirió Joshua directamente—. Trolls y humanos, mezclados.
—Es posible —reconoció Sally—. Algunas veces me pregunto…
—¿Qué te preguntas?
—Me pregunto si aquí no estará pasando algo tan gordo que hasta Lobsang tendría que recalibrar su manera de pensar. Es solo una corazonada, de momento. Tengo mis sospechas. Pero claro, cruzador que no sospecha, cruzador que no tarda en morir.