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Después de que Sally cruzara, Joshua dio un salto atrás, hacia el este, en la dirección opuesta a la que viajaba el dirigible. Era lo que dictaba el instinto cuando se estaba en peligro, cruzar al mundo del que se acababa de llegar, porque el de más allá podía ser incluso peor. Se encontraba en un mundo maderero, como otros tantos, sin más paisaje que incontables árboles hasta donde alcanzaba la vista… que era algo menos de cien metros, por culpa de los susodichos árboles. Ni chica, ni dinosaurios ni dirigible.

La luz parecía un poco más intensa a su derecha, de modo que se levantó y anduvo sin prisa hacia allí. Salió a una explanada enorme de tocones quemados y campos de ceniza: el incendio no había sido reciente, porque ya asomaban los brotes de los nuevos arbolillos por entre la apestosa polvareda negra y se distinguían hojas verdes aquí y allá. Un simple incendio forestal del que el bosque acabaría recuperándose. Todo formaba parte del gran ciclo de la naturaleza que, una vez visto un millón trescientas mil veces, empezaba a tocar la moral.

El dirigible apareció encima de él de improviso; su sombra se extendió sobre el claro en un brusco eclipse. Joshua volvió a ponerse el auricular. La voz de Lobsang llegó en forma de gemido irritante.

—¡La hemos perdido! ¿No podrías haberla engatusado para que subiera al dirigible? ¡Es evidente que ha descubierto un modo nuevo de cruzar! Es más…

Joshua se quitó otra vez el auricular. Se sentó sobre un tocón, una masa quebradiza de hongos de colores. Se había quedado aturdido por el encuentro con Sally, por la ventisca de palabras que a todas luces la mujer llevaba tiempo acumulando. Además, viajaba a solas, como hacía él antes. La idea le provocaba cierto cosquilleo. En sus excursiones por libre, Joshua había sobrevivido en una larga serie de mundos como ese.

De repente se le ocurrió que ya no quería ni necesitaba un condenado dirigible gigante flotando sobre su cabeza.

Volvió a ponerse el auricular y se planteó qué decir. ¿Cuál era la expresión que usaba siempre la hermana Agnes cuando algún capitoste de la Iglesia intentaba mangonear en el Centro?

—¿Me oyes, Lobsang? Tú no eres quién para darme órdenes, no, señor, ni pensarlo. Lo único que podrías hacer ahora mismo es matarme, y aun así seguirías sin ser quién.

No hubo réplica.

Se levantó y empezó a pasear colina abajo, en la medida en que pudiera hablarse de una colina. Pero era una clara pendiente, lo que sugería un río, lo que a su vez sugería terreno abierto, cobijo y, casi a ciencia cierta, caza de alguna clase. Todo lo que necesitaba para sobrevivir allí.

Lobsang por fin respondió.

—Tienes razón, Joshua. No soy quién para darte órdenes ni lo pretendo. Por otro lado, no me creo que vayas en serio con esos ademanes de estar dispuesto a abandonar la nave. Nuestro viaje tiene un propósito, recuérdalo.

—Sea cual sea tu propósito, no pienso secuestrar a nadie, Lobsang. —Hizo una pausa—. Vale, subiré a bordo. Pero con ciertas condiciones. —Ya tenía el dirigible justo encima—. La principal es que voy y vengo a tierra firme siempre que me apetezca, ¿vale?

Esa vez Lobsang respondió por altavoz, con su atronadora voz celestial.

—¿Intentas negociar conmigo, Joshua?

Joshua se rascó la nariz.

—En realidad intento exigir, creo. En cuanto a Sally, tengo la sensación de que la veremos dentro de poco, con independencia de ti y tus planes. Tú jamás podrías encontrar a un ser humano solitario en todos estos mundos boscosos, pero a ella le resultará muy fácil ver un maldito dirigible enorme en el cielo. Será ella quien nos encuentre a nosotros.

—Pero viaja sola, como tú. Ha viajado hasta mucho más lejos, en realidad. Quizá no necesite a la gente y no tenga ninguna motivación en absoluto para buscarnos.

Joshua cruzó las cenizas húmedas en dirección al neumático elevador que estaba descendiendo hacia el suelo.

—No necesita a la gente, pero creo que necesita encontrarla.

—¿Cómo puedes saber eso?

—Por el modo en que me ha hablado. Por ese torrente de palabras que necesitaba pronunciar, por lo mismo que tus queridos hombres de las montañas estaban reunidos en aquel terreno elevado, supongo. Porque yo hago lo mismo. Porque este humano llamado Joshua sigue volviendo a casa, aunque sea de vez en cuando, de visita, para estar con gente. En pocas palabras, para ser humano, cojones, y que le den por saco a Daniel Boone.

—Ya te lo había dicho, Joshua. Viajar sin ninguna duda ha ensanchado tu mente, ya que no tu vocabulario.

—Además, hay otra cosa, Lobsang. Algo que se te pasa por alto. ¿No te parece mucha casualidad que Sally haya aparecido como si tal cosa debajo de nuestra quilla, con esa hoguera tan hermosa?

—Bueno…

—Sabía que llegábamos, Lobsang. Estoy seguro. Quiere algo de nosotros. La cuestión es: ¿qué?

—Lo que dices tiene sentido. Pensaré en ello. Por cierto, he capturado y diseccionado a varias de esas criaturas voladoras. Tienen un parecido asombroso con las avispas, aunque se comporten más como las abejas. Un nuevo orden. Por eso hay que ir con cuidado antes de aplicar etiquetas arbitrarias como «dinosaurios».

—¿Has cambiado de voz?

—Sí, en efecto. Es cálida y reflexiva, ¿no?

—¡Hace que suenes como un rabino!

—Ajá, no andas muy desencaminado. En realidad es la voz de David Kossoff, un actor judío que destacó en las décadas de 1950 y 1960. Creo que algún titubeo ocasional y un ligero aire de afabilidad perpleja ejercen un efecto amistoso y calmante.

—Es verdad, pero estoy seguro de que en teoría no tienes que explicármelo. Es como cuando un mago te cuenta cuál es el truco… —Maldición. Lobsang le estaba haciendo reír una vez más. Era muy difícil estar enfadado con él durante mucho tiempo—. Vale, subo a bordo. ¿Tenemos un trato?

La rueda subió suavemente.

A bordo, el Lobsang itinerante esperaba a Joshua en su camarote. Había sido objeto de más mejoras. Joshua prorrumpió en carcajadas, a pesar de su enfado anterior.

—¡Pareces un portero de hotel! ¿Qué es todo eso?

—Mi esperanza era dar la impresión de un mayordomo británico de alrededor de 1935, señor, y con bastante porte, modestia aparte —ronroneó Lobsang—. Opino que el efecto no es tan siniestro como el estilo chic de replicante asesino de Blade Runner con el que experimentaba antes, aunque estoy abierto a sugerencias.

«Bastante porte, dice».

—Bueno, por lo menos es una variedad distinta de siniestro. Supongo que funciona. Pero déjate de «señor», haz el favor.

El mayordomo hizo una reverencia.

—Gracias… Joshua. Deja que te diga, Joshua, que creo que en esta travesía estamos aprendiendo los dos. Por el momento, haré que crucemos a un ritmo que no supere la media diaria de un humano, hasta que la señorita tenga a bien dar a conocer su presencia.

—Buen plan.

Sintió la breve y habitual desorientación leve cuando empezaron a cruzar una vez más. Por debajo, desfilando al tranquilo ritmo de unos pocos cruces por hora, la Tierra Larga era como un anticuado proyector de diapositivas que Joshua había encontrado una vez entre los cachivaches del desván del Centro. Apretabas el botón una vez y aparecía la Virgen María, dos veces y era Jesús. Te quedabas quieto y veías pasar los mundos. Escoge el que quieras.

Esa noche, en la pantalla grande del comedor, Lobsang puso una vieja película británica titulada Un ratón en la Luna. Su encarnación móvil se sentó junto a Joshua para verla, lo que habría resultado extraño, pensó un Joshua que los observaba con los ojos de Sally, si aquel viaje no hubiera dejado atrás lo extraño hacía mucho para adentrarse a toda máquina en lo estrambótico. Pese a todo, vieron la antigua película, una parodia de la carrera espacial del siglo XX, y Joshua detectó a David Kossoff al instante. Había que reconocer que Lobsang lo había clavado.

Cuando acabó la película, Joshua habría jurado que vio cómo un ratón cruzaba la cubierta y desaparecía.

—Un ratón en la Tierra Un Millón —bromeó.

—Pondré a Shi-mi manos a la obra.

—¿La gata? Me preguntaba qué había sido de ese trasto. ¿Sabes que Sally me ha dicho que se crio en una familia de cruzadores? Cruzadores naturales, quiero decir. Nunca estuvo sola en los mundos nuevos. Pero su familia le hizo mantenerlo en secreto, como siempre habían hecho ellos.

—Por supuesto. Y como siempre has intentado hacer tú, Joshua. Es un instinto innato.

—Nadie quiere ser diferente, supongo.

—Es un motivo. Con un poder como el de cruzar, en un tiempo podrían haberte quemado por brujería. Incluso en la actualidad, desde el Día del Cruce, existe un número cada vez mayor de habitantes de la Tierra Datum a los que incomoda la idea misma de los cruces y la Tierra Larga.

—¿Quiénes?

—No tienes ningún instinto para la política, ¿verdad, Joshua? ¿Quiénes van a ser? Los que no pueden cruzar. Son ellos quienes ven con malos ojos la Tierra Larga y a quienes viajan por ella, y todo lo que ha acarreado esta gran apertura de fronteras. Y también los que están perdiendo dinero con la nueva situación. De esos siempre hay muchos…