33

Siguieron navegando hasta dejar muy atrás la intricada comunidad de humanoides. Por el momento viajaban hacia el este geográfico, alejándose de la costa del Pacífico y volviendo hacia el interior del continente.

Y casi sin darse cuenta, superaron otro hito: un millón de cruces desde el Datum. No hubo ningún cambio drástico ni una percepción nueva, solo el paso silencioso de un nuevo dígito en los terrómetros. Sin embargo, de repente se encontraban en mundos que los pioneros adelantados llamaban los Altos Megas. Nadie, ni siquiera Lobsang, sabía a ciencia cierta si alguien había llegado a cruzar tan lejos.

La jungla que revestía Norteamérica poco a poco se volvía más espesa, densa y húmeda. Desde el aire se veía poco más que un manto verde, salpicado aquí y allá por pequeños tramos de agua abierta. Los reconocimientos aéreos de Lobsang sugerían que en esos mundos los bosques podían llegar hasta los mismísimos polos, libres de hielo.

Como antes, todos los días Lobsang hacía una pausa para que Joshua bajase a explorar y estirar las piernas. Joshua descendía a tupidos bosques compuestos por helechos de todos los tamaños y árboles tanto familiares como desconocidos, encintados de enredaderas como madreselvas y parras. Las flores siempre eran un estallido de color. Algunos días Joshua regresaba cargado de racimos de una fruta parecida a la uva, pequeña y dura en comparación con las variedades domesticadas, pero aun así dulce. El espeso bosque inhibía el crecimiento de animales grandes, pero había extrañas criaturas saltarinas que recordaban un poco al canguro, pero tenían el hocico largo y flexible. Joshua aprendió a confiar en esos animales, cuyos rastros eran fiables caminos despejados entre la maleza que llevaban a agua abierta. Y vio criaturas aéreas entre las copas. Movimientos de alas gigantescas y, en una ocasión, un ser fláccido y sinuoso que tenía todo el aspecto de un pulpo y atravesaba el ramaje girando como un disco volador. ¿Cómo narices había llegado eso allí?

Pasó un par de noches fuera del dirigible, por los viejos tiempos. Era casi como sus períodos sabáticos, sobre todo si se alejaba uno o dos cruces de Lobsang pese a las reticencias de su amo y señor. Aun así, a la mínima oportunidad se sentaba junto a su hoguera y escuchaba el Silencio. En las noches buenas le daba la impresión de que sentía las demás Tierras, unos espacios inmensos y vacíos que lo rodeaban, justo fuera del alcance de su minúsculo círculo de luz. Incontables posibilidades. Y luego subía de vuelta al dirigible y dejaba atrás un mundo entero sin apenas examinar sus misterios únicos.

Siguieron avanzando, sin tregua.

Y entonces, después de cincuenta días, a más de un millón y un tercio de mundos de casa, la tierra y el aire parecieron reverberar, y el bosque se derritió a medida que los mundos se despejaban, hasta revelar un mar que se extendía hasta el horizonte, salpicado de espuma y resplandeciente, en pleno corazón de Norteamérica.

Sin dejar de cruzar, Lobsang viró el dirigible hacia el sur, en busca de tierra firme.

Mundo tras mundo, persistía el mar, un hervidero de vida: el verde de los algares, pálidas formas blancas que podrían haber sido arrecifes de coral y criaturas saltarinas y nadadoras que podrían haber sido delfines. Unos cautos descensos hasta el nivel del agua demostraron que era salina. No significaba necesariamente que ese mar Americano estuviera abierto al océano del mundo; los mares interiores podían volverse salados por efecto de la evaporación. Las muestras de agua que Lobsang obtuvo estaban cargadas de exóticos filamentos de alga y crustáceos; exóticos para un especialista, por lo menos. Lobsang almacenó especímenes e imágenes.

Al final, siguiendo su rumbo sur, llegaron a una costa. Lobsang interrumpió los cruces e inspeccionaron un mundo concreto de esa última franja, escogido al azar. Primero encontraron bancos de niebla, después unas enormes formas aviares que descendían en picado hacia el mar y, por último, la tierra en sí, donde el tupido bosque se derramaba casi hasta la orilla. Lobsang opinaba que el terreno más elevado al que se acercaban podría ser un pariente de la meseta de Ozark.

Desde allí volaron hacia el este hasta encontrarse con un espectacular valle, labrado quizá por algún primo lejano del Mississippi o el Ohio. Siguieron la cuenca hacia el norte hasta un estuario, donde el río desembocaba en el mar interior. El agua dulce que penetraba en la masa salada podía distinguirse gracias al tinte fangoso que persistía varios kilómetros mar adentro.

Y bajo aquel cielo abierto, junto a las riberas del río de agua dulce, los animales acudían a beber. Mientras el Mark Twain seguía avanzando, cruzando una vez más de un mundo a otro, Joshua observó cómo manadas de unas bestias colosales aparecían y se esfumaban en un abrir y cerrar de ojos, cuadrúpedos y bípedos, criaturas que casi podrían haber sido elefantes, otras que quizá fuesen aves no voladoras, con animales de menor tamaño correteando entre sus patas. Un vistazo de unos segundos, y luego otra escena extraordinaria y fantástica, y luego otra.

—Es como un carrete de muestra de Ray Harryhausen —comentó Lobsang.

—¿Quién es Ray Harryhausen? —preguntó Joshua—. ¿Y qué es un carrete de muestra?

—La película de esta noche será la versión original de Jasón y los argonautas, seguida de una charla ilustrada. No te la pierdas. Pero… ¡qué hallazgo, Joshua! Este mar Americano, me refiero. Toda esta costa. ¡Qué lugar para venir a colonizarlo! Esta Norteamérica tiene un segundo Mediterráneo, un mar interior, con todas las riquezas y la conectividad cultural que eso conlleva. En cuanto al potencial para la colonización, le da mil vueltas al Cinturón del Cereal. Qué digo, si hasta podría ser la sede de una civilización nueva del todo. Por no hablar de las oportunidades turísticas. Eso, uno solo de estos mundos… y ya hemos surcado centenares de ellos.

—A lo mejor le ponen el «Cinturón de Lobsang» —observó Joshua con tono sarcástico.

Si Lobsang pilló la broma, no dio muestras de ello.

Otra noche, otro sueño apacible para Joshua.

Cuando despertó a la mañana siguiente, el monitor de su camarote mostraba lo que parecía un primer plano de una hoguera de campamento.

Joshua se levantó de un salto. Lobsang entró en la habitación mientras se estaba poniendo los pantalones, lo que hizo que tirase con algo más de rapidez. Tendría que enseñarle a Lobsang el concepto de llamar a la puerta.

Lobsang sonrió.

—Buenos días, Joshua, en esta prometedora jornada.

—Sí, sí. —Joshua no tenía tiempo para las chorradas de Lobsang esa mañana. La idea de tener compañía, auténtica e innegablemente humana, resultaba electrizante. Calcetines, botas resistentes…—. Vale, estoy listo para bajar. Lobsang, ese fuego, quien sea que lo ha encendido, ¿son humanos?

—Eso parece. La encontrarás tomando el sol entre los dinosaurios.

—¡Dinosaurios! ¡La! ¡Tomando el sol!

—Tendrás que verlo con tus propios ojos. Pero ten cuidado, Joshua. Los dinosaurios parecen bastante afables; bueno, algunos. Pero ella podría morder…

Aparte de la grúa disponían ahora de un segundo medio para bajar al suelo, un dispositivo de extrema complejidad técnica formado por un viejo neumático de coche (rapiñado de un almacén de trastos variados ubicado en la espaciosa bodega del dirigible), una cuerda y un sencillo botón de emergencia en la mochila del pecho de Joshua que podía hacer descender la rueda o, lo que era más importante, hacerla subir a toda velocidad si le estaban persiguiendo. Le tranquilizaba haber instalado ese mecanismo de reserva para huidas tras su encuentro con los sanguinarios elfos, y en sus últimas excursiones siempre insistía en tener el neumático a ras de suelo, listo para correr derecho hacia él en caso de emergencia.

Descendía hacia una nueva Tierra, una vez más. Y había otro humano… en alguna parte. Lo sentía. En verdad era así. La gente daba una sensación diferente a los mundos, al menos para Joshua.

Como estaba tomando por costumbre, Lobsang había decidido depositar a Joshua a cierta distancia del objetivo para permitir una aproximación cautelosa, en lugar de dejarlo caer de los cielos sin más. De modo que el dirigible flotaba sobre el límite del estuario, un lugar de árboles dispersos, matorrales, marismas y lagunas. El aire era fresco, pero estaba cargado de olor a sal y una especie de hedor a podredumbre procedente del borde de la jungla. Mientras descendía, Joshua captó un tercer aroma más sutil y seco, que no podía ubicar del todo. Los tramos más densos del bosque llegaban hasta el límite de esa llanura fangosa, en ondas que bajaban desde las elevaciones del sur. La columna de humo procedía de algún punto tierra adentro.

Joshua aterrizó a poca distancia de la orilla del agua, en el bosque. Una vez en el suelo, arrancó a caminar, atento, en la dirección del humo.

—Huelo… a seco. A óxido. Es como el reptiliario de un zoo.

—Este mundo podría ser muy diferente del Datum, Joshua. Hemos avanzado mucho a lo largo del árbol de contingencia.

El bosque se despejó y reveló una playa de aguas calmas. Sobre un risco cercano al agua, Joshua topó con un grupo de criaturas gordas y grandes, parecidas a focas, que haraganeaban al sol; eran una docena más o menos, entre ellas varias crías. Una mata longitudinal de pelaje rubio pálido recorría sus cuerpos pesados, y tenían la cabeza pequeña, casi cónica, de ojos negros, boca menuda y fosas nasales planas como las de un chimpancé. Eran como focas de rostro humanoide. El loro que Joshua llevaba al hombro, reparado desde que fuera usado como maza, zumbó a medida que los objetivos de sus cámaras se desplazaban y enfocaban.

Las seudofocas repararon en el visitante mucho antes de que se acercara. Alzaron la vista, volvieron sus cabezas simiescas y, entre ululatos de alarma, bajaron de sus rocas y serpentearon por la arena hacia el agua, los adultos delante y las crías, que se arrastraban a toda velocidad, detrás. Joshua vio que sus extremidades eran una especie de solución de compromiso entre brazos y piernas de simio y verdaderas aletas, con unas manos y unos pies rechonchos que presentaban membranas entre los dedos. Se metieron en el agua con soltura, pues era evidente que eran mucho más gráciles allí que en tierra.

Pero entonces brotó un chorro de espuma y una mandíbula superior tan grande como un bote se irguió de entre las aguas. Las seudofocas se dispersaron presas del pánico, chillando y revolviéndose.

—Un cocodrilo —musitó Joshua—. Dondequiera que vayas. —Cogió una piedra y se dirigió a la orilla del agua.

—Joshua, ten cuidado…

—¡Oye, tú! —Lanzó la piedra con todas sus fuerzas y la hizo rebotar en el agua. Le complació ver que se estrellaba contra el ojo derecho del cocodrilo. La bestia se volvió en el agua, con un rugido sordo.

Y salió disparado del mar, erecto, corriendo sobre unas patas traseras de aspecto poderoso. Debía de medir once metros; fue como si de repente una embarcación anfibia saliera del agua a la carrera. Joshua notaba cómo la tierra misma temblaba bajo los pasos de la fiera. Y se dirigía hacia él, enfurecida.

—Mierda. —Dio media vuelta y echó a correr.

Llegó a la protección de otro tramo de bosque y se adentró en la sombra húmeda de los árboles. Rechazado por los troncos, el cocodrilo rugió, volvió su enorme cabeza, desconcertado, y luego se alejó dando brincos por la playa, en busca de otra presa.

Joshua se apoyó en un tronco, con la respiración agitada. Había flores en los árboles que lo rodeaban y en el suelo, llenando el lugar de color a pesar de la sombra. Y había ruido por todas partes, llamadas cuyo eco resonaba a lo largo y ancho del bosque: chillidos estridentes desde las copas, voces más guturales a cierta distancia.

—Has tenido suerte con ese supercocodrilo —comentó Lobsang—. Sentido común, poco, pero suerte, sí.

—Pero si ahora mismo se está merendando a esos humanoides, es culpa mía. Porque eran humanoides, ¿no, Lobsang?

—Diría que sí. Pero solo pueden estar adaptados en parte, porque dos millones de años no bastan para convertir a un simio bípedo en foca. Son como los cormoranes no voladores de Darwin…

Unas sombras enormes se desplazaron. Algo cruzó el cielo de Joshua, una masa descomunal, como un edificio en movimiento. Una pata se estampó contundente contra el suelo, redonda como la de un elefante, gruesa como el tronco de un roble y más alta que él. Joshua entrecerró los ojos y, sin atreverse a abandonar la protección de los árboles, miró hacia arriba en dirección al cuerpo, que tenía la piel gruesa, arrugada y picada de viejas cicatrices parecidas a cráteres, como si fueran fruto de obuses de artillería.

Entonces un depredador llegó corriendo, salido de la nada, como un tiranosaurio quizá, con las patas traseras enormes, unos brazos garrudos y más pequeños y la cabeza como una trituradora industrial, una bestia que en conjunto poseía el tamaño y la velocidad de una locomotora de vapor. Joshua se encogió y retrocedió en busca de un escondite mejor. El cazador se abalanzó contra la bestia gigante, cerró sus colosales fauces y le arrancó un cacho de carne del tamaño del torso de Joshua. La gran bestia bramó, un ruido lejano como la sirena de un superpetrolero, pero siguió moviéndose, olvidada la enorme herida como Joshua podría haber olvidado una picadura de mosquito.

—Lobsang.

—Lo he visto. Lo veo. Almuerzo jurásico.

—Aperitivo, más bien —respondió Joshua—. ¿Hemos encontrado dinosaurios, Lobsang?

—Dinosaurios, no. Aunque sospechaba que usarías ese nombre. En este caso lo que ha habido es demasiada evolución para que sea posible. Algunos de estos animales tal vez sean descendientes muy evolucionados de los reptiles del Cretácico, en una franja de mundos en los que nunca cayó el asteroide que mató a los dinosaurios. Es posible que aquí solo supusiera un encontronazo leve con la muerte… Pero no está tan claro. El gran herbívoro que ha estado a punto de pisarte no es un reptil, sino un mamífero.

—¿De verdad?

—Era hembra, una especie de marsupial, creo. Si hubieras tenido ocasión, habrías visto en su bolsa a una cría del tamaño de un caballo percherón. Después te enseñaré las imágenes. Por otro lado, la morfología general de herbívoros muy grandes acosados por depredadores muy feroces sí que era habitual en la época de los dinosaurios, y quizá sea otro universalita.

»Joshua, recuerda siempre que no hemos viajado atrás en el tiempo, ni adelante. Hemos recorrido una larga distancia a lo largo del árbol de contingencia de lo posible, en un planeta donde se producen extinciones masivas drásticas pero casi aleatorias que aniquilan cada cierto tiempo a gran parte de la familia de la vida, con lo que dan cabida a la innovación evolutiva. En cada Tierra, sin embargo, el resultado cambiará, poco o mucho… Ya estás cerca de la hoguera. Ve hacia el agua.

Con un crujido de maleza pisoteada, un nuevo grupo de animales cruzó el tramo de bosque, en dirección al estuario y el agua dulce. A través de los árboles Joshua entrevió cuerpos achaparrados, cuernos, colosales crestas de colores. Había varios ejemplares; los adultos eran más altos que Joshua en la cruz y las crías correteaban por entre las columnas móviles que eran sus patas. Unas bestias inmensas pero que parecían pequeñas al lado del gran marsupial que había vislumbrado antes. Se dirigían al agua, de modo que Joshua las siguió lo mejor que pudo.

Llegó al linde del bosque, junto a una trenza de agua dulce. A lo largo de la pantanosa llanura del estuario, bandadas de enormes aves, o criaturas parecidas a las aves, se pavoneaban, graznaban y comían. Las flores marismeñas eran una masa de color bajo el cielo azul oscuro. Joshua creyó ver el lomo acaballonado de otros cocodrilos que se deslizaban en aguas más profundas. Junto a la orilla, las grandes bestias con cresta se apelotonaron para beber.

Y en el borde de una playa de arena blanca, unos lagartos erguidos y bípedos se tostaban al sol, tan a gusto. Unos especímenes más pequeños correteaban de un lado a otro por la arena y de vez en cuando se zambullían en el mar tranquilo. Resultaban asombrosamente humanos en sus ganas de jugar, como adolescentes californianos. Entonces uno de los bípedos más crecidos reparó en Joshua y llamó la atención de su vecino más cercano. Hubo un intercambio de siseos, tras el cual el dinosaurio en miniatura interpelado retomó su siesta, mientras el primero se incorporaba y observaba a Joshua con vivo interés.

—Son graciosos, ¿verdad? —Una voz de mujer.

Joshua giró sobre sus talones, con el corazón en un puño.

La mujer era baja y robusta, y llevaba el pelo rubio recogido en un eficiente moño. Iba vestida con una chaqueta sin mangas de aspecto funcional que era toda bolsillos. Parecía un poco mayor que Joshua: treinta y pocos, a lo mejor. Tenía la cara cuadrada, regular, más fuerte que bella, muy bronceada por el sol. Estaba evaluando a Joshua con la mirada.

—Son bastante inofensivos a menos que los ataquen —dijo—. Y listos, además, porque se dividen el trabajo y crean cosas que podrían llamarse herramientas. Al menos cavan con palos para coger almejas. También fabrican botes toscos pero prácticos, y trampas de pesca bastante sofisticadas. Eso supone observación, deducción, cavilación y trabajo en equipo, aparte del concepto de hipotecar el presente en aras de un futuro mejor…

Joshua miraba atónito. La mujer se rio.

—¿No crees que va siendo hora de que cierres la boca? —Le tendió la mano.

Joshua la miró como si fuese un arma de guerra.

—Te conozco. Eres Joshua Valienté, ¿verdad? Sabía que toparía contigo algún día. Los mundos son un pañuelo, ¿no crees?

Joshua estaba petrificado.

—¿Quién eres?

—Llámame… Sally.

En el oído de Joshua, la voz de Lobsang le urgió:

—¡Invítala al dirigible! ¡Tiéntala! Tenemos una cocina magnífica, algo desperdiciada contigo, debo decir. ¡Ofrécele sexo! Hagas lo que hagas, ¡súbela a esta maldita nave!

—¿Lobsang? —susurró Joshua—. Realmente no sabes nada de relaciones humanas.

—He leído todos los tratados sobre sexualidad humana jamás escritos. —Sonaba ofendido—. Y una vez tuve cuerpo. ¿Cómo te crees que se hacen los bebés tibetanos? Mira, da lo mismo. ¡Tenemos que subir a bordo a esta señorita! ¡Piénsalo! ¿Qué hace una buena chica como ella en los Altos Megas?

Lobsang tenía su parte de razón. Quienquiera que fuese, ¿cómo había llegado hasta allí, a más de un millón de cruces del Datum? ¿Era una cruzadora natural, alguien que no sentía náuseas, como Joshua? Vale. Pero había un límite para las veces que podía cruzarse en un día. Su propio tope eran mil cruces en un día sin ayuda. Pero vamos, todo el mundo tenía que dormir y comer, ¿no? Con algo de práctica podía cazarse cruzando a un ciervo desprevenido, pero no había atajos para despellejarlo, descuartizarlo y cocinarlo, y eso frenaba el ritmo… Se tardaría años en cruzar hasta tan lejos.

La mujer lo observaba con expresión de sospecha.

—¿Qué estás pensando? ¿Con quién hablabas?

—Hummm, con el capitán de mi nave. —No era una mentira propiamente dicha y, como las hermanas siempre habían mirado bastante mal las mentiras, Joshua se quedó más tranquilo.

—¿En serio? Te refieres a ese ridículo saco de gas, supongo. ¿Y cuántos tripulantes lleva ese monstruo? Por cierto, Robur el Conquistador, espero que no tengáis planes para este mundo. Me caen bastante bien estos pequeñines.

Joshua bajó la vista. Los dinosaurios en miniatura habían formado un círculo alrededor de los dos y hacían equilibrios para mantenerse en posición erguida, como suricatos, llevados por una curiosidad que era más fuerte que la cautela.

—Al capitán le gustaría que subieras a bordo —logró decir Joshua.

Ella sonrió.

—¿A bordo de ese trasto? Ni loca, amigo, sin ánimo de ofender… Pero una cosa —añadió con tono algo más dubitativo—, ¿tenéis jabón? Fabrico el mío propio con lejía, claro, pero no diría que no a algo un poco más suave con la piel.

—Estoy seguro de que…

—Quizá con aroma de rosas.

—¿Eso es todo?

—Y un poco de chocolate.

—Por supuesto.

—A cambio ofrezco… información. ¿De acuerdo?

La voz del oído de Joshua apuntó:

—Pregúntale qué información puede darnos que no seamos capaces de descubrir por nosotros mismos.

Al oír la pregunta, Sally resopló.

—No lo sé. ¿Qué sois capaces de descubrir por vosotros mismos? A juzgar por todas esas antenas y parabólicas, seguro que podéis piratear el email de Dios.

—Mira —dijo Joshua—, subo, cojo algo de jabón y chocolate y bajo enseguida, ¿vale? Solo te pido que no te vayas.

Para bochorno de Joshua, Sally rompió a reír.

—Mira por donde, un auténtico caballero. Apuesto a que fuiste boy scout.

Mientras Joshua subía hacia el Mark Twain, Lobsang le susurró al oído:

—¡Si hay una manera más eficiente de cruzar, es vital que descubramos cuál es!

—¡Lo sé, Lobsang, lo sé! Estoy trabajando en ello. —Pero en ese momento un misterio sobre los cruces era lo último que le pasaba por la cabeza.

Almorzaron en la playa: ostras recién cogidas asadas al fuego.

El encuentro dejó a Joshua algo más que un poco aturdido. No estaba acostumbrado a la compañía de mujeres, por lo menos que no tuvieran hoyuelos. En el Centro todas las chicas eran más o menos como sus hermanas, y las monjas estaban todas dotadas de vista láser y oído transhorizonte; en lo tocante al sexo opuesto, los niños estaban bajo vigilancia constante. Y si pasabas mucho tiempo fuera, en las nuevas Tierras donde rara vez se veía a otra persona, cualquiera con el que te encontrases, por el motivo que fuera, se convertía en un estorbo que ocupaba tu espacio.

Además, en ese preciso instante, estaba la distracción añadida del círculo de dinosaurios en miniatura, que estiraban el cuello a un lado y a otro para no perder comba. Era como ser observado por una pandilla de críos curiosos. Se sentía como si tuviera que ofrecerles unos pavos para que se fueran al cine.

Sin embargo, necesitaba hablar con la enigmática Sally. Era una tensión en su interior, una enorme necesidad insatisfecha. Al mirarla, le daba la impresión de que ella sentía lo mismo.

—No te preocupes por los dinos —dijo Sally—. No suponen ninguna amenaza, aunque son bastante inteligentes. Y muy espabilados a la hora de guardar las distancias con los dinos más grandes y los cocodrilos. Procuro ir volviendo de vez en cuando para ver cómo les va.

—Pero ¿cómo? ¿Cómo has llegado aquí, Sally?

La mujer atizó las ascuas de su hoguera y las pequeñas criaturas retrocedieron de un salto, espantadas.

—Bueno, eso no es asunto tuyo. Ese era el código del Viejo Oeste y aquí pasa lo mismo. Estas ostras asadas están la mar de buenas, ¿no te parece?

Era cierto. Joshua acababa de comerse la cuarta.

—Noto un sabor como a beicon y he visto montones de animales porcinos, parecen un universalita. Pero esto sabe como si llevara salsa Worcester. ¿He acertado?

—Más o menos. Viajo preparada. —Sally lo miró, con un chorrillo de salsa de ostras Kilpatrick goteándole de los labios—. Un trato, ¿vale? Yo seré sincera contigo y tú conmigo. Bueno, dentro de un límite. Deja que te cuente lo que creo saber sobre ti. En primer lugar, ese puto trasto enorme que flota allí arriba solo contiene a una persona, imagino. Porque, cuando me has encontrado, cualquier tripulación habría salido en tropel para verme a mí y mi pequeño mundo. Contándote a ti, eso supone una tripulación de dos personas. Es un dirigible un poco grande para dos, ¿no? En segundo lugar, parece carísimo y, dado que a las universidades les falta dinero y a los gobiernos, imaginación, eso significa una corporación u otra. Supongo que es cosa de Douglas Black. —Sonrió—. No te culpes, tú no has revelado nada. Black es listo y esto casa mucho con su estilo.

El auricular de Joshua estaba callado. Sally notó su leve titubeo.

—¿El Alto Mando no dice nada? ¡Venga, hombre! Tarde o temprano cualquiera que tenga un talento que interesa a Douglas Black acaba trabajando para él. Mi propio padre fue un ejemplo. Aunque en realidad el dinero no es el auténtico señuelo. Porque, si eres bueno de verdad, tu amigo Douglas te dará un saco de juguetes para que juegues con ellos, como ese dirigible. ¿Me equivoco?

—No soy empleado de Black.

—Contratista autónomo, pues, como si fuese muy distinto —replicó Sally con tono despectivo—. No sé si lo sabes, pero en su sede de New Jersey todos los empleados de la corporación llevan un pequeño auricular como el tuyo, para que el propio Douglas pueda hablarles individualmente siempre que le apetezca. Dicen que hasta su silencio es amenazador. Pero un día mi padre dijo: «Ya no voy a llevar más este cacharro». Y ahora mismo, Joshua, tú vas a tener la cortesía de quitarte el tuyo. No me importa conversar contigo. He oído hablar de ti y sé que salvaste a todos aquellos niños el Día del Cruce, por lo que salta a la vista que eres un tipo decente. Pero quítate ese grillete de esclavo moderno.

Joshua lo hizo, sintiéndose culpable. Sally asintió satisfecha.

—Ahora podemos hablar.

—No tenemos nada de siniestros —dijo Joshua para tantear el terreno, aunque no estuviese seguro de hasta qué punto era cierto—. Hemos venido a explorar. A mirar y aprender, a cartografiar la Tierra Larga. Bueno, ese es el objetivo de la expedición. —O lo era, pensó, antes de centrarse en el asunto de las migraciones humanoides, la alteración que habían percibido en la Tierra Larga.

—De la expedición puede, pero ese no es tu objetivo. Tú no eres un explorador, Joshua Valienté, por muchas otras cosas que seas. ¿Qué haces tú aquí?

Se encogió de hombros.

—Soy un mecanismo de seguridad, para serte sincero. Músculo a sueldo.

Eso hizo sonreír a Sally.

—¡Ja!

—Dices que tu padre trabajó para Black —recordó Joshua.

—Sí.

—¿A qué se dedicaba?

—Inventó la cruzadora. Aunque eso lo hizo en su tiempo libre.

—¿Tu padre era Willis Linsay? —Joshua se quedó estupefacto, pensando en el Día del Cruce y en cómo había cambiado su vida el invento de Linsay.

Sally sonrió.

—De acuerdo. ¿Quieres oír la historia completa? Provengo de una familia de cruzadores. Cruzadores naturales… Anda, cierra la boca, Joshua. Mi abuelo sabía cruzar, mi madre también y yo también. Mi padre no, sin embargo, y por eso necesitaba inventar algo como la caja cruzadora. De modo que lo hizo. Yo crucé por primera vez a los cuatro años, y al poco tiempo descubrí que mi padre podía cruzar si me daba la mano. Nos sacaron una foto. Nunca tuve ningún problema con todo el asunto de la puerta mágica, gracias a mi madre. Mi madre era lectora, y me leía a Tolkien, a Larry Niven, a E. Nesbit y más o menos todo lo demás. Me educaron en casa, ni que decir tiene. ¡Y crecí con mi propia Narnia! La verdad es que desde el Día del Cruce me cabrea bastante tener que compartir mi lugar secreto con el resto del mundo. Pero en aquel entonces mi madre me dijo que nunca debía contar a nadie lo que sabía hacer.

Joshua escuchaba, atónito. A duras penas podía imaginar cómo debía de haber sido formar parte de una familia de cruzadores, una familia donde todos eran como él.

—Aquella época fue bastante buena. Pasaba muchos ratos con mi padre en su cobertizo, porque estaba en otro mundo, aunque por supuesto tenía que llevarlo y traerlo yo de ese otro Wyoming.

»Pero mi padre casi nunca estaba, porque siempre lo despachaban de un lugar para otro, allá donde lo necesitara la gente de Black, que podía ser cualquier parte, desde el MIT hasta algún laboratorio de investigación en Escandinavia o Sudáfrica. A veces, entrada la noche, a lo mejor aparecía un helicóptero, que se lo llevaba durante una hora y luego lo traía otra vez a casa. Cuando le preguntaba qué había hecho, siempre me decía: “Cosas, nada”. Pero yo me conformaba porque mi padre sabía lo que se hacía. Lo sabía todo.

»Yo no estaba al tanto de sus proyectos laborales, pero no me sorprendí cuando logró inventar la cruzadora. Era una mezcla inusual de brillante teórico e ingeniero manitas; creo que se ha acercado más que ninguna otra persona a descubrir la verdadera naturaleza de la Tierra Larga… Pero no le sirvió de nada cuando mi madre murió. Ese fue un problema que no supo desenmarañar a base de tecnología. Después de eso se volvió raro. —Sally vaciló—. Más raro, quiero decir.

»Siguió trabajando, pero me da la impresión de que dejó de importarle en qué trabajaba y para qué iba a servir. Siempre había tenido principios éticos, créeme. Un hippy de un largo linaje de hippies. En aquel momento dejó de importarle.

»Pero llevaba una doble vida. Mantenía escondidas cosas como la cruzadora. A mi padre le encantaba esconder cosas. Decía que había aprendido en sus tiempos de hippy, cuando ocultaba su plantación de marihuana en el sótano. Una vez me lo enseñó. Tenía una puerta secreta que solo se abría si se apretaba un clavo suelto concreto hasta una profundidad determinada y se giraba un bote de pintura concreto noventa grados, y entonces un panel se deslizaba y dejaba a la vista un gran espacio que parecía increíble que estuviera allí, y todavía se olían las plantas…

»Pues esa es mi historia. Siempre he cruzado, me crie así; el Día del Cruce fue solo un bache para mi familia. Tú, en cambio, tuviste que descubrir los cruces por tu cuenta, ¿no es así, Joshua? Tengo entendido que te criaron unas monjas. Forma parte de tu leyenda.

—No quiero una leyenda.

—Monjas, ¿eh? ¿Te pegaron o intentaron algo… raro?

Joshua entrecerró los ojos.

—No hubo nada de eso. Bueno, aparte de la hermana Mary Joseph, pero la hermana Agnes la echó a patadas en cuestión de una hora, ya lo creo, menuda es. Pero sí, era un sitio de lo más raro, cuando lo pienso ahora. Pero raro en el buen sentido. Raro en plan bien. Las monjas tenían mucha libertad. Leímos a Carl Sagan antes que el Viejo Testamento.

—Libertad. Bueno, eso puedo entenderlo. Es por lo mismo que mi padre dejó tirado a Douglas Black. Un día Douglas se enteró del asunto de la caja cruzadora, se lo sonsacó a mi padre de alguna manera. Sin mi madre y tal, creo que mi padre estaba empezando a odiar a la gente de todos modos. Pero lo que hizo Black fue la gota que colmó el vaso. Un día mi padre desapareció sin más. Aceptó una plaza de profesor en Princeton con credenciales falsas. Pero era un puesto muy visible, de modo que, cuando se olió que Black le pisaba los talones, se fue a Madison y ocupó una plaza en la universidad bajo otro nombre inventado. Se llevó consigo la tecnología de la cruzadora que estaba desarrollando. Yo lo seguí y me matriculé en la universidad de allí. No lo veía mucho. Pero supongo que aun así tenía un ojo puesto en él. Su auténtico nombre no es Willis Linsay, por cierto.

—Ya suponía que no.

—Y entonces fue cuando decidió entregar el cruce al mundo entero, porque sospechaba que la Corporación Black andaba de nuevo tras su rastro y no quería que nadie lo poseyera, lo encadenara o lo gravara con impuestos. No le gustaban ni un pelo la gran industria ni los gobiernos. Creo que esperaba que la Tierra se convirtiese en un lugar mucho mejor si todo el mundo tenía la capacidad de escapar de sus garras. Por lo que sé, sigue vivo en alguna parte.

—¿Y por eso estás aquí? ¿Lo estás buscando?

—Es un motivo.

Se produjo un cambio curioso en el aire. Los pequeños dinosaurios se irguieron, se estiraron y escudriñaron el cielo. Joshua miró a Sally. Ella no reaccionó; estaba enfrascada en arrancar con un palo la última ostra rebelde de la sartén.

—¿Crees que hizo lo correcto? —preguntó Joshua—. ¿Con la cruzadora?

—Bueno, puede ser. Por lo menos dio una nueva opción a la gente. Aunque él decía que la humanidad iba a tener que aprender a pensar, ahí fuera, en la Tierra Larga. Una vez me dijo: «Le estoy dando a la humanidad la llave de un sinfín de mundos. El fin de la escasez y, esperemos, de la guerra. Y a lo mejor un nuevo sentido de la vida. Dejo la exploración de todos esos mundos a tu generación, querida, aunque personalmente creo que la cagaréis de mala manera». ¿Por qué me miras así?

—¿Eso te dijo tu padre?

Sally se encogió de hombros.

—Ya te lo he dicho. Era un hippy de un largo linaje de hippies. Siempre decía cosas por el estilo.

En ese momento el altavoz de Lobsang atronó sobre la playa y sobresaltó a los pequeños dinosaurios otra vez.

—¡Joshua! ¡Vuelve a la nave ahora mismo! ¡Emergencia!

Flotaba en el aire un nuevo y extraño olor, como a plástico quemado. Joshua miró hacia el horizonte septentrional y vio una nube gris, cada vez más grande.

—Yo los llamo mamones —explicó Sally con calma—. Se parecen bastante a las libélulas. Inoculan un veneno en cualquier ser orgánico que descompone las células a una velocidad sorprendente y te convierte en una bolsa de sopa que luego ellos chupan, como a través de una pajita. Por algún motivo no molestan a los dinosaurios. Tu amigo electrónico tiene razón con lo de que es una emergencia, Joshua. Sé buen chico y corre.

Y ella desapareció.