30

Más al oeste aún, la Tierra Larga poco a poco se volvía más verde, y los mundos áridos, más infrecuentes. Los boscosos planetas estaban cubiertos por un manto más tupido de árboles semejantes a los robles, que se extendían desde las cuencas de los ríos hasta lamer los terrenos más elevados, como una marea alta de vegetación. En las escasas llanuras que avistaba Joshua, los animales todavía le parecían familiares, en su mayor parte: parecidos a los caballos, a los ciervos, a los camellos. Aun así, de vez en cuando vislumbraba a criaturas más extrañas, a depredadores recios y aplanados que no eran felinos ni cánidos o manadas de enormes herbívoros de cuello largo que parecían un cruce de elefante y rinoceronte.

El decimonoveno día, cerca de la Tierra Oeste 460.000, Lobsang declaró de forma algo arbitraria que habían llegado al límite del Cinturón del Cereal. Los mundos empezaban a ser demasiado cálidos; los bosques, demasiado espesos para que valiera la pena dedicarse a la agricultura.

Más o menos al mismo tiempo cruzaron la costa atlántica de Europa, en algún punto cercano a la latitud de Gran Bretaña. Una travesía que se había convertido en una aburrida excursión por encima de un manto verde y casi ininterrumpido de bosque se volvió más aburrida si cabe cuando empezaron a sobrevolar la superficie del mar.

Joshua pasaba horas y horas sentado en la cubierta de observación. Lobsang rara vez hablaba, lo que era una bendición para su acompañante. En la cabina reinaba un silencio casi total, salvo por el susurro de las bombas de aire y el zumbido de los palés suspendidos de instrumentos que giraban a un lado o a otro. Arrebujado en ese tanque de aislamiento sensorial móvil, Joshua empezó a preocuparse por la pérdida de forma y tono muscular. A veces hacía ejercicios de estiramiento, posturas de yoga o carrera estática. Si algo le faltaba al dirigible era un gimnasio, y a Joshua no le apetecía pedirle a Lobsang que fabricase nada; acabaría compitiendo con la unidad itinerante en los bancos de remo.

Lobsang había aumentado su velocidad lateral por encima del océano. Al vigésimo quinto día superaron la costa oriental de América, por la latitud aproximada de Nueva York, y se encontraron costeando otro paisaje boscoso.

Ya no hablaban nunca de parar o volver atrás. Los dos reconocían la necesidad de seguir adelante mientras pudieran, hasta realizar algún progreso en el misterio de qué estaba impulsando la migración humanoide. Joshua se descubrió temblando al imaginar lo que podría pasar si se desatase en Madison, Wisconsin, el pánico que había desembocado en la carnicería del pueblo de las Víctimas de la Estafa Cósmica.

Sin embargo, en cuanto se hallaron de nuevo sobre tierra firme, llegaron a un acuerdo. Lobsang seguiría viajando por las noches. Los cruces no perturbaban el sueño de Joshua, y los sentidos de Lobsang eran infinitamente más agudos, incluso a oscuras, que los de Joshua de día. Pero al menos durante unas horas cada día, Joshua negoció una pausa durante la que poder pisar tierra firme, fuera la Tierra firme que fuese. A veces Lobsang, en la unidad itinerante, bajaba con él en la grúa. Para sorpresa de Joshua, se manejaba con soltura incluso en terreno accidentado, y paseaba y en ocasiones hasta nadaba en algún lago, con mucho realismo.

En términos generales, la marea boscosa continuaba en aquellos mundos remotos. Durante sus descensos diarios, Joshua observó diferencias de detalle, conjuntos distintos de herbívoros y carnívoros y un cambio gradual de carácter en el marco global: menos plantas de flor, más helechos, un toque más monótono en los mundos. Joshua cubría unos veinte o treinta mil nuevos mundos en cada ciclo de día y noche. Sin embargo, a decir verdad, a medida que los mundos pasaban a millares como parpadeos, se imponía cierta sensación de visto uno, vistos todos. Entre paradas, mientras Lobsang catalogaba sus observaciones y redactaba sus artículos científicos, Joshua se sentaba en su sofá y dormía o dejaba flotar la mente en sueños de verdor y dientes, tan vívidos que no siempre estaba seguro de si dormía o estaba despierto.

Había sorpresas ocasionales. Una vez, en algún punto cercano a donde quedaría Tombstone si hubiera alguien allí para ponerle nombre, Joshua obtuvo muestras de unos hongos enormes, de la altura de una persona, que habrían supuesto cierto impedimento para Wyatt Earp y Doc Holliday si llegaran cabalgando calle abajo. Las setas tenían un aspecto cremoso y, dicho sin rodeos, olían que alimentaban, cualidad que no habían pasado por alto las pequeñas criaturas ratoniles que las habían agujereado como un queso emmental.

Lobsang habló por el auricular:

—Prueba un poco si quieres. En cualquier caso, tráeme un trozo de un tamaño razonable para que haga pruebas.

—¿Quieres que coma antes de saber si es venenosa?

—Me parece muy improbable. En realidad, pienso probarla yo mismo.

—No me sorprendería; te he visto bebiendo café. ¿O sea que también comes?

—¡Claro que sí! Cierto consumo de materia orgánica resulta esencial. De todas formas, mientras digiera el hongo, lo descompondré y analizaré. Un proceso algo tedioso. Muchos humanos con necesidades alimentarias especiales deben pasar por la misma rutina, pero sin emplear un espectrómetro de masas, instrumento que forma parte de mi anatomía. Te sorprendería saber la cantidad de productos comestibles que contienen frutos secos…

El veredicto de Lobsang esa noche fue que unos pocos kilos de la carne de las setas gigantes contenían proteínas, vitaminas y minerales suficientes para mantener a un humano vivo durante semanas, aunque aburrido a más no poder en términos culinarios.

—En todo caso —añadió—, algo que crece tan deprisa, contiene todos los nutrientes que un ser humano necesita y puede prosperar más o menos en cualquier parte sin duda interesará a la industria de la comida rápida.

—Siempre es un placer ayudar a que transEarth se gane un dinerito, Lobsang.

Para interrumpir la rutina, esa noche Joshua se quedó en vela para presenciar el viaje a oscuras. A veces había incendios, desperdigados por los paisajes penumbrosos. Pero siempre hay fuegos donde hay árboles, rayos y hierba seca. Circulen, señores, aquí no ha pasado nada.

Se quejó de lo aburrido de las vistas.

—¿Qué te esperabas? —dijo Lobsang—. En términos generales, me figuro que muchas Tierras son bastante insulsas, por lo menos a primera vista, y recuerda, Joshua, que esa primera vista es casi lo único que captamos. ¿Recuerdas cuando eras pequeño, todas aquellas ilustraciones de dinosaurios en el Jurásico? ¿Todas aquellas especies distintas reunidas en una alegre estampa, con un tiranosaurio peleando con un estegosaurio en primer plano? La naturaleza no suele ser así, como tampoco los dinosaurios. La naturaleza es, a grandes rasgos, razonablemente silenciosa o catastróficamente ruidosa. Los depredadores y sus presas están muy repartidos. Por eso he mantenido la costumbre de parar en mundos que sufren una sequía relativa, donde se congregan muchos especímenes en los abrevaderos, aunque sea en condiciones más bien artificiales.

—Pero ¿cuánto nos estamos perdiendo, Lobsang? Hasta cuando paramos en un mundo, apenas le echamos un vistazo antes de seguir adelante, a pesar de tus sondas y cohetes. Si lo único que nos llevamos es una primera impresión tras otra… —Basándose en su propia experiencia durante sus períodos sabáticos, Joshua tenía la sensación visceral de que hacía falta vivir en un mundo para entenderlo, de que no bastaba con mirarlo por encima mientras se hojeaba la baraja de la Tierra Larga. Era el trigésimo tercer día del viaje—. ¿Y dónde estamos ahora?

—Doy por sentado que te refieres a nuestra ubicación geográfica en la Tierra. Aproximadamente sobre el norte de California. ¿Por qué?

—Hagamos una parada. Llevo más de un mes en este hotel volador. Pasemos al menos un día entero en un solo sitio para, bueno, relajarnos, ¿vale? Y… experimentar. Un día entero, con su noche. Podrías llenar tus depósitos de agua. Y yo la verdad es que me estoy volviendo loco.

—De acuerdo. No puedo negarme. Encontraré un mundo que tenga algo de interés y dejaré de cruzar. Como estamos encima de California, ¿quieres que te fabrique una tabla de surf?

—Ja, ja.

—Has cambiado, Joshua, ¿lo sabías?

—¿Lo dices porque discuto contigo?

—En realidad, sí. Me intriga; eres más rápido, menos vacilante, has perdido un poco esa actitud de vagabundo en tu propia mente. Por supuesto, sigues siendo tú. En verdad me pregunto si es posible que seas más tú que desde hace mucho tiempo, ahora que sabes cómo naciste.

Joshua se desentendió con un encogimiento de hombros.

—No te pases, Lobsang. Gracias por la pulsera, pero no eres ningún terapeuta. A lo mejor viajar ensancha la mente…

—Joshua, si tu mente fuese más ancha empezaría a salirse por las orejas.

Aunque era medianoche, Joshua no tenía sueño, de modo que empezó a prepararse algo de comer.

—¿Te apetece una película, Joshua?

—Preferiría leer. ¿Alguna sugerencia?

La pantalla de los libros se encendió.

—¡No conozco ningún título mejor traído!

Joshua se lo quedó mirando.

—¿Pasando fatigas?

—En muchos aspectos, la mejor obra de Twain, pienso siempre, por mucho cariño que le tenga a La vida en el Misisipi. Léelo. Es lo que dice ser, una travesía a nuevos territorios, y a menudo muy divertido por su mordacidad. ¡Disfruta!

Y Joshua disfrutó. Leyó, se adormiló y en esa ocasión soñó con ataques de indios.

Al día siguiente, alrededor del mediodía, los cruces cesaron con la sacudida de costumbre. Joshua se descubrió contemplando un lago, un escudo de azul grisáceo que interrumpía el bosque.

—¿Vamos a pillar unas olas, colega? —dijo Lobsang.

—Madre mía.

A ras de suelo, el bosque era un lugar agradable. Escuadrones de murciélagos volaban persiguiendo moscas por el aire iluminado de verde, que olía a madera mojada y mantillo de hojas. Los suaves sonidos que rodeaban a Joshua eran, por algún extraño motivo, más quedos de lo que habría sido el mero silencio. Joshua había aprendido que en la naturaleza el silencio absoluto era un estado tan inusual que no solo resultaba llamativo, sino directamente amenazador. Sin embargo, el murmullo de ese bosque profundo era un ruido blanco natural.

—Joshua, mira a tu izquierda —dijo Lobsang—. No hagas ruido.

Eran como caballos, criaturas de aspecto tímido y furtivo, con unos extraños cuellos curvos y pezuñas palmeadas, del tamaño de unos cachorros. También había algo parecido a un elefante de trompa chata, pero que no medía mucho más de medio metro en la cruz.

—Muy monos —comentó Joshua.

—El lago está delante en línea recta —dijo Lobsang.

El lago estaba rodeado por una muralla de troncos y un cerco de terreno despejado. El agua plana estaba llena de cañas y juncos, y en el inusual tramo de cielo abierto y azul que dejaba pasar la luz del sol, unas nubes de pájaros de aspecto exótico descendían con un aleteo blanco rosáceo. En la otra orilla Joshua avistó a un animal semejante a un perro, de un tamaño gigantesco; debía de medir unos cuatro metros de longitud, con una cabeza colosal y unas fauces enormes que a su vez debían de sobresalir otro metro. Antes de que acertase a alzar sus prismáticos, la fiera se escabulló entre las sombras del bosque.

—Eso era un mamífero, seguro —dijo—. Pero tenía mandíbulas de cocodrilo.

—Un mamífero, sí. En realidad sospecho que es un pariente lejano de la ballena; nuestra ballena, se entiende. Y en el agua hay cocodrilos de verdad, Joshua, como de costumbre. Un universalita.

—Es como si hubieran mezclado al tuntún partes de animales, como si alguien hubiera jugado a la evolución.

—Ahora estamos a muchos cientos de miles de cruces del Datum, Joshua. En este mundo remoto vemos representantes de muchos de los órdenes animales presentes en nuestra rama del árbol de probabilidades, pero como si alguien los hubiera reimaginado. La evolución es a todas luces caótica, como el tiempo atmosférico…

Oyó una especie de gruñido, como salido de un cerdo, un cerdo grande y ancho de pecho que se le acercase por la espalda.

—Joshua. No corras. Detrás de ti. Gírate muy poco a poco.

Obedeció. Visualizó las armas que llevaba, el cuchillo que tenía al cinto, la escopeta de aire comprimido de la mochila del pecho. Y por encima de su cabeza estaba el dirigible, Lobsang con un arsenal volante a su disposición. Intentó sentirse tranquilo.

Cerdos enormes. Esa fue su primera impresión. Había media docena, cada uno tan alto como un hombre, con patas de aspecto poderoso y un lomo que se alzaba en jorobas erizadas de pelo, con los ojos minúsculos y negros como el carbón y unas fauces largas y fuertes. Y cada uno de ellos transportaba a un humanoide; no un troll, sino una figura erguida y escuálida con cara de chimpancé y pelo marrón óxido, sentada a horcajadas sobre su cerdo como si montara a lomos de un caballo feo y enorme.

Joshua estaba muy lejos de la protección de los árboles.

—Más elfos —susurró Lobsang.

—¿La misma raza que exterminó a las Víctimas?

—O sus primos hermanos. La Tierra Larga es un ruedo muy grande, Joshua; deben de producirse muchos casos de especiación.

—Me has traído aquí abajo para que me encontrase con estas criaturas, ¿verdad? ¿Esto es lo que tú llamas una pausa para descansar?

—No puedes negar que es interesante, Joshua.

Un elfo dio una voz, un grito mitad jadeo, mitad aullido como el de un chimpancé, y pateó a su montura en las costillas. Las seis bestias avanzaron al trote hacia Joshua, entre gruñidos guturales.

—Lobsang, ¿qué aconsejas?

Los cerdos estaban acelerando.

—Lobsang…

—¡Corre!

Joshua arrancó a correr, pero los cerdos eran más rápidos. Apenas había acortado la distancia que lo separaba del dirigible que descendía, o del bosque, cuando un cuerpo enorme lo adelantó como una exhalación. Joshua olió tierra, sangre, mierda y una especie de almizcle grasiento, y un puño le golpeó en la espalda y lo tiró al suelo de bruces.

Los cerdos brincaron a su alrededor, extrañamente juguetones a pesar de su tamaño y su peso. Su violencia intensa e imprevisible resultaba terrorífica. Joshua ya se veía aplastado, o destripado por los colmillos que sobresalían de la punta de sus hocicos, pero en lugar de eso los cerdos siguieron pasando a la carrera por su lado, mientras los humanoides, los elfos, entre gritos y aullidos, se agachaban para hacer pasadas por encima de él. Vio el destello de unos filos… ¡Filos de piedra! Se encogió y rodó.

Al fin se apartaron y formaron algo parecido a un círculo a su alrededor. Joshua, tembloroso, se puso en pie, buscando a tientas sus armas. Descubrió que no tenía ningún corte, salvo unos arañazos en la cara y en el hombro, donde un tajo le había atravesado la tela del uniforme. Sin embargo, sí habían cortado la mochila de suministros que llevaba al pecho y hasta le habían robado el cuchillo del cinto, como carteristas. Le habían dejado limpio como auténticos expertos, y solo habían respetado el loro del hombro y la mochila de la espalda con su procesador.

Los elfos estaban jugando con él.

En ese momento se pusieron de pie sobre el lomo de sus extrañas monturas. No eran como los trolls, sino mucho más delgados, gráciles, ágiles y fuertes. Sus cuerpos bípedos y peludos parecían de niños gimnastas. Tenían los brazos largos, aptos para trepar a los árboles, unas piernas muy humanas y cabezas pequeñas con caras arrugadas de chimpancé. Todos parecían varones. Algunos lucían delgadas erecciones.

Joshua buscó el lado bueno.

—En fin, son más pequeños que yo. ¿Metro y medio, tal vez?

—No los subestimes —le apremió el susurro de Lobsang en su oído—. Son más fuertes que tú. Y este es su mundo, recuérdalo.

Los aullidos jadeantes empezaron de nuevo y parecieron pasar a un crescendo. Entonces uno de los elfos espoleó a su animal. El cerdo, con la mirada clavada en Joshua, empezó a avanzar con tranquilas zancadas. El elfo enseñó unos dientes de aspecto humano y siseó.

Esa vez no iban a jugar.

Hay momentos en que el terror es como una melaza que frena el tiempo. Una vez, cuando Joshua era pequeño, resbaló por el borde de una cantera de piedra caliza que quedaba a apenas diez minutos en bici del Centro, y sus amigos no pudieron izarlo a pulso, de modo que tuvo que aguantar colgando mientras iban a buscar ayuda. Los brazos le dolían horrores, pero lo que más recordaba de todo eran los minúsculos detalles de la roca que le quedaba justo delante de los ojos. Tenía motas de mica, y liquen, un bosque en miniatura amarilleado y seco por el sol. Aquel pequeño paisaje se había convertido en su mundo entero, hasta que alguien, desde alguna parte, había empezado a chillar, y unas manos le habían agarrado las muñecas para tirar de unos brazos que le parecían rellenos de plomo fundido…

El elfo saltó por los aires y desapareció como si nunca hubiera existido. El cerdo siguió trotando y gruñendo, cada vez más deprisa. Joshua comprendió de golpe, con la claridad de una mota de mica en una roca calentada por el sol, que el elfo iba a por él. Y había cruzado.

El cerdo seguía acercándose. Joshua aguantó firme. En el último segundo el animal vaciló, tropezó y se desvió para sortearlo.

Y el elfo regresó, estirado, con los pies apoyados en el lomo del cerdo y las manos cerradas en torno al cuello de Joshua, ¡colocadas para estrangularlo en el mismo instante en que cruzaba y reaparecía en el mundo! A Joshua le asombró la precisión de la maniobra.

Pero la cuestión era que el elfo estaba apretando con sus fuertes manos simiescas, y Joshua cayó al suelo, incapaz de respirar. Intentó agarrarlo, pero el elfo tenía los brazos más largos que él; dio manotazos, incapaz de llegar a aquella cara que gruñía, y un cerco negro redujo su visión. Intentó pensar. Sus armas, su mochila, estaban en posesión de los elfos o desperdigadas, pero aún llevaba el loro al hombro. Asió la estructura con las dos manos y la estrelló contra la cara del agresor. Salieron disparados fragmentos de vidrio y plástico, el elfo se apartó entre gritos y, por suerte, aflojó su presa mortal.

Pero los otros elfos gritaron y se acercaron a lomos de sus cerdos.

—¡Joshua! —Un altavoz, atronando desde el aire. El dirigible descendía, poco a poco, imponente, con una escalerilla de cuerda colgando.

Joshua se puso en pie, boqueando a través de una tráquea aplastada, pero un muro de elfos montados sobre puercos se interponía entre él y la escalerilla, y la criatura herida chillaba enfurecida desde el suelo. El único hueco en el círculo que lo rodeaba era el que había dejado el elfo adelantado.

De modo que hacia allí corrió, alejándose del dirigible para salir del círculo de elfos. El loro destrozado seguía sujeto a su traje por los cables y se arrastraba por el suelo tras él. Los elfos lo persiguieron entre chillidos. Si encontrase un modo de volver sobre sus pasos, o quizá de llegar al bosque…

—¡Joshua! ¡No! Cuidado con la…

El suelo de pronto cedió bajo sus pies.

Cayó más o menos un metro, y se descubrió en una hondonada rodeado de perros. No, más bien una mezcla de perros y osos, que ya había entrevisto en otra ocasión: ágiles cuerpos caninos con poderosas cabezas y hocicos de oso. Sus cuerpos de negro pelaje se amontonaban por todas partes a su alrededor; eran hembras y crías. Aquello era una especie de madriguera, no una trampa, pero hasta las crías mordían el aire como gruñones paquetes de agresividad. La más pequeña, a la que casi daban ganas de acariciar, le cerró sus fauces osunas sobre la pierna. Joshua lanzó una patada, intentando desprender a la diminuta criatura. Los demás osoperros ladraron y gruñeron, y Joshua se preparó para que cayeran sobre él en cualquier momento.

Pero entonces llegaron los elfos sobre sus porcinas monturas. Las perras adultas se irguieron, salieron de su madriguera en manada y se abalanzaron sobre los cerdos. La pelea estalló en una nube de gañidos, ladridos, gruñidos, gritos, aullidos, jadeos, dentelladas, chillidos de dolor y chorros de sangre, mientras los elfos aparecían y desaparecían como destellos, como si los viera a la luz de una lámpara estroboscópica.

Joshua salió trepando de la madriguera y corrió en la dirección opuesta a la pelea, o eso intentó. Sin embargo, el obstinado cachorro seguía enganchado a su pierna, y para colmo Joshua aún arrastraba la absurda chatarra del loro. Alzó la vista. Tenía el dirigible casi encima. Saltó hacia la escalerilla, la agarró y se quitó de encima al cachorro con una patada feroz. La aeronave se elevó al instante.

Abajo, los perros habían cercado a los enormes cerdos, que se defendían con fiereza. Joshua vio que un gran osoperro clavaba los dientes en el cuello de un cerdo, que chilló y se derrumbó en el suelo. Pero otro puerco levantó al mismo perro con sus grandes colmillos y lo lanzó por los aires, gañendo, con el pecho rajado. Entretanto, los elfos aparecían y desaparecían entre la batalla. Joshua vio cómo uno se enfrentaba a un perro, que saltó hacia su garganta. El elfo se esfumó, reapareció detrás del can cuando este todavía estaba en el aire, giró sobre sus talones con la elegancia de un bailarín y lanzó un tajo hacia el pecho del animal con una fina hoja de piedra que lo destripó antes de que llegara al suelo. Los elfos luchaban por su supervivencia, pero Joshua se llevó la impresión de que, más que una batalla, lo que se libraba era una serie de duelos particulares. Cada elfo luchaba solo por sí mismo, en vez de como un solo hombre. Aunque claro, tampoco eran hombres.

Y el dirigible se elevó, más allá de las copas de los árboles, hacia la luz del sol. La pelea quedó reducida a una miniatura polvorienta y salpicada de sangre, en un paisaje que la sombra de la aeronave surcaba con serenidad. Joshua, que apenas era capaz de respirar todavía, subió por la escalerilla y se derrumbó dentro de la cabina.

—Le has dado una patada a un cachorro —dijo Lobsang con tono acusador.

—Añádelo a la lista de faltas —replicó Joshua, sin aliento—. La próxima vez que escojas un destino de vacaciones, Lobsang, que se parezca un poco más a Disneyland.

Entonces la oscuridad que había rodeado su visión desde el encontronazo con el elfo se cerró sobre él.