29

Salió deprisa de la iglesia, aliviado de encontrarse al aire libre, lejos del hedor de la sangre.

Cuatrocientos metros al oeste, había dicho Lobsang. Joshua echó un vistazo a la posición del Sol, giró hacia allí y salió a la carrera. Antes de haber recorrido un par de centenares de metros, oyó los gemidos.

Era una humanoide, tumbada en la tierra, boca arriba. No era una troll; quizá una variedad de elfa, dada la definición de Lobsang basada en lo que había descubierto en el templo, aunque esta no era idéntica a la criatura que había inspeccionado allí; en cualquier caso, otra especie nueva para Joshua. Cerca de metro y medio de altura, escuálida, cubierta de pelo: era una chimpancé estirada y erecta, de rostro inquietantemente humano a pesar de su achatada nariz de mono. A diferencia de la criatura del templo, su cabeza parecía abultada, con un cráneo desproporcionado para su cuerpo, a ojos de Joshua; saltaba a la vista que el cerebro era más grande incluso que el de un humano. Y estaba en apuros. Tenía un embarazo muy avanzado. Apenas consciente, se revolvía, daba manotazos y se arrancaba el pelaje de su hinchada barriga, mientras de entre sus piernas manaba sangre aguada.

Cuando Joshua se inclinó sobre ella, abrió los ojos. Los tenía grandes e inclinados, como un extraterrestre de dibujos animados, pero pardos como un simio, sin el blanco de los humanos. Los abrió mucho por un momento, alarmada, y lo miró con gesto de súplica.

Joshua palpó la barriga de la criatura.

—Está a punto. Pasa algo malo. A estas alturas el bebé tendría que haber nacido ya.

Lobsang murmuró:

—Yo habría dicho que la gran cabeza del bebé de esta criatura haría imposible su alumbramiento.

—¿Qué metiste en esta mochila? —Antes de que Lobsang tuviera ocasión de responder, abrió la bolsa que llevaba al pecho y rebuscó para encontrar el botiquín—. Lobsang, otra cosa: baja ese dirigible. Necesitaré más material antes de que acabemos.

—¿Acabemos de qué?

—Voy a sacar a este bebé. —Acarició la mejilla de la hembra. La madre de Joshua había yacido una vez sola en un mundo, en plena agonía del parto—. ¿Qué pasa, somos demasiado señoritas para empujar? Vamos a hacerlo al estilo americano.

—¿Quieres practicarle una cesárea? —preguntó Lobsang—. No estás capacitado.

—A lo mejor no, pero estoy segurísimo de que tú sí. Y vamos a hacer esto juntos, Lobsang. —Volcó el contenido del botiquín mientras intentaba pensar—. Necesitaré morfina, líquido para esterilizar, bisturíes, agujas, hilo…

—Estamos muy lejos de casa. Agotarás nuestro material médico en esta empresa. Tengo la capacidad de fabricar más, pero…

—Necesito hacerlo. —No podía hacer nada por las Víctimas, pero sí ayudar a esa elfa, o por lo menos intentarlo. Era su manera de arreglar el mundo, aunque fuese solo un poquito—. Ayúdame, Lobsang.

Una pausa eterna. Después:

—Por supuesto, tengo informes completos de la mayoría de las intervenciones quirúrgicas más importantes. Incluidas las de obstetricia, aunque poco me imaginaba que las iba a necesitar en este viaje.

Joshua colocó el loro de tal modo que Lobsang pudiera ver lo que estaba haciendo y extendió sus instrumentos.

—Lobsang, dime: ¿por dónde empiezo?

—Debemos plantearnos si realizar una incisión longitudinal o transversal baja…

Joshua afeitó a toda prisa el abdomen de la criatura. Después, intentando que no le temblara el pulso, sostuvo un bisturí de bronce por encima de la pared abdominal. Justo cuando se disponía a cortar la carne, el bebé desapareció. Notó su ausencia mientras el útero implosionaba. El susto le hizo sentarse de golpe.

—¡Ha cruzado! Maldita sea, ¡el bebé ha cruzado!

Entonces llegaron las adultas. Dos hembras: ¿madre y hermana? Se desplazaban en un borrón de movimiento que mezclaba pasos y cruces entre mundos, con un parpadeo de apariciones y desapariciones alrededor de Joshua, que nunca habría creído posible cruzar a semejante velocidad.

—Quédate quieto —murmuró Lobsang.

Las adultas miraron a Joshua con cara de pocos amigos, recogieron a la madre y desaparecieron con dos suaves estallidos.

Joshua se desplomó.

—No me lo puedo creer. ¿Qué acaba de pasar?

Lobsang parecía eufórico.

—La evolución, Joshua. Lo que acaba de pasar es la evolución. Todos los humanoides erectos tienen problemas para dar a luz. Tú lo sabes, y tu madre lo descubrió por las malas. A medida que fuimos evolucionando, la pelvis femenina se encogió para permitir la bipedación, pero al mismo tiempo el cerebro del bebé creció, y ese es el motivo de que nazcamos tan indefensos. Desde que salimos, nos queda mucho crecimiento por delante antes de ser independientes.

»Pero parece que esta especie se ha saltado el problema de la pelvis. Literalmente. —Se rio con suavidad—. En su caso, el bebé no nace por el canal del parto. Sale del útero cruzando, Joshua. Con la placenta, el cordón umbilical y todo lo demás, supongo. Tiene sentido. La capacidad de cruzar debe marcar todos los aspectos de la vida de una criatura, si das a la evolución el tiempo suficiente para explotarla. Y si no tienes que atravesar el calvario de nacer, tu cerebro puede volverse todo lo grande que quieras.

Joshua se sentía vacío.

—Cuidan de sus enfermos. Si la hubiese abierto, la madre no habría sobrevivido a la herida.

Lobsang le murmuró al oído:

—No podías saberlo. Has hecho lo que has podido. Ahora ven a casa. Necesitas una ducha.