28

Joshua y Lobsang siguieron adentrándose en la Tierra Larga, ampliando sus estadísticas provisionales.

Incrustados en la insustancialidad del Cinturón del Cereal había numerosos Bromistas. Por ejemplo, un mundo de langostas: el dirigible apareció en pleno centro de una plaga voladora de grandes y pesados insectos que acribillaron por un instante las paredes de la cabina. Se entretuvieron en un mundo donde, según sospechaba Lobsang, el altiplano tibetano, un accidente de la colisión tectónica, no había llegado a formarse. Sus drones revelaron que, sin el Himalaya, el clima de toda el Asia central y meridional, e incluso de Australia, era radicalmente distinto.

Y había mundos que no podían entender de ninguna manera. Encontraron uno inmerso en una perpetua tormenta de polvo carmesí, como una versión de pesadilla de Marte. Hallaron otro que era como una bola de bolos, completamente liso, bajo un cielo azul oscuro sin nubes.

Pararon de cruzar otra vez. Joshua notó la habitual sacudida extraña, como si cayera de un columpio. Miró hacia abajo. Era un mundo de hierba amarillenta y árboles altos y delgados. El dirigible flotaba sobre un río que había menguado en su cauce hasta dejar a la vista unos anchos márgenes de barro agrietado. Los animales se apelotonaban a la orilla del agua, donde se ojeaban con nerviosismo. Joshua echó un vistazo al terrómetro: 127.487. Una cadena de dígitos sin sentido.

—Verás que este mundo atraviesa una sequía de especial gravedad —dijo Lobsang—, lo que ha atraído al agua a una concentración inusual de animales. Eso nos ofrece la oportunidad de observar con eficiencia. Te habrás fijado en que tengo por costumbre detenerme en ubicaciones prácticas de esta clase.

—Hay caballos a carretadas.

Y en efecto los había, grandes y pequeños, de tamaños que oscilaban entre el de un poni y el de una cebra. Sus formas presentaban diferencias sutiles: unos eran más peludos, otros más rechonchos, algunos tenían dos dedos en cada pata, otros tres o cuatro… Ninguna especie parecía un caballo de verdad, en el sentido de los del Datum.

Sin embargo, luchando por llegar al agua entre las caballadas había otros animales. Una familia de criaturas altas y delgadas que parecían camellos reconstruidos según los planos de una jirafa. Sus crías, con patas como pajitas para beber, parecían angustiosamente frágiles. Y había elefantes, con un buen surtido de tipos de colmillo. Y una especie de rinocerontes, una especie de hipopótamos… Esos herbívoros, obligados a juntarse temporalmente, estaban inquietos, nerviosos, porque también había carnívoros. Siempre había carnívoros. Joshua distinguió lo que parecía una manada de hienas y también un felino no muy distinto a un leopardo. Esperaban, acechaban a la multitud de recelosos bebedores del lago.

En ese momento se acercó una criatura que se parecía mucho a un avestruz más fornida. Una familia de bestias semejantes a rinocerontes retrocedió con nerviosismo. Antes de que fueran muy lejos, el ave estiró el cuello, abrió el pico al máximo y disparó una bola, como un cañonazo. El proyectil se estrelló contra la caja torácica de un gran rinoceronte macho, que se desplomó con un bramido. La familia se dispersó y el ave avanzó para alimentarse de la presa caída.

Lobsang usó un fusil anestésico instalado en la cabina para abatir al gran pájaro, y despachó a su unidad itinerante para que lo inspeccionase. El ave tenía un estómago separado que se llenaba con una mezcla de heces, huesos, gravilla, pedazos de madera y otras sustancias indigeribles. Todo ello se fraguaba con guano hasta formar una pelota grande y dura como la teca. La Tierra Larga en verdad estaba llena de maravillas, y para Joshua el ave cañonera ocupó un merecido lugar en la galería.

El mundo estaba catalogado, de modo que el dirigible siguió su camino. Esa noche la película la eligió Lobsang: Héroes fuera de órbita. Joshua fue incapaz de concentrarse en la acción, pero, mientras se mecía al ritmo de los cruces murmurando «¡Nunca abandonar! ¡Nunca rendirse!», poco a poco se fue durmiendo.

Cuando despertó, brillaba el sol. El dirigible había parado de nuevo, y los cohetes-sonda volaban hacia un cielo desprevenido.

En ese mundo, un poco más cálido que los anteriores —Lobsang había observado un crecimiento monótono de la temperatura a medida que avanzaban hacia el oeste— una ristra de lagos interrumpían el manto de bosque. Lobsang conjeturó que podrían ser resultado de un impacto múltiple de meteoritos. Dos de los lagos estaban separados por una estrecha lengua de tierra, un rasgo llamativo que recordó a Joshua el istmo entre el Mendota y el Monona, en Madison.

—Esta es la Tierra Oeste 139.171 —anunció Lobsang—. Todavía estamos en el Cinturón del Cereal.

—¿Por qué hemos parado?

—Mira hacia el norte.

Joshua vio el humo. Era una columna fina y negra, unos kilómetros al noreste.

—No es una hoguera —dijo Lobsang—, ni un incendio forestal. Un poblado en llamas, quizá.

—Humano, entonces.

—Ya lo creo. Y capto una señal de radio. —Lobsang reprodujo un fragmento, una agradable voz femenina grabada que retransmitía su presencia a un mundo silencioso, en inglés, ruso y francés—. Colonos peregrinos. Según la emisión, son la Primera Iglesia Celestial de las Víctimas de la Estafa Cósmica. Estamos lejos de casa; no puede haber muchas poblaciones sustanciales más adelante… Ese fuego procede de unos edificios en llamas. Es evidente que aquí ha pasado algo malo.

—Vamos a ver.

—El peligro es incognoscible. Incuantificable.

Joshua tal vez fuera un solitario, pero en los confines de la Tierra Larga existía la regla no escrita de que se ayudaba al prójimo, al errante, a la comunidad en apuros.

—He dicho que vamos.

Los grandes rotores del dirigible arrancaron, y partieron hacia el humo.

—¿Te hablo de las Víctimas de la Estafa?

Joshua se enteró de que, mientras las religiones dominantes se habían quedado concentradas en las Tierras Bajas pensando en el acceso a los lugares sagrados del Datum —el Vaticano, La Meca—, muchas comunidades religiosas escindidas habían partido hacia las profundidades de la Tierra Larga, todas en busca de la libertad de expresión, como colectivos parecidos habían hecho durante milenios en la Tierra. Esos peregrinajes a menudo tenían por meta lugares que (en el contexto del Datum) también eran geográficamente remotos, como aquel: todavía se encontraban muy al este de la ubicación de Moscú. Aun así, incluso entre esos grupos inconformistas, las Víctimas de la Estafa Cósmica destacaban como algo inusual.

—Consideran que su religión refleja la verdad sobre el universo, que es su absurdidad esencial. Las Víctimas creen que cada día nace un converso, y que deben procrear y multiplicarse para engendrar más mentes humanas que aprecien la Broma.

—No creo que esta Broma haya tenido mucha gracia —murmuró Joshua.

Sobrevolaron varios kilómetros cuadrados de bosque talado alrededor de una aldea central, construida en torno a un promontorio, la única elevación del istmo. En lo alto se alzaba un edificio relativamente majestuoso. Había campos, delimitados por hileras de piedras. Lobsang señaló el tinte característico de algunos de los cultivos: plantas de marihuana, hectáreas de ellas, lo que decía mucho de la naturaleza de esa comunidad.

Había cadáveres por todas partes.

Lobsang elevó el dirigible hasta los ciento cincuenta metros y lo mantuvo estable allí. Unos grajos asustados aletearon y emprendieron el vuelo, para luego posarse de nuevo. Al parecer las Víctimas de la Estafa Cósmica preferían llevar ropajes verdes, de modo que la plaza central y los caminos radiales de tierra que partían de ella estaban llenos de salpicaduras esmeralda. ¿Quién viajaría hasta tan lejos para exterminar a unos centenares de almas pacíficas, cuya única excentricidad consistía en creer que la vida era un timo?

—Voy a bajar —dijo Joshua.

—Esto ha pasado hace poco —advirtió Lobsang—. Este crimen, este ataque. Observa que los cuerpos aún no han sido pasto de los carroñeros. Algo, o alguien, ha masacrado a trescientas personas, Joshua. Es posible que los agresores sigan ahí abajo.

—Y a lo mejor el trescientos uno todavía está vivo.

—El gran edificio en el centro de la aldea, sobre ese promontorio. Es el origen de la señal de radio.

—Déjame a cien metros. —Joshua recapacitó—. Y después salta a un par de mundos de distancia, desplázate un poco en el espacio y cruza de vuelta. A lo mejor, si alguien sigue por aquí, servirás de señuelo para hacerlos salir.

—Hacerlos salir. No es una idea muy tranquilizadora.

—Hazlo y punto, Lobsang.

El dirigible descendió.

Apestaba a grasa, a carne quemada.

Joshua, con el loro al hombro, recorría una calle recta de tierra. Unos pocos grajos, irritados, emprendieron el vuelo. Resultaba sorprendente lo bien desarrollada que estaba la comunidad para haberla encontrado tan lejos. Los edificios eran de adobe y cañas sobre una estructura robusta de madera, y estaban dispuestos en limpias filas rectilíneas. Supuso que los pioneros que habían diseñado los solares y la calle habían soñado con la ciudad que algún día se construiría siguiendo ese plan. Muchos de los edificios habían ardido; más allá, un barrio entero humeaba a rachas.

Topó con el primer cuerpo. Era una mujer de mediana edad a la que habían arrancado la garganta. Sin duda, no era obra de ningún humano.

Joshua siguió caminando. Encontró más personas, en una zanja, ante las puertas, dentro de las casas; hombres, mujeres y niños. Daba la impresión de que algunos estaban corriendo cuando los abatieron. Nadie parecía llevar cruzadora, pero era lo normal. Allí estaban en casa, en su mundo, y se creían a salvo.

Llegó al gran edificio central del promontorio. Si ese lugar seguía el patrón de la mayoría de las colonias de inspiración religiosa, probablemente se trataba de la iglesia, el edificio sagrado, la primera estructura permanente que se había erigido, y como tal albergaría buena parte de la propiedad compartida de la comunidad, como la estación de radio y cualquier posible generador. También era el lugar donde refugiarse cuando golpeaba alguna calamidad, como lo habían sido las iglesias a lo largo de la historia occidental. Desde luego había muchos cuerpos en torno al edificio. Quizá el enemigo había golpeado justo después de las oraciones de la mañana, o cualquiera que fuese la ceremonia equivalente de las Víctimas. Monólogos Matutinos, tal vez.

Las puertas estaban cerradas. Dentro podía haber cualquier cosa. Se alzaron unas nubes negras de moscas cuando Joshua se acercó, y los grajos lo miraron resentidos desde los tejados.

Reapareció el dirigible, justo encima de él.

—Lobsang, ¿algún movimiento?

—No hay focos de calor cerca de ti.

—Voy a probar en la iglesia. El templo, o lo que sea.

—Ten cuidado.

Llegó a la puerta doble instalada en una recia pared de piedra enlucida con alguna clase de yeso. Joshua probó con una patada y estuvo a punto de romperse el tobillo. Se preparó para otro intento.

—Protege tu frágil endoesqueleto —dijo Lobsang secamente—. Hay una puerta abierta en la parte de atrás.

La puerta trasera, en realidad, había sido arrancada de los goznes y estaba combada hacia la calle. Joshua atravesó el marco roto y entró en una pequeña sala de radio, donde un transmisor todavía enviaba su inocente mensaje al universo. Joshua lo apagó por respeto. Otra puerta daba a una sala de uso múltiple, la clásica mezcla de cocina y trastero de toda iglesia o salón parroquial; había una tetera y juguetes educativos de madera toscamente tallada. Hasta había dibujos infantiles pintados con los dedos en las paredes, y un calendario de turnos de limpieza escrito en inglés. La semana siguiente le habría tocado a la hermana Anita Dowsett.

La puerta del fondo daba a la nave principal. Y allí era donde estaban la mayoría de los cuerpos. La sangre cubría el suelo como una película y salpicaba las paredes, mientras un enjambre de moscas zumbaba sobre las formas flácidas e inmóviles.

Para recorrer la estancia Joshua tuvo que pasar por encima de los cuerpos, tapándose la boca con un pañuelo. Dio la vuelta a unos cuantos para inspeccionar sus heridas. Al principio pensó que habían huido hasta allí, buscando la seguridad de los gruesos muros y las puertas macizas; hasta esos remotos pioneros hacían caso de los instintos inveterados. Pero había algo extraño en el patrón.

—¿Joshua?

—Estoy aquí, Lobsang. —Llegó a un altar. En su centro había una gran mano abierta hecha de plata, con el pulgar apoyado en una nariz de oro—. Eran ateos cómicos. Tuvo que ser divertido vivir aquí. No se merecían esto. Si es un crimen, si esto es obra de humanos, tendremos que denunciarlo al volver.

—No fueron personas, Joshua. Mira a tu alrededor. Todas las heridas son zarpazos, mordiscos, cráneos rotos. Esto lo han hecho unos animales, unos animales asustados. Y esa puerta de ahí atrás la han roto hacia fuera, no hacia dentro. Quien sea que ha hecho esto no ha entrado por la puerta. Ha llegado aquí cruzando y ha reventado la puerta para salir.

Joshua asintió.

—Entonces a lo mejor los lugareños no buscaron cobijo en este lugar. Ya estaban aquí, en su ceremonia matutina. Y lo que fuese apareció de golpe en medio de ellos. Unos animales que cruzaron, huyendo… de algo.

—Las bestias sucumbieron al pánico, obviamente, pero me pregunto qué efecto tendrían sobre ellas los vapores de hierba que detecto en el aire…

Joshua se descubrió contemplando un cuerpo destrozado. Desnudo, cubierto de pelo… no humano. Un cuerpo de proporciones humanas a grandes rasgos, delgado, claramente bípedo, cuya musculatura nudosa indicaba una fuerza evidente, rematado por una cabeza pequeña, como de chimpancé, con una nariz plana y simiesca. No era un troll, sino otra clase de humanoide. Había muerto de una cuchillada en la garganta; tenía el pecho empapado de sangre medio seca. Alguien había tenido coraje suficiente para defenderse, pues, contra la furia de los hombres-simio superfuertes y aterrorizados que habían cruzado en pleno centro de su familia.

—¿Lo ves, Lobsang?

Las cámaras del loro rotaron con un zumbido.

—Lo veo.

Joshua se alejó del cadáver y se irguió, con los ojos cerrados, imaginando.

—Estamos en la cima de una colina, el punto más alto de una zona bastante amplia. Es complicado cruzar con prisas dentro de un bosque espeso. Si un grupo quisiera huir con sus familias a través de muchos mundos, se vería obligado a congregarse en un lugar despejado, un punto elevado, porque de otro modo los árboles les impedirían el paso. Pero en este mundo en concreto, los colonos habían construido su iglesia en el punto más alto. Justo en medio.

—Sigue.

—Creo que estas criaturas estaban cruzando. Reunidas en lo alto de la colina, rumbo al este, huyendo de los mundos más occidentales, como los trolls. Una estampida.

—¿Huyendo de qué? —preguntó Lobsang—. Es una pregunta que tendremos que responder antes de que podamos volver a casa, Joshua.

—De pronto se encontraron aquí, en este espacio cerrado, con todos estos humanos. Estaban aterrorizados. Fueron llegando en tropel más y más de ellos… Mataron a toda la gente que había aquí, echaron abajo la puerta y dieron caza a todos los demás.

—Por lo que sabemos de ellos, Joshua, los trolls no harían algo así. Piensa en cómo trataron al soldado Percy. Podrían haberlo matado fácilmente.

—Quizá no. Pero estos no eran trolls.

—Me gustaría sugerir que clasificáramos a estas criaturas como «elfos». Me baso de nuevo en la mitología, en noticias parciales de otros encuentros dudosos y malinterpretados, con unas criaturas parecidas a los humanos, esbeltas y misteriosas, que atravesaban nuestro mundo como fantasmas. La existencia de distintos humanoides cruzadores podría justificar un abultado corpus mitológico, Joshua.

—Y sin duda te basas en otros encuentros ocurridos en la Tierra Larga de los que todavía no me has hablado —dedujo Joshua con frialdad.

—Eso también. Por cierto —dijo Lobsang con tono más apremiante—, he detectado algo más. Unos cuatrocientos metros al oeste de tu posición.

—¿Humanos? ¿Trolls? ¿Qué?

—Ve a verlo.