Según la declaración que presentaron después los dos estudiantes, archivada y enterrada bajo la Ley de Secretos Oficiales británica, la noche del incidente había sido nublada, el cielo, negro. Se encontraban en el Oxfordshire más oscuro, el centro mismo de Inglaterra. A la luz de su farol a pilas, Gareth sacó de su mochila de lona los instrumentos y los ordenó: un bate y un palo vertical de críquet, un bate de béisbol, baquetas afanadas de la sección de percusión de la orquesta universitaria y hasta un mazo de croquet. Objetos con los que golpear los menhires.
Mientras Lol se daba de cabezazos contra un roble.
El roble, con sus compañeros, se elevaba por encima de las piedras, que eran como un anillo de dientes de gigante rotos y clavados en el suelo. Se decía que era uno de los monumentos más antiguos del país, tal vez era anterior incluso a la época de los granjeros que había producido la mayor parte de los grandes monumentos megalíticos británicos. Pero nadie lo sabía a ciencia cierta, porque nunca se había realizado una investigación arqueológica decente del lugar. No había un sendero bien cuidado ni un recorrido informativo con tablones llenos de datos curiosos para orientar a los visitantes que nunca acudían. Solo las piedras, y el bosque que prácticamente se las había tragado… y una leyenda: que esas piedras cantaban para ahuyentar del mundo a elfos y otros demonios. Una leyenda que era lo que había llevado a Gareth hasta allí.
Lol abrazó el nudoso tronco del roble.
—¡Árboles! Los árboles nos dan arraigo, Gaz. Nos nutren. Hay árboles en este planeta desde hace trescientos millones de años. ¿Lo sabías? Enormes helechos arbóreos, allá por el Carbonífero. Un árbol se define por su forma, no por su especie. Hubo un tiempo en que vivimos en los árboles. ¡Son el centro de todos nuestros mitos! En todas partes hay historias de árboles de la vida, como escaleras al cielo.
Los dos eran estudiantes de ciencias, universitarios veinteañeros, Lol de física cuántica, Gareth de acústica. Lol aparentaba menos años de los que tenía, como un chaval de quince años disfrazado de motero, y en verdad vivía en casa con sus padres. Sin embargo, pese a las diatribas medioambientales y mitológicas que le gustaba soltar, no convenía olvidar que Lol tenía una mente despierta. Gareth encontraba bastante complicadas las ecuaciones no lineales de mecánica de fluidos que subyacían a la acústica, pero la física cuántica de Lol sí que era difícil…
Gareth oyó un estallido sordo, como si alguien hubiese cruzado. Se volvió. Le pareció vislumbrar un movimiento entre las largas sombras que proyectaban las piedras a la luz del farol. ¿Alguna criatura del bosque buscando comida?
—Dame una cerveza —dijo Lol.
Gareth lo miró.
—Las cervezas las llevabas tú.
—No, tú.
—Yo traía los mazos. Madre mía. Nunca pagas cuando te toca. —Le lanzó un palillo de timbal, que no le dio en la cabeza por poco—. Si no tenemos cerveza, vamos a darnos prisa y así volveremos al pub antes de que nos baje.
—Lo siento, tío. —Lol recogió el palillo.
Gareth sacó su teléfono y lo preparó para grabar los sonidos que obtendrían cuando empezasen a golpear las piedras.
Estaba haciendo aquello para que una chica se fijara en él.
Era una estudiante de letras y Gareth a veces la veía en el autobús al volver a la ciudad, pero no tenía tema para entablar conversación con ella. Desde luego, no iba a quedar como un cerebrito raro hablándole de sus estudios de ingeniería. Había pensado vagamente que ese experimento de arqueoacústica tal vez la impresionase.
Durante siglos los arqueólogos habían pasado por alto el elemento sonoro en los monumentos que estudiaban. Gareth había oído actuar una vez a un coro masculino en una cámara sepulcral neolítica. Fue alucinante; estaba claro que el espacio había sido diseñado pensando en su acústica. Gareth se disponía a «tocar» los menhires para averiguar si estaban distribuidos en función de sus propiedades acústicas, una idea que nacía del obvio indicio que ofrecía su nombre local tradicional, las Piedras Cantoras, y la leyenda aneja de que las piedras cantaban para ahuyentar a los espíritus malvados. Y para explorar, vagamente, el modo en que las leyendas de fantasmas, espíritus y demás apariciones habían adquirido toda una nueva interpretación en la época de la Tierra Larga, cuando la realidad de pronto se había vuelto porosa.
Quizá se estuviera pasando un poco de friki. Además, no había logrado su objetivo principal: estaba allí con Lol, no con ella. Pero al menos era un modo de pensar en los nuevos mundos más imaginativo que lo habitual en Gran Bretaña. Apenas habían pasado unos pocos años desde el Día del Cruce. Gareth se había tomado un año libre y había pasado el verano en Estados Unidos, donde hablaban de expediciones a mundos remotos y de construir una infinidad de Américas paralelas. Mientras tanto, en Inglaterra todo se reducía a una especie de aburrida nada. La Tierra Larga no había inspirado a los hijos de Albión. Por supuesto, no ayudaba que las Inglaterras de cruce estuvieran, todas y cada una de ellas, repletas de bosque. El caso es que, básicamente, lo único que se veía en Inglaterra Este u Oeste eran pequeñas parcelas rectangulares de bosque talado, que constituían un mapa exacto de los jardines traseros desde los que cruzaban las familias de clase media de la periferia para plantar judías, tomar el sol cuando llovía en casa o, muy de vez en cuando, sufrir el brutal ataque de un jabalí salvaje. Y entretanto, los desfavorecidos, jóvenes y mayores, se iban alejando de la cola del paro y sus trabajos sin futuro y desaparecían sin más en la espesura, y las ciudades morían desde sus centros urbanos vacíos hacia fuera, y la economía se desmoronaba poco a poco…
Lol llevaba mucho tiempo callado. Mucho tiempo para ser él, por lo menos. Gareth alzó la vista.
Lol miraba algo fijamente.
Ese algo ocupaba el centro exacto del anillo de piedras, un grupo de formas achaparradas que antes no estaban. A primera vista a Gareth le parecieron más menhires, otro grupo de monolitos que formaban un círculo aproximado. No, no eran monolitos. Tenían caras de chimpancé y cuerpos negros y peludos, y se mantenían erguidos. Como niños disfrazados de mono. La luz del farol era incierta, las sombras, negras como el carbón.
—Deben de haber llegado cruzando —dijo Lol con un hilo de voz.
—¿Esto es una especie de broma? ¿Truco o trato? No es Halloween, pringados. —Gareth estaba nervioso; siempre le pasaba cuando tenía cerca niños sin supervisión—. Mirad, como no…
Entonces, al unísono, los pequeños seres abrieron la boca y se pusieron a cantar. Entraron directos con un acorde, una armonía a varias voces. Luego, después de sostener el acorde durante una cantidad irrazonable de tiempo, emprendieron una especie de canción. Era rápida e informe para el oído de Gareth, pero las armonías eran perfectas y bellas, tanto que sintió que se le atenazaba el estómago.
Lol, al otro lado del anillo, parecía aterrorizado. Se tapó las orejas con las manos.
—¡Haz que paren!
Gareth tuvo una inspiración. Echó mano de sus mazos.
—¡Dale a las piedras! ¡Vamos! —Golpeó el menhir más cercano con el bate de béisbol. Sonó como una campana.
Él y Lol golpearon las piedras como posesos. Resonaron unos tonos sordos, feos y discordantes. A pesar de su miedo a los seres simiescos, Gareth sintió una punzada de triunfo, de que se había reivindicado. Tenía razón: esas piedras eran litófonos, cuya forma se debía al sonido que emitían, y no a su apariencia. De modo que golpeó y aporreó las piedras, y Lol hizo lo mismo.
A los seres simiescos no les gustó nada. Rompieron su prieta formación y arrugaron aquellas máscaras de mono, enseñaron los dientes y disolvieron su canción en un coro de aullidos y murmullos. Uno por uno empezaron a desaparecer, cruzando en un abrir y cerrar de ojos. ¿Era ese el propósito de las Piedras Cantoras? ¿Emitir esas desagradables discordancias, impedir que aquellos seres simiescos y cantarines entraran en el mundo, tal y como decía la leyenda?
Pronto el claro entre las piedras quedó vacío de nuevo. Gareth repasó con la mirada los menhires y sus largas sombras. Las paredes del mundo parecían muy finas.
Y así fue como se enteraron Lobsang y Joshua, a bordo del Mark Twain, repasando las crónicas de incidentes como aquel, de que los pioneros de la migración forzada de los trolls ya habían penetrado mucho más de lo que nadie habría soñado.