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Al día siguiente, Joshua, casi con timidez, pidió a Lobsang más información sobre los cruzadores naturales. Gente como él y su madre.

—Que no sean leyendas históricas; ejemplos de hoy en día. Imagino que tienes material de sobras.

De modo que Lobsang le contó la historia de Jared Orgill, uno de los primeros cruzadores naturales del que tuvieron noticia las autoridades.

Había empezado como una partida cualquiera de muñeco de resorte; así lo llamaban en Austin, Texas, aunque los niños habían inventado variantes paralelas del juego por todo el planeta, con montones de nombres distintos. Y ese día en concreto le tocaba ser el muñeco a Jared Orgill, de diez años de edad.

Jared y sus amigos habían encontrado una vieja nevera en el vertedero ilegal. Un gran bloque de acero inoxidable, tumbado entre la basura.

—Parece un ataúd para robots —comentó Debbie Bates.

Cuando hubieron quitado los estantes, los cajones de plástico y todo lo demás, quedó espacio más que suficiente para uno de ellos.

Jared no se metió en la nevera porque lo intimidasen, por mucho que luego sus padres afirmaran lo contrario. A decir verdad, se habría peleado con los demás para defender su turno. Entregó su móvil a Debbie —nadie se llevaba el teléfono, por supuesto— se metió dentro y se tumbó. No era cómodo, porque se le clavaban los bultos y rieles de los accesorios interiores y apestaba a algún producto químico desconocido. La puerta, grande y pesada, se cerró de golpe y ocultó el cielo y las caras sonrientes. No le molestó, porque solo sería por unos minutos. Durante un rato oyó golpes y roces, a medida que los otros seguían la mecánica habitual de amontonar basura encima de la nevera para reforzar la puerta.

Entonces hubo un momento de calma, unos cuantos roces más… y la nevera empezó a bambolearse. A los otros chicos se les había ocurrido un modo mejor de aprisionarlo allí. Tardaron un minuto en organizarse, pero después se pusieron los seis en hilera y empezaron a tirar hacia arriba de un lado de la pesada nevera, que se mecía un poco más con cada esfuerzo. Al final rodó sobre sí misma y volcó hacia delante, de tal modo que la puerta quedó cerrada contra el suelo por su propio peso. Jared, sacudido por el volteo a oscuras, aterrizó boca abajo sobre la cara interior de la puerta… y oyó el ruido de algo que se aplastaba. Su cruzadora, que llevaba a la cintura, no era más que una caja de plástico llena de un batiburrillo de componentes, atada a su cinturón con un cordel. Un aparato bastante frágil.

El juego consistía en esperar cinco minutos, diez… tal vez hasta una hora. Por supuesto, no tenía forma de medir el tiempo. Después tenía que cruzar a Oeste 1 o Este 1, apartarse de la nevera, cruzar de vuelta y ¡tachán! El muñeco de resorte habría salido de la caja.

Pero Jared había caído encima de su cruzadora.

Quizá todavía funcionase. No la probó, por lo menos de inmediato. No quería parecer un gallina saliendo demasiado pronto. Además, tampoco quería confirmar que su cruzadora estaba rota y él, atrapado.

No habría sabido decir cuánto tiempo esperó. El aire ya parecía caliente, cargado. Quizá fuesen diez minutos, quizá más.

Buscó a tientas el interruptor de la cruzadora, cerró los ojos y lo movió hacia el este. Nada. Solo la agobiante oscuridad. Sintió otra punzada de miedo. Movió el interruptor hacia el oeste, sin resultado. Tiró de la palanquita hacia un lado y el otro, hasta que se le quedó en la mano. Intentó no gritar. Se volvió boca arriba y aporreó las paredes de la nevera.

—¡Socorro! ¡Tíos! ¡Sacadme! ¡Debbie! ¡Mac! ¡Socorro, sacadme!

Se tumbó, escuchó, esperó. Nada.

Sabía lo que harían, porque él habría hecho lo mismo. Esperarían unos minutos, media hora, una hora, tal vez más incluso. Después empezarían a inquietarse y pensar que algo había salido mal, de modo que se separarían y se irían corriendo a casa. Al final alguien se chivaría y todo el mundo iría en coche al vertedero, y su padre exigiría a gritos que los demás le contasen dónde estaba la condenada nevera, y apartaría la basura con sus manos desnudas…

El problema era que antes de eso podían pasar horas. El aire ya empezaba a notarse enrarecido, a exigirle un esfuerzo para respirar. Volvió a entrarle el pánico. Se peleó con los restos de la cruzadora hasta que empezó a desmontársele en las manos. Gritó, golpeó el casco de la nevera y se meó encima. Rompió a llorar.

Después, agotado, volvió a tumbarse y palpó su cruzadora destrozada en la oscuridad: la patata, el cable de alimentación, los fragmentos de circuito impreso. No tendría que haberle dado esos tirones; tendría que haber intentado arreglarla. A lo mejor, si recordaba cómo la había montado la primera vez, podría recomponerla. Recordaba el diagrama del circuito tal y como lo había visto resplandecer la primera vez en la pantalla de su teléfono. Tenía buena memoria para esa clase de cosas. Pensó en el esquema de arriba abajo, en las bobinas, la sintonización, y…

Y cayó, unos treinta centímetros, y aterrizó de golpe sobre terreno blando. De repente había cielo por encima de él, deslumbrante, y aire puro que entraba a chorro en sus pulmones.

¡Libre! Se puso en pie, tembloroso. Varios trozos de cruzadora cayeron al suelo. La riqueza del aire le mareaba. Como si hubiera estado muerto y hubiese vuelto a la vida. Tenía los pantalones mojados, para su vergüenza.

Miró a su alrededor. Estaba en una tupida arboleda, pero veía luces entre los troncos: Austin Este 1 u Oeste 1, cualquiera de los dos. Tenía que volver a casa. ¿Cómo? La cruzadora estaba aún más destrozada que antes. Aun así, se alejó unos cuantos pasos del punto que ocuparía la nevera…

Y se encontró plantado sobre un montón de basura rota y apestosa, junto a un gran montículo que tenía que ser la nevera con su manto de chatarra. Había cruzado de vuelta al Datum. No lo entendía. Esa vez ni siquiera había tocado la caja. Ni siquiera sentía náuseas.

Le daba igual. ¡Estaba en casa! Echó a correr, alejándose de la nevera. A lo mejor sus padres aún no lo habían echado de menos. Eufórico, empezó a planear cómo recuperaría su teléfono y fardaría ante sus amigos.

Por desgracia para Jared, lo habían echado de menos. Sus padres ya habían llamado a la policía, y un agente fue lo bastante espabilado para fijarse en la cruzadora rota y plantear la pregunta crucial: ¿cómo se las había apañado para saltar entre mundos sin el aparato? Para horror de Jared, le hicieron saltarse el colegio para someterlo a exámenes médicos y sesiones de orientación con «expertos» en cruce y en la Tierra Larga, hasta el punto en que podían ser expertos un físico, un psicólogo y un neurólogo.

La historia apareció en una página web local de noticias antes de que la retirasen. Después de eso hizo falta cierto esfuerzo para tapar el incidente, pero el gobierno estadounidense, perro viejo en esos menesteres, pudo negarlo todo, desacreditar a los testigos, entre ellos el propio Jared, y enterrar el suceso entero en archivos clasificados.

Por supuesto, Lobsang conocía a la perfección el contenido de esos archivos.

—¿Y por qué necesita cruzadoras la gente? —preguntó Joshua.

—A lo mejor no las necesita de un modo tan directo como se cree, Joshua. Las breves notas que dejó Linsay recalcan que la colocación de todos los componentes es crucial y requiere un cuidado exquisito, con lo que la atención del constructor estará volcada por completo en la tarea. La necesidad de que cada cual alinee las dos bobinas caseras me recuerda a la sintonización de los primeros detectores de metales. En cuanto a los demás componentes, se diría que están para guardar las apariencias, y las apariencias pueden ser muy importantes. El enrollado de las bobinas en sí resulta especialmente hipnótico. Si me dejas ponerme tibetano un momento, creo que lo que tenemos entre manos es una especie de mandala tecnológico diseñado para inclinar la mente hacia un estado sutilmente distinto, disfrazado de artefacto tecnológico occidental normal y corriente. Es el acto de fabricar una cruzadora lo que permite cruzar, por tanto, y no el aparato en sí. Yo mismo pasé por el proceso físico de construir una cruzadora, por medio de una unidad itinerante. Me atrevería a sugerir que abre una puerta en nuestro interior que la mayoría no sabemos que existe. Sin embargo, tal y como ilustra la historia de Jared Orgill, o la tuya propia, hay gente que descubre que no necesita cruzadora para nada cuando saltan por accidente con una caja rota o lo hacen llevados por el pánico, directamente sin utensilios.

—Todos somos cruzadores naturales —concluyó Joshua, intrigado—. Lo que pasa es que la mayoría no lo sabemos. O necesitamos esta ayuda para poner en funcionamiento esos músculos de la cabeza.

—Algo parecido. Pero no todos, en eso te equivocas. A estas alturas se ha estudiado a un número suficiente de cruzadores para esbozar unas estadísticas rudimentarias. Se cree que tal vez una quinta parte de la humanidad la forman los cruzadores naturales, para quienes la Tierra Larga es tan accesible como un parque municipal; cruzan sin ayudas de ninguna clase, tal vez con un poco de entrenamiento o unos ejercicios mentales similares a los que realizó Jared sin darse cuenta cuando visualizó su esquema de circuitos. Por otro lado, hay quizá otra quinta parte que nunca podrá salir del Datum, a menos que se sometan a la humillación de que los transporte otra persona.

Joshua reflexionó sobre lo que eso conllevaba. De repente la humanidad había sufrido una división fundamental, aunque no lo supiera todavía.