23

Cuando acabaron, el Sol se ponía en todos los mundos.

Joshua se dio una ducha mientras cavilaba sobre todos los significados y usos de la palabra «extraño». Boxear como un capitán de vapor decimonónico contra un hombre artificial, mientras por debajo iban sucediéndose múltiples mundos. ¿Podía volverse más rara su vida? Probablemente, pensó resignado.

Empezaba a gustarle Lobsang, aunque no estaba muy seguro de por qué. Tampoco estaba seguro, ni siquiera a esas alturas, de qué era Lobsang exactamente. Extraño, eso por descontado. Pero claro, mucha gente le llamaba extraño a él, y cosas peores.

Se secó, se puso unos pantalones cortos nuevos, una camiseta limpia con el mensaje «¡No te preocupes! En otra Tierra ya ha pasado» y se dirigió hacia el salón. Los camarotes vacíos que dejaba a los lados le inquietaban: hacían que el Mark Twain pareciese un barco fantasma, con él en el papel de primer, y posiblemente último, espectro.

Entró en la cocina y se encontró a Lobsang, vestido con un mono sin nada de especial, esperando paciente como una estatua.

—¿Hora de cenar, Joshua? De acuerdo con un análisis cladístico preliminar, tu salmón no es estrictamente salmón, pero sí lo bastante para la parrilla. Tenemos todos los condimentos apropiados. También tenemos sainetes, y apuesto a que de eso nunca has oído hablar.

—Los sainetes son los acompañamientos que aderezan el ingrediente principal de una comida y que, por lo menos tradicionalmente, pueden encontrarse en las inmediaciones de dicho ingrediente, por ejemplo, el rábano picante en tierras de buena ternera. Estoy impresionado, Lobsang.

Lobsang parecía haberse llevado una agradable sorpresa.

—Bueno, ya que lo dices, yo también, dado que yo soy un genio acreditable con acceso a todos los diccionarios jamás publicados. ¿Puedo preguntarte cómo diste con una palabra tan arcaica?

—La hermana Serendipity es una experta mundial en la cocina de todas las épocas. En concreto, tiene un libro escrito por una tal Dorothy Hartley, titulado La comida en Inglaterra. Serendipity lo sabe todo sobre el tema; puede sacar una buena comida de cualquier cosa. Tendrías que ver su cazuela de carne de cuneta, un clásico. Me enseñó muchas cosas sobre cómo vivir de la tierra.

—Es extraordinario que una mujer tan capacitada consagre su tiempo a los jóvenes desfavorecidos. Qué entrega.

Joshua asintió.

—Bueno, sí. Y quizá también sea porque la busca el FBI, motivo por el que no sale mucho y duerme en el sótano. La hermana Agnes me dijo que todo había sido un gran malentendido y que, en cualquier caso, la bala pasó a un kilómetro del senador. No hablan mucho del tema.

Lobsang empezó a caminar de un lado a otro de la cubierta, dando un grácil giro cada vez que llegaba a un mamparo y echando a dar zancadas en la dirección contraria como un centinela.

Joshua se puso a condimentar el salmón, pero el deambular constante y el chirrido de los tablones del suelo empezaron a ponerlo nervioso. Cuando Lobsang le pasó por delante por duodécima vez, dijo:

—¿Sabes que eso lo hacía el capitán Ahab? Y mira cómo acabó, ¿eh? ¿Qué te pasa ahora por la cabeza, Lobsang?

—¡Por mi cabeza, dices! Prácticamente todo. Aunque debo decir que el ejercicio físico suave, como nuestro entrenamiento de boxeo, en efecto parece obrar maravillas en los procesos cognitivos. Una observación muy humana, ¿no te parece? —Reemprendió su deambular.

El cuasisalmón por fin se estaba haciendo, aunque Joshua no podía perderlo de vista. Lobsang por fin dejó de caminar.

—Se te da bien concentrarte, ¿no es así, Joshua? Puedes desentenderte de las distracciones, una habilidad muy útil y que te dota de cierta serenidad.

Joshua no respondió. A través de la ventana, captó un fogonazo de luz, un volcán lejano que florecía sobre el verde infinito de Eurasia, solo para ser barrido de la existencia en un abrir y cerrar de ojos con el enésimo cruce.

—Escucha, Joshua —dijo Lobsang—. Hablemos de cruzadores naturales. Como tú.

—¿Y el soldado Percy?

—Me has preguntado por mis investigaciones. Desde el Día del Cruce me he afanado por explorar todos los aspectos de este nuevo fenómeno extraordinario. Por poner un ejemplo, envié investigadores por todo el mundo para estudiar los sistemas de cuevas empleados por los primeros hombres. Tenían el cometido de inspeccionar cuevas parecidas en los mundos adyacentes, de analizar los asentamientos paralelos, en caso de haberlos. Fue una empresa cara pero que dio sus frutos, porque mis investigadores no tardaron en descubrir, en una cueva cercana a Chauvet, en la Francia vecina, entre otras cosas, una pintura. Para ser exactos, era la insignia de cierto regimiento de Kent en los tiempos de la Primera Guerra Mundial, plasmada con gran precisión.

—¿El soldado Percy?

—Exacto. Bueno, a él y a sus hazañas ya los conocía, pero después, en una versión paralela de las cuevas de la garganta de Cheddar, en Somerset, Inglaterra, mis infatigables investigadores hallaron el esqueleto completo de un hombre de mediana edad, en cuyas manos obraban un botellón de sidra con su corcho, unas monedas y un reloj de oro de mediados del siglo XVIII, de cuyos componentes metálicos solo quedaban el oro y el latón. Era una cueva húmeda, pero sus botas habían sobrevivido, algo relucientes, como el pobre hombre mismo, gracias a una pátina de carbonato de calcio depositada por el goteo del techo. Otro dato interesante fue que les faltaban las tachuelas y los herretes de los cordones.

—¿Herretes?

—Los pequeños remates de acero que en un tiempo sujetaban la punta de los cordones… Intento esbozarte un cuadro, Joshua.

—El cuadro es un poco aburrido, Lobsang.

—Paciencia. Lo intrigante de este hallazgo en concreto es que el cadáver solo se descubrió porque estaba tumbado con los dedos de una mano encajados en un espacio muy pequeño en el suelo de la cueva. Mis agentes descubrieron al caballero en cuestión cuando exploraban una caverna inferior. Vieron asomar los huesos a través del techo, como si el hombre hubiese intentado en vano ensanchar la pequeña brecha. Todo muy de Edgar Allan Poe, ¿no te parece? Como es natural, abrieron un agujero desde la cueva inferior, y ya te imaginas el resto. El hombre era un infame ladrón y malhechor conocido en la zona como el Travieso.

—Era un cruzador, ¿verdad? —adivinó Joshua, sin inmutarse—. Y apuesto a que la cueva no tenía ninguna entrada. —Por un momento imaginó el goteo de agua gélida resbalando sobre unos dedos ensangrentados en la oscuridad, un hombre escarbando en busca de una salida de aquella cueva que parecía un ataúd—. A lo mejor había bebido. La hermana Serendipity me dijo una vez que la sidra de Somerset estaba hecha de plomo, manzanas y serruchos. El hombre se desorientó, cruzó y acabó en aquella pequeña cueva sin saber siquiera que había cruzado, lo que por supuesto lo desconcertó más todavía. Buscó una salida a tientas, se dio un golpe en la cabeza y perdió la conciencia. ¿Qué tal voy?

—De maravilla. Y el cráneo estaba, en efecto, ligeramente dañado —dijo Lobsang—. No fue una muerte bonita, y me pregunto cuántas personas más habrán quedado atrapadas en algún rincón sin saber siquiera lo que les ha pasado.

»Cruzadores naturales, Joshua. La historia de la Tierra Datum está llena de ellos, si uno sabe cómo interrogar a las crónicas. Desapariciones misteriosas. ¡Llegadas misteriosas! Toda clase de enigmas con habitaciones cerradas. Uno de mis ejemplos favoritos es el de Tomás el Rimador, el profeta escocés que, según se dice, besó a la reina de las hadas y abandonó este mundo… En tiempos más modernos hay multitud de casos documentados en la literatura de espionaje y ciencias ocultas, por supuesto.

—Por supuesto.

—La cuestión es que eres inusual, Joshua, pero no único.

—¿Por qué me cuentas todo esto ahora?

—Porque no quiero que haya secretos entre nosotros. Y porque ahora voy a adentrarme en un terreno peligroso. Voy a hablarte de tu madre.

El Mark Twain cruzaba hacia el oeste, sin emitir mucho más sonido que el estallido del aire al quitarse de en medio.

Con cuidado, Joshua bajó la potencia del fogón del pescado y dijo, con el mayor desenfado posible:

—¿Qué pasa con mi madre? La hermana Agnes me contó todo lo que había por saber.

—No lo creo, porque ella no lo sabía todo. Yo sí. Y deja que te diga que la verdad entera es, a grandes rasgos, una verdad buena, que explica muchas cosas. Creo que te convendría saberla, pero me lo quitaré de la cabeza si me lo pides. Es decir, borraré literalmente el tema de mi memoria para siempre. Tú eliges.

Con calma, Joshua mantuvo su atención en el pescado.

—¿En qué mundo puedo decir algo que no sea «Háblame de ella»?

—De acuerdo. Sin duda sabrás, o por lo menos habrás deducido, que la hermana Agnes tomó las riendas del Centro en un principio a resultas del asunto. Me refiero al escándalo que rodeó a tu nacimiento. Fue un golpe que hizo que la expulsión de los mercaderes del templo pareciese una despedida de soltero. He visto los archivos, créeme; dudo que un cónclave de cardenales se atreviese ahora a quitarle el cargo a Agnes. Conoce todos los trapos sucios. Es más, sabe lo que hay debajo de la suciedad…

»Tu madre era joven cuando se quedó embarazada de ti, demasiado joven. El Centro falló en eso, está claro. Tu padre, por cierto, es desconocido hasta para mí.

—Lo sé. Maria nunca hablaba de él.

—Bajo el antiguo régimen, su mundo era una penitencia diaria. Las declaraciones juradas que dan fe de cómo se administraba esa penitencia se encuentran a buen recaudo en la caja fuerte personal de la hermana Agnes, además de, por supuesto, en mis propios archivos, a la espera del momento adecuado para su revelación. El régimen era absolutamente inapropiado para la época moderna… como lo habría sido en cualquier época, aunque en otra quizá lo hubieran tolerado.

Joshua se puso de cara a Lobsang y dijo, con voz inexpresiva:

—Sé que alguien le quitó su pulsera de monos. Era una bagatela, pero se la había regalado su propia madre. Era más o menos todo lo que tenía. Me lo contó la hermana Agnes. Supongo que la consideraron una superstición o algo por el estilo.

—Es cierto que pensaban así, en efecto. Aunque lo aderezaban con una potente veta de crueldad mezquina. A la sazón Maria se encontraba en las últimas etapas de su embarazo. Sí, parece un incidente trivial, pero para ella fue la gota que colmó el vaso, en el peor momento. Así que aquella noche, cuando empezaron los primeros dolores de parto, Maria trató de huir del Centro, sucumbió al pánico y cruzó. Momento en el cual tú entraste en la situación.

»En realidad cruzó dos veces. Te dio a luz, cruzó de vuelta al Datum y apareció en la calzada delante del Centro, donde la encontró la hermana Agnes. Intentó tranquilizarla, porque Maria estaba a todas luces hecha un manojo de nervios. Pero entonces cayó en la cuenta de lo que había hecho y cruzó de nuevo, y cuando volvió lo hizo contigo en brazos, envuelto en su jersey de angora rosa, y te entregó a una atónita hermana Agnes, que no entendía nada de lo que había sucedido. No fue hasta el Día del Cruce, cuando la práctica se volvió habitual, cuando empezó a comprender la verdad.

»Y Maria murió, Joshua, de hemorragia posparto. Lo siento mucho. La hermana Agnes, aunque reaccionó muy deprisa, fue incapaz de ayudarla.

»Todo lo cual te adjudica a ti, amigo mío, un papel muy único, pues fuiste, en el momento de nacer y por bien que solo durante un minuto o dos, casi a ciencia cierta la única persona que habitaba un universo. ¡Totalmente aislado, absolutamente solo! Me pregunto qué efecto tendría eso en tu consciencia infantil.

Y Joshua, consciente toda su vida de la presencia lejana y solemne del Silencio, también se lo preguntó. «Mi nacimiento milagroso», pensó.

Lobsang continuó:

—Pero tú no conocías ninguno de estos detalles, ¿verdad? ¿Te ayuda a entenderte un poco mejor?

Joshua miró impasible a Lobsang.

—Tendría que servir el pescado antes de que se enfríe.

En silencio, Lobsang observó cómo Joshua comía una ración respetable de aquella especie de salmón, acompañado con cebolla picada fina (ya que no había chalotas a bordo) y judías verdes, y una salsa de eneldo cuya composición ni siquiera el olfato clínico de Lobsang pudo determinar del todo, aunque sin duda llevaba mucho hinojo. Observó mientras Joshua fregaba y secaba de forma metódica todos los utensilios hasta sacarles brillo y luego los apilaba con un orden que solo podía calificarse de impecable.

Y después observó cómo Joshua despertaba, o eso le pareció a Lobsang, como si la realidad se le viniera encima como una marea viva. Le habló con tacto.

—Tengo algo para ti que sospecho que a tu madre le habría gustado que tuvieras. —Alzó un pequeño objeto envuelto en papel suave y lo dejó con delicadeza sobre el banco, mientras descargaba una serie de obras recomendadas sobre cómo afrontar el dolor y la pérdida de un ser querido, a la vez que seguía efectuando comprobaciones de seguridad de los sistemas de la nave.

Joshua abrió el paquete con cuidado. Contenía la barata y valiosa pulsera de plástico de su madre.

Entonces Lobsang le dejó a solas.

Se dirigió hacia la otra punta del dirigible, sorprendido una vez más por cómo el proceso de caminar ayudaba a pensar, tal y como había señalado una vez Benjamin Franklin. Un aspecto de la encarnación, supuso, de la cognición encarnada, un fenómeno que debía explorar… o recordar. A su paso, las luces se atenuaban a medida que la nave pasaba al modo de funcionamiento nocturno.

Cuando llegó a la timonera abrió la pantalla, disfrutó del aire gélido de un mundo tras otro que bañaba los nanosensores integrados en su piel artificial y contempló la Tierra Larga, revelada por la luz de muchas lunas. El paisaje en sí rara vez presentaba cambios significativos: las formas básicas de las colinas, los cursos de los ríos… aunque de vez en cuando aparecía el volcanismo suficiente para iluminar el cielo o un bosque azotado por el rayo que llameaba en la oscuridad. La Luna, el Sol, la geometría básica de la Tierra en sí, ofrecían un escenario estático para las cambiantes y pobladas biologías de los mundos fugaces. Pero ni siquiera la luz de la Luna era una constante en todos los mundos. Lobsang les prestó mucha atención y vio cómo esa cara antigua y familiar variaba y fluía, sutilmente, mientras el Mark Twain surcaba los mundos. Aunque los mares de lava antigua perduraban, en cada realidad había acribillado la superficie lunar un surtido distinto de rocas cósmicas aleatorias, que habían dejado un patrón diferente de cráteres y líneas. Tarde o temprano, concluyó, tenían que topar con un mundo con una luna ausente, una luna negativa. A fin de cuentas el satélite en sí era una contingencia, un resultado de colisiones accidentales durante la creación del sistema solar. Su ausencia en algún mundo era inevitable si se viajaba lo bastante lejos en la Tierra Larga. Lobsang solo tenía que esperar, como para tantas otras contingencias que había previsto.

Entendía muchas cosas. Sin embargo, cuanto más lejos viajaban, más le preocupaba el misterio mismo de la Tierra Larga. En casa había contratado a profesores domesticados que hablaban de la Tierra Larga como si fuera una especie de constructo de la física cuántica, porque esa clase de lenguaje científico por lo menos parecía ofrecer una imagen correcta. Sin embargo, él empezaba a creer que no era así, que sus cerebritos a sueldo quizá no solo habían trazado un retrato incorrecto, sino que se hallaban directamente en la galería de arte equivocada. Que la Tierra Larga tal vez fuese mucho más extraña todavía. No lo sabía, y odiaba de todo corazón no saber cosas. Esa noche, estaba seguro de que rumiaría y observaría hasta que las lunas se pusieran, y luego rumiaría hasta que se hiciera de día y llegara el momento de las faenas cotidianas, que en su caso incluirían… rumiar.