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—¿Cómo sabes todo eso, Lobsang?

—¿Lo del soldado Percy? Sobre todo gracias a esa crónica de lo inexplicado, el Fortean Times. El ejemplar de diciembre de 1970 relataba la historia de un anciano vestido con un anticuado uniforme militar británico que ingresó en un hospital francés varios años antes. Por lo visto, intentaba comunicarse por silbidos. Según la cuartilla del Ejército Británico que aún llevaba en la camisa, era el soldado Percy Blakeney, de un regimiento de Kent, que constaba como desaparecido en combate después de la batalla de la Cresta de Vimy. Pese a todo, parecía bien alimentado y de buen humor, aunque algo perplejo, entre otras cosas porque estaba gravemente herido tras ser atropellado por un tractor conducido por el granjero que lo había llevado al hospital. El campesino declaró a la policía que se lo había encontrado plantado en mitad del campo, como si nunca hubiese visto un vehículo como el suyo, y había sido incapaz de frenar a tiempo.

»A pesar de los esfuerzos del personal médico, Percy murió a causa de las heridas sufridas en el accidente. ¡Un final irónico! Pero no antes de que una de las enfermeras que hablaba inglés le oyera decir algo parecido a: “Al final les dije a los rusos que quería volver, para ver cómo iba la guerra. Eran buenos chicos y me encontraron un camino para volver a casa. Buenos chicos, les encantaba cantar. Muy amables…”. Etcétera.

»El hecho de que llevase los restos de un uniforme militar británico y mencionara la palabra “rusos” disparó las suficientes alarmas para que se llamase a la Gendarmería. Pues bien, según la Legión Británica, hubo en efecto un Percy Blakeney envuelto en los combates de la Cresta de Vimy, al que se dio por desaparecido después del bombardeo inicial. No parece que se produjera un intento de explicación oficial acerca del motivo por el que su cartilla apareció décadas más tarde en manos de un vagabundo misterioso que en la actualidad está enterrado en un cementerio de la Francia central.

—Pero tú tienes una explicación, por supuesto.

—Estoy seguro de que tú la ves, Joshua.

—¿Cruzó allí? ¿Al bosque donde estaban sus rusos?

—Es posible —dijo Lobsang—, o a lo mejor uno de los trolls fue a parar a una trinchera por accidente y le ayudó a salir de allí.

—¿«Trolls»?

—Ese parece el término mitológico que mejor describe a esas criaturas, si extrapolamos de las leyendas que deben derivar de avistamientos más antiguos incluso: criaturas entrevistas en nuestro mundo solo para desaparecer una vez más, incomprendidas del todo, gérmenes de leyendas… Es un término que ya se ha vuelto habitual en algunos puntos de la Tierra Larga, Joshua. El de Percy no fue el único caso.

—De modo que te esperabas que nos encontrásemos con estos… humanoides cruzadores, ¿no?

—Por extrapolación lógica. Y me esperaba las canciones gracias al relato del propio Percy. Piénsalo: los humanos pueden cruzar, pero los chimpancés no; se ha comprobado mediante experimentos. Pero quizá nuestros parientes homínidos del pasado, o más bien sus descendientes modernos, eran, o son, capaces de cruzar. ¿Por qué no? Haber encontrado a esos seres en una etapa tan temprana de nuestra travesía, por supuesto, constituye el logro de un importante objetivo. Debemos tener la confianza, o por lo menos la esperanza, de encontrarnos con muchos más grupos a medida que prosigamos. ¡Qué emoción intelectual, Joshua!

—¿De modo que mantuvieron vivo a Percy durante todos esos años?

—Eso parece. Los «rusos» encontraron a Percy deambulando por una Francia en la que no vivía ningún francés y fueron amables con él, durante décadas. A lo largo de varias de sus generaciones, quizá. Asombroso. Por lo que sé, él nunca entendió la verdad sobre sus amigos. Claro que Percy probablemente nunca había visto a nadie de otro país antes de que lo enviaran a Francia y, por supuesto, siendo inglés e iletrado, no sería de extrañar que estuviese medio dispuesto a creer que un extranjero podía tener el aspecto más inverosímil. ¿Por qué no iba un ruso a parecer un gran simio peludo?

»Durante casi todo el resto de su vida, el soldado Percy viajó con sus “rusos” a lo largo y ancho de un mundo tranquilo y bien provisto de árboles y agua, donde lo mantuvieron alimentado con carne y verdura y fueron, en todos los aspectos, considerados en su trato con él, hasta el mismísimo día en que les hizo entender (y debo decir que no sé cómo se lo comunicó) que quería volver al lugar del que había salido.

—Las canciones pueden ser muy expresivas, Lobsang. Es posible cantar la añoranza.

—Tal vez. Además, como hemos experimentado en persona, se aprendieron bien las canciones y las recuerdan. Deben de haberse transmitido de una generación de trolls a otra, quizá hasta de grupo en grupo… Fascinante. Tenemos que investigar la vida social de estas criaturas. Total, que al final los trolls lo llevaron a casa, como corresponde a unas hadas buenas, de vuelta a Francia, pero por suerte no a una época en que los hombres se estuvieran desguazando unos a otros con explosivos potentes.

En ese momento la unidad itinerante salió paseando por la puerta azul de la parte trasera de la cubierta y, sin solución de continuidad y de forma algo espeluznante, tomó el relevo de la conversación donde lo había dejado su voz incorpórea.

—¿Tienes más preguntas, Joshua?

—He leído sobre la guerra. No duró tanto. ¿Por qué no volvió antes?

La unidad itinerante posó una mano fría en el hombro de Joshua.

—¿Tú habrías vuelto? Era un conflicto atroz, inhumano, una guerra que se había convertido en una máquina para matar jóvenes de la forma más eficaz, por bien que espantosa, posible. ¿Qué ganas tendría de regresar a aquello? Y no olvides que en realidad no sabía que era un cruzador. Creía que la explosión lo había catapultado a otra parte de Francia. Además, sus «rusos» estaban encantados de conocerle. Sospecho que fueron las canciones las que se los ganaron. Cuenta que les encantaba oírle cantar. Les enseñó todas las canciones que se sabía, y tú, Joshua Valienté, hoy has oído una de ellas.

»Y esta ha sido nuestra primera expedición sobre el terreno. A lo mejor necesitamos repasar la operación. Has pensado que te estaba poniendo en peligro, ¿no es así? Te ruego que me creas cuando te digo que nunca lo haría. No obraría en mi beneficio, ¿verdad?

—Sabes un montón sobre lo que nos vamos encontrando, antes incluso de que nos lo encontremos. Podrías haberme advertido de lo que se acercaba.

—Sí, lo acepto. Debemos trabajar en nuestra comunicación. Mira, apenas hemos comenzado nuestra épica travesía; a duras penas nos conocemos. ¿Qué te parecería que pasáramos un poco de tiempo de calidad juntos?

A veces, lo único que se puede hacer es mirar como un pasmarote. ¡«Tiempo de calidad», decía el hombre artificial! Joshua conocía la expresión, por supuesto, aunque solo fuera porque la hermana Agnes montaba en cólera cada vez que la oía. En la escala de sus ataques de furia, no eran de los volcánicos: sonaban pocas palabrotas, aparte de «republicano», que era una palabra extremadamente soez para la hermana Agnes, y desde luego no había lanzamiento de objetos, o por lo menos no los lanzaba con mucha fuerza y nunca eran nada que pudiese hacer daño. Pero esa clase de expresiones la sacaban de sus casillas. «¡Expresiones hechas de niebla, que devalúan la moneda de la comunicación y hacen que cualquier cosa signifique lo que tú quieras que signifique, hasta que nada significa nada y nada es preciso!». Recordaba el día en que alguien de la televisión había empleado la fatal expresión «pensamiento lateral». Algunos de los críos se escondieron nada más oírlo, adelantándose a la explosión.

«Tiempo de calidad», con Lobsang.

Joshua observó la cara simulada de la unidad itinerante. Aunque fuese extraño, parecía cansada, o tensa, en la medida en que pudiera interpretarse su expresión de manera fiable.

—¿Duermes alguna vez, Lobsang?

En ese momento el rostro adoptó una expresión indignada.

—Todos mis componentes tienen un ciclo de inactividad en el que unos sistemas secundarios toman el relevo cuando es necesario. Supongo que podría considerarse dormir. Veo que arrugas la frente. ¿La respuesta no es satisfactoria?

Joshua era consciente de todos los sutiles sonidos de la nave, sus orgánicos chirridos y gemidos, el zumbido de los subsistemas… Lobsang, que trabajaba sin descanso. ¿Cómo debía de sentir aquel nivel de conciencia continua? Sería como si Joshua tuviera que controlar cada respiración individual o regular todos los latidos de su corazón. Lobsang sin duda tenía que controlar los cruces, que eran un artefacto de la conciencia.

—¿Te preocupa algo en concreto, Lobsang?

La cara exhibió una sonrisa.

—Claro que sí. Todo me preocupa, sobre todo lo que no sé y no puedo controlar. Saber, a fin de cuentas, es mi trabajo, mi cometido, mi razón de ser. Mi salud mental es óptima, no obstante. Creo que hay que decirlo. Ni siquiera conozco a ninguna Daisy a la que desear dulces sueños, aunque estoy seguro de que podría localizar a un número razonable de candidatas en menos que canta un gallo… No sabes de qué estoy hablando, ¿verdad? Esta noche probaremos con la opción del cine, y 2001 será la película principal. Tenemos que completar tu educación, Joshua.

—Si aceptamos por el momento que eres humano, como dices, con debilidades humanas, ¿es posible que te estreses? En ese caso, te sentaría bien distraerte de vez en cuando. Claro, pasemos algo de «tiempo de calidad» juntos. Eso sí, no le cuentes a la hermana Agnes que lo he dicho así. —Se le ocurrió una idea descabellada—. ¿Sabes luchar?

—Joshua, podría arrasar paisajes enteros.

—No, no, quiero decir cuerpo a cuerpo.

—Explícate.

—Un combate de práctica de vez en cuando tonifica mucho. En casa algunos de los chicos cruzábamos unos golpes solo para no perder la práctica, ya me entiendes, en la calle. Hasta entrenar con un saco de arena parece que te deja como nuevo. Además podría ser divertido. ¿Qué me dices? Es algo muy humano, y te daría la oportunidad de explorar las respuestas de ese cuerpo tuyo.

No hubo réplica inmediata.

—Venga, ¿qué te parece?

Lobsang sonrió.

—Lo siento, estaba mirando el combate del siglo.

—¿El qué?

—Sí, entre George Foreman y Muhammad Ali. Yo siempre me informo, Joshua. Veo que Ali ganó mediante el uso de la astucia, pues era el boxeador más mayor y experimentado de los dos. ¡Excelente!

—¿Me estás diciendo que tienes todos y cada uno de los combates de boxeo televisados en alguna memoria portátil?

—Sí, por supuesto. ¿Por qué no? Mediante anticipación y extrapolación, acabo de empezar a fabricar dos pares de guantes de entrenamiento, las correspondientes vendas para las manos, dos pares de pantalones cortos, dos protectores bucales para quedar más auténticos y una concha de plástico para tus genitales.

Joshua oyó la actividad acelerada de las cubiertas de fabricación y, con la protección de sus genitales muy presente, dijo:

—Aquel combate no fue una pelea de entrenamiento, compréndelo, Lobsang. Fue más bien una pequeña guerra. Lo he visto un par de veces. La hermana Simplicity se pone los grandes combates de vez en cuando. Todos pensamos que le deben de llamar la atención los hombres grandes y sudorosos…

—He estudiado las reglas de los entrenamientos durante un tiempo aceptable —comentó Lobsang mientras se ponía en pie—. Dos millonésimas de segundos, para ser precisos. Lo siento, ¿ha sonado engreído?

Joshua suspiró.

—En realidad, ha sonado como una exageración con fines humorísticos.

—¡Bien! —exclamó Lobsang—. Esa era exactamente mi intención.

—Eso sí ha sonado engreído.

—Bueno, debe de ser que tengo mucho de lo que engreírme, ¿no te parece? Y ahora, si me disculpas…

Lobsang se alejó. Cuando Joshua había visto moverse por primera vez a la unidad itinerante, sus gestos habían sido más bien bruscos, claramente artificiales, y no pudo evitar fijarse en que de pronto caminaba como un atleta. Era evidente que Lobsang creía en la autosuperación. Reapareció al cabo de unos minutos, vestido con una gruesa bata blanca, y entregó un juego de equipo a Joshua, que se dio la vuelta y empezó a cambiarse.

Lobsang recitó:

—Práctica de boxeo: un modo saludable de hacer ejercicio a la par que se afinan las partes del cerebro responsables de la observación, la deducción y la anticipación y, de paso, se desarrolla la deportividad. Sugiero que empleemos las reglas ideadas para una sesión de entrenamiento más que para un combate como tal, según las redactó en 1891 el brigadier Houseman. El cual, observo, poco después recibió un disparo accidental en la cabeza de uno de sus propios hombres en Sudán, un incidente del que no podría haberle salvado nivel alguno de entrenamiento. ¡Qué ironía! A renglón seguido he recogido varios millares más de alusiones al deporte. De verdad, Joshua, alabo tu recato al darme la espalda cuando te pones los pantalones, aunque en realidad no sea necesario.

Joshua se volvió… y vio a un nuevo Lobsang. Cuando se quitó la bata, bajo la camiseta de tirantes y el pantalón corto había un cuerpo que daría miedo a Arnold Schwarzenegger.

—Sí que te tomas las cosas en serio, ¿no, Lobsang?

—¿A qué te refieres?

—Da lo mismo. Vale —dijo—, la idea es chocar los guantes, dar un paso atrás y empezamos… —Miró de reojo los mundos que se sucedían al otro lado de la ventana—. Pero ¿no deberías echar un vistazo también al Mark Twain? No me convence mucho la idea de estar cruzando golpes contigo mientras la nave viaja a ciegas.

—No te preocupes por eso. Tengo subunidades autónomas que se ocuparán del dirigible durante un rato. Por cierto, ¡el propio Mark Twain encontraría esta situación sumamente adecuada! Te lo contaré después de ganar. ¿Bailamos, Joshua?

A Joshua no le sorprendió descubrir que todavía podía pelear bastante bien. Al fin y al cabo, en la Tierra Larga quien no mantenía la forma y los reflejos moría. De modo que, por el momento, habría dicho que estaba dando más golpes de los que encajaba. Mientras bloqueaba el siguiente puñetazo, preguntó:

—¿Seguro que te estás empleando a fondo, Lobsang?

Se separaron y Lobsang sonrió.

—Podría matarte de un solo golpe; en caso de necesidad, estos brazos servirían de martinetes. —Esquivó con cautela un ataque de prueba de Joshua—. Por eso te dejo pegarme primero, para poder calibrar una respuesta apropiada. Combato contigo con tu misma fuerza, pero por desgracia no con tu velocidad, que sospecho que es mejor que la mía de forma innata gracias al fenómeno conocido como memoria muscular: cognición encarnada, los músculos como parte de la inteligencia global de una persona, ¡asombroso! Tendré que reflejarlo en mi propia anatomía, un diseño de procesamiento más distribuido, en la siguiente actualización de este cuerpo. Además, Joshua, se te da bastante bien el engaño, aun con tu limitado lenguaje corporal. Te felicito.

Lo cual era cierto, porque en ese momento Joshua le dio un puñetazo en pleno centro de ese pecho enorme. Luego dijo:

—No estoy seguro de que sea tibetano, pero existe un viejo proverbio: «Si luchas, no hables, ¡lucha!».

—Sí, por supuesto, tienes razón. Hay que pelear con los cinco sentidos.

Y de repente había un puño justo entre los ojos de Joshua. No llegó a tocarlo; Lobsang había frenado el golpe con pasmosa precisión, de tal modo que Joshua no sentía más que una leve presión en los minúsculos pelos de su nariz.

—Sí que hay un viejo proverbio tibetano que viene al caso —dijo Lobsang—: «No te pongas demasiado cerca de un tibetano que corta leña». Eres demasiado lento en todos los aspectos, Joshua. Aun así, quizá puedas derrotarme a base de astucia durante un rato más, hasta que sobrepase tu nivel de competencia. Encuentro este ejercicio terapéutico, tonificante y didáctico. ¿Seguimos?

Joshua volvió a la carga, con la respiración trabajosa.

—Estás disfrutando de verdad, ¿no? Aunque con tu historial casi esperaba que me salieras con alguna especie de kung-fu.

—No sé qué películas habrás visto, amigo mío, pero recuerda que reparaba motocicletas, y era más hábil con cualquier trasto mecánico y eléctrico que con los puños o los pies. Una vez conecté un magneto a la puerta de mi taller para que el caballero de al lado, que entraba a robarme de forma regular, se llevase una buena descarga eléctrica. Un poquito de karma instantáneo, pero esa fue la única vez que tumbé a nadie. Sin necesidad de kick-boxing.

Se separaron de nuevo y Lobsang siguió hablando:

—Y ahora tú, amigo mío, has sido clave para ayudarme a emular al Mark Twain original, quien, si creemos su autobiográfica La vida en el Misisipi, combatió con otro piloto que se había metido con un aprendiz, en un barco de vapor con rueda en la popa que navegaba a toda máquina. De vez en cuando tenía que interrumpir la pelea para asegurarse de que el vapor no se desviaba de su rumbo… tal y como yo guío nuestro dirigible de un mundo a otro sin que dejemos de entrenar. Dado el desparpajo con el que Twain adornaba cualquier anécdota, no estoy seguro de la veracidad del episodio, pero admiro a ese hombre, motivo por el que puse su nombre a esta nave… En realidad él quería llamar a su libro Cruzar al oeste, pero por desgracia el título ya lo tenía cogido William Wordsworth. La vieja oveja del Distrito de los Lagos y un gran poeta, aunque por algún motivo «explorar a bordo del Wordsworth» no acaba de sonar bien, ¿no te parece?

—Wordsworth tenía sus momentos, según la hermana Georgina —dijo Joshua—. «Es un hermoso ocaso, tranquilo y libre…».

—Lo conozco, por supuesto. «El tiempo, sagrado, está callado como una monja sin aliento por la adoración». ¡Muy apropiado! ¿También luchamos con poesía, Joshua?

—Calla y boxea, Lobsang.