El soldado Percy, plantado ante aquella hilera de desconocidos impasibles y cantarines, rodeado del verdor de aquel bosque no arrasado, lo había visto claro enseguida.
¡Por supuesto! ¡Tenían que ser rusos! Los rusos al final se habían metido en la guerra, ¿verdad? ¿Y acaso no había leído un ejemplar de la revista Punch que circulaba por las trincheras y en el que salían unos rusos que eran, sí, clavados a unos osos?
A su abuelo, que también se llamaba Percy, lo habían hecho prisionero una vez en Crimea, y siempre estaba dispuesto a hablar de los rusos a un muchacho atento. «¡Cómo apestaban, chico, unos marranos todos y cada uno de ellos, unos salvajes me parecieron, y algunos venían de Dios sabe dónde, vamos, que no he visto nada igual en la vida! Pelo por todas partes, y unas barbas en las que se podría criar una cabra, aunque estoy seguro de que la cabra saldría disparada a la mínima que se preocupara por sus compañías. Pero cantaban bien, chico, por mucho que apestasen, cantaban bien, mejor que los galeses, ya lo creo, ¡qué bien cantaban! Pero si nadie te hubiera dicho lo contrario, los habrías tomado por animales».
En ese momento Percy contempló la fila de caras peludas e impávidas, pero no especialmente hostiles, y dijo con arrojo:
—Yo soldado inglés, ¿sí? ¡De vuestro lado! ¡Larga vida al zar!
Eso atrajo cierta atención cortés, y los hombres peludos se miraron entre ellos.
A lo mejor querían otra canción. A fin de cuentas, ¿no le había dicho su madre que la música era el lenguaje universalita? Y por lo menos no lo estaban haciendo prisionero, ni disparándole ni nada por el estilo. De modo que les obsequió con un sonoro estribillo de «Tipperary»,[5] que remató con un saludo militar y un grito:
—¡Dios salve al rey!
Tras lo cual los rusos le sorprendieron meneando sus grandes y pesadas manos en el aire mientras exclamaban con considerable entusiasmo y voz atronadora, como si gritaran dentro de un túnel:
—¡Dios salve al rey!
Después unieron sus greñudas cabezas como si estuviesen llegando a una conclusión, y una vez más se arrancaron con «Pack Up Your Troubles».
Solo que esta vez no era el mismo petate ni las mismas preocupaciones. El soldado Percy se esforzó por entender lo que estaba escuchando. Sí, la canción seguía allí, pero la cantaban como una coral de iglesia. De algún modo los cantantes descompusieron la canción de Percy hasta dotarla de una extraña vida propia, de unas armonías que se alejaban y se entrelazaban unas con otras como anguilas apareándose y luego se separaban de nuevo con otra catarata de burbujas de sonido, y aun así era la «Pack Up Your Troubles» de toda la vida. No, era una «Pack Up Your Troubles» mejorada, más… bueno, más presente, más real. El soldado Percy nunca había oído una música parecida y se puso a aplaudir, y lo mismo hicieron los rusos con un sonido de artillería pesada. Aplaudían con el mismo entusiasmo con el que cantaban, o puede que más.
Y en ese momento se le ocurrió a Percy que el cangrejo de la noche anterior había tenido más de aperitivo que de comida. En fin, si esos rusos eran sus amigos, a lo mejor tenían unas raciones rusas que compartir. Parecían bastante rollizos bajo esos abrigos de pieles. No se perdía nada por probar, de modo que se frotó la barriga, se señaló la boca con un dedo sugerente y puso cara de esperanzado.
Después de sus cantos, los rusos formaron un corro una vez más, y los únicos sonidos que Percy distinguió fueron unos susurros tan leves como los de un mosquito, ese pitidito molesto que te mantiene despierto por las noches. Sin embargo, en cuanto alcanzaron alguna clase de acuerdo, arrancaron a cantar de nuevo. Esa vez fueron silbidos y trinos, muy parecidos a imitaciones de pájaros, y además bastante buenas, con un toque de ruiseñor y otro de estornino, un canto que fluía como el mejor coro que hubiese acompañado nunca a un amanecer. Aun así, por algún motivo, le dio la impresión de que estaban hablando, o más bien cantando, sobre él.
Entonces uno de ellos se le acercó bajo la atenta mirada de los demás y cantó, con la voz de Percy, «Tipperary», perfecta de cabo a rabo; era su misma voz, estaba seguro y su madre habría podido confirmarlo.
Después de eso un par de rusos desaparecieron en el bosque y dejaron a los demás sentándose plácidamente alrededor de Percy.
Cuando el soldado se sentó en el suelo con los rusos, de pronto lo asaltó el cansancio en oleadas. Había vivido años de guerra, sin tan siquiera un día de ese pacífico verdor, y a lo mejor se merecía una cabezadita. De modo que bebió un poco de agua del río con la mano y, a pesar de la presencia de los peludos rusos a su alrededor, se tumbó en la hierba y cerró los ojos.
Despertó de su sueñecito, pero poco a poco.
El soldado Percy era un joven práctico y metódico. En consecuencia, aún tumbado en la hierba, decidió que durante aquel sueño en vigilia no iba a preocuparse por los rusos, siempre y cuando no intentaran matarlo. «Si os preocupáis por algo, que sea por vuestras botas, muchachos», decían siempre los veteranos.
¡Botas! Así se lo recordó su soñoliento cerebro. ¡Las botas eran la clave! ¡Cuida de tus botas y tus botas cuidarán de ti! Siempre había dedicado mucho tiempo a pensar en sus botas.
En ese momento, mientras despertaba por etapas, todavía algo maltrecho por la guerra y a la deriva en el tiempo y el espacio, se le ocurrió preguntarse si aún tenía piernas a las que poner esas botas. Había quien perdía las piernas y no se enteraba hasta que se le pasaba la conmoción, o eso le habían contado. Era como el bueno de Mac, que no supo que había perdido los pies hasta que intentó levantarse. Recordaba que había paseado por el bosque, por supuesto que sí, pero tampoco sería de extrañar que aquello hubiera sido un sueño y en realidad se encontrara de nuevo en el barro y la sangre.
Así pues, intentó incorporarse con mucho cuidado y se animó al constatar que por lo menos parecía tener las dos manos. Desplazó con delicadeza su dolorido cuerpo hasta que pudo erguirse lo suficiente para ver… ¡sí, botas! ¡Benditas botas! Y todo indicaba que estaban al final de unas piernas que probablemente eran suyas y que, por si fuera poco, en apariencia seguían pegadas a él.
Las botas podían ser traicioneras, igual que las piernas. Como cuando un obús de veinte kilos alcanzó una caja de munición y a Percy le tocó ir con el destacamento que tuvo que hacer limpieza después. El sargento le escuchó con un silencio y una comprensión poco habituales en él cuando Percy le expresó su angustia porque, aunque había encontrado una bota tirada en el barro revuelto, no podía encontrar una pierna de hombre que la acompañase. Y el sargento le había dicho, con una palmadita en el hombro: «Bueno, muchacho, visto que tampoco tiene cabeza, digo yo que no se dará cuenta, ¿no crees? Limítate a hacer lo que te he dicho, muchacho: cartillas, relojes, cartas, cualquier cosa que sirva para identificar a estos pobres desgraciados. Y luego los pones derechos mirando por encima de la trinchera. ¡Sí, muchacho, planta esos cadáveres ahí arriba! Puede que se lleven un balazo, pero como hay Dios que ellos no notarán nada allá adonde han ido, y será una bala menos para ti o para mí. Buen chico. ¿Un traguito de ron? Es la medicina para lo que tienes».
De modo que el hallazgo de unos pies, sus propios pies, todavía pegados en su sitio, llenó de gozo al soldado Percy, conocido por sus camaradas como «Escarlatino», porque, cuando tienes un nombre tan cantarín como Percy Blakeney, con las es del apellido mudas, y todavía sufres un acné grave pasados los veinte años, aceptas Escarlatino como apodo y das gracias por que no sea nada peor. Se tumbó de nuevo y debió de dormirse un rato más.
La siguiente vez que abrió los ojos, aún era pleno día y tenía sed. Se incorporó. Los rusos seguían allí, observando con paciencia. Lo miraban casi con amabilidad, pensó, desde esas caras peludas.
A lo mejor se le estaba despejando la cabeza un poco. Se le ocurrió por primera vez que le convenía repasar su equipo.
Abrió el petate y vació su contenido sobre el suelo verde. ¡Alguien le había robado! Habían desaparecido su cantimplora, su bayoneta y la punta de su zapa. Ahora que se fijaba, tampoco había rastro de su casco; no recordaba llevarlo cuando se había despertado, aunque sí había encontrado la correa alrededor de su cuello. ¡Caramba, se habían llevado hasta los herretes de las botas y los clavos de los tacones! Todas las piezas de acero. Y lo más raro era que, aunque su cantimplora había desaparecido, lo que faltaba en realidad era el recipiente de acero, ya que la funda de cuero cosido seguía tirada en la hierba, intacta. Pero nadie había tocado su cartilla ni se había interesado por los pocos peniques que llevaba en el petate, y hasta la botella de cristal que contenía su ración de ron seguía en su sitio. ¡Vaya un ladrón raro! También conservaba sus pinturas, aunque la caja metálica donde transportaba los tubos había desaparecido. No solo eso, sino que alguien se había tomado la molestia de arrancar las bandas metálicas que rodeaban las cerdas de sus pinceles, de modo que el fondo de la bolsa de lona estaba cubierto de pelitos. ¿Por qué?
¿Y qué pasaba con sus armas? Comprobó la pistola que llevaba al cinto. Lo único que quedaba de ella era la culata de madera. Una vez más, ¿por qué? Robar una pistola, pase, pero el ladrón las pasaría canutas para dispararla sin la culata. No tenía sentido. Aunque claro, ¿qué lo tenía? ¿En qué parte del frente oeste había desempeñado algún papel el sentido común?
Los rusos observaban, callados, al parecer desconcertados por cómo manoseaba sus pertenencias.
La memoria volvió gota a gota desde el hoyo ignoto en el que se había escondido.
El soldado Percy había sido trasladado al cuerpo de camuflaje después de su herida en la pierna. El motivo fue que, asombrosamente, el Ejército reconoció que en el pasado había sido dibujante, y en ocasiones ese Ejército, que necesitaba hombres capaces de empuñar un fusil e incluso más hombres capaces de recibir un balazo, también precisaba hombres capaces de manejar un lápiz y seleccionar de entre el arco iris de Dios el tono preciso de pintura que convirtiese un tanque Mark I en un inofensivo montón de paja, aunque de él surgieran volutas de humo si los muchachos estaban echando un pitillo rápido al otro lado. Le había sentado bien el paréntesis. Y por eso llevaba una caja de pinturas, para comparar colores y hacer los últimos retoques finos después de la habitual aplicación de los cubos de verde camuflaje.
¿Qué más recordaba? ¿Lo último justo antes del bombardeo? Ah, sí, al sargento metiéndole la bronca al novato porque llevaba uno de esos condenados evangelios que encajaban en el bolsillo del pecho, de esos que las madres y novias envían al frente con la esperanza de que las palabras sagradas mantengan a sus chicos a salvo y, tal vez, por si las palabras solas no bastan, la chapa de bronce pueda lograr lo que la simple fe no ha conseguido. Y Percy, que estaba recogiendo su material para encaminarse a su siguiente trabajo, recordaba al sargento hecho un basilisco, meneando el objeto de la discordia ante el nuevo mientras gritaba: «Tonto, que eres tonto del culo. ¿Es que tu madre no ha oído hablar nunca de la metralla, joder? Me acuerdo de un zapador, muy buen chico, ¡hasta que una bala acertó en su puto evangelio de hierro y le arrancó el corazón de cuajo, al pobre desgraciado!».
Y entonces el bombardeo de artillería le había interrumpido sin contemplaciones. ¿Por qué habían desaparecido el acalorado muchacho y el sargento en la incandescencia de un obús que había caído a poca distancia de Percy, que ahora estaba sentado allí en ese mundo pacífico, junto a aquellos rusos que parecían tan simpáticos, y oyendo aún el maravilloso canto de los pájaros? En el fondo, Percy sabía que nunca recibiría respuesta a esas preguntas.
Más valía no plantearlas, entonces.
Los rusos, sentados en la hierba, lo observaron pacientemente mientras luchaba por salir del hoyo negro que tenía dentro de la cabeza.
Cuando volvieron los dos cazadores rusos, uno de ellos llevaba con aparente facilidad un ciervo recién matado, un animal grande y fláccido.
Que un ruso enorme y peludo soltara el cadáver de un ciervo delante de él podría haber desconcertado a un hombre de menos fuste, pero la breve adolescencia del soldado Percy como cazador furtivo y sus años de malnutrición en la línea del frente se combinaron con firmeza en torno a un único propósito. Sin acero, el descuartizamiento no fue bonito, pero el abotonador que llevaba en la bolsa era de latón fino y ayudó un poco, y Percy consiguió unos cuantos filos cortantes más rompiendo la botella que había contenido su última ración de ron.
Le desconcertó ver que los rusos comían con las manos desnudas y escogían con ojo clínico grandes bocados de las tripas y los pulmones del animal, lo que Percy se había criado llamando asaduras, que luego se embutían en la boca, pero adoptó el caritativo punto de vista de que seguramente los pobres no tenían mucha idea de lo que hacían. No veía acero, y mucho menos fusiles, lo que le extrañó. A fin de cuentas, los rusos se habían apuntado a luchar del lado de los ingleses, ¿no? Sin duda tendrían armas de fuego de alguna clase, porque ¿qué era un soldado sin arma?
A Percy se le encendió la bombilla. Por supuesto, alguien podría acusarlo a él mismo de desertor, aunque solo el cielo sabía lo que le había ocurrido en realidad. Quizá esos rusos fueran desertores. Seguro que habían tirado sus armas y solo se habían quedado los enormes abrigos peludos. Si ese era el caso, no le preocupaba en absoluto. Era asunto de ellos y del zar.
De modo que se cortó un filete de venado, se alejó diplomáticamente para evitar presenciar los modales alimenticios de los rusos, encontró un tramo de hierba seca, arrancó unas ramitas secas de un árbol caído y medio podrido y usó otra valiosa cerilla para encender un fuego.
Al cabo de cinco minutos, mientras el filete aún se estaba haciendo, los tenía sentados a su alrededor como si se hubiera convertido en el mismísimo rey.
Y más tarde, cuando arrancaron a caminar todos juntos, cantando sobre la marcha, les obsequió con todas las canciones de revista que se sabía.