20

Habían descendido cerca de un montón de rocas amontonadas, dentro del cual Lobsang había soltado un ancla. Era temprano y el cielo presentaba un azul intenso salpicado de nubes dispersas. Sin embargo, era un típico mundo del Cinturón de Hielo, con sus deslumbrantes campos de nieve, aunque a poca distancia había un pequeño tramo de agua abierta.

Joshua se negó a mirar siquiera por la ventana hasta que hubo usado la cafetera.

—Bienvenido a Oeste 33.157, Joshua. Llevamos estacionarios desde antes del amanecer. Esperaba a que despertases.

—Doy por sentado que has encontrado algo interesante.

—Mira abajo.

Sobre el afloramiento al que estaban anclados, compuesto por rocas negras que asomaban entre la nieve, se alzaba un monumento natural: un pino solitario, grande, antiguo y aislado. Sin embargo, el árbol había sido talado limpiamente cerca de la raíz, las ramas enmarañadas y la parte superior del tronco yacían tiradas sobre el suelo y un pálido disco de madera central quedaba expuesto a la intemperie. Era evidente que alguien había empleado un hacha.

—He pensado que te atraería esa señal de humanidad. Además, Joshua, hay un segundo motivo: va siendo hora de que pruebe mi unidad itinerante de repuesto.

Joshua echó un vistazo a su alrededor.

—¿Cuál es?

—Tú.

El equipo estaba dentro de un baúl. Joshua debía llevar sobre el pecho una mochila ligera que contenía una mascarilla y una reserva de oxígeno de emergencia, un botiquín, una linterna, una pistola de algún material no ferroso, una cuerda muy fina y otros artículos. A la espalda cargaría una bolsa de lona que contenía un módulo enigmático instalado dentro de una funda dura, resistente y sellada. Se pondría un auricular estilo bluetooth de aspecto anticuado para hablar con Lobsang, pero sospechaba que el traje contenía otros altavoces y micrófonos.

Volvió a su camarote, se puso la aparatosa ropa de muñeco hinchable y se echó la mochila a la espalda.

—Este maldito trasto pesa.

—Lo llevarás en todo momento fuera del dirigible.

—¿Y qué hay dentro del módulo sellado de la mochila?

—Yo —respondió Lobsang sin rodeos—. O una unidad remota. Llámalo copia de seguridad. Mientras el dirigible sobreviva, la mochila se mantendrá sincronizada con los procesadores principales de a bordo. Si perdemos la aeronave, la mochila contendrá mi memoria hasta que puedas llevarme a casa.

Joshua se rio.

—Has malgastado tu dinero, Lobsang. ¿En qué circunstancias te imaginas que esto será útil? Si estamos lo bastante lejos y perdemos el dirigible, ninguno de los dos volverá a casa.

—Nunca está de más prevenir todas las contingencias concebibles. Tú eres mi última salvaguardia, Joshua. Por eso estás aquí. En cualquier caso, tu equipo aún no está completo.

Joshua echó otro vistazo en el baúl y sacó un aparato más. Era un armazón erizado de objetivos, micrófonos y otros sensores, instalado sobre una hombrera.

—No fastidies.

—Es más ligero de lo que parece. El bus de sensores debería quedarte bien sujeto sobre el hombro, y lleva un cable de alimentación de datos que se conecta directamente a la mochila…

—¿Esperas que explore la Tierra Un Millón con este… loro encima del hombro?

Lobsang parecía ofendido.

—Lo llamaremos loro, si quieres… No me esperaba esa vanidad de ti, Joshua. ¿Quién va a verte? Además, es muy práctico. Veré lo que tú veas, oiré lo que oigas y estaremos en constante contacto. Y si tienes problemas…

—¿Qué hará, poner un huevo?

—Llévalo y punto, por favor, Joshua.

Encajaba de maravilla en su hombro derecho y era tan ligero como Lobsang había prometido. Sin embargo, Joshua sabía que nunca podría olvidar que llevaba el trasto encima, que Lobsang lo miraba literalmente por encima del hombro con cada aliento. Tendría que fastidiarse. No había esperado que ese viaje fuera una diversión, en cualquier caso, y el loro tampoco lo empeoraba mucho. Además, lo más probable era que el cacharro no tardara en estropearse.

Sin más conversación, Joshua bajó a una cubierta de acceso, abrió la puerta tirando contra la leve sobrepresión de la cabina —mantenían una presión elevada para garantizar que no pudiera entrar en la nave ninguna atmósfera externa hasta que Lobsang hubiese comprobado si era segura— y entró en una pequeña jaula elevadora. Una grúa lo bajó con suavidad hasta el suelo, junto al afloramiento rocoso.

Una vez en tierra, hundido hasta las rodillas en la nieve, respiró hondo el aire de esa Tierra fría y giró poco a poco sobre sus talones. El cielo se había encapotado y el aire presentaba una cualidad translúcida que amenazaba nieve.

—Supongo que lo estás viendo. Un campo de nieve normal y corriente.

Lobsang susurró a su oído:

—Lo veo. ¿Sabes que el loro tiene unos filtros nasales que me permitirían oler…?

—Olvídalo. —Joshua dio unos pasos, se volvió y examinó el dirigible—. ¿Ves esto? Así puedes comprobar si hay desperfectos.

—Bien pensado —murmuró el loro.

Joshua se arrodilló junto al árbol.

—Hay banderitas que señalan los anillos del tronco. —Arrancó una y distinguió unas letras—. Universidad de Cracovia. Esto lo hicieron unos científicos. ¿Qué sentido tiene?

—Para obtener registros del clima a partir de los anillos del árbol, Joshua. Igual que en el Datum. Lo curioso es que esos registros sugieren que la separación entre mundos contiguos suele rondar los cincuenta años de profundidad. Menos que la vida de un pino medio. Por supuesto, eso da pábulo a muchas preguntas.

Joshua oyó un ruido sordo, un chapoteo y una especie de trompeta aguda. Se volvió poco a poco; era evidente que no estaba solo en ese mundo. A escasa distancia, presenció una escena protagonizada por un depredador y su presa: un felino con unos colmillos tan pesados que se diría que apenas podía levantar la cabeza seguía el rastro de una bestia que andaba como un pato y tenía la piel como un tanque. Eran los primeros animales que veía en aquel mundo.

Lobsang vio lo mismo que él.

—El sobrearmado a la caza del sobreacorazado: el resultado de una carrera armamentística evolutiva. En la Tierra Datum se ha librado en muchas ocasiones y en diversos contextos, hasta que las dos partes sucumbían a la extinción, remontándonos hasta la era de los dinosaurios y más allá. Un universalita, al parecer. Así en la Tierra Larga como en el Datum. Joshua, rodea las rocas. Llegarás al agua abierta.

Joshua dio media vuelta y bordeó sin problemas el afloramiento. La nieve era honda y pesada, pero, aunque costaba abrirse paso, resultaba reconfortante estirar las piernas después de tantas horas en la cabina.

El ancho lago se extendió ante sus ojos. En su mayor parte estaba cubierto por una capa de hielo, pero había agua abierta cerca de la orilla, y con ella movimiento, colosal y grácil: elefantes, una familia entera de ellos, adultos peludos con crías entre sus imponentes patas. Algunos se adentraban en las aguas poco profundas. Los adultos poseían unos extraordinarios colmillos en forma de pala que usaban para remover el lecho del lago, con lo que enturbiaban el agua en un radio de varios metros. Rodeada de un cristalino centelleo de espuma, una madre jugaba con su cría. Estaba empezando a caer nieve fresca, copos grandes y pesados que aterrizaban sobre el pelaje de los elefántidos.

—Gonfotéridos —murmuró Lobsang—. O unos parientes o descendientes. Yo me mantendría alejado del agua. Sospecho que hay cocodrilos.

La escena conmovía a Joshua, aunque no sabía muy bien por qué; aquellas criaturas enormes irradiaban una sensación de calma.

—¿Hemos bajado para ver esto?

—No. Aunque estos mundos están llenos de variedades de elefante. Una plétora de paquidermos. En circunstancias normales no te habría llamado la atención acerca de ellos, pero son una especie presa de alto nivel y da la impresión de que alguien sigue su rastro. Lo interesante es que el tuyo también.

Joshua se quedó muy quieto.

—Gracias por compartirlo. —Miró a su alrededor, escudriñando la nieve cada vez más alta, pero no vio ningún movimiento—. Tú dime cuándo tengo que echarme a correr, ¿vale? No me importa si dices que ahora mismo…

—Joshua, las criaturas que se te acercan cautelosamente están sosteniendo una conversación sobre ti, aunque dudo mucho que puedas oírla porque usan un tono muy agudo. Puede que sientas un hormigueo en los empastes.

—No tengo empastes. Siempre me cepillaba los dientes como es debido.

—Por supuesto. La comunicación, además, es muy compleja y se está volviendo más rápida, como si llegaran a alguna clase de conclusión sobre lo que van a hacer. Va y viene porque cruzan sin parar. Casi es demasiado rápido para distinguirlo o, mejor dicho, para que tú lo distingas. A partir de ese comportamiento puedo deducir que tienen un método muy ingenioso para triangular el punto en el que todos sus cazadores principales rodearán a la víctima, es decir, a ti…

—Espera. Rebobina. ¿Has dicho que cruzan? ¿Unos animales que cruzan, unos depredadores que cruzan? —El mundo pivotó alrededor de Joshua—. Bueno, eso es nuevo.

—En efecto.

—Esas criaturas son el motivo de que hayas parado aquí, ¿verdad?

—Por cierto, no veo necesidad de que tengas miedo.

—¿No ves necesidad? Qué gran consuelo.

—Bueno, parecen criaturas inquisitivas. Que no es lo mismo que criaturas hambrientas. Es posible que en estos momentos te tengan más miedo que tú a ellas.

—¿Qué te apuestas? ¿Mi vida, por ejemplo?

—Vamos a verlas venir. Joshua, agita las manos en el aire, por favor. Así. Que te vean. La nieve reduce la visibilidad, obviamente. Ahora gira sobre ti mismo poco a poco. Eso es, quédate quieto ahí hasta que te diga lo contrario. No te preocupes. Tengo la situación controlada.

Eso no tranquilizaba a Joshua en absoluto. Permaneció todo lo inmóvil que pudo. La nieve caía ya con más fuerza. Si sucumbía al pánico, podría cruzar sin proponérselo, y se encontraría con… ¿qué? Dada la presencia de depredadores que cruzaban, quizá fuese a parar a una situación peor si cabe.

Lobsang murmuró en su oído, al parecer consciente de su tensión, tratando de calmarle:

—Joshua, recuerda que yo construí el Mark Twain. Y él, que por supuesto es lo mismo que decir yo, te vigila en todo momento. Cualquier cosa que perciba que intenta hacerte daño morirá antes de saber qué ha pasado. Soy pacifista, por supuesto, pero el Mark Twain lleva armas de muchos tipos, desde las invisiblemente pequeñas hasta las invisiblemente grandes. No mencionaré la palabra «atómica», por supuesto.

—No. De verdad, no menciones «atómica».

—Entonces estamos de acuerdo. Así pues, ¿tendrás la bondad de cantar una canción?

—¿Una canción? ¿Qué canción?

—¡Cualquier canción! Escoge una y canta. Algo alegre… ¡Que cantes ya!

La orden de Lobsang, por bien que demencial, transmitía la autoridad de la voz de la hermana Agnes al límite extremo de su paciencia, cuando hasta las cucarachas sabían que les convenía dejar la ciudad. Así que Joshua se arrancó con la primera canción que le vino a la mente:

—Saludemos al jefe, es el jefe y debemos saludarle. Saludemos al jefe, es al que tenemos que saludar…[3]

Cuando acabó, se hizo el silencio en el campo de nieve.

—Interesante elección —comentó Lobsang—. Otro legado de esas monjas tuyas, sin duda. Seguro que se tomaban los debates políticos con mucho ardor. En fin, eso debería de servir. Ahora, a esperar. No te muevas, por favor.

Joshua esperó. En el preciso instante en que abría la boca para anunciar que ya se había cansado, lo rodearon por completo unas figuras oscuras. Eran de un negro azabache, como agujeros en la nieve, con el pecho ancho, la cabeza grande y unas enormes zarpas, o más bien unas manos que por suerte parecían desprovistas de garras, aunque más que de manos tenían aspecto de guantes de boxeo, o de béisbol.

Y estaban cantando, con unas bocas grandes y rosadas que se abrían y cerraban con lo que parecía un total entusiasmo. Sin embargo, no se trataba de la tontería política que había cantado Joshua ni de ningún aullido animal. Era algo humano, y Joshua podía entender todas las palabras que los cantantes repetían una y otra vez, en diferentes armonías y repeticiones, acordes múltiples que colgaban en el aire como decoraciones navideñas. Las avenidas y trayectorias de esa música en estado puro se prolongaron durante minutos, hasta que poco a poco convergieron en un gran silencio cálido.

El estribillo principal había rezado como sigue: «“Wotcher!” all the neighbours cried, “Oo yer gonna meet, Bill? ‘Ave yer bought the street, Bill?” Laugh? — I fort I should’ve died. Knocked ‘em in the Old Kent Road…».[4]

Atónito, Joshua apenas podía respirar.

—Lobsang…

—Interesante elección de canción. Compuesta por un tal Albert Chevalier, oriundo de Notting Hill, Londres. Curiosamente fue grabada más tarde por Shirley Temple.

—Shirley Temple… Lobsang, supongo que existe un buen motivo por el que estos gorilas en la nieve se saben canciones de viejos vodeviles ingleses.

—Oh, desde luego.

—Y también supongo que tú sabes cuál es ese buen motivo.

—Me hago una idea, Joshua. Todo a su debido tiempo.

En ese momento una de las criaturas se acercó hasta plantarse justo delante de él, formando un cuenco con sus manos del tamaño de raquetas, como si acunara algo. Tenía la boca abierta y todavía jadeaba a causa de la energía invertida en el canto. Había un montón de dientes a la vista, pero la expresión general era una sonrisa.

—Fascinante —dijo Lobsang con un hilo de voz—. Un primate, sin duda, a buen seguro una especie de simio. Erguido de forma tan convincente como cualquier homínido, pero eso no conlleva necesariamente una correlación con la evolución humana…

—No es momento de lecciones, Lobsang —murmuró Joshua.

—Por supuesto, tienes razón. Debemos seguir el curso del momento. Acepta el regalo.

Joshua dio un cauteloso paso adelante y extendió las manos. La criatura parecía emocionada, como un niño al que hubiesen encargado un cometido importante y quisiera asegurarse de cumplirlo a la perfección. Dejó caer algo un poco pesado en las manos de Joshua, que bajó la vista. Sostenía lo que parecía un gran salmón, hermoso e iridiscente.

Oyó la voz de Lobsang:

—¡Excelente! No diré que lo había previsto, pero sin ninguna duda es lo que esperaba que ocurriera. Por cierto, lo apropiado sería que les regalases algo tuyo.

El anterior custodio del magnífico pez sonreía a Joshua de oreja a oreja, con aire expectante.

—Bueno, tengo mi cuchillo de vidrio, pero algo me dice que este tipo no necesita cuchillos. —Vaciló, algo abochornado—. Además, es mi cuchillo, lo tallé yo mismo de un trozo de obsidiana importada. —Regalo de alguien a quien le había salvado la vida—. Lo tengo desde hace mucho tiempo.

—Piensa lo siguiente —replicó Lobsang con impaciencia—. Hace muy poco te esperabas un ataque feroz, ¿no? Y ahora nos encontramos con la evidencia de que este era su pescado y de que te lo ha regalado a ti. Sospecho que aquí cuenta más el acto de dar que el regalo. Si te sientes desnudo sin un arma, te ruego que luego elijas uno de los cuchillos laminados de la armería, ¿de acuerdo? Pero ahora mismo, dale el tuyo.

Enfadado, sobre todo consigo mismo, Joshua dijo:

—¡Ni siquiera sabía que teníamos una armería!

—Vivir para ver, amigo mío, y da gracias de que aún tienes la oportunidad de hacer ambas cosas. Un regalo posee un valor que tiene poco que ver con cualquier moneda. Entrégalo con una alegre sonrisa para las cámaras, Joshua, porque estás haciendo historia: el primer contacto con una especie alienígena, aunque sea una que ha tenido la decencia de evolucionar en la Tierra.

Joshua ofreció su querido cuchillo a la criatura, que cogió el arma con un cuidado exagerado y la sostuvo a la luz para que la admirasen sus compañeros, que tantearon el filo con suma cautela. Después estalló en los auriculares de Joshua una cacofonía que sonaba como si alguien hubiera metido bolas de bolos en una hormigonera.

Al cabo de unos segundos, por suerte, el estruendo remitió, reemplazado por la voz alegre de Lobsang.

—¡Interesante! Te cantan usando las frecuencias que a nosotros nos parecen normales, mientras que entre ellos parecen comunicarse mediante ultrasonidos. Lo que has oído ha sido mi intento de modular la conversación ultrasónica a una gama que un humano pueda captar, aunque no entender.

Y entonces, en un abrir y cerrar de ojos, desaparecieron. No quedó nada que demostrase que las criaturas habían pasado por allí, salvo unas huellas muy grandes en la nieve que la ventisca ya empezaba a tapar. Y, por supuesto, el salmón.

De vuelta en el dirigible, Joshua guardó el enorme pescado donde correspondía, en la nevera de la cocina. Después, con un café entre las manos, se sentó en el comedor vecino y dijo al aire:

—Quiero hablar contigo, Lobsang. No con una voz flotante. Una cara a la que pueda dar un puñetazo.

—Veo que estás molesto, pero puedo asegurarte que en ningún momento has corrido peligro. Y, como habrás deducido, no eres la primera persona que se ha encontrado con estas criaturas. Tengo la fundada hipótesis de que la primera persona que las conoció las tomó por rusos…

Entonces Lobsang le contó a Joshua la historia del soldado Percy Blakeney, según la había reconstruido a partir de las notas halladas en su diario y los comentarios que hizo a una enfermera muy sorprendida del hospital de la Francia del Datum, en el que lo ingresaron cuando apareció allí de repente en 1960.