Esa primera tarde de vuelo, el Mark Twain cruzó una y otra vez, y cada transición hacía que a Joshua le bajara un escalofrío por la espalda. El ritmo de cruce iba aumentando, poco a poco, a medida que Lobsang exploraba las capacidades de su nave. Joshua podía llevar la cuenta de los mundos por los que pasaban gracias a unos pequeños monitores que Lobsang llamaba terrómetros, integrados en las paredes de todas las habitaciones. Se fijó en que tenían dígitos suficientes para llegar hasta los millones.
A la vez que cruzaba, la aeronave también viajaba de forma lateral, rumbo al oeste a través de Eurasia. Los monitores tenían un pequeño visualizador de mapas para que Joshua pudiera seguir el rumbo, que calculaban su posición observando las estrellas, pero la distribución de los terrenos que atravesaban en esos mundos inexplorados se basaba en suposiciones.
En la cubierta panorámica, sentado enfrente de Joshua, Lobsang exhibía su sonrisa de plástico. Los dos tenían un café en la mano; Lobsang, además, iba bebiendo del suyo, y Joshua imaginó cómo se llenaba algún depósito dentro de su barriga.
—¿Qué tal te sienta el viaje? —preguntó Lobsang.
—Bien, de momento.
En realidad le estaba sentando mejor que bien. Como siempre que dejaba atrás el Datum, la opresiva e invariable sensación de encierro que experimentaba allí se disipaba enseguida: era una presión de la que no había sido del todo consciente mientras crecía, no hasta que dejó de sentirla. La presión de un mundo demasiado lleno de otras mentes, sospechaba, de otras conciencias humanas. Parecía una sensibilidad afinada; hasta en los mundos más remotos, siempre notaba algo si alguien más aparecía en las inmediaciones, aunque se tratase de un grupo pequeño. Sin embargo, no había hablado de esa extraña y cuasitelepática capacidad, o discapacidad, con nadie —a excepción de la hermana Agnes—, ni siquiera con la agente Jansson, y optó por no comentársela a Lobsang tampoco. Aun así, la sensación de libertad, de liberación, estaba presente. Eso y su peculiar conciencia del Silencio, como una mente muy lejana, vagamente percibida, como el tañido de una campana enorme y antigua en una remota cordillera… O mejor dicho, eso era lo que percibía cuando Lobsang no estaba hablando, como hacía en ese momento.
—Seguiremos el paralelo en dirección oeste, a grandes rasgos. Podemos alcanzar los cincuenta kilómetros por hora con facilidad. Un ritmo agradable y tranquilo; hemos venido a explorar. Eso nos llevará a sobrevolar la superficie continental de Estados Unidos dentro de unas semanas…
La cara de Lobsang no resultaba del todo real, pensó Joshua, sino más bien una simulación generada por ordenador algo desajustada. Sin embargo, a bordo de ese navío fantástico, en pleno cumplimiento de los asombrosos sueños de Lobsang, le estaba cogiendo un extraño afecto.
—¿Sabes, Lobsang? Me puse al día de tu historia cuando volví al Centro, después de nuestra entrevista en transEarth. La gente decía que lo más inteligente que podría hacer cualquier supercomputadora tan pronto como la encendiesen sería asegurarse de que nadie pudiera desenchufarla otra vez. Y que la historia del tibetano reencarnado era una fachada, precisamente pensada para que fuera imposible desconectarte. Lo comentamos entre todos y la hermana Agnes dijo que bueno, que si un ordenador siente el deseo de que no lo desenchufen, entonces debe de tener autoconciencia, y eso conlleva un alma. Sé que el Papa decretó lo contrario más adelante, pero yo me creo a la hermana Agnes antes que al Vaticano sin pensármelo.
Lobsang recapacitó.
—Espero conocer a la hermana Agnes algún día. Entiendo lo que dices. Gracias, Joshua.
Joshua vaciló.
—De paso que me das las gracias, a lo mejor podrías responderme a una pregunta. ¿Este eres tú, Lobsang? ¿O te has quedado allá en el Datum, en algún almacén del MIT? ¿Tiene sentido la pregunta?
—Oh, desde luego que lo tiene. Joshua, allá en el Datum estoy repartido a lo largo y ancho de muchos dispositivos de memoria y unidades de proceso. En parte es por motivos de seguridad, y en parte por aumentar la eficiencia y la eficacia de la recuperación y procesamiento de datos. Si lo deseara podría considerar que mi ser está distribuido en una serie de centros, o focos de conciencia.
»Pero soy humano, soy Lobsang. Recuerdo cómo era mirar desde una cueva de hueso, desde un único locus aparente de conciencia. Y así lo he mantenido. Solo hay un yo, Joshua, solo un Lobsang, aunque tengo memorias de seguridad repartidas por varios mundos. Y ese “yo” viaja contigo en esta travesía. Estoy comprometido al máximo con esta misión. Por cierto, mientras la habito, la unidad itinerante también soy “yo”, aunque sigue quedando lo bastante de “yo” fuera de esa estructura para permitir que el dirigible vuele. Si fracasara o me perdiese, iniciarían una copia de seguridad en la Tierra Datum y la sincronizarían con todo aquello que pudieras recuperar de mis bancos de memoria en la nave. Sin embargo, ese sería otro Lobsang. Me recordaría, pero no sería yo… espero que quede claro.
Joshua reflexionó.
—Me alegro de ser solo un humano corriente.
—Bueno, en tu caso tampoco del todo —comentó Lobsang con sequedad—. Por cierto, ahora que estamos en camino, puedes estar seguro de que mi informe sobre la expedición del Congreso ya obra en manos de las autoridades. Y también, para ir sobre seguro, en las de aquellos periódicos que me parecen dignos de confianza, entre ellos el Fortean Times, una bendición para todos los investigadores del fenómeno de la Tierra Larga. Puedes consultar los ejemplares antiguos en la pantalla de tu camarote… Está hecho. Un trato es un trato.
—Gracias, Lobsang.
—Conque aquí estamos… ¡en camino! Por cierto, no te asustes si la cafetera eléctrica te habla; es una prueba beta de IA de uno de nuestros socios. Ah, y otra cosa: ¿te molestan los gatos?
—Me hacen estornudar.
—Con Shi-mi no te pasará.
—¿Shi-mi?
—Otro prototipo de transEarth. Ya has visto el tamaño de esta cabina; está plagada de espacios de difícil acceso, y las alimañas podrían darnos problemas. No les resultará difícil encaramarse por nuestros cables de anclaje cuando aterricemos. Lo último que queremos es que una rata roa un cable. Así pues, te presento a Shi-mi. Ven, minino, ven…
Un gato entró en la cubierta. Era ágil y silencioso, casi convincente, pero en cada ojo verde centelleaba un LED.
—Déjame decirte que ella…
—¿Ella, Lobsang?
—Ella puede, si se le pide, emitir un agradable ronroneo diseñado para ejercer un efecto relajante óptimo para el oído humano. Puede rastrear ratones mediante infrarrojos y tiene un oído excelente. Aturde a sus presas con una corriente baja, se las traga, las almacena en un estómago específico que incluye dispensador de agua y comida y después transfiere sus capturas con cuidado a un pequeño vivario de internamiento, donde el ratón podrá vivir feliz hasta ser reubicado en un lugar seguro.
—Son muchas molestias por un ratón.
—Así es la filosofía budista. Este prototipo es limpio e higiénico, no hace daño a sus presas y, en general, replicará la mayor parte de lo que esperas de un gato doméstico salvo hacerse caca en tus auriculares, que según tengo entendido es una queja habitual. Ah, sí, según la configuración inicial duerme en tu cama.
—¿Un gato robot en una nave robot?
—Tiene sus ventajas. Lleva un cerebro de gel, igual que mi unidad itinerante, y es mucho más inteligente que el gato medio. Y pelo sintético. Nada de estornudos, te lo prometo.
De repente los cruces cesaron y Joshua sintió una extraña sacudida, como si lo empujaran hacia delante. El mirador se inundó de luz. Curioseó por la ventana. Se encontraban, obviamente, en un mundo que por algún motivo era soleado. Soleado pero cubierto de hielo.
—¿Por qué hemos parado?
—Mira abajo. Hay prismáticos en las taquillas.
Un minúsculo punto multicolor en mitad de la blancura se definió como una tienda de campaña fosforescente estilo iglú y un par de personas que se movían a su alrededor con gestos rígidos, convertidas en rechonchos muñecos asexuales por la gruesa vestimenta para la nieve que llevaban. Habían montado una plataforma de perforación portátil sobre el hielo, y de un poste colgaba una fláccida bandera de Estados Unidos.
—¿Científicos?
—Una expedición universitaria, de Rhode Island. Estudian la biota, sacan núcleos de hielo y todo eso. Estoy registrando todas las señales de presencia humana que encuentro, como es natural. Esperaba encontrar a estos caballeros, aunque han viajado unos cuantos mundos más allá del objetivo nominal que comunicaron.
—Pero los has encontrado de todas formas.
—Tengo la vista de un dios, Joshua.
Joshua, escudriñando el suelo, no estaba seguro de si los universitarios habían avistado siquiera la aeronave, una ballena que de repente flotaba en el aire por encima de ellos.
—¿Vamos a bajar?
—No serviría de nada. Aunque podríamos hablar con ellos sin aterrizar. Llevamos una serie de dispositivos de comunicación, desde radios de onda media y corta, que deberían permitirnos transmitir y recibir desde cualquier punto de un mundo individual, hasta… bueno, medios más sencillos. Un heliógrafo reglamentario de la Marina, e incluso un megáfono.
—¡Un megáfono! Lobsang, atronando desde las alturas como Yavé.
—El equipo es práctico, nada más, Joshua. No todas las acciones tienen carga simbólica.
—Todas las acciones humanas sí. Y tú eres humano, ¿o no, Lobsang?
Lobsang reemprendió los cruces sin previo aviso y Joshua sintió otra leve sacudida. El campamento científico dejó de existir en un abrir y cerrar de ojos, y atravesaron otro caudal intermitente de mundos.
Después de su primera noche en el dirigible, Joshua despertó sintiéndose más fresco que mil lechugas. La nave cruzaba a un ritmo constante y el sonido de sus diversos mecanismos era como el ronroneo de un gato. En realidad, descubrió que el ronroneo procedía de la gata, que estaba hecha un ovillo sobre sus piernas; cuando las movió, el animal se levantó con elegancia, se estiró y partió al trote.
Espoleado por el murmullo de su estómago, Joshua investigó la cocina.
De un tiempo a esa parte resultaba bastante fácil conseguir una comida decente en los mundos de cruce, al menos para él, ya que los cruzadores pioneros en general se alegraban de verle, conocían su nombre y su reputación y lo trataban como si fuera una mascota de la suerte. Si no, no tenía más que pedir una comida en cualquiera de las casas de paso, los hoteles para viajeros que estaban brotando a lo largo y ancho de las Tierras más cercanas. Pero gorronear es feo, como siempre había dicho la hermana Agnes, de modo que procuraba llevar consigo un ciervo recién abatido o alguna ave de caza. A los pioneros más novatos les gustaba la carne fresca, pero todavía no se habían reconciliado con la idea de trocear a Bambi, de manera que Joshua perdía un rato destripando sus piezas. Por lo general salía de aquellos lugares con quizá un par de sacos de harina y una cestada de huevos, siempre que tuviera una cesta en la que llevárselos.
En fin, la cocina del dirigible estaba equipada bastante más a lo grande que cualquier casa de paso. Había un congelador con una abundante reserva de beicon y huevos, y una despensa llena a rebosar de sacos de sal y pimienta. Eso impresionó a Joshua: en muchos mundos, un puñado de sal pagaba cena y cama para una noche, y la pimienta era más valiosa todavía. Se puso manos a la obra con el beicon.
La voz de Lobsang le sobresaltó.
—Buenos días, Joshua. Confío en que hayas dormido bien.
Joshua dio la vuelta a su beicon y dijo:
—Ni siquiera recuerdo haber soñado. Es como si no nos moviéramos. ¿Dónde estamos ahora?
—Estamos a más de quince mil cruces de casa. He reducido el ritmo mientras comes para tu comodidad y nos he estabilizado a novecientos metros de altura, aunque bajo de vez en cuando si los sensores captan algo interesante. En muchos de los mundos locales es una mañana soleada con un poco de rocío en la hierba, de modo que sugiero que termines tu desayuno y bajes a la cubierta de observación para disfrutar de la vista. Por cierto, hay sacos de muesli en la despensa; estoy seguro de que la hermana Agnes querría que fueras al baño con regularidad.
Joshua fulminó el aire vacío con la mirada, dada la ausencia de otro blanco de fulminación, y dijo:
—La hermana Agnes no está aquí. —Aun así, agobiado por la culpa y teniendo presente que las monjas de algún modo sabían lo que tramabas dondequiera que estuvieses, rebuscó en la despensa y comió su ración de frutos secos con guarnición de sandía, mastica que te mastica.
Antes de volver a su beicon.
Y se preparó una rebanada frita para rebañar la grasa. A fin de cuentas, ahí arriba hacía fresquito; necesitaba el combustible.
Espoleado por ese pensamiento, volvió a su camarote. En su espacioso ropero, junto a las prendas de invierno con las que había llegado, encontró un surtido de ropa de entretiempo, parte de ella con camuflaje de varios tipos. Lobsang pensaba en todo, eso estaba claro. Escogió una parka y bajó al mirador, donde se sentó a solas y vio cambiar las Tierras como un pase de diapositivas para los dioses.
Sin previo aviso, la nave cruzó un haz de mundos de hielo.
La luz del sol reflejada en el hielo golpeó a Joshua, deslumbrante y cegadora, inundando la cubierta como si se hubiera convertido en una bombilla y él fuese un insecto atrapado en el interior. Los mundos que sobrevolaban eran llanuras de hielo esparcido en suaves pliegues, con tan solo alguna que otra cresta de terreno elevado que destacaba como una franja ósea y oscura a través de la capa helada. Después atravesaron nubes, luego granizo, luego sol otra vez, según el clima local del mundo por el que pasaran. El parpadeo de la luz hacía daño en los ojos. De Tierra a Tierra el nivel de la capa de hielo subía y bajaba, constató Joshua, como una marea colosal. En cada mundo el gran manto de hielo que cubría Eurasia debía de estar palpitando; las cúpulas heladas se desplazaban, el límite meridional ondulaba adelante y atrás siglo tras siglo. Sobrevolaba instantáneas de esa imponente deriva continental.
Después, cuando dejaron atrás la franja de hielo y empezaron a surcar los mundos interglaciales, más que nada vio copas de árbol. La Tierra Larga se pirraba por las copas de árbol, Tierra tras Tierra, árbol tras árbol.
Joshua rara vez se aburría, pero, a medida que avanzaba la mañana, le sorprendió descubrir un principio de tedio tan pronto en su viaje. Al fin y al cabo estaba contemplando miles de paisajes que nadie, probablemente, había visto antes. Recordó a la hermana Georgina, tan aficionada a Keats:
Entonces me he sentido…
… como el gran Cortés cuando con ojos de águila
contemplaba el Pacífico —mientras todos sus hombres
se miraban unos a otros con un fiero estupor—
silencioso, en la cumbre de un monte de Darién.
En su momento creyó que un fiero estupor era alguna clase de ave exótica. Pues bien, en ese momento contemplaba los nuevos mundos con algo parecido a un manso estupor.
Oyó pasos a su espalda. Apareció la unidad itinerante de Lobsang. Iba vestido para la ocasión, con camisa y pantalones de safari. Qué poco le había costado, pensó Joshua, empezar a considerarlo una persona y no una máquina.
—Puede acabar uno desorientado, ¿verdad? Recuerdo cómo reaccioné a mi primer vuelo. La Tierra Larga sigue y sigue, Joshua. Un exceso de maravillas embota la mente.
Pararon al azar en un mundo cercano al veinte mil. Su cielo estaba encapotado y amenazaba lluvia. Sin el sol, las praderas ondulantes de abajo presentaban un verde grisáceo apagado, con arboledas sueltas de tono más oscuro. En ese mundo en particular Joshua no divisaba señal alguna de humanidad, ni siquiera un hilo de humo. Aun así, había movimiento. ¿Caballos? ¿Bisontes? ¿Camellos, tal vez? ¿O algo más exótico? Y a la orilla de un lago avistó más grupos de animales, un fleco negro pegado al agua.
Una vez parados, los sistemas del Mark Twain se pusieron en marcha. Se abrieron escotillas en la cabina y la parte superior de la bolsa de gas para soltar globos más pequeños, y boyas que caían flotando hasta el suelo bajo sus paracaídas, todas marcadas con el logotipo de transEarth y la bandera de Estados Unidos. Hasta había pequeños cohetes de sondeo que salieron volando a la vez con un siseo y dejaron veteadas columnas de humo en el aire.
—Esta será nuestra rutina cuando paremos para analizar una Tierra —dijo Lobsang—. Es mi manera de ampliar el estudio de cualquier mundo concreto más allá de este único punto de vista. Ahora recogeré algunos datos, y los que se deriven de las observaciones en curso los descargaremos de las sondas cuando pasemos de vuelta por este mundo o cuando otra nave lo atraviese en un futuro.
Entre las criaturas cercanas al lago había una especie de rinocerontes, unas bestias gigantescas de patas extrañamente esbeltas. Se apelotonaban a la orilla del agua y se empujaban unos a otros cuando intentaban beber.
—Encontrarás prismáticos y cámaras en varios puntos de la cubierta de observación —dijo Lobsang—. Esos animales parecen elasmoterios de algún tipo, quizá. O un descendiente muy evolucionado.
—Eso no significa nada para mí, Lobsang.
—Por supuesto que no. ¿Quieres tener tu propia especie? Ponles nombre, si lo deseas; voy grabando todo lo que vemos, oímos, decimos y hacemos, y presentaré las solicitudes cuando regresemos.
Joshua se recostó.
—Sigamos. Estamos perdiendo tiempo.
—¿Tiempo? Tenemos todo el tiempo de los mundos. Sin embargo…
Empezaron a cruzar de nuevo, y la manada de seudorinocerontes desapareció. En esa ocasión Joshua sintió el avance como un suave bamboleo, como un coche con buena suspensión que recorriese un camino lleno de baches.
Calculó que debían de estar cruzando una Tierra cada par de segundos, lo que daba más de cuarenta mil nuevos mundos al día, si seguían a ese ritmo día y noche (aunque no sería así). Joshua estaba impresionado, aunque no pensaba reconocerlo. Los paisajes desfilaban bajo la proa del dirigible y solo alcanzaba a distinguir sus rasgos más generales; mundos enteros pasaban al ritmo de su propio latido. Apenas le daba tiempo a avistar manadas o animales solitarios antes de que desapareciesen, arrastrados por la corriente irreal de la otredad de los cruces. Hasta las isletas de árboles variaban de forma y tamaño de un mundo a otro: cambio, cambio, cambio. Y había parpadeos: inmersiones en una breve oscuridad, fogonazos ocasionales de luz, mantos de extraños colores sobre el paisaje. Mundos excepcionales de alguna clase, que le quitaban de la vista antes de que tuviera ocasión de comprenderlos. Por lo demás, solo estaba la cadena de mundos, Tierra tras Tierra uniformizadas por el movimiento de la nave.
—Joshua, ¿alguna vez te preguntas dónde estás?
—Sé dónde estoy. Estoy aquí.
—Sí, pero ¿dónde es «aquí»? Cada pocos segundos entras en un mundo distinto. Entonces ¿dónde está ese mundo en relación con el Datum? ¿Y el siguiente, y el otro? ¿Cómo pueden caber todos?
A decir verdad Joshua se había planteado esos interrogantes. Era imposible ser cruzador sin hacerse tales preguntas.
—Sé que Willis Linsay dejó una nota: «Del mundo siguiente nos separa solo el grosor de un pensamiento».
—Por desgracia, viene a ser lo único comprensible que dejó escrito. Más allá de eso, no sabemos qué decir. Así pues, ¿dónde está este mundo, esta Tierra en particular? Se sitúa exactamente en el mismo espacio y tiempo que la Tierra Datum. Es como otro modo de vibración de una sola cuerda de guitarra. La única diferencia es que ahora podemos visitarla, cuando antes ni siquiera éramos capaces de detectarla. Esa es, a grandes rasgos, la mejor respuesta que pueden aportar los físicos domesticados de transEarth.
—¿Todo este rollo científico figura en las notas que dejó Linsay?
—No lo sabemos. Todo apunta a que inventó sus propias matemáticas. Tenemos a la Universidad de Warwick trabajando en ello. Sin embargo, también comprimió todo cuanto escribió en un código críptico hasta extremos fantásticos. IBM ni siquiera nos ofrece un presupuesto para descifrarlo. Además tiene una letra espantosa.
Siguió hablando, pero Joshua logró dejar de escucharle. Sospechaba que era una habilidad que se vería obligado a desarrollar.
Una música invadió la cubierta, las notas frías de un clavicémbalo.
—¿Te importa apagar eso?
—Es Bach —dijo Lobsang—. Una fuga. Es un tópico que lo elija una entidad matemática como yo mismo, ya lo sé.
—Prefiero el silencio.
—Por supuesto. —La música se apagó—. ¿No te ofenderá que lo siga escuchando en mi cabeza, por así decirlo?
—Haz lo que quieras. —Joshua contempló sin expresión el último paisaje.
Y el siguiente, y el otro.
Bajó rodando de su sofá y probó el baño de la cubierta. Era un retrete químico con un pequeño hueco para la ducha, dentro de un compartimento con las paredes de plástico. Joshua se preguntó si Lobsang también tendría ojos allí dentro. Qué tontería, por supuesto que los tendría.
Así fue pasando la jornada. Al fin oscureció en todas las Tierras, y los innumerables soles se hundieron en sus respectivos horizontes.
—¿Tengo que subir a dormir a mi camarote?
—El sofá es extensible. Tira de la palanca de tu derecha. En el baúl hay mantas y almohadas.
Joshua lo probó. El sofá era como un asiento de primera clase en un avión de pasajeros.
—Despiértame si pasa algo interesante.
—Todo es interesante, Joshua. Ahora, duerme.
Mientras se arrebujaba bajo el reconfortante peso de un cubrecama, Joshua escuchó el zumbido de los motores y sintió el leve y vertiginoso tirón de los cruces. Para Joshua Valienté, mecerse entre mundos era casi relajante. Durmió bien.
Cuando despertó, el dirigible había parado otra vez.