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Monica Jansson siempre había entendido muy bien que la promesa de las riquezas de los nuevos mundos era lo que atraía a personajes de la calaña de Jim Russo a probar suerte, una y otra vez, en la Tierra Larga, donde la ley a veces no parecía más que un obstáculo de poca monta comparado con su ambición.

En su primera visita a Portage Este 3, diez años después del Día del Cruce, Jansson había tardado un minuto o dos, incluso tras superar el mareo del tránsito, en descubrir a qué le recordaba ese sitio. El nuevo Portage tenía grandes aserraderos equipados con máquinas de vapor, con altas chimeneas que eructaban humo y fundiciones que despedían olor a metal quemado. Oyó los gritos de los trabajadores, las bocinas de vapor, los martillazos rítmicos que daban los herreros. Era como algo salido de cierta clase de novela de fantasía que había leído de pequeña. Bueno, en ningún libro de los que leyó aparecían cuadrillas de trabajadores echándose al hombro troncos de doce metros para luego desaparecer. Pero habría jurado que en ese mundo concreto, la Compañía Comercial de la Tierra Larga, pese a su modesto nombre, estaba convirtiendo un rincón de un Wisconsin paralelo en un parque temático steampunk.

Y estaba acercándose a ella el hombre que dirigía el cotarro.

—¿Sargento Jansson? Gracias por cruzar para visitar mi humilde empresa.

Jim Russo era más bajo que ella. Llevaba un traje gris arrugado, tenía el pelo bien cuidado y de una tonalidad castaña sospechosamente intensa, y una radiante sonrisa entre unas mejillas que podrían o no haber recibido un poco de ayuda para mantenerse juveniles. Jansson sabía que Russo tenía cuarenta y cinco años, que se había declarado en bancarrota tres veces pero siempre se había recuperado y que en ese momento tenía hipotecado su domicilio particular a cambio del capital inicial para su nueva empresa intermundial.

—No hace falta que me dé las gracias, señor —dijo—. Ya sabe que tenemos el deber de investigar las denuncias.

—Ah, sí, más quejas anónimas de los jornaleros. En fin, son gajes del oficio. —La acompañó a través del terreno embarrado, con la evidente esperanza de impresionarla con la escala de lo que había montado allí—. Aunque me esperaba más bien una visita del Departamento de Policía local, el de Portage.

—Su sede social está registrada en Madison. —Además, a menudo reclamaban a «Siniestra» Jansson para colaborar en los casos más importantes de todo Wisconsin relacionados con la Tierra Larga.

Hicieron una pausa para observar a otro grupo de mozos que se acercaban a un montón de troncos y levantaban uno que parecía tremendamente largo; un capataz cantó una cuenta atrás («tres, dos, uno») y cruzaron todos de golpe, con una leve implosión.

—Ya ve que estamos ocupados, sargento Jansson —dijo Russo—. Empezamos de cero, claro está. Solo teníamos lo que pudimos traer encima, y nada de herramientas de hierro. Al principio la prioridad fueron las fundiciones, después de los aserraderos. Ahora disponemos de un caudal de hierro y acero de buena calidad, y pronto construiremos cosechadoras y recogedoras, y entonces nos verá abrirnos paso por estos bosques como un cuchillo caliente a través de mantequilla. Y toda esta madera la mandamos de vuelta al Datum, donde la espera una flota de camiones con remolque. —Llevó a Jansson hasta una cabaña de troncos abierta por un lado que hacía las veces de expositor—. Nos estamos expandiendo a un montón de sectores, aparte de la materia prima. Mire esto. —Era una especie de escopeta que brillaba como si estuviera chapada en oro—. Ni un solo componente de hierro, pensada para el nuevo mercado de los pioneros.

»Sé que la apertura de la Tierra Larga nos ha hundido en un bache económico, pero eso es a corto plazo. La pérdida de un porcentaje de la mano de obra poco cualificada, un exceso de oferta de algunos metales preciosos… Todo eso pasará. En la Tierra Datum, Estados Unidos evolucionó de la época colonial a pisar la Luna en unos pocos siglos. No hay motivo por el que no podamos hacer lo mismo otra vez, en tantas Tierras como haga falta. Personalmente, estoy muy emocionado. Es una nueva era, sargento Jansson, y con artículos y materiales como estos, pienso hacerme un sitio desde el principio…

Lo mismo pensaban cientos, miles de otros ansiosos aspirantes a emprendedor. Y la mayoría eran más jóvenes que Russo, más listos, libres del lastre de fracasos anteriores, que en el caso de Russo se remontaban a un cómico intento pueril de extraer oro en una copia del Aserradero de Sutter, en lo que era casi un cliché de lo mal que habían comprendido algunos las realidades económicas de la nueva época.

—Será un problema señor Russo, equilibrar los beneficios que obtiene con la presión sobre su mano de obra, ¿verdad?

Russo sonrió sin apuro, preparado para la pregunta.

—Aquí no construyo pirámides, sargento Jansson. No azoto a esclavos.

Pero tampoco dirigía una fundación filantrópica, como bien sabía Jansson. Los trabajadores, en su mayoría jóvenes de escasa formación, a menudo no tenían la menor idea de lo que estaba pasando en la Tierra Larga antes de entrar a trabajar en lugares como ese. Cuando caían en la cuenta de que podrían estar utilizando su fuerza para construir algo para ellos mismos, tendía a entrarles el gusanillo de unirse a una de las nuevas compañías y partir rumbo a los destinos más remotos para colonizarlos; otra posibilidad era que, al comprender que existía una infinidad de mundos que no pertenecían a personas como Jim Russo, arrancaran sin más a caminar hacia los espacios infinitos. Algunos parecían limitarse a caminar y caminar sin parar, viviendo de la tierra lo mejor que podían. Lo llamaban el síndrome de la Tierra Larga. Y de ahí provenían las quejas sobre Russo. Se decía que ataba a sus trabajadores con contratos leoninos para evitar que renunciaran, y que después los perseguía con matones profesionales si escapaban.

Jansson tuvo la repentina intuición de que aquel hombre iba a fracasar, como ya le había pasado en otras ocasiones. Y cuando todo empezase a torcerse, buscaría más soluciones fáciles.

—Señor Russo, tenemos que repasar los detalles de las quejas presentadas contra usted. ¿Podemos hablar en privado en alguna parte?

—Por supuesto…

Jansson sabía que, a lo largo y ancho de las Tierras vecinas, en mundos que se estaban convirtiendo en fábricas explotadoras de la noche a la mañana, la gente soñaba con escapar, con la libertad. Mientras esperaba un café, reparó en un folleto que Russo tenía en su bandeja de entrada, una simple página impresa de cualquier manera sobre papel rugoso, sobre la formación de otra compañía que partiría rumbo al oeste. Sueños de la nueva frontera, incluso en la oficina de aquel empresario de tres al cuarto. A veces Jansson, que ya rondaba los cuarenta años, se preguntaba si no debería liar el petate y partir ella misma, dejar atrás el Datum y esas Tierras Bajas cada vez más turbias.