12

Una semana después de su entrevista en transEarth, la hermana Agnes acompañó a Joshua al aeropuerto regional del condado de Dane a grupas de su Harley, un raro honor. Siempre recordaría que la hermana le dijo, al llegar, que Dios debía de querer que cogiera ese avión, porque todos los semáforos que habían encontrado se habían puesto verdes justo antes de que necesitara frenar (en la medida en que la hermana Agnes frenaba alguna vez). Joshua, sin embargo, sospechaba que las responsables eran las subrutinas de Lobsang, más que la mano de Dios.

Había pisado incontables Tierras, pero nunca antes había volado. La hermana Agnes conocía la mecánica y lo condujo hasta el mostrador de facturación. Cuando el encargado del mostrador introdujo el código de su reserva, se quedó muy callado y cogió el teléfono, y Joshua empezó a comprender lo que significaba tener a Lobsang de amigo, mientras lo alejaban de las colas de pasajeros y lo acompañaban por los pasillos con la cortesía que podría reservarse para un político perteneciente a un país con armas nucleares y pocas contemplaciones acerca de su despliegue.

Lo llevaron a una sala con una barra tan larga como el mostrador de la hamburguesería de Disney World. Aunque era impresionante, Joshua no solía beber y lo cierto era que habría preferido una hamburguesa. Cuando se lo comentó en tono de broma al joven nervioso que lo atendía dando brincos, recibió, al cabo de escasos minutos, una hamburguesa perfecta tan cargada de complementos que la carne podría haberse caído sin que nadie la echara de menos. Joshua aún estaba digiriendo lo ocurrido cuando el joven reapareció y lo acompañó hasta el avión.

Su asiento quedaba justo detrás de la cabina de mando, discretamente oculto del resto de viajeros por una cortina de terciopelo. Nadie le había pedido que enseñara el pasaporte, que en cualquier caso no tenía. Nadie se molestó en comprobar si llevaba explosivos en los zapatos. Y nadie, una vez que estuvo embarcado, habló con él. Vio las noticias en paz.

En el aeropuerto O’Hare de Chicago lo llevaron a otro avión algo alejado de la terminal principal, un aparato sorprendentemente pequeño. Dentro, lo que no estaba tapizado en cuero estaba enmoquetado, y lo único que no parecía forrado de piel o de alfombra eran los deslumbrantes dientes de una joven que, después de sentarlo, le proporcionó una Coca-Cola y un teléfono. Joshua metió su pequeña mochila personal debajo del asiento de delante, donde pudiera verla. Después encendió el teléfono.

Lobsang llamó de inmediato.

—¡Me alegro de tenerte a bordo, Joshua! ¿Qué tal te ha ido el viaje, hasta ahora? Hoy el avión es todo tuyo. Encontrarás un dormitorio de matrimonio en la parte de atrás que, según me cuentan, es sumamente cómodo, y no dudes en aprovechar las duchas.

—Vamos, que será un viaje largo, ¿no?

—Te espero en Siberia, Joshua. En un centro especial de la Corporación Black. ¿Sabes lo que significa eso?

—Unas instalaciones secretas. —«¿Y qué están construyendo en ellas?», se preguntó.

—Eso mismo. Ah, ¿no he mencionado lo de Siberia? —Se oyó cómo arrancaban los motores—. Tienes un piloto humano, por cierto. A la gente parece gustarle que haya un cuerpo cálido y uniformado a los mandos, pero no te alarmes. En un sentido muy real, yo soy los controles.

Joshua se recostó en el lujoso asiento y puso en orden sus pensamientos. Se le ocurrió que Lobsang estaba muy pagado de sí mismo, como habrían dicho las hermanas. Pero a lo mejor tenía mucho de sí mismo con lo que pagarse. Allí estaba Joshua, envuelto en un capullo que era Lobsang, en cierto sentido. No era un gran experto en ordenadores ni en la maravillosa civilización electrónica interconectada de la que formaban parte. Allá en los otros mundos nunca había cobertura, a fin de cuentas, de modo que lo único que contaba era uno mismo, y lo que supiera y lo que pudiese hacer. Con su preciado cuchillo de vidrio templado podía mantenerse con vida, se topara con lo que se topase. Eso le gustaba, más o menos. Esa independencia quizá provocase cierta tensión con Lobsang, o con la parte de Lobsang que embarcase para la travesía.

El avión despegó, haciendo más o menos el mismo ruido que la máquina de coser de la hermana Agnes en una habitación contigua. Durante el vuelo Joshua vio la primera película de La guerra de las galaxias, saboreando un gin-tonic mientras se recreaba en la nostalgia infantil. Después se dio una ducha —no la necesitaba, pero qué caray— y probó la enorme cama, momento en el cual la joven azafata entró detrás de él y le preguntó un par de veces si deseaba algo más, para luego poner cara de decepción cuando solo le pidió un vaso de leche caliente.

Al cabo de un rato despertó para descubrir a la azafata intentando amarrarlo con unas correas. La apartó de un empujón; odiaba que lo sujetasen. La chica se lo reprochó con la firmeza edulcorada que le otorgaba su formación, hasta que sonó un teléfono. Después:

—Le ruego que me disculpe, señor. Al parecer la normativa de seguridad ha quedado suspendida temporalmente.

Había esperado que Siberia fuese llana, ventosa y fría, pero era verano y el avión descendió hacia un paisaje de suaves colinas cubiertas de brotes oscuros de hierba donde las flores silvestres y las mariposas eran salpicaduras de color rojo, amarillo y azul. Siberia le pareció inesperadamente bonita.

El reactor, más que tomar tierra, la besó. Sonó el teléfono.

—Bienvenido a Lugar Inexistente, Joshua. Espero que hayas disfrutado de tu vuelo con Aerolíneas Inexistentes. Encontrarás ropa interior térmica y prendas de abrigo apropiadas en el armario situado junto a la puerta.

Joshua rechazó, ruborizado, la sugerencia de la azafata de echarle una mano con la ropa interior térmica. Sin embargo, sí aceptó su ayuda con las gruesas prendas de abrigo, que en su opinión le hacían parecer el muñeco gordo de la empresa de bollería Pillsbury, pero eran sorprendentemente ligeras.

Bajó del avión para unirse a un grupo de hombres vestidos igual que él. El buen tiempo le hizo sudar de inmediato. Un hombre sonrió.

—¡Oeste! —gritó a Joshua con un marcado acento de Boston, para después pulsar un interruptor de la caja que llevaba atada al cinturón y desaparecer. Al cabo de un momento, sus compañeros le imitaron.

Joshua cruzó al Oeste y llegó a un paisaje casi idéntico… con la salvedad de que apareció en plena ventisca y comprendió por qué había necesitado la ropa de invierno. Había una pequeña cabaña allí cerca, desde cuya puerta entreabierta el bostoniano le hacía señas. Parecía una casa de paso, un refugio para viajeros de los que empezaban a proliferar en los mundos de cruce. Pero era utilitario, un mero lugar resguardado del viento donde un hombre podía vomitar con algo parecido al confort antes de seguir cruzando.

El bostoniano, con mala cara, cerró la puerta a la espalda de Joshua.

—De verdad eres tú, ¿eh? Te encuentras bien, ¿eh? A mí no es que me afecte mucho, pero… —Hizo un gesto vago con la mano.

Joshua miró hacia el fondo de la cabaña, donde había dos hombres tumbados boca abajo sobre el borde de unas camas estrechas, ambos con un cubo bajo la cara. El olor lo decía todo.

—Mira, si de verdad te encuentras bien, adelántate. Tú eres el VIP. No tienes por qué esperarnos. Debes hacer tres cruces más hacia el oeste. En todas las paradas hay puntos de descanso, pero supongo que no los necesitas… ¿De verdad eres así? O sea, ¿cómo lo haces?

Joshua se encogió de hombros.

—No lo sé. Una especie de don, supongo.

El bostoniano abrió la puerta.

—Oye, antes de irte, aquí nos gusta decir: «¡Dale estopa a la estepa!». —Al ver que Joshua intentaba animarse a reír pero no lo conseguía, el bostoniano añadió con tono de disculpa—: Ya te imaginarás que no recibimos muchas visitas. Mucha suerte, amigo.

Los tres cruces siguientes lo expusieron a la lluvia. Había otra cabaña cerca, y otro par de trabajadores, uno de ellos una mujer, que le estrechó la mano.

—Me alegro de verle, señor. —Tenía un marcado acento ruso—. ¿Le gusta nuestro clima? Siberia es dos grados más cálida en este mundo, y nadie sabe por qué motivo. Yo tengo que esperar un rato al resto del grupo, pero usted puede seguir tranquilo por el camino de baldosas amarillas. —Señaló una fila de postes con carteles naranjas—. Hay un trecho corto hasta la obra.

—¿La obra? ¿Qué construyen?

—Créame, no se le escapará.

No se le escapó, porque era imposible. Habían despejado varias hectáreas de pinar, y sobre el círculo de tierra desnuda planeaba lo que a primera vista parecía un edificio flotante. Flotante, sí; a través de la lluvia distinguía los cables que lo anclaban. Era inmenso, una ballena aérea. El cuerpo parcialmente inflado era una bolsa de alguna fibra reforzada y estampada con logotipos de transEarth, sobre una cabina que parecía una fantasía en art déco con varias cubiertas de altura, todas revestidas de madera pulida, ojos de buey y placas de cristal.

¡Un dirigible!

Mientras miraba, otro trabajador se le acercó a toda prisa esgrimiendo un teléfono.

—¿Eres Joshua? —El acento de ese era europeo, belga quizá—. Encantado de conocerte, ¡encantado! Sígueme. ¿Te ayudo con el equipaje?

Joshua apartó su mochila con tanta celeridad que habría quemado la mano del trabajador, que dio un paso atrás.

—Perdón, perdón. Lleva tú mismo la bolsa, no hay problema; la seguridad no nos preocupa, no contigo. Acompáñame.

Joshua lo siguió a través del terreno empapado hasta llegar debajo del globo amorfo. La cabina, que tenía forma de casco de barco de madera, parecía amarrada a una torre metálica, cabía suponer que construida con acero de fabricación local, al pie de la cual había una rudimentaria jaula elevadora. Con cuidado, su guía se subió al ascensor abierto y, cuando vio que Joshua se le unía, pulsó un botón.

Fue un trayecto corto hasta la panza de la cabina, donde tras atravesar una escotilla quedaron resguardados de la lluvia. Joshua se descubrió en un pequeño compartimento donde imperaba un intenso olor a madera abrillantada. Había ventanas, o tal vez ojos de buey, pero en ese momento solo mostraban el tiempo que hacía.

—Cómo me gustaría irme contigo, joven —dijo el trabajador con tono jovial—. Viajar adondequiera que vaya este trasto… porque ninguno necesitamos saberlo, claro. Si tienes oportunidad, echa un vistazo al diseño. No ferroso, por supuesto, con el armazón de aluminio… En fin. Todos estamos orgullosos de él. ¡Bon voyage y disfruta de la travesía! —Retrocedió hasta el ascensor y, mientras descendía hasta perderse de vista, una placa se deslizó sobre la abertura para sellar el lustroso suelo.

La voz de Lobsang sonó en el aire.

—Una vez más, bienvenido a bordo, Joshua. Qué tiempo tan espantoso, ¿verdad? Da igual, pronto haré que estemos por encima de él o, mejor dicho, lejos de él.

Hubo una sacudida y el suelo se balanceó.

—Nos hemos separado de la torre. ¿Ya volamos?

—Bueno, no te habría traído hasta aquí si no estuviéramos preparados para partir. Debajo de nosotros ya estarán levantando el campamento, y luego este enclave sufrirá una versión modesta del bólido de Tunguska.

—Por motivos de seguridad, supongo.

—Por supuesto. En cuanto a los obreros, hay un poco de todo: rusos, americanos, europeos, chinos… Ninguno es de la clase de personas a las que les gusta hablar con las autoridades. Gente avispada que ha trabajado para muchos amos, utilísima y encomiablemente olvidadiza.

—¿Quién ha puesto el avión?

—Ah. ¿Has disfrutado del vuelo en el Lear? Es propiedad de una sociedad de cartera que de vez en cuando se lo alquila a cierta estrella del rock, que esta noche anda enfurruñada porque el reactor no está disponible a causa de una puesta a punto. Sin embargo, pronto se distraerá al enterarse de que su último disco ha subido dos puestos en las listas desde anoche. Lobsang tiene el brazo muy largo. Ahora que estamos en marcha…

Una puerta interior se abrió con suavidad y reveló un pasillo de paneles de madera y lámparas de luz tenue, que conducía a una puerta azul en su extremo.

—Bienvenido al Mark Twain. Ponte cómodo, por favor. En este pasillo encontrarás seis camarotes, todos idénticos; elige el que más te guste. Puedes quitarte la ropa de abrigo. Observa también la puerta azul. Lleva a un laboratorio, taller y planta de fabricación, entre otras cosas. Encontrarás una igual en cada cubierta. Preferiría que no las cruzases a menos que se te invite. ¿Alguna pregunta?

Joshua se cambió en la habitación que había escogido al azar, y luego exploró el Mark Twain.

El descomunal globo, que ondeaba porque aún no estaba presurizado del todo, estaba recubierto por una película de células solares que lo alimentaban, y había unidades propulsoras, grandes hélices de aspecto frágil que podían girar hacia los lados y de arriba abajo. La cabina era tan lujosa por dentro como aparentaba desde fuera. Tenía varias cubiertas, con camarotes, timonera, mirador y un salón con una cocina tan bien equipada como la de un restaurante de lujo, anexa a un espacioso comedor que podía actuar de restaurante para cincuenta comensales o, increíblemente, como cine. Y en todas las cubiertas estaba aquella puerta azul, cerrada a cal y canto.

Después de darle varias vueltas, Joshua empezó a ver la lógica de cruzar en una aeronave, siempre que uno pudiese lograr que el trasto cruzase de buen principio, algo que aún no entendía cómo harían. Un problema de cruzar deprisa eran los obstáculos. Había descubierto ya en su primera noche de exploración de la Tierra Larga que algunos obstáculos no podían bordearse sin más, como el casquete de hielo, en ocasiones de varios kilómetros de altura, que por norma general cubría gran parte de Norteamérica durante una glaciación. La aeronave era un intento de sortear el problema: sobrevolaría molestias tales como glaciares e inundaciones, lo que debería dar lugar a una travesía mucho menos accidentada.

—Pero ¿era necesario que fuese tan espléndido, Lobsang? —preguntó al aire.

—¿Qué tiene de malo que sea espléndido? No podemos escondernos, a fin de cuentas. Quería que mi embarcación exploradora fuese como los barcos del tesoro chinos que causaron asombro entre los nativos de la India y Arabia en el siglo XV.

—Causarás asombro, no te preocupes. ¿Hago bien en suponer que no lleva nada de hierro?

—Eso me temo. La impermeabilidad al hierro de la barrera de la realidad sigue siendo un misterio hasta para los científicos de la Corporación Black. Me llegan muchas teorías, pero pocos resultados prácticos.

—¿Sabes? Cuando me hablaste del viaje, pensé que sería yo quien te llevase a ti, de alguna manera.

—No, qué va. Estoy conectado a los sistemas de la aeronave. El dirigible entero será mi cuerpo, en cierto sentido. Joshua, yo te llevaré a ti.

—Solo los seres con conciencia pueden cruzar…

—Sí. ¡Y yo, como tú, tengo conciencia!

Entonces Joshua lo entendió. El dirigible era Lobsang, o por lo menos su cuerpo; cuando Lobsang cruzaba, el casco de la aeronave lo acompañaba, tal y como Joshua «transportaba» su cuerpo y su ropa siempre que hacía un cruce. Y así era como lograba cruzar un dirigible.

Lobsang rebosaba suficiencia y jactancia.

—Por supuesto, no funcionaría si yo no estuviese dotado de conciencia. Es una prueba más de mi condición de persona, ¿verdad? Ya he puesto a prueba la tecnología… bueno, eso ya lo sabes, porque seguí el rastro de tu expedición anterior, como te dije. Todo muy emocionante, ¿no crees?

Joshua llegó a la base de la cabina y entró en el mirador que había avistado antes, una cápsula de cristal reforzado que ofrecía una vista espectacular de la Siberia de esa Tierra Baja. Por debajo de él se extendía la obra, con excavaciones secundarias que se adentraban en el bosque, almacenes, dormitorios y un aeródromo.

Joshua, reflexionando, empezó a formarse una idea de la hazaña que había logrado Lobsang… siempre que el dirigible cruzara como era debido. Nadie había encontrado una manera de fabricar un vehículo capaz de cruzar entre los mundos como podía hacerlo un humano, algo que estrangulaba la expansión de cualquier tipo de comercio a lo largo de las nuevas Tierras. En algunas partes de Oriente Próximo, y hasta en Texas, formaban cadenas humanas que transportaban petróleo en cubos. Si Lobsang de verdad había resuelto ese problema, básicamente convirtiéndose él mismo en el vehículo… bueno, entonces era como un moderno pionero del ferrocarril. Iba a cambiar el mundo, todos los mundos. No era de extrañar que la seguridad fuese tan estricta. Siempre que aquello funcionara. Todo era experimental, saltaba a la vista. Y Joshua surcaría la Tierra Larga en el vientre de una ballena plateada.

—¿De verdad esperas que me juegue la vida en este trasto?

—Más que eso. Si «este trasto» falla, espero que me lleves a casa.

—Estás loco.

—Es muy posible. Pero tenemos un contrato.

Se abrió una puerta corredera azul y, para pasmo de Joshua, Lobsang apareció en persona… o, mejor dicho, en unidad itinerante.

—¡Bienvenido de nuevo! Me ha parecido apropiado vestirme de modo acorde con la ocasión de nuestro viaje inaugural.

El autómata era varón, delgado y atlético, con aspecto de estrella de cine, y llevaba una peluca de espeso pelo moreno y un traje negro. Parecía una figura de cera de James Bond, un artificio que no mejoraba en absoluto cuando se movía o, peor aún, cuando sonreía.

Joshua lo miró fijamente, luchando por no reír.

—¿Joshua?

—¡Lo siento! Encantado de conocerte en persona…

La cubierta vibró cuando arrancaron los motores. Joshua sintió una extraña emoción, más propia de un niño pequeño, ante la perspectiva del viaje.

—¿Qué crees que vamos a encontrar ahí fuera, Lobsang? Supongo que todo es posible si se llega lo bastante lejos. ¿Qué me dices de dragones?

—Sugeriría que podemos esperarnos cualquier cosa cuya existencia sea posible en las condiciones que se dan en este planeta, dentro de las limitaciones de las leyes de la física y teniendo en cuenta que la Tierra no siempre ha sido tan pacífica como ahora. Todas las criaturas del planeta han sido forjadas sobre el yunque de su gravedad, por ejemplo, lo que influye en el tamaño y la morfología. De modo que soy escéptico acerca de la posibilidad de encontrarnos con reptiles acorazados que vuelan y escupen fuego.

—Suena un poco soso.

—Sin embargo, no sería humano si no reconociera un factor importante, que es que podría equivocarme de medio a medio. Eso sí que sería emocionante.

—Bueno, ya lo descubriremos… si este trasto cruza de verdad.

La cara sintética de Lobsang se plegó para formar una sonrisa.

—En realidad, llevamos un minuto cruzando, más o menos.

Joshua se volvió hacia la ventana y constató que era cierto. La obra había desaparecido; debían de haber dejado atrás la franja de mundos conocidos al cabo de unos pocos cruces, aunque la palabra «conocidos» era más bien un chiste. Hasta los mundos paralelos cercanos al Datum apenas habían sido explorados; los humanos estaban colonizando la Tierra Larga en estrechas líneas tendidas a lo largo de los mundos. En aquellos bosques podía vivir cualquier cosa… y él, evidentemente, iba a adentrarse más en aquellos bosques que nadie que le hubiera precedido.

—¿A qué velocidad irá este trasto?

—Te llevarás una agradable sorpresa, Joshua.

—Vas a cambiar el mundo con esta tecnología, Lobsang.

—Oh, ya lo sé. Hasta ahora la Tierra Larga se ha franqueado a pie. Ha sido medieval. No, peor aún, ni siquiera hemos podido usar caballos. ¡La Edad de Piedra! Pero por supuesto, incluso a pie los humanos han ido avanzando desde el Día del Cruce. Soñando con una nueva frontera, con las riquezas de los nuevos mundos…