Una semana después de su reunión con Clichy, los compañeros habían empezado a llamarla Jansson la Siniestra.
Un mes después, había concertado un encuentro en el Centro, como lo llamaba Joshua. Era un orfanato, un destartalado bloque de pisos de protección oficial reconvertido, ubicado en Allied Drive, en una zona que venía a ser de lo peorcito que había en Madison. Sin embargo, saltaba a la vista que el Centro estaba bien mantenido. Y allí se reunió discretamente, una vez más, con Joshua Valienté, de catorce años. Había jurado que, si el chico la usaba como enlace, se aseguraría de que nadie lo tratase como a un Problema, sino como a alguien capaz de echar una mano, a lo mejor, ya me entiendes. Como Batman, por así decirlo.
Esa fue la forma que adoptó la joven vida de Joshua durante varios años después del Día del Cruce.
—Debe de parecerle que ha pasado mucho tiempo desde entonces —dijo Selena con soltura, mientras acompañaba a Joshua hacia sectores más profundos del complejo de transEarth.
Él no respondió.
—O sea que se convirtió en un héroe. ¿Llevaba capa? —preguntó Selena.
A Joshua no le gustaba el sarcasmo.
—Tenía un impermeable para los días de lluvia.
—En realidad, era una broma.
—Lo sé.
Otra puerta imponente se abrió ante ellos y otro pasillo quedó a la vista.
—Este sitio hace que Fort Knox parezca un colador, ¿verdad? —comentó Selena con nerviosismo.
—Es que Fort Knox es un colador hoy en día —dijo Joshua—. Es una suerte que la gente no pueda cargar con lingotes de oro.
Selena sorbió por la nariz.
—Solo hacía una comparación, Joshua.
—Sí. Lo sé.
Selena se detuvo. La pausa que había hecho Joshua en mitad de esa réplica resultaba irritante, máxime cuando lo que ella intentaba expresar en realidad era que, incluso a esas alturas, todo aquel asunto de los mundos paralelos podía resultar terrorífico. Para Joshua no, al parecer. Se obligó a esbozar una breve sonrisa.
—Aquí le dejo, por lo menos de momento. A mí no se me permite acercarme demasiado a Lobsang. A muy pocas personas se les permite. Sé que Lobsang quiere hablar de las dificultades que tiene usted con la comisión del Congreso que ha estado estudiando el resultado de su anterior travesía a los mundos más remotos.
Era un intento de sonsacarle, por supuesto. Joshua sospechaba que, en realidad, ese era precisamente el incentivo que Lobsang confiaba en emplear para reclutarlo.
No dijo nada, y Selena no pudo calibrar su reacción. Lo guio con amabilidad hacia la habitación del otro lado.
—Ha sido un placer conocerle en persona, Joshua.
—Le deseo la credencial de seguridad que anhela, Selena —dijo él.
Selena contempló la puerta que se cerraba. Habría jurado que esa cara impasible había amagado una sonrisa.
La habitación de aquel sanctasanctórum parecido a una fortaleza estaba decorada como el estudio de un caballero eduardiano, incluido el fuego de los troncos que ardían en la chimenea. La hoguera era falsa, sin embargo, y no del todo convincente, por lo menos para Joshua, que encendía un fuego de leña genuino todas las noches que pasaba al raso. El cuero del sillón que esperaba tentador delante de la chimenea, no obstante, era real.
—Buenas tardes, Joshua —dijo una voz desde el aire—. Lamento que no puedas verme, pero a decir verdad aquí hay muy poco de mí que ver. Y lo que hay, a buen seguro, resultaría muy aburrido de observar.
Joshua se acomodó en el sillón. Durante un rato reinó un silencio casi cordial. A su lado, el fuego crepitaba artificialmente. Por culpa de ciertas secuencias de chasquidos se notaba, prestando atención, que la grabación se repetía cada cuarenta y un segundos.
Lobsang habló con voz tranquilizadora.
—Tendría que haber prestado más atención a eso. Sí, me refiero al fuego. Oh, no te preocupes, Joshua, no leo la mente, todavía no; mirabas de reojo la chimenea cada tantos segundos y tienes tendencia a mover los labios cuando cuentas. No deja de ser interesante que nadie más haya reparado en ese pequeño defecto del fuego.
»Pero claro, tú te fijas, Joshua. Tú observas, escuchas y analizas, y dentro de ese espacioso cráneo que tienes proyectas pequeños vídeos de todos los resultados posibles que puedes imaginar para la situación en curso. Se dijo una vez de un político inglés que, si le dabas una patada en el trasero, no movería un solo músculo de la cara hasta que hubiera decidido qué hacer al respecto. Esa vigilancia es una de las cualidades que te vuelven tan útil.
»Y no eres aprensivo, ¿verdad? No detecto miedo en ti, ni el más mínimo. Creo que se debe a que eres la única persona que ha estado en esta habitación fortificada que sabe que podría salir en cualquier momento. ¿Por qué? Porque puedes cruzar sin caja cruzadora. En efecto, lo sé. Y sin marearte después, encima.
Joshua no mordió el anzuelo.
—Selena me ha dicho que querías comentarme algo sobre la investigación del Congreso.
—Sí, la expedición. Ahí te metiste en un buen lío, ¿no es así, Joshua?
—Mira, aquí estamos solos nosotros dos, ¿verdad? O sea que, si lo piensas bien, no existe ningún motivo para que me repitas sin parar cómo me llamo. Sé por qué lo haces: dominio. —Era una obsesión de toda la vida para Joshua—. Puede que no sea muy listo, Lobsang, pero ¡no hace falta serlo para descubrir cuáles son las reglas!
Durante un rato no se oyó nada que no fuera el crepitar repetido del falso fuego. Más tarde, Joshua llegó a entender que, si se producía una pausa en una conversación con Lobsang, siempre era dramática; a las velocidades de procesador a las que trabajaba, Lobsang podía responder cualquier pregunta una fracción de segundo después de que se la plantearan, y aun así tras el equivalente a una vida de reflexión.
—¿Sabes? Tú y yo tenemos ideas afines, amigo mío —dijo Lobsang.
—Vamos a dejarlo en «conocidos», de momento.
Lobsang se rio.
—Por supuesto. Me planto en «conocidos». O mejor dicho, floto incorpóreamente en «conocidos». Pero me gustaría que llegáramos a ser amigos. Porque, en términos abstractos, dada cualquier situación, creo que a ambos nos interesa descubrir, por encima de todo, cuáles son las reglas.
»Y considero que eres un individuo notablemente valioso. No te falta inteligencia, Joshua; de otro modo no podrías haber sobrevivido tanto tiempo a solas en la Tierra Larga. Desde luego que hay otros más inteligentes que tú, pero los tienen amontonados en las universidades, donde logran poco o nada. Pero la inteligencia debe tener profundidad, además de longitud. Hay inteligencias que pasan por encima de los problemas, y otras que muelen con mucha lentitud, como los molinos de Dios, y muelen fino, y cuando dan con una respuesta, está contrastada. Es tu caso, Joshua. —Lobsang volvió a reír—. Y por cierto, mi risa no es una grabación. Cada risa es un producto único del momento, que puede demostrarse diferente de cualquier otra que haya emitido. Esa risa ha sido solo para ti. Fui humano, ya lo sabes. Sigo siéndolo.
»Joshua, conozcámonos. Quiero ayudarte. Y por supuesto, quiero que me ayudes. No se me ocurre nadie mejor para que me acompañe en la expedición que estoy planeando y que conllevará cruzar muy, pero que muy lejos. Creo que podría atraerte bastante. Te gusta estar lejos del mundano ruido ¿no es así, Joshua?
—En la novela de Thomas Hardy era «el mundanal ruido».
—Ya, por supuesto que sí. Pero es buena idea que cometa algún desliz aquí y allá. No parecer omnisciente de vez en cuando.
Aquella torpe seducción empezaba a impacientar a Joshua.
—Lobsang, ¿cómo piensas ayudarme tú a mí?
—Sé que lo que pasó con la expedición del Congreso no fue culpa tuya. Puedo demostrarlo.
Por fin entraban en materia, pensó Joshua.
—Los caraculos —dijo.
—Ah, sí, caraculos —repitió Lobsang—, así se los describiste a la junta de la investigación preliminar. Una especie desconocida de primate semejante a un babuino carnívoro especialmente desagradable. Pero sospecho que la Sociedad Linneana no aprobaría tu denominación. ¡Caraculos!
—Yo no maté a aquellos hombres. Cierto, puedo apañármelas sin compañía, pero no tenía motivos para matar a nadie. ¿Leíste el informe? Esos ca…
—¿Podemos dejarlo en babuinos, por favor, Joshua? Queda mejor en la transcripción.
Para Joshua había sido una excursión pagada, un trabajo organizado por su vieja amiga la agente Jansson. «Tú te has hecho mayor y yo vieja, Joshua —le había dicho ella—. Y ahora te he encontrado un trabajo para el gobierno. Serás una especie de guardaespaldas y guía…».
Se trataba de un viaje oficial a los mundos occidentales lejanos con un grupo de científicos, abogados y un congresista, acompañados por un pelotón de soldados. Había acabado en una matanza.
Los científicos recogían datos. Los abogados sacaban fotos del congresista hollando un mundo tras otro, documentando una especie de conquista visual de los Estados Unidos paralelos, con el fin de afianzar simbólicamente la égida del gobierno federal del Datum. Los soldados se quejaban de la comida y del estado de sus pies. Joshua había trabajado de buena gana para la expedición, a cambio de sus honorarios, pero sin olvidar la precaución de ocultar su capacidad de cruzar sin caja ni efectos secundarios. De modo que llevaba encima un mejunje compuesto de leche agria y verdura troceada que daba el pego como vómito, el producto de las náuseas de cruce. A fin de cuentas, ¿quién iba a mirar de cerca?
Todo estaba saliendo bien. Los viajeros cruzaron dos mil Tierras sin parar de despotricar, reñir y protestar, y después de cada cruce Joshua fingía náuseas con salpicones de vómito artificial. Y entonces llegó el ataque homicida.
Eran simios, algo parecidos a los babuinos, pero más inteligentes y feroces. «Superbuinos», los habían llamado algunos de los científicos. «Caraculos», había decidido Joshua mientras observaba cómo sus traseros rosas subían y bajaban en lontananza después de ahuyentarlos.
O por lo menos esa era su versión de lo que había sucedido con el grupo. El problema radicaba en que no habían quedado testigos que la respaldasen y que todo había ocurrido demasiado lejos para que enviaran una expedición investigadora, hasta el momento.
—¡Aquellos malditos bichos podían planificar un ataque! A mí me dejaron en paz después de que matase a dos, pero los soldados se vieron superados, y los científicos no tenían ni puñetera idea de defenderse desde un principio.
—¿Y dejaste los cuerpos a los babuinos?
—Mira, no es fácil cavar una tumba con una pala de madera en una mano mientras sostienes una pistola de plástico con la otra. Quemé el campamento y salí cagando leches de allí.
—Me pareció que el dictamen provisional de la junta investigadora fue bastante injusto contigo. Dejaba dudas. Pues bien, quiero que sepas que yo puedo demostrar que lo que dijiste fue cierto. Puedo demostrar, y digo demostrar, que hay un afloramiento de roca negra a un kilómetro más o menos de la poza junto a la que acampasteis, tal y como declaraste, detrás del cual todavía yacen los restos del animal alfa, al que abatiste a tiros. Por cierto, la roca era carbón de baja pureza.
—¿Cómo puedes saber todo eso?
—Rehíce tus pasos. Los registros que entregaste eran muy exactos. Volví allí, Joshua.
—¿Que tú volviste? ¿Cuándo?
—Ayer.
—¿Volviste aquí ayer?
Lobsang respondió con tono paciente:
—Fui y volví ayer.
—¡Eso es imposible! No se puede cruzar tan deprisa.
—Eso lo dices tú, Joshua. Ya lo comprobarás a su debido tiempo. Es cierto que hiciste un intento de cubrir los cadáveres con piedras y señalaste las tumbas, tal y como mencionaste en el interrogatorio. Traje de vuelta documentos fotográficos. Pruebas de lo que dijiste, ¿comprendes?
»A decir verdad, reconstruí el episodio entero. Usé los rastros de feromonas, comprobé los ángulos de disparo y la posición de los cuerpos. Encontré todas las balas. Además, por supuesto, extraje muestras de ADN. Hasta me traje de vuelta el cráneo del alfa y la bala que lo mató. Todo encaja con tu declaración. Ninguno de los soldados ofreció una resistencia eficaz cuando tus babuinos-caraculos atacaron, ¿verdad? Los superbuinos son unos maníacos para los estándares del mundo animal, terriblemente agresivos, pero no creo que os hubieran atacado si uno de los soldados no se hubiese puesto nervioso y hubiera disparado primero.
Joshua se retorció de vergüenza.
—Si comprobaste todo eso, sabrás que me cagué encima durante la refriega.
—¿Y por eso debería apreciarte menos? A lo largo y ancho del reino animal, siempre ha sido prudente soltar lastre en una situación amenazadora. Todos los campos de batalla dan fe de ello, al igual que todos los pajarillos que planean. Pero después volviste, apuñalaste a uno de los superbuinos en el cerebro y ahuyentaste a los demás, sin parar hasta que abatiste al cabecilla. Volviste, y eso excusa muchas cosas.
Joshua recapacitó durante unos instantes.
—Vale. Ofreces incentivos, desde luego. Puedes despejar las dudas sobre mí. Pero ¿por qué quieres reclutarme, para empezar?
—Bueno, ya lo hemos comentado. Es el mismo motivo por el que Jansson te sugirió para la expedición del congresista Popper. Tienes el síndrome de Daniel Boone, Joshua. Muy infrecuente. No necesitas a las personas. Te gusta bastante la gente, por lo menos alguna, pero su ausencia no te preocupa. Eso resultará muy útil allá donde vamos. No confío en que encontremos a muchos seres humanos en cuanto parta nuestra expedición. Tu asistencia me sería de gran ayuda gracias a esa cualidad: eres capaz de concentrarte, no te distrae el extraordinario aislamiento de la Tierra Larga. Además, como la agente Jansson vio desde el principio, tu talento único para el cruce, tu capacidad de cruzar sin ayuda y, lo que es más importante, recuperarte enseguida después de cada salto, resultará de utilidad si surgen problemas… como sin duda surgirán.
»Las recompensas para ti, si accedes a acompañarme, serán generosas en extremo y adaptadas a tus preferencias particulares. Entre ellas constará una crónica fidedigna de la matanza de los investigadores enviados por el Congreso, que te exonerará por completo y que recibirán las autoridades el mismo día en que partamos.
—¿Tan valioso soy?
Lobsang volvió a reír.
—Joshua, ¿qué es el valor? ¿Qué vale hoy en día, cuando el oro se aprecia simplemente por su lustre, porque todo hombre puede tener una mina para él solo? ¿Los terrenos? La física de la Tierra Larga implica que cada uno podemos tener un mundo entero para nosotros solos, si nos apetece. Es una nueva era, Joshua, y habrá nuevos valores, nuevas ideas sobre lo que tiene valía, incluido el amor, la cooperación, la verdad… y por encima de todo, sí, señor, por encima de todo, la amistad de Lobsang. Deberías hacerme caso, Joshua Valienté. Pretendo viajar a los confines de la Tierra… no, a los confines de la Tierra Larga. Y quiero que vengas conmigo. ¿Me acompañas?
Joshua se quedó sentado con la mirada perdida.
—¿Sabes que el crepitar de tu fuego ahora suena del todo aleatorio?
—Sí. Ha sido fácil de arreglar. He pensado que haría que te sintieses un poco más cómodo.
—¿O sea que, si voy contigo, me quitarás de encima esa investigación del Congreso?
—Sí, desde luego, lo prometo.
—Y si escojo no acompañarte, ¿qué pasa?
—Me ocuparé de la comisión de todas formas. Hiciste todo cuanto estaba en tu mano, me parece, y la pérdida de aquellas personas no fue culpa tuya de ninguna manera. Presentaré pruebas que lo demuestren ante la comisión.
Joshua se levantó.
—Respuesta correcta.
Esa noche Joshua se sentó delante de una pantalla en el Centro y leyó sobre Lobsang.
Al parecer, Lobsang habitaba en un dispositivo informático de almacenamiento de altísima densidad y velocidad de acceso en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, o por lo menos eso se creía, y en consecuencia no se hallaba en absoluto en las instalaciones de transEarth. Al leerlo, Joshua sintió la reconfortante certidumbre de que fuera lo que fuese lo que ocupaba una caja ultrarrefrigerada en el MIT, no era Lobsang, si por ello se entendía a Lobsang entero. Si era inteligente, como sin duda alguna lo era, se habría distribuido por todas partes. Un seguro contra la posibilidad de que lo desenchufaran. Y ocuparía una posición en la que nadie pudiera darle órdenes, ni siquiera su superpoderoso socio Douglas Black. Si alguien conocía bien las reglas, era él, pensó Joshua.
Apagó el monitor. Otra regla: la hermana Agnes tomaba como artículo de fe que todas las pantallas de ordenador que se dejaban encendidas explotaban tarde o temprano. Se recostó rodeado de silencio y pensó.
¿Era Lobsang humano, o una IA que imitaba la humanidad? Meditó sobre el emoticono de una sonrisa: una curva y dos puntos, y veías una cara humana. ¿Qué era lo mínimo que hacía falta para ver a un ser humano? ¿Qué había que decir, de qué había que reírse? A fin de cuentas, las personas están hechas de barro y nada más; bueno, metafóricamente, aunque a Joshua no se le daban muy bien las metáforas, que consideraba una especie de truco. Y había que reconocer que Lobsang era bastante bueno adivinando lo que Joshua pensaba, tanto como lo sería un humano perspicaz. Quizá la única diferencia significativa entre una simulación muy inteligente y un humano fuese el ruido que hacían cuando les dabas un puñetazo.
Pero… ¿los confines de la Tierra Larga?
¿Había un confín? La gente decía que debía de tratarse de un círculo completo de Tierras, porque la caja cruzadora llevaba al Este o al Oeste, ¡y todo el mundo creía que los dos puntos cardinales tenían que acabar encontrándose! Pero nadie lo sabía a ciencia cierta. Nadie sabía qué hacían ahí fuera todas las otras Tierras, para empezar. Tal vez fuera siendo hora de que alguien intentara averiguarlo.
Joshua examinó la última cruzadora que acababa de terminar, usando un interruptor de doble polo y doble vía que había comprado por internet. Colocada sobre la mesa a su lado, roja y plateada, tenía un aspecto muy profesional, a diferencia de su primera caja, en la que había empleado un interruptor extraído del vetusto salvaescaleras de la hermana Regina. Llevaba cruzadora desde que había comprendido que, puesto que no sabía cómo cruzaba, lo más sensato era llevar una caja de todas formas: un talento que había llegado de forma repentina e inexplicable podía desaparecer con la misma facilidad. Y además, la caja servía de tapadera. No quería destacar entre la multitud.
Girando la caja entre sus manos, se preguntó si Lobsang comprendía qué era lo más interesante sobre la construcción de cajas cruzadoras. Él lo había descubierto el Día del Cruce, y resultaba obvio cuando lo pensabas, aunque era un detallito extraño al que nadie parecía conceder importancia. Joshua siempre había creído que los detalles eran importantes. La agente Jansson reparaba en menudencias como esa. Tenía que ver con seguir las instrucciones. Una cruzadora solo funcionaba para el individuo que la construía con sus propias manos, o que por lo menos terminaba de montarla.
Tamborileó con los dedos sobre la caja. Podía ir con Lobsang o no. Joshua tenía veintiocho años; no necesitaba pedir permiso a nadie. Pero sí que tenía la maldita investigación del Congreso pendiendo sobre su cabeza.
Y siempre le hacía gracia la idea de estar ilocalizable.
A pesar de las promesas que Jansson le había hecho tantos años atrás, los malos habían llegado hasta él una o dos veces. Para empezar estuvo aquel lío poco después del Día del Cruce, cuando unos hombres con placa habían entrado por la fuerza en el Centro y habían intentado dormirlo para llevárselo, y la hermana Agnes había tumbado a uno de ellos con una palanca para desmontar neumáticos; en mitad del barullo alguien llamó a la policía, y eso supuso que apareciera la agente Jansson, y luego terció el alcalde, y resultó que uno de los chicos a los que Joshua había ayudado el Día del Cruce había sido su hijo, y eso zanjó la cuestión, porque los tres coches negros anónimos habían salido de la ciudad a toda pastilla… Fue entonces cuando se fijó la regla de que, si alguien quería hablar con Joshua, tenía que consultar antes a la agente Jansson. Joshua no era el problema, había sentenciado el alcalde. El problema era la delincuencia, las fugas carcelarias y que no quedara seguridad en el mundo. Joshua, según se informó al ayuntamiento, quizá fuese algo extraño, pero también poseía un don maravilloso que, como atestiguaba la agente Jansson, ya había sido de gran utilidad para el Departamento de Policía de Madison. Esa era la postura oficial.
Sin embargo, eso no siempre era un gran consuelo para Joshua, que odiaba que lo mirasen. Que odiaba que una cantidad creciente de personas supiera que era diferente, lo considerasen o no un Problema.
En años recientes había cruzado a solas, llegando cada vez más lejos en la Tierra Larga, mucho más allá de las empalizadas a lo Robinson Crusoe que había construido de adolescente, hasta alcanzar mundos tan remotos que no tenía que preocuparse de los chiflados, ni siquiera de los chiflados con placa y orden de búsqueda. Además, si alguna vez llegaban, no tenía más que cruzar otra vez: para cuando hubieran terminado de vomitar, Joshua podía encontrarse a cien mundos de distancia. Aunque a veces cruzaba de vuelta para atarles los cordones de las botas mientras echaban la pota. Algo había que hacer para entretenerse. Excursiones cada vez más largas, cada vez más lejanas. Las llamaba períodos sabáticos. Una manera de alejarse de las multitudes… y de la extraña presión en la cabeza que sentía cuando estaba de vuelta en la Tierra Datum, e incluso en las Tierras Bajas, de un tiempo a esa parte. Una presión que interfería en su escucha del Silencio.
Vale, era raro. Pero las hermanas decían que el mundo entero se estaba volviendo más raro. Era lo que le había contado la hermana Georgina, con su educado acento británico: «Joshua, puede que sencillamente vayas un poco por delante del resto de la especie humana. Imagino que el primer Homo sapiens se sintió como tú cuando nos miras a los demás, con nuestras cajas cruzadoras y nuestro vómito. Como el sapiens preguntándose por qué los demás tardaban tanto en hilvanar dos sílabas». Pero Joshua no estaba seguro de si le gustaba la idea de ser diferente, aunque fuese en el sentido de superior.
Aun así, la hermana Georgina le caía casi tan bien como la hermana Agnes. Le leía a Keats, Wordsworth y Ralph Waldo Emerson. Había estudiado en Cambridge o, como decía ella, «La-Universidad-de-Cambridge-pero-no-la-de-Massachusetts-sino-la-de-verdad-ya-sabes-la-de-Inglaterra». Joshua a veces pensaba que las monjas que se ocupaban del Centro no eran como las que veía en la televisión. Cuando preguntó a la hermana Georgina al respecto, ella se rio y dijo: «A lo mejor es porque somos iguales que tú, Joshua. Estamos aquí porque no encajamos del todo en ninguna otra parte». Las echaría de menos a todas, descubrió, cuando se fuera de viaje con Lobsang.
De algún modo, la decisión se había tomado sola.