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Entretanto, seis meses después del Día del Cruce, la carrera profesional de Monica Jansson había dado un decisivo salto de caballo de ajedrez.

Se había situado delante de la comisaría del Distrito Sur del Departamento de Policía de Madison, se había armado de valor, había desplazado el interruptor de su cruzadora y había recibido el habitual puñetazo en las tripas a la vez que el edificio desaparecía y era sustituido por altos árboles y sombra verde. En un claro abierto en ese manto de bosque primigenio se alzaba una pequeña cabaña de madera con el emblema de la Policía de Madison en la puerta, un banquito fuera y una bandera estadounidense colgada de un arbolillo sin hojas. Jansson se sentó y se dobló por la cintura, para contener la náusea. Habían puesto allí el banco precisamente para que la gente pudiera recuperarse del cruce antes de tener que hablar con sus compañeros.

Desde el Día del Cruce, todo había sucedido muy deprisa. Los técnicos habían creado una cruzadora reglamentaria para la policía, de componentes fuertes y protegidos por una funda lisa de plástico negro capaz de resistir incluso un disparo a bocajarro. Por supuesto, como sucedía con todas las cruzadoras —tal y como Jansson había descubierto al principio con el prototipo de Linsay—, para que funcionase para el propietario, este tenía que terminar de montar los componentes operantes en persona. Era un instrumento bien hecho, aunque había que hacer oídos sordos a los chistes sobre el tubérculo que necesitaba para funcionar. «Se lo puede comer con patatas, agente». Ja, ja.

Pero nadie había podido hacer nada acerca de las náuseas que incapacitaban a la mayoría de las personas durante diez o quince minutos después de un cruce. En teoría había un medicamento que ayudaba, pero Jansson siempre había intentado no volverse dependiente de ningún fármaco, y además volvía el pis azul.

Cuando el mareo y las náuseas empezaron a remitir, se puso en pie. El día, por lo menos en Madison Oeste 1, era apacible y frío, sin sol pero sin lluvia. Ese mundo aún se conservaba en buena medida como lo había encontrado en su primera visita, desde el desastre que era la casa de Linsay: el susurro de las hojas, el aire limpio, el canto de los pájaros. Pero estaba cambiando, poco a poco, a medida que se raían claros en el bosque y se arrancaban las flores silvestres: propietarios que «ampliaban» sus casas, emprendedores que trataban de idear un modo de explotar un mundo lleno de madera de alta calidad y fauna exótica, presencias oficiales como la del Departamento de Policía de Madison que establecían delegaciones en edificios anejos a sus sedes principales en los mundos contiguos. Se decía que, en los días de mucha calma, ya se veía humo y contaminación. Jansson se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que pudiera avistar estelas de avión en ese cielo vacío.

Se preguntó dónde estaría Joshua Valienté en esos precisos instantes. Joshua, su secreto culpable particular.

Casi llegó tarde a su cita con Clichy.

Dentro de la cabaña reinaba un fuerte olor a café requemado.

Había dos policías, el teniente Clichy tras su escritorio, con la vista fija en su ordenador portátil —fabricado por encargo sin componentes de hierro—, y un agente raso llamado Mike Christopher que escribía laboriosamente a mano alguna clase de informe en un gran cuaderno de papel amarillo con renglones. Desprovistos aún en buena medida de apoyo electrónico, los policías de todo el país estaban teniendo que aprender a escribir otra vez de forma legible, o al menos algo que se acercara.

Clichy le saludó con la mano, sin apartar la vista del portátil.

—Café, silla.

Jansson se sirvió una taza de un café tan denso que creyó que disolvería la cucharilla de bronce que usó para removerlo y se sentó en una tosca silla fabricada a mano delante del escritorio. Jack Clichy era un hombre achaparrado y robusto, con cara de bulto de equipaje desgastado. No pudo evitar sonreírle.

—Se le ve como en casa, teniente.

Él le echó un vistazo.

—No me toques los huevos, Jansson. ¿Me tomas por Davy Crockett? Mira, yo me crie en Brooklyn. Para mí, el centro de Madison es el Salvaje Oeste. Esto es un puto parque temático.

—¿Por qué quería verme, señor?

—Estrategia, Jansson. Nos piden que contribuyamos a un informe de ámbito estatal sobre cómo pretendemos abordar esta contingencia de las Tierras nuevas. Nuestros planes a corto, medio y largo plazo. Además, la versión final subirá hasta el nivel federal. Y el jefe me está apretando las clavijas porque, como él señala, no tenemos ningún plan, ni a corto, ni a medio ni a largo plazo. De momento lo único que hemos hecho es reaccionar a los acontecimientos.

—¿Y por eso estoy aquí?

—A ver si encuentro los archivos… —Tecleó algo.

Alguien habló por la radio de Christopher, que murmuró una respuesta. Los teléfonos móviles no funcionaban allí, por supuesto. Los transmisores y receptores de radio convencionales iban bien siempre que se modificaran para excluir los componentes de hierro, de modo que pudieran trasladarse intactos. Se hablaba de instalar alguna clase de tendido de líneas de teléfono a la vieja usanza, con cable de cobre.

—Aquí está. —Clichy giró el portátil para enseñarle la pantalla—. Aquí tengo diarios de casos, fragmentos de vídeos. Intentaba encontrar tendencias generales. Tu nombre no paraba de aparecer, Jansson, y por eso te he llamado.

Jansson vio enlaces a sus informes sobre el incendio de la residencia de los Linsay y el pánico de la primera noche, con los adolescentes desaparecidos.

—Vale, los primeros días lo pasamos mal. Aquellos niños desaparecidos, y los que volvieron con huesos rotos porque se habían caído a través de edificios altos o con mordiscos de alguna fiera. Fugas carcelarias. Una oleada de absentismo en los colegios, las empresas y los servicios públicos. La economía sufrió un golpe inmediato, a escala nacional, incluso global. ¿Lo sabías? Me cuentan que fue como unas segundas vacaciones de Acción de Gracias, hasta que los capullos fueron volviendo al trabajo, o al menos la mayoría de ellos…

Jansson asintió. La mayoría de aquellos cruzadores del primer día regresaron enseguida. Algunos no. Los pobres tendían a volver menos que los ricos, que tenían más cosas a las que renunciar en Datum. Por ejemplo, desde ciudades como Bombay y Lagos, y hasta algunas urbes de Estados Unidos, bandadas de chicos callejeros habían cruzado, estupefactos y mal equipados, a unos mundos salvajes pero que no pertenecían todavía a nadie, conque ¿por qué no iban a pertenecerles a ellos? La Cruz Roja Americana y otras agencias habían despachado equipos de socorro detrás de ellos, para solucionar el caos del tipo El señor de las moscas que se había desatado.

Esa era la clave de la Tierra Larga, en opinión de Jansson. El comportamiento de Joshua Valienté lo había puesto de manifiesto desde el principio. Ofrecía espacio. Ofrecía un lugar al que escapar, un lugar donde correr, sin final conocido. A lo largo y ancho del mundo se producía un goteo de personas que partían sin más, sin plan ni preparación, solo para adentrarse en la espesura. Y en casa empezaban a correr informes de problemas con la minoría desolada y resentida que había descubierto que era incapaz por completo de cruzar, por buenas que fuesen sus cruzadoras.

La prioridad del teniente Clichy, por supuesto, era el modo en que los nuevos mundos se estaban empleando contra la Tierra Datum.

—Mira el registro —dijo—. Al cabo de un par de días, la gente empieza a comprender esta mierda y aumentan los delitos premeditados. Robos complejos, una oleada de atentados suicidas en las grandes ciudades y el asesinato de Brewer, o la intentona, mejor dicho. Que es cuando tu nombre empieza a aparecer, agente Jansson.

Jansson lo recordaba. Mel Brewer era la esposa descontenta de un gran narcotraficante, que había pactado con el fiscal del distrito que testificaría contra su marido y se acogería al programa de protección de testigos. Había escapado por los pelos al primer intento de matarla, obra de un asesino cruzador. Había sido Jansson la que había tenido la idea de ocultarla en un sótano. En los mundos vecinos, Oeste 1 y Este 1, en el espacio ocupado por el subterráneo había tierra compacta, de modo que no podía cruzarse directamente dentro. O bien se excavaba un agujero paralelo o bien se entraba al nivel del suelo y se descendía a tiros. En cualquier caso, se perdía el factor sorpresa. Para la mañana siguiente, las instalaciones subterráneas de todas las comisarías, y hasta del Capitolio, se estaban reacondicionando como refugios.

—No fuiste la única en pensarlo, Jansson, pero estuviste entre las primeras, incluso a escala nacional. Me cuentan que aún a día de hoy la mismísima presidenta duerme en un búnker de la Casa Blanca.

—Me alegro de oírlo, señor.

—Ya, ya. Después la cosa empezó a ponerse más exótica.

—Se me hace raro oírle emplear ese término sin la palabra «bailarina» pegada, señor.

—No te pases, Jansson. —Le enseñó sus informes sobre varios chiflados religiosos, sujetos de mentalidad apocalíptica que habían acudido en tropel a los «nuevos edenes», creyendo que su repentina «aparición» era una señal del Fin de los Días. Una secta cristiana creía que Jesucristo debía de haber sobrevivido a la crucifixión y, cuando Sus discípulos acudieron en busca de Su cuerpo, ya había cruzado desde la tumba. A partir de eso no hacía falta un gran salto para concluir que probablemente Él seguía ahí fuera, en algún lugar de la Tierra Larga. Todo eso planteaba problemas de orden público a la policía.

Clichy apartó el portátil y se dio un masaje en el caballete de su carnosa nariz.

—¿Me toman por Stephen Hawking? El cerebro me echa humo. Mientras que tú, en cambio, agente Jansson, te encuentras más a gusto que un cochino retozando en la mierda.

—Yo no diría eso, señor…

—Tú dame tu punto de vista. El problema más básico, para las fuerzas del orden de Madison, me refiero, es que no podemos transportar intactas nuestras armas. ¿Correcto?

—Exacto, ni siquiera una Glock, por las partes de acero. No puede trasladarse nada que lleve hierro metálico, señor. Ni acero. Se puede transportar cualquier cosa que pueda llevarse encima, menos eso. A ver, en los otros mundos hay mineral de hierro, y en ellos podemos extraerlo, procesarlo y manufacturarlo, pero ese tampoco puede transportarse al cruzar de un mundo a otro.

—O sea que hace falta construir una forja en todos los mundos que se colonizan.

—Sí, señor.

—Te diré lo que mosquea hasta a un patán como yo, Jansson. Creía que todos tenemos hierro en la sangre, o algo así. ¿Cómo es que eso no se queda atrás?

—En la sangre, el hierro está enlazado químicamente en moléculas orgánicas. Dentro de la hemoglobina, molécula a molécula. Los átomos de hierro pueden cruzar si se encuentran en compuestos químicos de ese tipo, pero no en forma de metal. Vamos, puede transportarse hasta óxido, porque es un compuesto de hierro con agua y oxígeno. No puede traerse el aparato, señor, solo el óxido del mango.

Clichy la miró.

—Eso no será un comentario verde, ¿verdad, Jansson?

—Ni se me pasaría por la cabeza, señor.

—¿Alguien sabe el motivo de eso?

—No, señor.

Jansson había seguido la investigación, en la medida de sus posibilidades. Algunos físicos habían señalado que los núcleos de hierro eran los más estables de la naturaleza; el hierro era el resultado final de los complicados procesos de fusión que tenían lugar en el corazón del Sol. Tal vez su resistencia a viajar entre mundos tuviera algo que ver con eso. Tal vez cruzar de un mundo a otro fuese algo parecido al tunelado cuántico, una transición improbable entre estados energéticos. Como el hierro tenía el núcleo atómico más estable, quizá careciese de energía suficiente para escapar de su pozo de energía en la Tierra Datum… O a lo mejor era cosa del magnetismo. O de otra cosa. Nadie lo sabía a ciencia cierta.

Clichy, que era un hombre práctico, se limitó a asentir.

—Por lo menos conocemos las reglas. Para la mayoría de los estadounidenses es una buena putada que les impongan de repente el control de las armas de fuego, eso sí. ¿Qué más? En estos otros mundos no hay gente, ¿verdad? Quitando a los que han ido llegando desde el nuestro.

—En efecto, señor. Bueno, que nosotros sepamos. No se ha producido una exploración sistemática de los mundos cercanos, todavía no. No puede saberse qué se esconde más allá de la cuesta siguiente. Pero sí que han enviado un puñado de globos espía y demás, como cámaras aéreas. No hay señales de personas en ningún sitio donde hayamos mirado.

—Vale. O sea que tenemos una cadena entera de mundos, ¿verdad? En dos direcciones, Este y Oeste.

—Sí, señor. Se cruza de uno a otro, como quien avanza por un pasillo. Puede irse hacia un lado o el contrario, Este u Oeste, aunque son solo nombres arbitrarios. No se corresponden con auténticas direcciones en nuestro mundo.

—¿No hay atajos? ¿No puedo saltar directamente al mundo dos millones?

—No que se sepa, señor.

—¿Cuántos mundos hay? ¿Uno, dos, muchos? ¿Un millón, mil millones?

—Eso tampoco lo sabe nadie, señor. Ni siquiera sabemos hasta dónde ha llegado la gente. Todo está… —dijo haciendo un gesto con la mano— un poco manga por hombro. Incontrolado.

—Y cada uno de esos mundos es una Tierra entera por separado, ¿no?

—Hasta donde sabemos, sí.

—Pero el Sol, Marte y Venus, la puta Luna. ¿Son los mismos que los nuestros? O sea…

—Cada Tierra viene con su propio universo, señor. Y las estrellas son las mismas. La fecha es la misma, en todos los mundos. Hasta la hora del día. Los astrónomos lo han confirmado mediante cartas celestes; si hubiera un desajuste de un siglo o algo por el estilo, lo habrían notado.

—Cartas celestes. Siglos. Jesús… Mira, esta tarde tengo que asistir a una conferencia sobre jurisdicción, presidida por el gobernador. Si cometes un delito en el puto Madison Oeste 14, ¿tengo autoridad siquiera para arrestarte?

Jansson asintió. Poco después del Día del Cruce, mientras algunos empezaban a perderse sin más en la espesura, otros se habían puesto a reclamar terrenos. Se instalaban en un sitio, clavaban sus carteles y se disponían a plantar sus cosechas y criar a sus hijos en lo que parecía una tierra virgen. Pero ¿quién era el auténtico propietario de cada cosa? Cualquiera podía reclamar una zona, pero ¿tendría el respaldo del gobierno? ¿Eran territorio estadounidense las Américas paralelas? Pues bien, la Administración había decidido posicionarse al respecto.

Clichy siguió hablando:

—Se dice que la presidenta va a declarar que todo nuestro territorio en los demás mundos es suelo soberano de Estados Unidos, sujeto a las leyes estadounidenses. Los territorios de cruce están «bajo la égida del gobierno federal», esa es la formulación. Eso simplificará las cosas, supongo. Si puede considerarse «simple» que la policía tenga una ronda que de golpe se ha vuelto infinita. Todos los cuerpos estamos estirados al máximo. Están sacando a los militares de las zonas de guerra para devolverlos a casa, porque Seguridad Nacional no para de imaginar nuevas maneras en las que pueden colarse los terroristas y, entretanto, las empresas van explorando discretamente para ver qué pueden agarrar… Vaya mierda. Ya me decía mi madre que debería haberme quedado en Brooklyn.

»Vale, escucha, Jansson. —Se inclinó hacia delante, con las manos juntas, vehemente—. Te diré por qué te he hecho venir. Sea cual sea el punto de vista jurídico, seguimos teniendo a cargo el mantenimiento de la paz en Madison. Y mira por dónde, Madison es una especie de imán para los que se han chiflado con esto.

—Lo sé, señor…

Madison había sido el origen de la tecnología de la caja cruzadora, de modo que se había convertido en un centro de conexión natural. Y Jansson, que había estudiado informes sobre las personas que acudían a la zona para emprender largas travesías de cruces, también empezaba a preguntarse si no habría algo más que las atrajese. De algún modo, el acto de cruzar de verdad resultaba más fácil allí. Quizá la clave de la Tierra Larga fuese la estabilidad. Quizá las partes más antiguas y estables de los continentes fueran los puntos más indicados para cambiar de mundo, tal y como el hierro tenía el núcleo más estable. Y Madison, en pleno centro de Norteamérica, era uno de los lugares más estables del planeta, desde el punto de vista geológico. Si volvía a ver a Joshua, pensaba preguntarle.

—De modo que se nos presenta un desafío especial —dijo Clichy—. Y por eso te necesito, Jansson.

—No soy experta en nada, señor.

—Pero sigues funcionando, a pesar de toda esta mierda que parece salida de La dimensión desconocida. Incluso aquella primera noche mantuviste la cabeza clara y centrada en las prioridades policiales, mientras algunos de tus distinguidos colegas andaban ocupados meándose en los pantalones o vomitando sus pretzels. Quiero que seas nuestra avanzadilla en todo esto. ¿Lo entiendes? Quiero que tomes la delantera, tanto en los incidentes individuales como en los patrones que hay detrás de ellos. Sin duda todos los sinvergüenzas que andan sueltos seguirán ideando maneras de utilizar esta mierda en nuestra contra. Quiero que seas mi Mulder, agente Jansson.

Ella sonrió.

—Scully sería más apropiado.

—Lo que sea. Mira, no te prometo nada a cambio. Es un encargo poco convencional. Será difícil reflejar esa contribución en tu hoja de servicio. Haré lo posible, de todas formas. Puede que acabes pasando mucho tiempo lejos de casa. Mucho tiempo sola, incluso. Tu vida personal…

Jansson se encogió de hombros.

—Tengo una gata. Sabe cuidarse sola.

Clichy pulsó una tecla y Jansson supo que debía de estar estudiando su archivo oficial.

—Veintiocho años.

—Veintinueve, señor.

—Nacida en Minnesota. Tus padres siguen allí. Ni hermanos ni hijos. ¿Un matrimonio homosexual malogrado?

—Últimamente soy más o menos célibe, señor.

—Jansson, con toda sinceridad, no quiero saberlo. Vale, vuelve a la Tierra Datum, reorganiza tu trabajo con tu sargento, piensa qué necesitas montar en esta comisaría y la de Este 1… Coño, que el alcalde vea que estás ocupada, agente, en pocas palabras.

—Sí, señor.

A grandes rasgos Jansson había salido contenta con la reunión y con su nuevo encargo. Era una muestra de que los tipos como Clichy, y quienes estaban por encima de él, estaban manejando aquel fenómeno extraordinario, la repentina apertura de la Tierra Larga, más o menos todo lo bien que cabía esperar de ellos. Algo que no podía decirse, como había descubierto gracias a las noticias y otras fuentes, de todos los países del mundo.