La gente había salido disparada en todas direcciones en aquellos primeros días, ya fuese con un propósito o porque sí, pero nadie había llegado más lejos que Joshua.
En aquellos primeros meses, cuando aún tenía solo trece o catorce años, se había construido refugios en las Tierras Altas. Empalizadas, las llamaba. Y las mejores eran empalizadas de verdad, como las de Robinson Crusoe. La gente tenía una idea bastante equivocada de Robinson Crusoe. La imagen popular era la de un hombre decidido y jovial que se pirraba por la ropa interior de piel de cabra, pero en el Centro había un ejemplar viejo y manoseado del libro original que Joshua, como no podía ser menos, se había leído de cabo a rabo. Robinson Crusoe había pasado en su isla más de veintiséis años, y había dedicado la mayor parte de ese tiempo a construir empalizadas. Joshua lo aprobaba; era evidente que aquel hombre tenía la cabeza bien amueblada.
Al principio le había resultado más duro. En Madison, Wisconsin, lo que se encontraba al otro lado de los muros de la realidad, al Este y al Oeste, era sobre todo pradera. Joshua sabía ya que la primera vez que había cruzado a otro mundo había tenido suerte de que no fuera invierno, lo que podría haberlo expuesto sin preparación a temperaturas de cuarenta grados bajo cero. Y también de no haber ido a parar a un pantano, a alguna zona que en la Tierra Datum el hombre hubiese drenado y convertido en tierra de labranza mucho antes de que él naciera.
La primera vez que había viajado solo a los mundos salvajes con la intención de pasar la noche había sido bastante dura. El único alimento que había reconocido habían sido las moras, pero había obtenido agua de lluvia gracias a la forma de copa de las hojas de los silfos. Se había llevado una manta, para la que hacía demasiado calor, aunque la había necesitado como mosquitera. Había dormido subido a un árbol por si acaso. No descubrió hasta más tarde que los pumas podían trepar por los troncos.
Después de aquello había sacado unos cuantos libros de la biblioteca del Centro y de la municipal para aprender a reconocer lo que encontraría, y había preguntado a la hermana Serendipity, que había estudiado la cocina a lo largo de toda la historia, y había empezado a entender que se tenía que ser bastante estúpido para morir de hambre ahí fuera. Había bayas, setas, bellotas, nueces y aneas, grandes cañas verdes con raíces ricas en hidratos de carbono. Había plantas que podían usarse si uno caía enfermo, y hasta quinina silvestre. Los lagos eran ricos en peces, y no era difícil fabricar trampas. Había probado suerte con la caza, una o dos veces. Con los conejos podía, pero las piezas más grandes, el venado de cola blanca, el ciervo rojo y el alce, tendrían que esperar a que fuese más mayor. Hasta a los pavos había que perseguirlos un rato. Sin embargo, ¿para qué molestarse, cuando había palomas migratorias tan tontas que se quedaban quietecitas hasta que te acercabas a ellas y las derribabas? Qué inocentes parecían los animales, incluidos los peces. Qué confiados. Joshua había adquirido la costumbre de agradecer a sus presas el regalo de su vida, solo para descubrir más tarde que así era como los cazadores indios trataban a los animales que mataban.
Había que ir preparado. Para encender fuego, cerillas o lentes de Fresnel; Joshua había aprendido por su cuenta a fabricar un arco de fricción para casos de emergencia, pero exigía demasiado esfuerzo para usarlo a diario. Había conseguido antimosquitos gratis en Clean Sweep, un establecimiento oficial de intercambio de productos del hogar de la calle Badger. Y también lejía, para purificar el agua.
Por supuesto, nadie quería pasar de cazador a presa, pero ¿presa de qué? Había animales capaces de abatir al más pintado, desde luego. Linces, unos felinos del tamaño de perros que lo miraban fijamente y después se largaban en busca de blancos más fáciles. También pumas, animales tan grandes como un pastor alemán cuyas caras eran la esencia de la felinidad. Una vez vio cómo uno derribaba a un ciervo, saltándole sobre el lomo y mordiéndole la carótida. En regiones más lejanas había entrevisto lobos y animales más exóticos: un bicho parecido a un castor enorme y un perezoso, pesado y tonto, que le había hecho reír. Todos esos animales, suponía, habían existido en el Madison de Datum antes de que llegaran los humanos y a esas alturas estaban en su mayoría extintos. Ninguna de aquellas criaturas de los mundos vecinos había visto jamás a un humano, y hasta los depredadores más feroces tendían a recelar de lo desconocido. Los mosquitos daban más problemas que los lobos, a decir verdad.
En aquellos primeros días Joshua nunca había pasado mucho tiempo fuera; solo unas pocas noches seguidas. A veces sentía un perverso deseo de que su habilidad para cruzar entre mundos se desactivase y lo dejara aislado allí, para ver cómo sobrevivía. Cuando volvía a casa la hermana Agnes le preguntaba: «¿No te sientes solo y asustado ahí fuera?». Pero lo que le hubiese gustado hubiera sido sentirse más solo todavía. ¿Y de qué iba a asustarse? Era como decir que alguien que había metido un dedo del pie en el agua de una playa del Pacífico debía tener miedo de todo el océano.
Además, en cuestión de poco tiempo, las Tierras Bajas se pusieron a reventar de excursionistas, llegados para ver qué era aquello. Algunos eran tipos de mirada dura, de pantalones cortos y serios y resueltas rodillas, que recorrían con grandes zancadas aquel nuevo territorio, o por lo menos se enredaban con su maleza. Tipos que hacían preguntas del estilo de: «¿De quién es esta tierra? ¿Seguimos en Wisconsin? ¿Esto es siquiera Estados Unidos?».
Los peores eran los que huían de la cólera de Dios o, tal vez, la buscaban. Estaba a la orden del día: ¿Era la Tierra Larga una señal del Fin de los Días? ¿De la destrucción del viejo mundo y la puesta a disposición de uno nuevo para el pueblo elegido? Demasiada gente quería contarse entre los elegidos y demasiada gente opinaba que Dios proveería, en esos mundos paradisíacos. Dios proveía en abundancia, eso era cierto: cantidades ingentes de comida a la que se veía correr de un lado a otro. Pero Dios también ayudaba a quienes se ayudaban a sí mismos, y era de suponer que esperaba de los elegidos que llevasen ropa de abrigo, pastillas potabilizadoras, un botiquín básico, armas tales como los cuchillos de bronce que eran el último grito y posiblemente una tienda de campaña; en pocas palabras, que llevasen un poco de sentido común a la fiesta. Quien no lo hiciera, y tuviera suerte, sería pasto solamente de los mosquitos. Solamente. En opinión de Joshua, por ampliar la metáfora bíblica, ese apocalipsis contaba con sus propios cuatro jinetes, cuyos nombres eran Codicia, Desprecio por las Reglas, Confusión y Escoriaciones Diversas. Joshua se había hartado de tener que salvar a los Salvados.
No tardó en hartarse de todos ellos, a decir verdad. ¿Qué le daba derecho a esa gente a pisotear sus lugares secretos particulares?
Lo peor era que interferían con el Silencio. Ya lo llamaba así. Ahogaban la quietud. Ahogaban aquella presencia lejana y profunda que había detrás del batiburrillo de los mundos, una presencia de la que parecía haber sido consciente durante toda su vida y que había reconocido nada más alejarse del Datum lo suficiente para oírla. Empezó a detestar a todos los excursionistas bronceados, a todos los críos entrometidos y el jaleo que armaban.
Aun así, sentía el impulso de ayudar a toda aquella gente a la que despreciaba, y eso le confundía. También le confundía su necesidad de pasar tanto tiempo a solas y el hecho de que le gustase. Motivo por el cual abordó el tema con la hermana Agnes.
La hermana Agnes era creyente, sin duda alguna, de una manera algo estrafalaria. En el Centro, la hermana Agnes tenía dos efigies colgadas de la pared de su diminuta habitación: una era del Sagrado Corazón, la otra, de Meat Loaf. Además, ponía discos viejos de Jim Steinman a un volumen escandaloso para las demás hermanas. Joshua no sabía mucho de motos, pero la Harley de la hermana Agnes parecía tan vieja que probablemente San Pablo había viajado alguna vez en el sidecar. A veces unos moteros sumamente peludos realizaban peregrinajes interestatales hasta el garaje de la hermana en el Centro, en Allied Drive. Ella les daba café y se aseguraba de que no pusiesen las manos ni en sueños en la pintura.
Caía bien a todos los niños, igual que ella les tenía cariño a todos, pero sobre todo a Joshua, y sobre todo después de que hiciera una obra de arte al pintarle la Harley, incluido el mensaje «Bat Into Heaven»[2] delineado con esmero sobre el depósito con una maravillosa letra cursiva que el chico había copiado de un libro de la biblioteca. Después de aquello, a ojos de la hermana Agnes, Joshua no podía hacer nada malo, y le dejaba usar sus herramientas siempre que él lo deseaba.
Si había alguien en quien Joshua podía confiar, era la hermana Agnes. Y con ella, si había pasado fuera demasiado tiempo, su habitual y huraña reserva a veces se deshacía en un torrente de palabras, como si se hubiera roto una presa, y decía todo lo que le rondaba por la cabeza, en tromba.
De modo que le contó lo que sentía al tener que salvar una y otra vez a los perdidos, los tontos y los desagradables, y el modo en que lo miraban y luego decían: «Eres tú, ¿verdad? El niño que puede cruzar sin tirarse quince minutos hecho una mierda». Nunca supo cómo se habían enterado, pero la noticia había volado de alguna manera, pese a las garantías de la agente Jansson. Y eso le volvía diferente, y ser diferente le volvía un Problema. Lo cual era malo, cosa que no había que olvidar, ni siquiera en el estudio de la hermana Agnes. Porque justo encima de esas imágenes del Sagrado Corazón y Meat Loaf, había una estatuilla de un hombre al que habían clavado a una cruz porque había sido un Problema.
La hermana le había dicho que, a su parecer, quizá estuviese atrapado en una vocación, no muy distinta de la de ella. Sabía lo difícil que era hacer que la gente entendiese lo que no quería entender, por ejemplo cuando ella insistía en que «For Crying Out Loud» era una de las canciones más santas que se habían grabado nunca. Le dijo que hiciera caso a su corazón, y también que fuera y viniera cuando le apeteciese, porque el Centro era su casa.
También le dijo que podía confiar en la agente Jansson, buena policía y buena fan de Steinman (intercalando «fan de Steinman» en la conversación en el momento en que otra monja podría haber utilizado la palabra «católica»), que había ido a ver a la hermana Agnes y le había preguntado si podía hablar con Joshua, para pedirle ayuda.