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Para Sally Linsay, su partida de la Tierra Datum, un año después del Día del Cruce, no había sido su primer contacto con los otros mundos, ni mucho menos. Dejó el mundo porque su padre la había precedido. Y antes que él, la mayor parte de su familia. Tenía diecinueve años.

Se había tomado su tiempo, el necesario para recoger su equipaje y arreglar sus asuntos. Al fin y al cabo, no pensaba regresar.

Entonces, una mañana temprano, se puso el chaleco de pescadora que tenía todos esos bolsillos, recogió su mochila y salió de su habitación en la casa de su tía por última vez. La tía Tiffany no estaba, lo que no suponía un problema para Sally, ya que no le gustaban las despedidas. Caminó hasta la calle Park y atravesó el campus dando un paseo. No había nadie a la vista, ni siquiera los de la limpieza; la Universidad de Wisconsin dormía. Bien pensado, la madrugada era más tranquila que en otros tiempos, estaba segura. Quizá había cruzado más gente de la que creía. Al llegar a la orilla del lago atajó por la biblioteca, tomó hacia el oeste por Lakeshore Path y siguió caminando en dirección a Picnic Point. Había un par de veleros navegando en el lago Mendota, un windsurfista aguerrido con un traje de neopreno naranja y unos cuantos barcos del Club de Remo de la UW, los gritos de cuyos entrenadores, armados con megáfonos, llegaban hasta la otra orilla. El horizonte estaba cubierto de verde.

Para algunos todo eso resultaba idílico: la arbolada universidad junto al lago. Para ella no. A Sally le gustaba la naturaleza, la de verdad. Para ella la Tierra Larga no era una flamante novedad, un parque temático que se hubiera inaugurado el Día del Cruce. Ella se había criado allí. En ese momento, mirando a los remeros y al surfista, lo único que veía eran molestias, idiotas que espantaban a los pájaros. Tal y como empezaba a suceder en los demás mundos, que se iban llenando de idiotas que cruzaban con cara de alelados. Hasta el agua límpida de ese lago era un mero caldo de residuos diluidos a sus ojos. Por lo menos había escogido un buen día para despedirse de ese lugar, esa ciudad a orillas del lago donde no siempre había sido infeliz del todo, y el aire era puro. Sin embargo, allí donde iba sería más puro todavía.

Encontró un lugar tranquilo y salió del camino para meterse entre las sombras de los árboles. Comprobó su equipo una vez más. Llevaba armas, entre las que se contaba una ballesta de material ligero. Su cruzadora iba en una caja de plástico de las que usaba su padre. Además del aparato básico en sí, estaba abarrotada de repuestos, precisas herramientas de óptico, cable de estaño e impresiones de los esquemas de circuitos. También estaba la patata, por supuesto, en pleno centro de la maraña de componentes electrónicos de baratillo. Qué idea tan inteligente: una batería que podía comerse, si el almuerzo cobraba prioridad. Era una pieza de equipo digna de un viajero profesional. Sally era lo bastante nostálgica para haber decorado la caja con una pegatina de la UW.

Pero el artilugio era una tapadera. Sally no necesitaba cruzadora para cruzar.

Conocía la Tierra Larga y sabía cómo viajar por ella. Estaba a punto de partir para encontrar a su padre. Y para descubrir algo que la había intrigado sin cesar desde que era una niña pequeña y jugaba delante del cobertizo de su padre en un Wyoming paralelo: ¿Qué fin tenía todo aquello?

Nunca había sido indecisa. Escogió una dirección al azar, sonrió y cruzó. A su alrededor, el lago y los grupos de árboles persistían, pero el camino, los remeros y el idiota de la tabla de windsurf habían desaparecido.