Jim Russo había efectuado su primer cruce hacia lo que los emocionados comentaristas de internet pronto llamaron la Tierra Larga llevado por la ambición. Y porque, a sus treinta y ocho años, después de una vida de reveses y traiciones, creía que la experiencia le daba cierta ventaja.
Muy poco después del Día del Cruce había ideado su plan y desarrollado lo que tenía que hacer. Había viajado derecho a ese rincón de California. Llevaba mapas, fotografías y demás, para localizar el punto exacto donde Marshall había realizado su primer hallazgo, hacía tantos años. Era muy consciente de que el GPS no funcionaba en los demás mundos, de manera que todo tenía que estar en papel. Pero claro, no hacía falta mapa para encontrar el Aserradero de Sutter, en la ribera del ramal sur del río Americano, por lo menos en la Tierra Datum. Se hallaba en un parque histórico estatal, que tenía la calificación de Monumento Histórico de California. Habían construido un memorial que indicaba la ubicación del aserradero original, y podía verse el lugar donde James Marshall había avistado pepitas de oro centelleando en el canal de desagüe del aserradero por primera vez. Se podía llegar hasta el punto exacto. Eso fue lo que hizo Jim Russo, mientras los engranajes giraban en su cabeza.
Y entonces cruzó a Oeste 1 y la recreación histórica desapareció. El paisaje se volvió tan agreste como debieron de encontrárselo Marshall, Sutter y sus compañeros cuando llegaron para construir su aserradero. O quizá más, porque por allí ni siquiera habían pasado los indios. Por supuesto, sí que encontró a otras personas, turistas de la Tierra Datum que curioseaban por la zona. Hasta había un par de carteles informativos. Sutter Oeste y Este 1 ya habían sido incorporados al monumento, como adosados a las estructuras de la Tierra Datum. Jim sonrió ante la embobada simpleza de los pocos turistas que vio, ante su falta de imaginación.
En cuanto se vio capaz, cuando se le pasaron las náuseas al cabo de diez o quince minutos, cruzó otra vez al oeste. Y luego otra. Y otra.
Se detuvo en Oeste 5, que ya le pareció lo bastante lejano. Nadie a la vista. Se rio en voz alta y gritó de alegría. No hubo respuesta. Sonó el eco, y un pájaro en alguna parte. Estaba solo.
No esperó a que remitieran las náuseas. Se agachó junto al arroyo y sacó su cedazo de la mochila, mientras respiraba hondo para calmar su estómago. Allí mismo, el 24 de enero de 1848, James Marshall había reparado en unas peculiares formaciones de roca en el agua. Al cabo de menos de un día, Marshall lavaba pepitas de oro en la corriente e inauguraba la Fiebre del Oro californiana. El sueño de Jim era encontrar la misma primera pepita exacta que Marshall había descubierto y que se conservaba en el museo de la Smithsonian Institution. ¡Eso sí que sería la pera! Pero allí no había aserradero, claro, ni canal, de modo que el lecho del río no había sido tan agitado como en los tiempos de Marshall en la Tierra Datum y parecía improbable que encontrase la pepita idéntica. En fin, se conformaría con hacerse rico.
Aquel era su gran plan. Sabía exactamente dónde estaba el oro del Aserradero de Sutter, ya que lo habían descubierto y extraído los mineros que habían seguido a Marshall. ¡Tenía planos de las vetas que, en aquel lugar, no había tocado nadie! Al fin y al cabo, en aquel mundo no había habido Marshall, ni aserradero, ni Fiebre del Oro. Todas aquellas riquezas, o al menos una copia de ellas, seguían reposando en el suelo. Solo esperaban a que Jim se apoderara de ellas.
Y oyó una risa, justo detrás de él.
Giró sobre sus talones, intentó levantarse, trastabilló hacia atrás y acabó metiendo los pies en el agua con un chapoteo.
Lo miraba un hombre, vestido con ropa de tejido vaquero y un sombrero de ala ancha. Llevaba una pesada mochila naranja y una especie de pico. Se reía de Jim mostrando unos dientes blancos en su cara cubierta de suciedad. A su alrededor brotaron otras personas de la nada como burbujas: hombres y mujeres, vestidos con ropa parecida, sucios y con cara de cansados. Sonrieron al ver a Jim, a pesar de las náuseas del cruce.
—No me digas, ¿otro? —preguntó una mujer.
Parecía atractiva bajo toda esa tierra. Una mujer atractiva que se reía de él. Jim apartó la vista, sofocado.
—Eso parece —respondió el primero—. ¿Qué hay, amigo? ¿Vienes a amasar una fortuna con el oro de Sutter?
—¿Y a ti qué te importa?
El hombre sacudió la cabeza.
—No sé qué os pasa a la gente como tú. Planeáis una jugada por adelantado, pero no la siguiente, o la otra. —A Jim le sonaba a universitario, sabiondo y repelente—. Se te ocurrió que en este enclave hay oro sin extraer. Muy bien, tienes razón. Pero ¿qué pasa con este mismo sitio en Oeste 6, 7, 8 y así hasta donde se pueda llegar? ¿Qué pasa con todos los demás tipos como tú que están cribando los arroyos de todos esos mundos vecinos? Eso no lo habías pensado, ¿verdad? —Sacó de su bolsillo una pepita del tamaño de un huevo de paloma—. ¡Amigo mío, todo el mundo ha tenido la misma idea!
La mujer intervino:
—Vamos, no seas tan duro con él, Mac. Ganará algo de dinero, si se mueve deprisa. El oro todavía no se ha devaluado del todo; no han llevado tanto de vuelta. Además, siempre puede venderlo como materia prima. Lo que pasa es que, bueno, ¡el oro ya no vale su peso en oro!
Más risas. Mac asintió.
—Otro ejemplo de lo sorprendentemente bajo que es el valor económico de todos estos mundos de cruce. Una auténtica paradoja.
Esa suficiencia de universitario sacaba a Jim de sus casillas.
—Si no vale nada, listillo, ¿qué hacéis vosotros aquí?
—Bueno, nosotros también hemos estado de prospección —dijo Mac—. Seguimos los pasos de Marshall y los demás, igual que tú, pero llegamos más lejos. Hasta construimos una copia del aserradero y una forja para fabricar herramientas de hierro, para poder encontrar el oro y extraerlo tal y como hicieron los pioneros. Es historia, una reconstrucción. La pondrán en el canal Discovery el año que viene; échale un vistazo. Sin embargo, no estábamos aquí por el oro en sí. Toma. —Y lanzó a Jim el huevo de oro. Aterrizó a sus pies, sobre la grava mojada.
—Cabrones.
La sonrisa de Mac se esfumó, como si los modales de Jim lo decepcionaran.
—No creo que nuestro nuevo amigo tenga muy buen perder, damas y caballeros. Qué se le va a hacer…
Jim arremetió contra el grupo con los puños por delante. Siguieron riéndose de él mientras desaparecían, uno por uno. Ni un solo puñetazo dio en el blanco.