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Para Monica Jansson, agente del Departamento de Policía de Madison, todo había empezado incluso antes, el día anterior: la tercera vez en los últimos meses que acudía a la incendiada casa de los Linsay, situada en una travesía de la calle Mifflin.

No estaba segura de por qué había vuelto. Esa vez nadie había llamado a la policía, pero aun así allí estaba ella, escarbando entre montones de cenizas y carbonilla que antes habían sido muebles. Agachada sobre los restos destrozados de una vetusta televisión de pantalla plana. Pisando con cautela una moqueta chamuscada, empapada y manchada de espuma, cubierta de pesadas huellas de bomberos y policías. Hojeando una vez más los vestigios carbonizados de lo que en su momento debió de ser un completo fondo de notas, con ecuaciones matemáticas manuscritas, unos garabatos indescifrables.

Pensó en su compañero, Clancy, que se estaría tomando su quinto café de Starbucks del día dentro del coche patrulla, mientras pensaba en lo idiota que era su colega. ¿Qué podía quedar por encontrar después de que los investigadores del caso hubiesen repasado hasta el último palmo de la casa y la policía científica hubiera hecho su trabajo? Hasta el bicho raro de la hija universitaria, Sally, se había tomado la noticia sin dar muestras de sorpresa o preocupación, asintiendo con calma cuando le habían notificado que se buscaba a su padre para interrogarlo como sospechoso de incendio provocado, incitación al terrorismo y maltrato animal, no necesariamente en ese orden. Asintiendo, sin más, como si todo eso fuera lo más normal del mundo en casa de los Linsay.

A nadie más le importaba. Pronto se retiraría al solar la condición de escenario del crimen, y el casero podría empezar a limpiar y a pelearse con su aseguradora. A fin de cuentas, nadie había salido herido, ni siquiera el propio Willis Linsay, pues no había indicios de que hubiera muerto en el incendio, bastante poco notable, por otro lado. No era más que un rompecabezas que, con toda probabilidad, nadie resolvería nunca, de esos que se encuentran a menudo los policías experimentados, decía Clancy, y había que saber cuándo dejarlo correr. Tal vez Jansson, con sus veintinueve años, era aún demasiado novata.

O tal vez actuara impulsada por lo que había visto cuando había respondido a aquella primera llamada, unos meses atrás. Porque la primera llamada la había hecho una vecina que había denunciado que un hombre había entrado con una cabra en esa casa de una sola planta, en pleno centro de Madison.

¿Una cabra? El dato dio pie a las previsibles coñas entre Clancy y la operadora de radio. Se ve que la cabra tira al monte, etcétera, etcétera, ja, ja. Sin embargo, la misma vecina, una mujer impresionable, también afirmaba que había visto a ese mismo hombre, en otras ocasiones, metiendo terneros por la entrada de su casa, y hasta un potrillo. Por no hablar de una jaula de gallinas. Y aun así nadie había denunciado ruidos, ni olor a corral. Nada indicaba que allí hubiera animales vivos. ¿Qué hacía ese individuo, tirárselos o cocinarlos?

Resultó que Willis Linsay vivía solo desde la muerte de su esposa en un accidente de tráfico, unos años antes. Tenía una hija llamada Sally de dieciocho años, estudiante de la Universidad de Wisconsin-Madison, que vivía con una tía suya. Linsay había sido un científico de alguna clase, que incluso había ocupado una plaza de Física Teórica en la Universidad de Princeton. Actualmente se ganaba la vida como profesor asociado en la UW, y con el resto de su tiempo… bueno, nadie sabía del todo lo que hacía con el resto de su tiempo. Aunque Jansson había encontrado en los archivos indicios de que había hecho algún trabajo para Douglas Black, el industrial, bajo otro nombre. No fue una gran sorpresa. Últimamente casi todo el mundo acababa trabajando para Black de un modo u otro.

Fuera lo que fuese lo que Linsay se traía entre manos, no criaba cabras en su salón. Quizá todo había sido fruto de la malicia desde el principio, una vecina chismosa que intentaba crearle problemas al bicho raro de la casa de al lado. Pasaba a veces.

Sin embargo, la llamada siguiente había sido distinta.

Alguien había colgado en internet el plano de un artilugio que el autor llamaba «cruzadora». El diseño podía personalizarse, pero sería un aparato portátil con un gran interruptor de tres posiciones encima y con diversos componentes electrónicos dentro, además de un cable de alimentación conectado a… ¿una patata?

Las autoridades tomaron nota y se alarmaron. Parecía, desde luego, la clase de trasto que un terrorista suicida se engancharía al pecho antes de darse un paseo por una calle comercial. También parecía la clase de trasto que atraería a cualquier chaval del mundo capaz de montarlo con piezas sueltas en su dormitorio. Todo el mundo opinaba que la palabra «patata» tenía que ser la denominación en clave de otra cosa, por ejemplo un bloque de Semtex.

Sin embargo, para cuando se despachó un coche a la residencia de Linsay, donde debía encontrarse con los agentes del Departamento de Seguridad Nacional, entró una tercera llamada, independiente de las anteriores: se había declarado un incendio en la casa. Jansson había formado parte del operativo de respuesta, y no habían encontrado ni rastro de Willis Linsay.

El incendio había sido provocado. La policía científica había encontrado el trapo aceitoso, el mechero barato, el montón de papeles y los muebles destrozados que lo habían iniciado. En apariencia el propósito del fuego había sido destruir las pilas de apuntes y demás materiales de Linsay. El responsable podría haber sido él mismo u otra persona que tuviera algo contra él.

Jansson intuía que había sido el propio Linsay. No lo había conocido y ni siquiera lo había visto en fotografía, pero su contacto tangencial con él le había dejado ciertas impresiones. Sin duda poseía una inteligencia tremenda; sin eso no se enseñaba Física en Princeton. Pero fallaba algo. Su casa había sido un nido de desorden. El desganado intento de incendio también encajaba.

Sin embargo, lo que no entendía Jansson era el motivo. ¿Qué tramaba Linsay?

En esa tercera visita, Jansson encontró la cruzadora del propio Linsay: el prototipo, cabía suponer. Estaba en el salón, sobre la repisa de una chimenea que no se había encendido en décadas. Quizá lo había dejado atrás adrede, para que alguien lo encontrase. Los chicos de la científica lo habían visto y abandonado, tras espolvorearlo profusamente para buscar huellas. Lo más probable era que se lo llevaran al almacén en cuanto desmontasen el escenario del crimen.

Jansson se agachó para inspeccionarlo. No era más que una caja de plástico transparente, un cubo de unos diez centímetros de lado. La policía científica creía que en un tiempo podía haber contenido disquetes antiguos de tres pulgadas y media. Saltaba a la vista que Linsay era de la clase de hombres que guardaban trastos de ese tipo. A través de las paredes transparentes se veían los componentes eléctricos: condensadores, resistencias, relés y bobinas, conectados mediante cable de cobre retorcido y soldado. Sobre la tapa había un gran interruptor de tres posiciones, definidas a mano con rotulador negro:

OESTE – APAGADO – ESTE

En ese momento se encontraba en la posición de APAGADO.

El volumen restante de la caja lo ocupaba… una patata. Una patata, sin más; ni Semtex, ni frasco de ácido, ni clavos ni cualquier otro elemento del moderno arsenal del terror. Uno de los muchachos de la científica había sugerido su posible uso como fuente de alimentación, como en el clásico experimento del reloj con una patata como pila. La mayoría de la gente lo había considerado un mero síntoma de locura, o tal vez una broma estrafalaria. Fuera lo que fuese, eso era lo que los niños de todo el planeta estaban construyendo a toda prisa en esos precisos instantes.

Habían encontrado la cruzadora encima de un trozo de papel en el que alguien había escrito, con el mismo rotulador y la misma letra: PRUÉBAME. Muy de Alicia en el País de las Maravillas. La despedida de Linsay. A Jansson se le ocurrió que ninguno de sus compañeros había seguido, en realidad, las instrucciones del pedazo de papel: PRUÉBAME.

Cogió la caja y la alzó; no pesaba nada. Abrió la tapa. Otro papel, bajo el título TERMÍNAME, contenía unas instrucciones sencillas, lo que parecía un boceto del esquema del circuito que había terminado subido a internet. No había que usar componentes de hierro, leyó; estaba subrayado. Jansson tenía que acabar de enrollar un par de bobinas de cable de cobre y después colocar unos contactos para sintonizarlas, de alguna manera.

Se puso manos a la obra. Enrollar el cable fue una experiencia extrañamente agradable, aunque no habría sabido explicar por qué. Ella a solas con sus piezas, como un crío montando una radio a galena. Encontrar la sintonía también fue fácil; cuando daba con la posición correcta para el contacto deslizante lo sentía, por describirlo de alguna manera, aunque una vez más no habría sabido explicarlo y tampoco ardía en deseos de intentar exponerlo en su informe escrito.

Al acabar, cerró la tapa, llevó la mano al interruptor, lanzó una moneda imaginaria y movió el interruptor hacia el OESTE.

La casa desapareció con una ráfaga de aire fresco.

Flores silvestres, en todas direcciones, hasta la cintura, como en una reserva natural.

Y era como si le hubiesen dado un puñetazo en el estómago. Se dobló por la mitad con un gruñido y soltó la caja. Tierra bajo los pies, hierba alrededor de sus lustrosos zapatos. Aire fresco y cortante en la nariz, ni rastro del hedor a ceniza y espuma.

¿La había asaltado algún delincuente? Echó mano de su pistola. Estaba en su funda, y sin embargo le daba una sensación extraña: el armazón y el cargador de polímero de su Glock parecían en buen estado, pero el arma sonaba como un sonajero.

Se enderezó con cuidado. Todavía tenía el estómago revuelto, pero ya sentía solo náuseas, y no los efectos de una paliza. Echó un vistazo a su alrededor. Allí no había nadie, amenazador o no.

Tampoco había cuatro paredes, ni casa ni travesía de la calle Mifflin. Solo flores silvestres, un grupo de árboles de treinta metros de altura y un cielo azul libre de estelas y contaminación. Era como el Arboreto, la ciclópea reconstrucción de la pradera dentro de los límites municipales de Madison. Un Arboreto que se había tragado la ciudad en sí. De repente allí estaba ella, en mitad de todo aquello.

—Vaya —opinó.

La reacción por sí sola no parecía adecuada. Tras un instante de reflexión, añadió:

—Por.

Y al final concluyó, aunque fuese a costa de negar su sistema de creencias de toda la vida, basado en un agnosticismo que rayaba el ateísmo puro y duro:

—Dios.

Guardó la pistola e intentó pensar como una poli. Ver como una poli. Se fijó en que había basura en el suelo a sus pies, junto a la cruzadora que había dejado caer. Colillas. Algo que parecía una boñiga. Entonces ¿era allí adónde había ido Willis Linsay? En ese caso, no había ni rastro de él ni de sus animales…

El aire mismo era diferente; rico, embriagador. Se sentía como si se estuviera colocando con él. Todo era majestuoso. Parecía imposible. ¿Dónde estaba? Se rio en voz alta, por la sensación de absoluta maravilla.

Entonces cayó en la cuenta de que todos los niños de Madison tendrían pronto una de esas cajas. Todos los niños del mundo, a decir verdad. Y todos iban a empezar a darle a los interruptores. De un confín a otro del planeta.

Y a continuación se le ocurrió que volver a casa quizá fuese un buen plan.

Recogió la cruzadora del suelo, donde se le había caído. Todavía estaba cubierta de polvo para huellas. El interruptor había regresado solo a la posición de APAGADO. Emocionada, agarró la palanquita, cerró los ojos, contó hacia atrás desde tres y lo movió hacia el ESTE.

Y volvió a encontrarse en la casa de Linsay, con lo que parecían los componentes metálicos de su pistola a los pies, sobre la moqueta destrozada. Al lado estaban su placa, la chapa con su nombre y hasta el prendedor de su corbata. Más piezas de metal en cuya desaparición no había reparado.

Clancy la esperaba en el coche. Empezó a plantearse cómo iba a explicarle todo aquello.

Cuando volvió a la comisaría, la pizarra electrónica del jefe de turno Dodd ya mostraba las primeras llamadas denunciando desapariciones, una o dos por barrio. Poco a poco el tablero entero se fue iluminando.

Luego llegaron las alertas de todo el país.

—Y de todo el mundo —dijo Dodd, intrigado, después de poner la CNN—. Una plaga de personas desaparecidas. Hasta en China. Fíjate.

Después la noche se complicó más todavía, para todos ellos. Se produjo una oleada de robos con allanamiento, entre ellos uno en una cámara acorazada del edificio del Capitolio. La Policía de Madison pasaba apuros hasta para atender a todas las llamadas. Eso fue antes de que empezasen a llegar directivas del Departamento de Seguridad Nacional y el FBI.

Jansson logró coger por banda al sargento que estaba al mando.

—¿Qué está pasando, sargento?

Harris se volvió hacia ella, ceniciento.

—¿A mí me lo preguntas? No lo sé. ¿Terroristas? Los de Seguridad Nacional están que se suben por las paredes con esa posibilidad. ¿Extraterrestres? En la entrada hay un tipo con un gorro de papel de plata que insiste en que esa es la causa de todo.

—¿Y qué hago yo, sargento?

—Haz el trabajo que tengas delante. —Y el hombre siguió su camino.

Jansson pensó en esas palabras. Si ella fuera una ciudadana de las de ahí fuera, ¿qué sería lo que más le preocuparía? Los niños desaparecidos, por supuesto. Salió de comisaría y se puso a trabajar.

Y encontró a los niños, algunos en el hospital, y habló con ellos, y la mitad le hablaron de un niño en concreto que había mantenido la calma, un héroe que los había llevado hasta un lugar seguro, como Moisés… aunque él se llamaba Joshua.

Joshua retrocedió ante la agente de policía.

—¿Tú eres Joshua, verdad? Se nota. Eres el único niño que no tiene rastros de vómito.

Joshua no dijo nada.

—Todos me cuentan que Joshua los ha salvado. Me cuentan que los ha recogido y los ha llevado de vuelta a casa. Estás hecho todo un guardián en el centeno. ¿Has leído ese libro? Deberías. Aunque a lo mejor está prohibido en el Centro. Sí, sé que vives en el Centro. Pero ¿cómo lo has hecho, Joshua?

—No he hecho nada malo. No soy un Problema —dijo él mientras retrocedía un poco más.

—Sé que no eres un Problema. Pero has hecho algo diferente. Solo quiero saber qué ha sido. Cuéntamelo, Joshua.

Joshua odiaba que la gente repitiese su nombre sin parar. Era lo que hacían para calmarte cuando pensaban que eras un Problema.

—He seguido las instrucciones. Eso es todo. La gente no lo entiende. Basta con seguir las instrucciones.

—Yo quiero entenderlo —aseguró Jansson—. Explícamelo. No debes tenerme miedo.

—Mire —dijo Joshua—, aunque construyas una caja sencilla de madera, tienes que barnizarla, porque si no se humedece y acaba hinchándose, y eso puede descolocar los componentes. Hagas lo que hagas, tienes que hacerlo bien. Tienes que seguir las instrucciones. Para eso están. —Estaba diciendo demasiado y demasiado deprisa. Se calló. Callarse casi siempre funcionaba. Además, ¿qué podía añadir?

Joshua desconcertaba a Jansson. Todo el mundo había sucumbido al pánico en la oscuridad, como era natural; los niños habían gritado, vomitado y tropezado, se habían hecho caca encima, habían sido pasto de los mosquitos y habían chocado contra los árboles. Pero Joshua no. Joshua había mantenido la calma. Lo miró. Era delgado y alto para su edad, con la cara pálida pero el pelo de un moreno mediterráneo. Era un enigma tranquilo.

En voz alta, dijo:

—¿Sabes, Joshua? Con las historias que cuentan, yo habría dicho que algunos de esos chicos debían de estar tonteando con las drogas. Solo que están todos cubiertos de hojas y arañazos, como si de verdad hubiesen dado un paseo por el bosque, aquí, en pleno centro de la ciudad.

Dio otro paso corto adelante, y Joshua respondió con otro pasito hacia atrás. Jansson dejó de avanzar y bajó las manos.

—Mira, Joshua, yo sé que estáis diciendo la verdad, ¡porque he estado allí en persona! Basta de juegos. Háblame. Esa caja que tienes parece bastante apañada, en comparación con las demás. ¿Puedo echarle un vistazo? Solo quiero que la dejes en el suelo y te apartes, no es ningún truco. ¡Solo intento averiguar por qué la ciudad está llena de niños que se quedan atrapados en un bosque misterioso, asustados por si van a comérselos los orcos!

Por algún extraño motivo, eso impresionó a Joshua, que dejó la caja en el suelo y, tal y como le había pedido, se apartó.

—Me gustaría recuperarla, porque no tengo dinero para volver al Radio Shack. —Vaciló por un instante—. ¿De verdad cree que hay orcos?

—No. No creo que haya orcos. Pero no sé qué pensar. Mira, Joshua, tú has soltado tu caja para que la mire, de modo que yo dejaré mi tarjeta aquí, para que luego puedas recogerla, ¿vale? Es mi número personal. Tengo la sensación de que deberíamos mantenernos en contacto. —Retrocedió un par de pasos, con la caja en las manos—. ¡Un gran trabajo!

Pero en ese momento llegó otro coche patrulla, con las potentes luces encendidas. La agente Jansson echó un vistazo a su espalda.

—Solo es otro policía que viene a investigar —dijo—, no te preocupes…

Se oyó un leve estallido.

Contempló la caja que tenía en la mano y la acera desierta.

—¿Joshua?

Joshua se dio cuenta al instante de que había dejado su caja atrás.

¡Había cruzado sin caja! Y lo que era aún peor: esa policía le había visto cruzar sin caja. Se había metido en un buen lío.

De modo que se alejó. Siguió cruzando, en la dirección opuesta a aquella de la que venía, significara eso lo que significase. No paró ni aflojó el ritmo. Siguió adelante, cruce a cruce, y cada tránsito le provocaba una suave sacudida en las tripas. Un mundo tras otro, como si fuera una serie de habitaciones. Paso a paso en la dirección contraria a la agente Jansson. Cada vez más adentro de aquel pasillo de bosque.

En todo su periplo no vio otra ciudad, ni edificios, luces o personas. Solo ese bosque, aunque cambiaba con cada cruce. Tras un salto aparecían árboles de la nada que se esfumaban al siguiente, como si fueran decorados de las obras que los niños tenían que representar en el Centro, pero todos los árboles parecían reales, duros, sólidos y arraigados en la tierra. A veces hacía más calor y a veces más frío. Pero siempre estaba el bosque, rodeándolo. Y siempre era el amanecer. Había cosas que no cambiaban, pues: la tierra, firme bajo sus pies, y el cielo del alba. Le complacía detectar orden en ese nuevo mundo.

Las instrucciones de internet no habían dicho nada sobre cruzar sin caja, pero él lo estaba haciendo de todas formas. La idea le provocó una sensación de vértigo, como si estuviera en lo alto de un precipicio. Sin embargo, también sentía emoción, la emoción de saltarse las reglas. Como cuando él y Billy Chambers habían cogido prestada una botella de cerveza Budweiser de los obreros que estaban reparando la ventana rota, se la habían bebido en una esquina de la sala de la caldera y luego habían hecho añicos la botella y la habían tirado al contenedor de reciclaje. El recuerdo le dibujó una sonrisa.

Siguió adelante sin parar, apartándose de los troncos cuando hacía falta. Pero los árboles fueron cambiando poco a poco. Las cortezas que lo rodeaban se volvieron más rugosas, las ramas, más bajas y con hojas estrechas y puntiagudas. Un bosque de pinos. También hacía más frío. Sin embargo, seguía siendo un bosque, y Joshua continuó cruzando.

Y topó con un Muro. Un lugar hacia el que no podía cruzar, por mucho que caminase de lado. Hasta tomó carrerilla y trató de cruzar corriendo, como para avanzar a la fuerza. No se hizo daño, pues fue como correr contra la palma levantada de una mano enorme, pero no pudo seguir adelante.

Si no podía abrirse camino a través de ese espeso bosque, tal vez pudiera escalar hasta situarse encima de él. Encontró un árbol alto, el más alto de los que tenía a la vista. Se encaramó a las ramas inferiores y empezó a trepar. Las agujas de pino se le clavaban en las manos. Cada dos metros más o menos intentaba cruzar de lado, para comprobar si podía, pero el Muro seguía allí.

Y entonces funcionó, de repente.

Cayó de bruces sobre un suelo llano, con un tacto como de hormigón desigual y alisado, duro, seco y gris. No había árbol ni bosque. Solo el aire, el cielo y ese suelo. Y hacía frío, un frío que atravesaba el fino tejido de sus vaqueros a la altura de las rodillas y le helaba las manos desnudas. ¡Hielo!

Se levantó. Su aliento dejó una nube de vaho ante su cara. El frío era como cuchillos que se le clavaban en la carne a través de la ropa. El mundo entero estaba cubierto de hielo. Se encontraba en una especie de ancho barranco abierto en el hielo, que se elevaba en duros montículos grises a los lados. Un hielo viejo y sucio. El cielo estaba despejado, con el azul vacío y grisáceo de los primeros compases del amanecer. Nada se movía, ni un pájaro, ni un avión, y en la superficie no se veían edificios ni seres vivos, ni siquiera una mísera brizna de hierba.

Sonrió.

Después cruzó hacia atrás, de vuelta al bosque de pinos, desapareciendo con un estallido de pompa de jabón.