El Día del Cruce. Quince años atrás. Joshua tenía solo trece.
Más tarde, todo el mundo recordaría dónde había estado el Día del Cruce. La mayoría había estado con la mierda hasta el cuello.
En su momento nadie supo quién había subido a la red el esquema del circuito de la cruzadora. Sin embargo, a medida que la noche se deslizaba por el mundo como una guadaña, niños de todas partes empezaron a montar cruzadoras, docenas de ellos solo en el barrio de la ciudad de Madison donde estaba el edificio del Centro. Las tiendas de Radio Shack no daban abasto para la demanda de componentes electrónicos. El diseño parecía irrisoriamente sencillo. La patata que en teoría había que instalar en el centro del aparato también se antojaba risible, pero era importante porque actuaba como fuente de energía. Y luego estaba el interruptor. El interruptor era esencial. Algunos chicos creyeron que no hacía falta, que bastaba con empalmar los cables; esos fueron los que acabaron gritando.
Joshua había montado su primera cruzadora con mucho, mucho esmero. Era muy meticuloso. Era la clase de niño que siempre, pero siempre, pinta las piezas antes de montarlas, y luego las monta en el orden preciso, con todos los componentes extendidos pulcramente antes de acometer la tarea. Joshua era de los que acometían. Sonaba más meditado que empezar. En el Centro, cuando trabajaba en uno de los viejos, gastados e incompletos puzles, ordenaba las piezas en primer lugar, separando cielo, mar y borde, antes de ensamblar nada. A veces, cuando acababa, si el puzle estaba incompleto, entraba en su pequeño taller y, con mucho cuidado, cortaba las piezas que faltaban a partir de trozos sueltos de madera, que luego pintaba para que encajasen. Nadie que no lo supiera de antemano habría dicho que el puzle había tenido agujeros alguna vez. Y a veces cocinaba, bajo la supervisión de la hermana Serendipity. Reunía todos los ingredientes, los preparaba por adelantado con detenimiento y luego llevaba la receta a la práctica. Hasta limpiaba sobre la marcha. Le gustaba cocinar, y la aprobación que eso le granjeaba en el Centro.
Así era Joshua. Así hacía las cosas. Y por eso no fue el primer niño en cruzar a otro mundo, porque no solo había barnizado la caja de su cruzadora, sino que había esperado a que el barniz se secara. Y por eso fue sin duda el primer chico que volvió sin mojar los pantalones o algo peor.
El Día del Cruce. Niños que desaparecían; padres que buscaban por los barrios. En un momento dado los chicos estaban ahí, jugando con su último juguete absurdo, y al momento siguiente habían desaparecido. Cuando un padre frenético se encuentra con otro, el frenesí da paso al terror. Llamaron a la policía, pero ¿para denunciar qué? ¿Detener a quién? ¿Buscar dónde?
Y el propio Joshua cruzó, por primera vez.
Un momento antes había estado en su taller, en el Centro. De repente se encontraba en un bosque, tupido, denso, bajo una Luna cuya luz a duras penas alcanzaba el suelo. Oía a otros niños por todas partes, vomitando, llamando a sus padres entre sollozos, unos pocos gritando como si se hubieran hecho daño. Se preguntó a qué vendría tanta angustia. Él no estaba vomitando. La situación resultaba inquietante, sí, pero la noche era cálida. Oía el zumbido de los mosquitos. La única pregunta era: una noche cálida ¿dónde?
Tantos lloros lo distraían. Tenía a una niña cerca, llamando a su madre. Por la voz parecía Sarah, otra residente del Centro. La llamó por su nombre.
La chica dejó de llorar y Joshua oyó su voz, muy cerca:
—¿Joshua?
Recapacitó. Era de noche. Sarah debía de haber estado en el dormitorio de las niñas, que quedaba a unos veinte metros de su taller. Él no se había movido, pero se hallaba a todas luces en un lugar diferente. Eso no era Madison. Madison tenía ruidos, coches, aviones y luces, mientras que él se encontraba en un bosque que parecía salido de un libro, sin rastro de una farola dondequiera que mirase. Pero Sarah también estaba allí, dondequiera que fuese allí. La idea se construyó sola pieza a pieza, como un puzle incompleto. «Piensa, no te vuelvas loco. En relación con donde estás, o estabas, ella se encontrará donde está, o estaba. Solo tienes que seguir el pasillo hasta su habitación. Aunque aquí y ahora no haya pasillo ni habitación. Problema resuelto».
Solo que, para llegar a ella, tendría que haber atravesado el árbol que le quedaba justo delante. Un árbol extremadamente grande.
Rodeó el tronco, apartando la enmarañada maleza, el brezo, las ramas caídas de aquel bosque tan salvaje.
—No pares de hablar —dijo—. No te muevas. Ya llego.
—¿Joshua?
—Mira, tengo una idea. Canta. Canta sin parar. Así podré encontrarte a oscuras. —Joshua encendió su linterna. Era de esas minúsculas que cabían en el bolsillo. De noche siempre llevaba una linterna. Por supuesto. Era Joshua.
Sarah no cantó; se puso a rezar.
—Padre nuestro, que estás en los cielos…
Ojalá la gente hiciera lo que le pedía, aunque fuese alguna vez.
Desde todas las direcciones del bosque, desde la oscuridad, otras voces se sumaron a la oración.
—Santificado sea tu nombre…
Dio una palmada y gritó:
—¡Callaos todos! Os sacaré de aquí. Confiad en mí. —No sabía por qué debían confiar en él, pero el tono de autoridad funcionó, y el resto de voces se fueron apagando. Respiró hondo y dijo—: Sarah, tú primero, ¿vale? Todos los demás, caminad hacia la oración. No digáis nada. Solo caminad hacia ella.
Sarah empezó de nuevo:
—Padre nuestro, que estás en los cielos…
Mientras Joshua avanzaba poco a poco, con las manos extendidas, atravesando brezo y sorteando raíces, tanteando el suelo a cada paso, oyó que se acercaba gente desde todas las direcciones, y más voces. Algunos se quejaban de que se habían perdido. Otros protestaban porque sus teléfonos no tenían cobertura; a veces vislumbraba sus móviles, pantallitas que brillaban como luciérnagas. Y luego estaba el llanto desolado, y hasta algún que otro gemido de dolor.
La oración terminó con un «amén», que encontró ecos en todo el bosque, y Sarah dijo:
—¿Joshua? He terminado.
«Y yo la tenía por lista», pensó Joshua.
—Pues empieza otra vez.
Tardó unos minutos en llegar hasta ella, aunque solo los separase la mitad de la longitud del Centro. De todas formas, vio que la arboleda en la que estaban en realidad era bastante pequeña. Más allá, a la luz de la Luna, avistó lo que parecían flores de la pradera, como en el Arboreto. No había ni rastro del Centro, sin embargo, ni de Allied Drive.
Por fin Sarah avanzó a trompicones hasta él y se le agarró con todas sus fuerzas.
—¿Dónde estamos?
—Ni idea, en alguna otra parte, supongo. Ya sabes. Como Narnia.
La luz de la Luna le mostró las lágrimas que resbalaban por la cara de Sarah y los mocos que le salían de la nariz; el camisón le olía a vómito.
—Yo no me he metido en ningún armario.
Joshua se echó a reír. Ella lo miró fijamente, pero al final acabó contagiándosele la risa. Y la risa empezó a llenar aquel pequeño claro, a extenderse a los otros chicos que se iban acercando poco a poco hacia la luz de la linterna, y durante un momento eso mantuvo a raya el terror. Una cosa era estar perdido y solo, y otra muy distinta estar perdido en pandilla, y riendo.
Alguien más le cogió del brazo.
—¿Josh?
—¿Freddie?
—Ha sido horrible. Estaba a oscuras y he caído hacia abajo, hasta darme contra el suelo.
Freddie estaba mal de la panza, recordó Josh. Lo habían llevado a la enfermería, que estaba en el primer piso del Centro. Debía de haberse caído, sin moverse, a través del edificio desaparecido.
—¿Te has hecho daño?
—No… ¿Josh? ¿Cómo volvemos a casa?
Joshua cogió la mano de Sarah.
—Sarah, ¿tú has hecho una cruzadora?
—Sí.
Echó un vistazo al batiburrillo de componentes que la chica tenía en la mano. Ni siquiera estaban dentro de una caja, aunque fuera de zapatos o algo por el estilo, por no hablar ya de una fabricada con esmero y a medida, como la suya.
—¿Qué has usado como interruptor?
—¿Qué interruptor? He empalmado los cables y listos.
—Escucha. Decía claramente que había que instalar un interruptor de tres posiciones. —Asió con mucho cuidado la cruzadora de Sarah. Siempre había que ser muy cuidadoso cerca de Sarah. No era de las que daban Problemas, pero sí había tenido problemas.
Por lo menos había tres cables. Siguió a tientas el recorrido del circuito. Había pasado horas contemplando el esquema; se lo sabía de memoria. Separó los cables y depositó la desastrosa maraña en las manos de la chica.
—Escucha. Cuando yo te diga, junta este cable y ese otro. Si te encuentras con que vuelves a estar en tu dormitorio, deja el trasto en el suelo y vete a la cama. ¿Vale?
Sarah sorbió por la nariz y preguntó:
—¿Y si no funciona?
—Bueno, seguirás aquí, y yo también. Tampoco es el fin del mundo, ¿verdad? ¿Estás lista? Vamos. Haremos una cuenta atrás desde diez. Nueve, ocho…
Al llegar al cero Sarah desapareció a la vez que sonaba un leve ¡plop!, como el estallido de una pompa de jabón.
Los demás observaron el lugar que había ocupado la chica, y luego a Joshua. Varios de ellos eran desconocidos: no lograba distinguir muy bien las caras, pero había muchas que no le sonaban. No tenía ni idea de cuánto habrían caminado en la oscuridad.
En esos momentos era el rey del mundo. Esos chicos indefensos harían todo lo que les ordenase. No era una sensación que le agradara. Era una faena.
Se volvió hacia Freddie.
—De acuerdo, Freddie. Ahora tú. Ya conoces a Sarah. Dile que no se preocupe. Dile que un montón de chicos van a volver a casa a través de su dormitorio. Dile que Joshua dice que es la única manera de devolverlos a casa y que por favor no se enfade. Ahora, enséñame tu cruzadora.
Uno a uno, ¡plop! tras ¡plop!, los niños perdidos desaparecieron.
Cuando el último de los que tenía cerca se hubo ido a casa, todavía quedaban voces en puntos lejanos del bosque; quizá más allá. Joshua no podía hacer nada por ellos. Ni siquiera estaba seguro de haber hecho lo correcto hasta ese momento. Parado en la oscuridad, escuchó. Aparte de las voces distantes, no captó otro sonido que el tenue zumbido de los mosquitos. La gente decía que los mosquitos podían matar a un caballo, si les daban tiempo.
Alzó su trabajada cruzadora y movió el interruptor.
En un visto y no visto volvía a estar en el Centro, junto a la cama de Sarah, en su minúscula y recargada habitación, justo a tiempo para avistar la espalda de la última chica a la que había guiado a casa, que, todavía histérica perdida, salía al pasillo. También oyó las voces estridentes de las hermanas, que lo llamaban por su nombre.
A toda prisa, volvió a accionar el interruptor, para plantarse a solas en la soledad del bosque. Su bosque.
Ya se oían más voces, más cercanas. Sollozos. Chillidos. Un niño que decía con mucha educación:
—Disculpen, ¿alguien puede ayudarme? —Y después una arcada. Vómitos.
Más recién llegados. «¿Por qué se marean todos?», pensó. Ese sería el olor del Día del Cruce, cuando lo recordara más adelante. Todo el mundo había vomitado. Él no.
Se adentró caminando en la oscuridad, buscando al último niño que había pedido socorro.
Y después de ese chico vino otro. Y otro, que se había roto el brazo, al parecer, cayendo de algún piso superior. Y luego otro. Siempre había otro chico.
Al rayar el alba la arboleda se llenó de trinos y luz. ¿Habría amanecido también en casa?
Ya no se oía ningún sonido de origen humano, salvo por los sollozos del último niño perdido, que se había clavado en la pierna un trozo de madera afilada. Sería imposible que el chico activase su propia cruzadora, lo que era una pena, porque a la tenue luz Joshua admiró su factura. Saltaba a la vista que el muchacho se había tirado un rato en el Radio Shack. Un niño sensato, pero no lo bastante para llevar linterna o antimosquitos.
Con cuidado, Joshua se agachó, cogió al chico en brazos y se puso derecho. El niño gimió. Con una sola mano, Joshua buscó a tientas el interruptor de su propia cruzadora, satisfecho una vez más de haber seguido las instrucciones al pie de la letra.
En esa ocasión, cuando cruzó con el niño herido, lo deslumbraron unas luces, y en cuestión de segundos un coche patrulla de la Policía de Madison frenó ante él con una derrapada. Joshua no se movió lo más mínimo.
Dos agentes salieron del coche. Uno de ellos, un hombre joven que llevaba una chaqueta fluorescente, levantó al niño herido con delicadeza de los brazos de Joshua y lo tendió sobre la hierba. La otra policía se situó, sonriente y con las manos abiertas, delante de él. Eso le puso nervioso. Era la misma sonrisa que ponía una hermana ante un Problema. Unos brazos extendidos en ademán de bienvenida podían convertirse con rapidez en unos brazos que agarraban. Detrás de los policías había luces por todas partes, como en un plató de cine.
—Hola, Joshua —dijo la agente—. Me llamo Monica Jansson.