2

El banco, situado junto a una máquina expendedora de bebidas de aspecto moderno, era demasiado cómodo. Joshua Valienté no estaba acostumbrado a la blandura, de un tiempo a esa parte. No estaba acostumbrado a la esponjosa sensación de hallarse dentro de un edificio, donde los muebles y la moqueta imponen una especie de calma al mundo. Junto al lujoso banco había una pila de revistas satinadas, pero Joshua tampoco era muy partidario del papel brillante. ¿Libros? Los libros estaban bien. A Joshua le gustaban, sobre todo los de bolsillo: ligeros, fáciles de transportar y, si no querías releerlos, en fin, a un papel razonablemente fino siempre se le encontraba utilidad.

Por lo general, cuando no había nada que hacer, escuchaba el Silencio.

El Silencio era muy tenue allí. Los sonidos del mundo cotidiano casi lo ahogaban. ¿Entendían los ocupantes de ese lujoso edificio lo ruidoso que era? El rugido de los aparatos de aire acondicionado y los ventiladores de ordenador, el susurro de muchas voces oídas pero indescifrables, el timbre amortiguado de los teléfonos seguido de las explicaciones de quienes no estaban allí en ese momento pero invitaban a dejar un nombre después de la señal, a lo que seguía la susodicha señal. Eran las oficinas del Instituto transEarth, una sección de la Corporación Black. La despersonalizada oficina, toda pladur y cromados, estaba dominada por un enorme logotipo, un caballo de ajedrez. Aquel no era el mundo de Joshua. Allí no había nada que fuese su mundo. Aunque, bien pensado, él no tenía un mundo: los tenía todos.

Toda la Tierra Larga.

Tierras, un sinfín de tierras. Más tierras de las que podían contarse, según algunos. Y lo único que hacía falta era cruzar a ellas como quien da un paso a un lado, una detrás de otra, en una cadena interminable.

Eso irritaba inmensamente a expertos como el profesor Wotan Ulm de la Universidad de Oxford. «Todas esas tierras paralelas —declaró para la BBC— son idénticas salvo por algunos detalles. Solo que están vacías, eso sí. Bueno, en realidad están llenas, más que nada de bosques y pantanos. Unos bosques grandes, oscuros y silenciosos y unos pantanos profundos, fangosos y letales. Pero vacías de personas. La Tierra está abarrotada, pero la Tierra Larga está vacía. ¡Mala suerte para Adolf Hitler, que no ha tenido ocasión de ganar su guerra en ninguna parte!

»A los científicos nos cuesta hasta hablar de la Tierra Larga sin delirar sobre variedades diferenciales de p-branas en la Teoría M y multiversos cuánticos. Mire, a lo mejor el universo se bifurca cada vez que cae una hoja y a cada instante surgen mil millones de ramas nuevas. Eso parece decirnos la física cuántica. A ver, no es que se puedan experimentar mil millones de realidades; los estados cuánticos se solapan, como armónicos de una única cuerda de violín. Pero tal vez hay ocasiones —cuando se activa un volcán, nos besa un cometa o se traiciona un amor verdadero— en que uno puede percibir una realidad experiencial separada, una trenza de hilos cuánticos. Y a lo mejor esas trenzas luego se atraen por semejanza a través de alguna dimensión superior, y surge una cadena de mundos autoorganizada. ¡O lo que sea! Es posible que todo sea un sueño, una fantasía colectiva de la humanidad.

»La verdad es que el fenómeno nos tiene tan desconcertados como lo habría estado Dante si de repente hubiese entrevisto el universo en expansión de Hubble. Lo más probable es que hasta el lenguaje que usamos para describirlo no sea más correcto que la analogía de la baraja de cartas que parece satisfacer a la mayoría: la Tierra Larga como una gran pila de láminas tridimensionales, amontonadas a lo largo de un espacio de dimensión superior, donde cada carta sería una Tierra en sí misma.

»Y lo más significativo, para la mayoría, es que la Tierra Larga está abierta. Casi cualquiera puede viajar arriba y abajo por la baraja, perforando, por así decirlo, las mismas cartas. La gente se está extendiendo por todo ese espacio. ¡Pues claro que lo hacen! Se trata de un instinto primario. Los simios de las llanuras todavía tememos al leopardo cuando oscurece; si nos dispersamos, no podrá atraparnos a todos.

»Resulta todo de lo más molesto. ¡No hay nada que encaje! ¿Y por qué a la humanidad se nos ha dado esta tremenda baraja de cartas justo ahora, cuando estamos más necesitados de espacio que nunca? Por supuesto, la ciencia no es sino una serie de preguntas que conducen a más preguntas, lo cual es una suerte, o no sería gran cosa como carrera profesional, ¿verdad? En fin, sean cuales sean las respuestas a esas preguntas, créame, todo cambiará para la humanidad… ¿Ha quedado bien, Jocasta? Algún idiota estaba haciendo chasquear un bolígrafo mientras soltaba lo de Dante».

Por supuesto, Joshua entendía que transEarth existía para beneficiarse de esos cambios. Era de suponer que por eso le habían hecho ir allí, más o menos contra su voluntad, desde un mundo muy lejano.

Por fin se abrió la puerta. Entró una joven, que llevaba en brazos un portátil tan fino como una hoja de pan de oro. Joshua tenía un ordenador como ese en el Centro, un modelo más gordo y anticuado, que usaba más que nada para buscar recetas de caza.

—¿Señor Valienté? Le agradecemos mucho que haya venido. Me llamo Selena Jones. Bienvenido al Instituto transEarth.

Desde luego era atractiva, pensó Joshua. Le gustaban las mujeres; recordaba con placer sus pocas y breves relaciones. Sin embargo, no había pasado mucho tiempo con mujeres, y se sentía incómodo cerca de ellas.

—¿Bienvenido? No me han dejado elección. Encontraron mi buzón; eso significa que son del gobierno.

—En realidad, se equivoca. A veces trabajamos para el gobierno, pero no somos lo mismo de ninguna manera.

—¿Legalmente, quiere decir?

La joven sonrió con expresión reprobadora.

—Lobsang encontró su código de buzón.

—¿Y quién es Lobsang?

—Yo —dijo la máquina expendedora de bebidas.

—Tú eres una máquina de bebidas —señaló Joshua.

—Tu suposición es errónea, aunque podría ofrecerte la bebida de tu elección en cuestión de segundos.

—Pero ¡si tienes escrito encima «Coca-Cola»!

—Sí, disculpa mi sentido del humor. Por cierto, si hubieses arriesgado un dólar con la esperanza de obtener un refresco carbonatado, con toda seguridad te lo habría devuelto. O te habría dado el refresco.

Joshua se esforzaba por encontrarle sentido a ese encuentro.

—¿Lobsang qué más?

—No tengo apellido. En el viejo Tíbet, solo los aristócratas y los budas vivientes reciben apellido, Joshua. No tengo tales pretensiones.

—¿Eres un ordenador?

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque estoy bastante seguro de que ahí dentro no hay un ser humano, y además hablas raro.

—Señor Valienté, me expreso y pronuncio mejor que cualquiera que usted conozca, y en realidad no estoy dentro de la máquina expendedora de bebidas. Bueno, no por completo, se entiende.

—Deja de chincharle, Lobsang —dijo Selena, que se volvió hacia Joshua—. Señor Valienté, sé que estaba en… otra parte cuando el mundo tuvo su primera noticia de Lobsang. Es único. Se trata de un ordenador, físicamente, pero antes era… ¿cómo decirlo? Un mecánico de motocicletas tibetano.

—¿Y cómo llegó del Tíbet al interior de una máquina de bebidas?

—Esa sí que es una historia muy larga, señor Valienté…

Si Joshua no hubiese llevado fuera tanto tiempo, habría sabido todo lo concerniente a Lobsang. Fue la primera máquina que logró convencer a un tribunal de que era un ser humano.

—Por supuesto —dijo Selena—, otras máquinas de sexta generación lo intentaron antes. Siempre que permanezcan en la habitación contigua y hablen por un altavoz pueden sonar por lo menos tan humanas como algunos de los memos que circulan por ahí, pero eso no demuestra nada a ojos de la ley. Pero Lobsang no afirma ser una máquina pensante; no reclamó sus derechos sobre esa base. Dijo que era un tibetano muerto.

»Y así, Joshua, fue como se los metió en el bolsillo. La reencarnación sigue siendo una piedra angular de la religión mundial, y Lobsang sencillamente afirmó que se había reencarnado como programa informático. Tal y como se presentó en calidad de prueba ante el tribunal (ya le enseñaré el acta si lo desea), el software relevante se inició en el microsegundo exacto en que murió un mecánico de motocicletas de Lhasa de nombre francamente impronunciable. Para un alma incorpórea, al parecer veinte mil teraflops de hechicería tecnológica sobre un sustrato de gel son idénticos a unos pocos kilos de tejido cerebral pringoso. Una serie de testigos expertos dieron fe de la asombrosa precisión de los recuerdos fugaces que Joshua tenía de su vida anterior. Yo en persona fui testigo de cómo un anciano bajito y fibroso con la cara como un melocotón desecado, primo lejano del mecánico, charlaba alegremente con Lobsang durante varias horas, rememorando los viejos tiempos en Lhasa. ¡Una tarde encantadora!

—¿Por qué? —preguntó Joshua—. ¿Qué ganaba él?

—Estoy aquí mismo —terció Lobsang—. «Él» no es de piedra, ¿sabes?

—Lo siento.

—¿Qué gané? Derechos civiles. Seguridad. El derecho a tener propiedades.

—¿Y apagarte sería asesinato?

—En efecto. Aunque también sería físicamente imposible, pero no entremos en detalles.

—¿O sea que el tribunal ha reconocido que eres humano?

—Nunca ha existido una auténtica definición legal de humano, por si no lo sabías.

—Y trabajas para transEarth.

—Soy uno de sus titulares. Douglas Black, el fundador, no vaciló en ofrecerme que me asociara. No solo por mi celebridad, aunque esa clase de cosas le atraen. Fue sobre todo por mi intelecto transhumano.

—No me digas.

—Volvamos a lo que nos ocupa —dijo Selena—. Costó mucho encontrarle, señor Valienté.

Joshua la miró y tomó nota mental de que la próxima vez tenía que costarles mucho más.

—Últimamente sus visitas a la Tierra son infrecuentes.

—Siempre estoy en la Tierra.

—Ya me entiende. En esta —precisó Selena—. La Tierra Datum, o ya puestos cualquiera de las Tierras Bajas.

—No busco patrón —se apresuró a señalar Joshua, intentando disimular un dejo de aprensión—. Me gusta trabajar solo.

—Bueno, decir eso es más bien quedarse corto, ¿no?

Joshua prefería la vida en sus empalizadas, en tierras muy lejanas al Datum, demasiado remotas para que la mayoría viajara hasta ellas. Aun entonces, recelaba de la compañía. Se decía que Daniel Boone escurría el bulto si divisaba siquiera el humo de la hoguera de otro hombre. Comparado con Joshua, Boone era un gregario patológico.

—Pero es lo que le vuelve útil. Sabemos que no necesita a la gente. —Selena alzó una mano—. Ya, no es antisocial. Pero piense una cosa: antes de la Tierra Larga, nadie en toda la historia de la humanidad había estado nunca solo; me refiero a solo de verdad. El marinero más curtido siempre ha sabido que había alguien en alguna parte. Hasta los viejos astronautas que pisaron la Luna podían ver la Tierra. Todos sabíamos que solo la distancia nos separaba de otras personas.

—Sí, pero con las cruzadoras solo nos separa un salto de caballo de ajedrez.

—Eso nuestros instintos no lo entienden, sin embargo. ¿Sabe cuántos pioneros viajan solos?

—No.

—Ninguno. Bueno, casi ninguno. ¿Estar a solas en un planeta entero, ser posiblemente la única mente de un universo? Noventa y nueve de cada cien personas no pueden soportarlo.

Pero Joshua nunca estaba a solas, pensó. No con el Silencio siempre presente, detrás del cielo.

—Como ha dicho Selena, eso es lo que te vuelve útil —dijo Lobsang—. Eso y ciertas cualidades que comentaremos más adelante. Ah, sí, y el hecho de que tenemos un incentivo para convencerte.

Joshua empezó a ver por dónde iban los tiros.

—Queréis que emprenda alguna clase de travesía. Por la Tierra Larga.

—Para eso no hay nadie más indicado que usted —confirmó Selena con tono adulador—. Queremos que viaje a los Altos Megas, Joshua.

Los Altos Megas: el nombre que empleaban algunos de los pioneros para referirse a los mundos que estaban a más de un millón de cruces de la Tierra y que en general eran poco más que una leyenda.

—¿Por qué?

—Por el más inocente de todos los motivos —respondió Lobsang—. Para ver qué hay ahí fuera.

Selena sonrió.

—La información sobre la Tierra Larga es el producto con el que trabajamos en transEarth, señor Valienté.

Lobsang fue más locuaz.

—Piénsalo, Joshua. Hasta hace quince años la humanidad tenía un solo mundo y soñaba con unos pocos más, los del Sistema Solar, todos yermos y a una distancia que imponía un coste prohibitivo. ¡Ahora tenemos una llave que abre más mundos de los que podemos contar! Y apenas hemos explorado los más cercanos. Es nuestra oportunidad.

—¿«Nuestra» oportunidad? —dijo Joshua—. ¿Te llevaré conmigo? ¿De eso se trata? ¿Un ordenador me paga para que le haga de chófer?

—Sí, en pocas palabras —respondió Selena.

Joshua frunció el entrecejo.

—Y el motivo por el que lo haré… ¿Decías algo de un incentivo?

Selena respondió sin inmutarse.

—Ya llegaremos a eso. Le hemos estudiado, Joshua. A decir verdad, el primer rastro que deja en los archivos es un informe de la agente de la Policía de Madison Monica Jansson, presentado justo después del mismísimo Día del Cruce, acerca del niño misterioso que volvió y trajo con él a los demás chicos. Fue todo un flautista de Hamelín, ¿eh? Hubo una época en la que le habrían llamado famoso.

—Y hubo otra época —terció Lobsang— en la que le habrían llamado brujo.

Joshua suspiró. ¿Alguna vez dejaría atrás aquel día? Nunca había tenido la intención de ser un héroe; no le gustaba que la gente lo mirase con esa cara rara. Ni con ninguna cara, a decir verdad.

—Fue un lío, nada más —dijo—. ¿Cómo lo descubrieron?

—A partir de informes policiales, como el de Jansson —respondió la máquina expendedora—. Lo bueno de la policía es que lo archiva todo. Y a mí me encantan los archivos. Los archivos me cuentan cosas. Me cuentan quién fue tu madre, por ejemplo, Joshua. Se llamaba Maria, ¿no es así?

—Mi madre no es asunto tuyo.

—Joshua, todo el mundo es asunto mío, y todo el mundo figura en los archivos. Y los archivos me han contado todo cuanto hay que saber sobre ti. Que tal vez seas muy especial. Que estuviste en el Día del Cruce.

—Todo el mundo estuvo en el Día del Cruce.

—Sí, pero tú te sentiste como en casa, ¿no es verdad, Joshua? Te sentiste como si hubieses llegado a casa. Por una vez en tu vida supiste que estabas en el lugar adecuado…