Encerrada en su habitación, Laura escuchaba música tendida en la cama, con los ojos cerrados y la cara enterrada en el almohadón granate. Hacía rato que no prestaba atención a la letra de las canciones, abstraída en sus propios pensamientos, y cuando el disco terminó, ni siquiera se molestó en reiniciarlo o en seleccionar otro álbum en su reproductor.
Pensaba en Álex, en los meses que llevaba sin tener noticias de él, y una vez más, como casi todas las tardes, sintió que, pese a todos sus esfuerzos, le invadía un horrible pesimismo.
No volverían a verlo; su madre estaba convencida de ello. Llevaba desaparecido desde el otoño pasado, y en todo ese tiempo no habían recibido ni una sola llamada suya, ni un correo en Internet. Ninguna señal… Nada. Solo aquella misteriosa llamada de la mujer que le había asegurado que estaba bien, y que no era preciso acudir a la policía. Pensando que podían haberle secuestrado, su madre había decidido informar de aquello al agente que se encargaba del caso, pero, al parecer, la Brigada Científica no había conseguido rastrear el origen de la llamada.
Lo más extraño de todo era que Laura la había creído. Quizá por la forma en que había hablado de su padre, como si supiese lo especial que era; o quizá porque su voz destilaba compasión y sinceridad… El caso era que, pese a lo poco que le había revelado, aquella llamada había sido para ella el único destello de esperanza en medio de la angustia. Era una lástima que no hubiese podido transmitirle la misma esperanza a su madre.
Durante algún tiempo trató de ponerse en contacto con Jana y con Erik, pero ninguno de los dos iba ya al colegio. Cuando Laura preguntó en secretaría si se habían trasladado a otro centro, le contestaron que no había habido ningún traslado de matrícula. Por lo visto, ninguno de los dos había ofrecido explicaciones antes de ausentarse. Era raro, decididamente raro…
Una mañana de sábado, cediendo a un impulso, Laura se había ido ella sola a la Antigua Colonia para intentar localizar la casa de Jana. Sabía que vivía allí, aunque ignoraba la calle y el número. Era una búsqueda absurda, desde luego; pero, aun así, quería intentarlo. Callejeó durante horas por aquel laberinto de casas y jardines abandonados, que le parecieron más sombríos y amenazadores que nunca. Vio a media docena de extraños personajes salir juntos de un patio, y todos ellos echaron a correr al notar su presencia. Se movían de un modo elástico, casi felino. Y ése fue el único signo de actividad humana que pudo vislumbrar…
Cuando regresó a la Ciudad Nueva, agotada y deprimida, decidió que no volvería a poner los pies en aquel siniestro lugar nunca más.
Y así, lentamente, habían ido pasando los meses sin traer cambio alguno, salvo en el estado de ánimo de su madre, que empeoraba día a día. Cada vez parecía más ausente, más aislada en su propia desesperación. Ni siquiera su hija lograba llegar hasta ella… Se negaba a hablar, se entregaba día y noche a su trabajo, e incluso evitaba, siempre que podía, pasar un rato a solas con Laura. Era la misma reacción que había tenido después de la muerte de Hugo; solo que, esta vez, Laura no tenía a Álex para compartir su preocupación. Estaba sola, completamente sola… Y no entendía por qué la desgracia se cebaba en su familia.
En el exterior había oscurecido, y Laura estiró un brazo para encender la lámpara de la mesilla. Su mano tropezó con un libro que llevaba algún tiempo allí abandonado, junto a la lámpara. Sin mucho entusiasmo, lo abrió por el marcador que señalaba la última página leída y recorrió con los ojos algunos párrafos. Últimamente le costaba un gran esfuerzo concentrarse en la lectura. Las aventuras imaginarias de los personajes de las novelas no conseguían engancharla. Bastante tenía ya con los misterios de su propia vida…
Suspirando, cerró el libro y se quedó largo rato mirando al techo.
De pronto la luz se apagó. Al mismo tiempo, Laura notó que la oscuridad del retazo de cielo que se veía a través de la ventana era más densa que antes. Se trataba de un apagón general, estaba claro…
En ese instante sintió un cosquilleo en el dorso de las manos. Al mirárselas, comprobó asombrada que ambas emitían un suave resplandor dorado que parecía brotar de la propia piel. Al mismo tiempo, tuvo la sensación de que ese resplandor la bañaba por dentro, desterrando sus preocupaciones como si fuesen sombras. En pocos segundos, su estado de ánimo había cambiado radicalmente. Se sentía tranquila y en paz consigo misma, y a la vez experimentaba una inexplicable alegría. Mirándose el dorso luminoso de ambas manos, pensó en el milagro que suponía estar viva, en la asombrosa perfección de todos los mecanismos que le permitían ver, oír, moverse y respirar. ¿Acaso todas aquellas cosas no eran más impresionantes que la más poderosa magia? Y, sin embargo, casi todo el mundo las pasaba por alto…
Desde la calle le llegaron voces y gritos alborozados. Llena de curiosidad, se levantó y abrió la ventana. La gente estaba saliendo de sus casas, se formaban grupos en las aceras, y todos comentaban el increíble prodigio que acababa de sucederles. Laura se echó a reír de asombro y felicidad al darse cuenta de que todo el mundo tenía aquel mismo resplandor dorado en las manos. Cientos de luces cálidas y alegres danzaban en la oscuridad, expresando con sus movimientos la maravillosa transformación que cada persona había sentido en su interior.
El suministro eléctrico se restableció enseguida, y en cuanto volvió, Laura comprobó que el resplandor de sus manos había desaparecido. Sin embargo, la luz interior que lo había acompañado seguía allí, más resplandeciente y cálida que nunca.
En ese momento oyó unos pasos precipitados en el pasillo. Un instante después, la puerta se abrió.
—¿Has visto eso? —le preguntó su madre desde el umbral.
Sonreía confiadamente, como Laura no la había visto sonreír en mucho tiempo. Su hija supo entonces con absoluta certeza que dentro de las dos brillaba la misma luz suave y aterciopelada; una luz que les decía que confiaran, que pronto volverían a ver a Álex, y que nunca habían sido tan fuertes como en ese momento.
—Vengo de la calle —dijo Helena—. Ese resplandor en la piel de la gente, y sus caras… ¡Tendrías que haberlas visto! Parecían tan contentos, tan seguros de sí mismos… ¿Qué ha pasado, Laura? Parece cosa de magia. Pero la magia no existe, he dedicado toda mi vida a la ciencia y sé de lo que hablo…
—Quizá ha existido siempre, mamá; quizá lo único que ocurre es que no hemos sabido verla.
Las dos se cogieron de las manos y se miraron sonriendo. Luego, Laura sintió el abrazo firme y acogedor de su madre. Lo había echado terriblemente de menos en los últimos meses, pero allí estaba. Y eso sí que era mágico.
—Es como si, de pronto, lo viese todo más claro, mamá —confesó—. Es como si de repente las cosas tuvieran más sentido… ¿Qué crees que ha podido pasar?
Su madre se apartó un momento y la miró una vez más con una de aquellas sonrisas esplendorosas que Laura ya casi no recordaba.
—No sé lo que ha pasado, hija —murmuró—. No sé lo que ha pasado… Pero sí estoy segura de una cosa: a partir de hoy, todo será distinto.