—Creía que no ibas a venir —le saludó Jana con rostro serio.
—¿Qué te decía Erik?
—Me advertía sobre ti —dijo Álex, sonriendo—. Somos amigos desde hace mucho, pero él tiene más experiencia con las chicas. Supongo que cree que debe «guiarme».
Tan cerca de Jana, el tatuaje le ardía como si alguien le estuviese aplicando un hierro candente. Pero más insoportable que el dolor era la necesidad de tocarla, de rozar con los dedos la piel suave y fresca de sus mejillas.
—A Erik nunca le he caído bien —suspiró Jana—. No sé por qué; nunca me he metido con él, ni nada.
—Puede que le asusten un poco las brujas —bromeó Álex.
La forma en que Jana frunció las cejas le hizo arrepentirse enseguida de sus palabras. Sin embargo, ya era demasiado tarde para rectificar.
—Hablé con David —explicó atropelladamente—. Necesitaba saber algo más sobre el tatuaje… Él me contó lo de vuestra familia. Todo eso de las brujas Agmar.
—No deberías tomártelo a risa —murmuró Jana con aspereza—. Estás hablando de mis antepasadas, de mi madre y de mi abuela y de mi bisabuela… Lo que nos han transmitido es cualquier cosa menos ridículo, te lo aseguro. Es más, harías mejor en asustarte un poco, como tu amigo Erik.
Álex resistió su mirada hosca y ofendida.
—Te diré lo mismo que le he dicho a él —repuso, casi con humildad—. Seas lo que seas, no te tengo miedo; lo siento.
La expresión de Jana se dulcificó. Parecía agradablemente sorprendida.
—En realidad, no deberían llamarnos brujas —dijo, sonriendo—. Solo somos las transmisoras de una serie de técnicas espirituales que el resto de la humanidad ha olvidado.
—Me ha sorprendido que Erik supiese tanto sobre tu familia… ¿Cómo puede haberse enterado?
Jana no vaciló ni un instante antes de responder.
—Se lo habrá contado David —aventuró—. Ya has visto que no es muy bueno guardando secretos… Antes de que expulsaran a mi hermano, ellos dos se llevaban bastante bien.
Estaba improvisando, y lo hacía con mucha agilidad. Pero Álex percibía cada matiz de su expresión, cada parpadeo, cada inflexión de su voz, por leve que fuera. Y percibía que estaba mintiendo.
—No recuerdo que fueran amigos —dijo en tono casual—. Pero Erik siempre ha tenido tanta gente alrededor que puede que no me diera cuenta. Además, a él también le interesan los tatuajes…
Iba a añadir que acababa de verle uno nuevo, pero se calló. Sin saber por qué, intuyó que aquella información interesaría especialmente a Jana, y que por eso mismo no debía compartirla con ella.
El olor a champú de hierbas del cabello de Jana le estaba volviendo loco. Cada vez le costaba más trabajo concentrarse en lo que ambos decían. Quería tocar su pelo, sentir el peso sedoso de sus ondas entre sus dedos.
Mientras tanto, los alumnos continuaban subiendo a sus clases. Estaban empezando a nombrar a los de cuarto.
Jana comprendió lo que iba a hacer un instante antes de que lo hiciera.
—Espera —murmuró con voz temblorosa—. No lo hagas, tenemos un trato…
—No quieres ir deprisa. Prefieres guardar las distancias —susurró Álex, acercándose a la muchacha hasta que sus rostros quedaron separados tan solo por unos pocos centímetros—. La otra noche en tu casa, sin embargo, no me dio esa impresión…
Estaba mostrándose avasallador y torpe, pero no podía evitarlo. Lo único que deseaba era rozar su pelo y sus mejillas. Un segundo, solo un segundo.
Jana deslizó la espalda sobre el muro de piedra, intentando zafarse. Pero él fue más rápido y, apoyando las manos en el muro, formó dos barreras con sus brazos a ambos lados de su cuerpo. La tenía atrapada… Si quería escapar, tendría que tocarle, que era precisamente lo que ella intentaba evitar.
—No quiero asustarte, Jana —dijo con toda la ternura de la que fue capaz—. Solo quiero demostrarte que tú me importas más que nada. Más que el dolor, más que el miedo… ¿Lo entiendes? Me da igual la magia, y el tatuaje, y todo lo demás. Lo que yo siento es más fuerte que todo eso.
—Eres tú el que no entiende nada murmuró Jana con voz entrecortada.
Estaba temblando. Álex no podía soportarlo más. Intentó besarla, pero ella giró la cara, evitando su contacto en el último momento.
—Escucha, Jana —le dijo. También él estaba temblando, pero no le importaba. No le importaba nada en el mundo—. No voy a hacer nada que tú no quieras. Si no quieres que te bese, dímelo. Mírame a los ojos y dímelo. Te prometo que te dejaré en paz. A sus espaldas, sentía un número creciente de miradas clavadas en ellos dos, curiosas y sorprendidas. Jana giró muy despacio la cara hacia él. Estaba mortalmente pálida. Sus ojos se encontraron.
—No lo hagas, Álex. Por favor, no lo hagas…
¿No quieres que te bese?
Ella bajó los párpados.
Era la respuesta que él había estado esperando. Estremeciéndose de pies a cabeza, Álex inclinó su rostro y, muy delicadamente, rozó los labios de Jana con los suyos.
Una vez más, el infierno se desató a su alrededor. Pero esta vez no estaba solo en la superficie, lamiéndole la piel con sus lenguas de fuego. Estaba también dentro, en su cerebro, una pira voraz y cegadora quemándolo todo, consumiéndolo todo tan deprisa que a los pocos instantes no quedaban más que cenizas y negrura.
Se encontraba en una habitación amplia, de forma octogonal, con el suelo de tablas oscuras, bruñidas por el tiempo. Más allá de las paredes de piedra, a lo lejos, podía oír la respiración del viento entre los árboles. O tal vez fuese su propia respiración… No estaba seguro.
Permanecía tendido de costado en el suelo, con las piernas encogidas. Sentía la mejilla izquierda acartonada contra las desgastadas tablas, y la opresiva sombra de un rectángulo negro justo encima de él, a escasos centímetros de su hombro. Tardó unos segundos en comprender que se hallaba debajo de una cama. Veía la habitación bajo la rendija ondulante que separaba la colcha del suelo.
Había un bulto rígido sobre la madera, a pocos metros de él. Desde su posición no podía distinguir su rostro, pero enseguida comprendió que se trataba de su padre. Y también notó, por la extraña postura de sus piernas y sus brazos, que posiblemente se hallase herido, o quizá muerto. Su cuerpo yacía sobre un complejo entramado de líneas rojas y azules trazadas con tizas sobre el suelo.
Por un momento deseó escapar. No sabía qué lugar era aquel ni cómo había llegado hasta allí, pero quería salir de su escondite y alejarse tan deprisa como le fuera posible. Estaba a punto de intentarlo, cuando se dio cuenta de que había alguien más en la habitación… Una silueta que iba y venía sobre la pared, oscureciendo de cuando en cuando el rectángulo azul de la ventana.
Los minutos transcurrían lentos y vacíos, con aquella silueta sin sombra pasando una y otra vez ante él, deteniéndose de cuando en cuando frente al ventanal, y otras veces acelerando el paso hasta imprimirle un ritmo frenético. En un momento dado, la figura se reclinó sobre el cuerpo inmóvil y permaneció quieta, casi tan rígida como el propio cadáver. Luego, sus manos empezaron a tantear el cuerpo febrilmente, a rebuscar en los bolsillos y en los pliegues de la ropa.
Fue en ese instante cuando Álex pudo ver claramente su aspecto por primera vez. Y lo que vio le dejó sin aliento… Porque la criatura que estaba registrando a su padre no parecía del todo humana. Tenía el rostro de un hombre, eso sí. Un rostro casi irreconocible, protegido por una espesa sombra. Su cuerpo, en cambio, estaba rodeado de una aureola de luz dorada, y dos alas enormes y deslumbrantes brotaban de su espalda.
—Siento que hayamos tenido que llegar a esto, Hugo —dijo la criatura suavemente—. Todavía puedo salvarte, la herida no es mortal… Pero para eso tienes que decirme quién tiene la piedra.
La piedra azul, Hugo… ¿Puedes oírme? Dime dónde está y evitaré que te desangres. No tienes otra salida…
En el suelo, la cabeza de Hugo se movió hacia un lado y otro. Un movimiento torpe, apenas perceptible, pero con un significado bien claro para quien hubiese oído las anteriores palabras. Estaba diciendo que no… Se estaba negando a colaborar con su asesino, empleando en ello las escasas fuerzas que le quedaban.
Exasperada, la criatura desplegó sus alas; tenía unas alas bellísimas, con cientos de ojos abiertos que se clavaron en el rostro del herido como esquirlas de escarcha.
—Estás siendo un estúpido, Hugo —advirtió con voz helada.
Y no me dejas elección… De todas formas, es la única salida. Llevas demasiado tiempo jugando con fuego, y si te dejamos seguir, el incendio terminará devorándonos a todos.
Álex intentó moverse, pero le fue imposible. Un agudo dolor le mantenía clavado al suelo, impidiéndole salir de su escondite. Por un lado, tenía la sensación de que todo aquello formaba parte de un sueño; pero, al mismo tiempo, la visión era tan real que no podía sustraerse a su influjo. Por absurdo que pareciera, sentía que tenía que intervenir, que debía hacer algo para apartar a aquel ser de su padre y evitar que cumpliese sus amenazas.
Sin embargo, no pudo hacer nada. La criatura comenzó a moverse lentamente alrededor del cuerpo de Hugo mientras emitía un ronco y ardiente siseo. Al cabo de un tiempo, el muchacho comenzó a distinguir las palabras que componían aquel aterrador sonido. No entendía su significado, pero sus labios las repetían fascinados, vocalizando en silencio, totalmente sometidos a su poder.
Y cada palabra incomprensible se clavaba como una aguja en el cuerpo de Hugo, arrebatándole un pedazo de vida.
El ritual continuó largo rato, hasta que Álex perdió la noción del tiempo. Por fin, el monstruo alado dejó de susurrar y se quedó callado, contemplando su obra. Hugo, a esas alturas, ya no respiraba. No obstante, para asegurarse de que estaba muerto, la criatura le propinó una violenta patada en el costado.
Ninguna reacción. Álex intentó gritar, pero el sonido no llegó a brotar de sus labios. Era como si hubiese perdido el control de su propio cuerpo, como si se hallase separado de él por una barrera mental infranqueable. Y tampoco podía moverse… Se encontraba atrapado dentro de su propio sueño.
Entonces, la criatura alada hizo algo muy extraño. Con un gesto sorprendentemente humano, extrajo un revólver de entre los pliegues de su túnica y disparó. Un solo tiro certeramente dirigido a la sien derecha de Hugo, que estalló en mil burbujas de sangre.
Horrorizado, Álex trató de gritar de nuevo, y esta vez lo consiguió. Un interminable aullido salió de su boca, agudo y cristalino como una música sobrenatural. Un sonido que a él mismo le resultaba insoportable por su intensidad y violencia…
El chillido rasgó como un cuchillo la visión, fragmentándola en mil pedazos. Lo último que vio Álex fue el rostro helado e indiferente del asesino de su padre. Luego, los pedazos luminosos fueron apagándose, como rescoldos de una hoguera moribunda. Y al final, todo volvió a sumirse en la más completa oscuridad.