Capítulo 8

Al despertarse cada mañana en el Palacio de los guardianes, los primeros pensamientos de Álex se dirigían invariablemente hacia su madre y su hermana. ¿Qué pensarían ellas de su desaparición?

Probablemente creerían que le había ocurrido algo terrible, tal vez incluso temiesen que hubiese muerto. El muchacho habría dado cualquier cosa por sacarlas de su error, pero no se atrevía a comentar su preocupación con sus extraños compañeros de exilio.

Fue la propia Nieve quien, un día, al final del entrenamiento abordó el asunto.

—No te distraigas pensando en tu familia —le dijo de buenas a primeras—. He hablado con tu hermana y le he dicho que estás bien.

Aquella declaración dejó atónito a Álex.

—¿Has hablado con mi hermana? —repitió—. ¿Se lo has contado todo?

—Solo lo imprescindible.

—¿Qué le dijiste?

—Solo que te habíamos llevado a un lugar seguro para protegerte de tus enemigos.

Hablé con ella por teléfono… ¡Qué cómicos me resultan esos aparatos!

Álex no podía dar crédito a lo que estaba oyendo.

—¿Y te creyó? —preguntó, perplejo.

—Olvidas que mi poder reside en mi voz —repuso Nieve, risueña—. ¿Cómo no iba a creerme? No te preocupes más, ella tranquilizará a tu madre. Estoy segura de que sabe cómo hacerlo.

Álex comprendió que Nieve había dado aquel paso para sacarle del estancamiento en el que se encontraba desde el inicio de su aprendizaje. Por diversos motivos, no conseguía concentrarse en las enseñanzas que estaba recibiendo. Cuando lograba prestar atención, aprendía de prisa, y sus maestros se mostraban encantados con sus progresos. Sin embargo a menudo, escuchaba sus explicaciones con aire ausente, y fracasaba por completo al intentar poner en práctica las instrucciones recibidas.

El más impaciente con aquellos cambios de actitud era, sin duda alguna, Heru. El arquero ponía toda su alma en cada clase, y no entendía la indiferencia de Álex ante los valiosos recursos que intentaba enseñarle a manejar.

—Si todo esto te interesa tan poco, ¿por qué no te vas a tu casa y nos dejas tranquilos? —Le espetó un día, cansado de repetirle una y otra vez las mismas correcciones acerca de la postura del hombro a la hora de disparar un arco.

Estamos perdiendo el tiempo contigo, no te interesa nada de todo esto. Los otros no eran así… Ellos tenían ambición. Corvino lo veía como un problema, pero yo, sinceramente prefiero un poco de ambición a esta indiferencia tuya.

Álex escuchó la regañina con expresión culpable, y se propuso sinceramente mejorar su actitud en el futuro. Lo cierto es que le llevó algún tiempo dejar atrás sus dudas y entregarse por entero al entrenamiento. El gesto de Nieve en relación con su familia contribuyó no poco a allanarle el camino… A partir de aquel día, los progresos del joven candidato a guardián se volvieron mucho más rápidos.

Pese al carácter impetuoso de Heru, sus clases eran quizá las que más disfrutaba el muchacho. Además de un gran luchador, Heru se reveló como un magnífico profesor, infatigable y entusiasta. Con él, Álex aprendió a ir ganando dominio sobre su cuerpo a través del manejo de diferentes armas y del aprendizaje de varias artes marciales. Se trataba de las cosas que nunca le habían interesado antes, pero, a medida que las iba conociendo, cada vez era más consciente de la dimensión espiritual de todas aquellas técnicas, y de lo mucho que estaban contribuyendo a afianzar su seguridad en sí mismo, su agilidad mental y sus dotes perceptivas.

La disciplina que mejor se le daba era la lucha acrobática. Para su sorpresa después de las primeras semanas comenzó a hacer progresos agigantados en aquel difícil arte.

Gracias a las enseñanzas de Heru, aprendió a saltar y a flotar unos segundos en el aire antes de elegir el lugar de su caída, y a combinar giros, patadas y golpes en una especie de danza tan precisa como mortífera.

Una tarde, después de más de un mes y medio de entrenamiento, Heru le desafió a un combate de exhibición delante de sus compañeros, Quería impresionar a los otros guardianes con las habilidades de su alumno, y lo consiguió. Argo, Nieve y Corvino siguieron las evoluciones del combate con la boca abierta, y se levantaron de sus asientos cuando Álex consiguió derribar a Heru e inmovilizarle las manos sobre la espalda.

—Os dije que era mejor de lo que parecía —afirmó Heru, orgulloso, una vez terminada la exhibición—. Ni siguiera Arión era tan bueno. Al principio creí que nunca sacaría nada de él, con sus continuas distracciones… Tengo que reconocer que estaba equivocado.

También Nieve estaba muy satisfecha con la evolución de su joven pupilo. La capacidad de Álex para asimilar cada detalle de las lecciones parecía inagotable. Al principio le había preocupado la resistencia inconsciente del muchacho a dejarse llevar por las posibilidades innatas a su voz. Sin embargo, una vez pasadas las primeras semanas, aquellas vacilaciones iniciales quedaron olvidadas. Álex disfrutaba interpretando con su voz los sonidos del agua y el viento, el crepitar del fuego y el crujido leve de la hierba. Él nunca había imaginado que su organismo pudiese emitir réplicas tan perfectas de aquellos ruidos salvajes y encantadores. El secreto consistía en evitar pensar con palabras mientras se concentraba en percibir los cambios de su entorno.

—Esto es maravilloso —le dijo un día a Nieve al término de la clase—. Sin embargo, todavía no veo con claridad para qué sirve.

—No se trata de un instrumento, sino de un fin en sí mismo. Cuando logras emitir uno de esos sonidos salvajes e inhumanos, es porque has conseguido dominar tu mente y apartarla de la tentación de los símbolos durante unos minutos. Lo importante es ese logro, y no su posible utilidad.

—Sin embargo, tú misma me has dicho muchas veces que se trata de magia… ¡De algún modo tiene que poder usarse!

Nieve lo miró pensativa.

—En realidad, tú ya has usado antes este poder. Corvino me contó cómo liberaste a ese pobre Ghul, ése al que llamaban Garo… Con tu voz, recreaste su bosque de origen y le abriste el camino hacia la libertad. ¿No te parece suficiente magia?

—Entonces ahora, con todo lo que he aprendido…

—No pienses en cómo utilizarlo —le atajó Nieve—. Ése es el camino erróneo.

Cuando necesites tu voz, la tendrás, sean cuales sean las circunstancias. Con eso debería bastarte.

Después de las clases de Nieves, Álex solía retirarse a descansar en el pequeño jardín de frutales del palacio, entre los picos de las montañas. Hiciese buen o mal tiempo, se apoyaba en una firme y pulida piedra negra plantada entre la hierba contemplaba ensimismado las ramas desnudas de los árboles, los carámbanos de hielo colgando de los aleros rojos y dorados y las inmensas moles de piedra coronadas de nieve que rodeaban aquel oasis de verdor por todas partes. No se cansaba nunca de admirar la belleza agreste e inhumana de aquellos parajes, ni de observar el vuelo majestuoso y preciso de las águilas entre las cumbres, o el contraste del ramaje negro de los manzanos contra el gris profundo del cielo invernal. Aquel jardín le llenaba de paz y reponía sus reservas de energía mental después del esfuerzo de los ejercicios de voz.

Había aprendido a fundirse con su silencio y a no pensar en nada mientras disfrutaba de su sencillo encanto. No había sido un proceso fácil, desde luego… Al principio, en cuanto se apoyaba en aquella piedra negra y comenzaba a relajarse, su mente se llenaba de imágenes de Jana, y una viva inquietud se apoderaba de él. Pronto comprendió que si quería que aquella estancia suya entre los guardianes le aportase algo, tendría que aprender a desprenderse de todos los recuerdos relacionados con la muchacha. Era doloroso renunciar pensar en ella, pero sabía que si no daba ese paso, no lograría una auténtica evolución. Para salvar a Jana de la destrucción tenía que transformarse en algo que aún no era, y para lograr esa transformación debía olvidarse temporalmente de Jana y concentrarse en el aprendizaje. Resultaba paradójico; pero cuando su mente aceptó que no le quedaba otro camino y se puso de su parte, poco a poco la renuncia a sus recuerdos se fue volviendo más sencilla.

Más difícil le resultó desterrar de su cerebro la imagen de Erik herido, tal y como lo había visto por última vez. No podía dejar preguntarse si su antiguo amigo seguiría vivo. Recordaba su piel fláccida y arrugada alrededor de la llaga negruzca del brazo, y automáticamente sentía un escalofrío. Sin embargo, las clases de sus maestros fueron dando frutos poco a poco, y llegó un momento en que podía sentarse a descansar en el jardín con la mente completamente vacía, sin pensar en nadie de su pasado, y dedicándose únicamente a disfrutar del sol invernal sobre su piel y el bello espectáculo de las montañas nevadas.

En aquellos progresos tenía mucho que ver la paciencia de Corvino. El Guardián Rojo, como solían llamarle en broma sus compañeros, se había propuesto desde el primer día evitar las explicaciones teóricas en sus clases y predicar con el ejemplo.

Cuando Álex llegaba a la biblioteca, en lo más alto de la torre sur, se lo encontraba tumbado en una cama de clavos, como un fakir, o tiritando frente a la ventana con los cabellos húmedos. Álex, al principio, no entendía el objetivo de aquellos sacrificios inútiles. Le parecía absurdo que un hombre se sometiese voluntariamente a toda clase de penurias para fortalecer su espíritu. Por fortuna para él, Corvino nunca le invitó a seguir sus pasos ni a intentar sus proezas. Lo único que le pedía era que le contemplase en silencio mientras él se sacrificaba.

Finalmente, una tarde Álex no pudo soportarlo más y se decidió a cuestionar la utilidad de aquel método de enseñanza.

—¿Por qué te empeñas en torturarme obligándome a ver cómo sufres? —le preguntó, después de observar espantado cómo Corvino jugueteaba metiendo los dedos en la llama de una vela.

—No sufro tanto como tú crees —replicó tranquilamente Corvino, sin interrumpir el juego—. No olvides que mi cuerpo ha cambiado mucho. En realidad es más espíritu que cuerpo… Y mi sufrimiento es más espiritual que material.

—De todas formas, ¿qué gano yo viéndote sufrir?

Corvino sonrió, y el resplandor levemente rojizo de su piel se intensificó por un momento.

—Te endureces —repuso—. Tienes que aprender a dominar tus sentimientos, incluidos los que a ti te parecen positivos y altruistas. Para liberarse de la esclavitud de los símbolos, antes hay que romper las cadenas de placer y el dolor; pero también las del odio, el amor y la compasión. No olvides nunca eso.

Sin embargo, Álex ni podía aceptar tan fácilmente una enseñanza así.

—No quiero renunciar a la compasión ni a los sentimientos positivos —protestó.

No quiero convertirme en una especie de robot de carne y hueso…

—¿Eso es lo que te parezco yo? —preguntó Corvino, sonriendo.

—A veces, sí. Y no entiendo por qué te esfuerzas tanto en destruir tu parte humana.

Corvino frunció el ceño, y la sonrisa desapareció de sus labios.

—Lo que pasa es que tenemos ideas diferentes de lo que es humano y lo que no lo es.

Para ti, ser humano significa sentir. Para mí, significa ser libre. Y para ser libre, totalmente libre, hay que renunciar a los sentimientos. O al menos hay que tener la posibilidad de hacerlo.

La expresión del guardián se ablandó al percibir el sincero interés de Álex por entender su punto de vista.

—Este entrenamiento no tiene como objetivo renunciar para siempre a sentir —le explicó—, sino dejar a un lado los sentimientos y las sensaciones cuando la ocasión lo requiera. Es cuestión de eficacia, ¿comprendes? En algunos momentos de la vida, los sentimientos solo son un lastre. ¿No te gustaría ser tú quien decidiese cuándo y en qué momento quieres dejarte llevar por ellos, en lugar de permitir que ellos te dominen?

—Supongo que sí —replicó Álex sin mucha convicción—. Pero no creo que eso sea posible…

—Es posible, te lo aseguro. Solo tienes que confiar en mí y dejarte guiar. Estoy convencido de que puedes conseguirlo.

—Pero para eso tendría que hacer las cosas que tú haces ¿no? Tumbarme en camas de clavos, quemarme voluntariamente…

—No creo que estés preparado para eso. Empieza por pruebas más sencillas, y no intentes nada más difícil hasta haber superado el paso anterior. Puedes comenzar privándote de algún alimento que te guste, o apartando un pensamiento agradable de tu mente, o quedándote una hora y media más a meditar aunque tengas sueño. Eres tú quien debe elegir las pruebas a tu medida, no serviría de nada que yo te las impusiera.

Lo importante es que, poco a poco, vayas aprendiendo a controlar tus necesidades físicas y espirituales. Será un proceso largo, pero el esfuerzo merece la pena. Sin darte cuenta llegará el día en que te sentirás libre, completamente libre… Y eso, créeme, no tiene precio.

Hasta ese día, Álex no había entendido del todo el propósito de las enseñanzas de Corvino, pero a partir de aquella conversación lo entendió. Fue entonces cuando comenzaron sus progresos… Tal y como le había sugerido su maestro fue poniéndose a sí mismo pequeñas pruebas, y cuando las superaba, lo celebraba como si hubiese realizado una gran proeza. Al cabo de algunas semanas, casi sin esfuerzo, había aprendido a olvidarse del hambre y la sed incluso cuando llevaba diez horas sin probar bocado, y a no quejarse nunca de ningún dolor, ni siquiera cuando Heru se excedía en sus lecciones de combate y le dejaba magulladuras en los brazos y en las piernas.

Un día. Mientras comían, Corvino se fijó en que Álex engullía cucharadas tras cucharada de una sopa tan caliente que debía de estar desollándole la lengua. El muchacho no movía ni un solo músculo de su cara, y su expresión era la misma que habría puesto si la sopa hubiese estado a temperatura agradable. Cuando alzó la vista del cuenco vacío, sus ojos se encontraron con los del Guardián Rojo. Y ambos sonrieron.

—Ten cuidado —le dijo Corvino al comienzo de su clase esa misma tarde—. Has vencido al dolor, pero no al orgullo. Te sientes demasiado satisfecho por lo que has conseguido. En mi opinión, esa satisfacción es más peligrosa para la evolución de tu espíritu que el miedo a quemarse la lengua con una sopa demasiado caliente.

Aquella misma tarde, Álex le contó a Argo lo que Corvino le había dicho. Estaban en clase de meditación, la favorita del muchacho, y en la que día a día realizaba mayores progresos. Según Argo, Álex poseía un talento especial para vaciar su mente, y volverla receptiva a visiones de otros lugares y épocas. Sin duda, era un don heredado de sus antepasados Kuriles.

—El problema de los Kuriles, y de los Medu en general, es que siempre han intentado utilizar sus habilidades para aumentar su poder, en lugar de hacerle en beneficio del universo —le había explicado—. Y fíjate en que he dicho el universo, y no la humanidad… El mundo no gira en torno al hombre, es mucho más rico y variado.

Nuestros dones deben servirnos para comprenderlo, no para intentar cambiarlo. Ése es un crimen que se paga con la destrucción y el sufrimiento.

Aquella tarde, cuando Álex le habló de la preocupación de Corvino por sus sentimientos de orgullo, Argo se echó a reír con ganas.

—A veces creo que Corvino es demasiado perfecto —le confió en voz baja—. Y la perfección puede ser un pecado tan grande como el orgullo, o quizá mayor… Ante todo, no debemos olvidar que somos humanos. Es maravilloso adquirir dominio de uno mismo, siempre que eso no signifique convertirse en un pedazo de madera.

—Con todos los siglos que lleváis juntos, lo lógico sería que todos dominaseis las habilidades de los demás —se atrevió a comentar Álex—. Habéis tenido tiempo más que de sobra para entrenaros unos a otros…

—¿Crees que no lo hemos hecho? Hemos aprendido de nuestros compañeros todo lo que podíamos aprender. Todos somos excelentes arqueros y expertos en lucha acrobática, Todos sabemos controlar nuestros impulsos y utilizar sonidos onomatopéyicos para influir en la naturaleza. Y todos tenemos visiones… Solo que las mías siguen siendo más perfectas y completas que las de los demás. Por muchos siglos que pasen, yo empecé antes a practicar el arte, y tengo un don natural para él, por lo que siempre lo dominaré mejor. Lo mismo que Nieve maneja mejor que nadie su voz, y Corvino sus propios sentimientos.

—¿Y nunca has sentido la tentación de utilizar tus visiones como las utilizaban mis antepasados? —preguntó Álex, decidido a aprovechar el talento especialmente comunicativo de Argo durante aquella clase.

—¿Para cambiar el futuro, quieres decir? —preguntó Argo. Sus ojos brillaban como esmeraldas, y su resplandor verde parecía reflejarse sobre sus mejillas y su frente.

Eso sería romper las reglas. Nosotros no queremos cambiar la realidad, sino aceptarla tal y como es. Por eso el arte que estoy tratando de enseñarte es más difícil que el de los Kuriles: ver sin influir en lo que estás viendo; dejar que tu mente capte distintos momentos del pasado, el presente y el futuro, sin dejar que eso influya en el curso de los acontecimientos… Puedes lograrlo, ya lo has logrado muchas veces durante las clases, pero con visiones que no te decían nada personalmente. Ahora debes intentar ir un paso más allá: debes tratar de enfrentarte a visiones relacionadas con asuntos que de verdad te interesen y con personas que signifiquen algo para ti.

Al oír aquello, Álex tragó saliva. ¡Después de todo lo que se había esforzado para no pensar en sus seres queridos, ahora Argo le pedía que lo hiciera! No estaba seguro de estar preparado para algo así; pero, por otro lado, deseaba vivamente intentarlo.

—Quizá podríamos probar ahora —propuso, inseguro—. Contigo cerca, siempre me resulta más fácil concentrarme.

—De acuerdo. Probemos, entonces. Intentaré unir mi energía mental a la tuya, para ayudarte a allanarle el terreno a la visión.

Con un gesto, Argo invitó a Álex a sentarse en el tatemi que habitualmente utilizaban para sus ejercicios, separados de los grandes ventanales de la habitación por una pesada cortina gris. El muchacho adoptó la postura del loto, con las piernas cruzadas y los pies firmemente anclados sobre sus muslos. Argo se sentó en la misma posición, y ambos permanecieron varios minutos en silencio, contemplando la blancura de la pared.

La visión, al comienzo, no era más que una mancha borrosa. Poco a poco, sin embargo, los contornos se fueron perfilando, y Álex pudo reconocer los rostros de dos personas muy importantes para él. Lo extraño era que ambas apareciesen juntas…

Se trataba de Erik y Jana. Estaban sentados delante de una ventana que daba a los campos de juego del colegio, una ventana en forma de arco que Álex no recordaba haber visto jamás. Se encontraban muy cerca uno del otro, y se miraban con una confianza que el muchacho nunca había notado anteriormente entre los dos. El rostro de Jana parecía tan sereno e indiferente como de costumbre, pero sus ojos estaban húmedos, como si hubiese llorado.

De pronto, Erik le pasó una mano por la mejilla. Fue un gesto natural, espontáneo, pero cargado de significado. Álex notó el estremecimiento de Jana, el destello de sus ojos al encontrarse con los de Erik. Una oleada de rabia fue creciendo en su interior hasta nublarle la conciencia, y la visión se esfumó.

Cuando terminó, notó la presencia de Argo a su lado. No había cambiado de postura, pero había girado el rostro hacia él y lo miraba con intensidad.

Intentó en vano controlar el temblor que se había apoderado de sus manos. Sentía el latido de la sangre en sus sienes, la aceleración de su corazón, los efectos de la adrenalina sobre sus músculos, que se habían puesto tensos como cuerdas de arco.

—¿De cuándo era esa visión? —preguntó con voz sorda, evitando la mirada de Argo.

Su maestro lo miró con gravedad.

—Deberías saberlo ya, a estas alturas del entrenamiento —dijo—. Es una visión del futuro.

—O sea, que en el futuro va a haber algo entre ellos… Concentrémonos otra vez, ¡quiero volver a verlos!

Argo se puso en pie y sacudió las piernas entumecidas.

—Basta, Álex —ordenó en tono perentorio—. El experimento no ha salido bien, no estás preparado todavía. Trata de olvidar lo que has visto y concéntrate en el presente.

—¿Cómo voy a olvidar lo que he visto? —Murmuró el muchacho, sonriendo con amargura—. Lo que he visto lo cambia todo. Yo preocupándome por ellos, y ellos…

Ellos van a traicionarme. Si es que no lo han hecho ya… Apuesto a que en este mismo momento están juntos.

—Está bien, yo no buscaba esto, pero, ya que ha ocurrido, tal vez sea mejor —dijo en voz baja—. Son Medu, Álex. Son nuestros enemigos. Si creías que les debías algo, ya has salido de tu error. Descansa y trata de serenarte, Recupera el control. Pase lo que pase, un guardián siempre debe ser dueño de sí mismo.

Álex se despidió de Argo y caminó como un autómata a través del corredor que conducía hasta su habitación. Apenas era consciente de lo que hacía. En cuanto estuvo en su cuarto, se descalzó y se metió en la cama. No deseaba descansar, solo cerrar los ojos para reconstruir aquella imagen que le había destrozado. Jana y Erik juntos… Debería haberlo imaginado. Pese a las burlas de Jana, estaba seguro de que ella, en el fondo, le consideraba atractivo. Y ahora que Óber se había dado cuenta de lo poderosa que ella podía llegar a ser, tal vez estuviese fomentando aquella relación.

Incluso era posible que ella lo tuviese todo planeado desde el principio… Lo único que le importaba era el poder, y si para ello tenía que seducir a Erik, lo haría sin el menor escrúpulo.

Lo que más le había impresionado de aquella fugaz escena era la mezcla de deseo y ternura que se leía en los ojos de Erik. Él la quería de verdad, de eso no había duda.

Pero el hecho de que la quisiera, lejos de suavizar el rencor de Álex, lo aumentaba.

¿Cómo se había atrevido a luchar por ella? Erik sabía que él estaba loco por Jana, sabía lo del tatuaje, y el precio tan alto que había tenido que pagar por acercarse a una descendiente de Agmar… ¿Cómo era posible que, sabiendo todo aquello aprovechase la primera oportunidad que se le presentaba para intentar sustituirle? O tal vez no fuese la primera… Tal vez llevasen juntos todas aquellas semanas que él había permanecido como un tonto en el palacio de los Guardianes.

El recuerdo de los dedos de Erik rozando la piel de Jana le quemaba como un hierro al rojo. No podía soportarlo, pero tampoco era capaz de apartarlo de su mente. El tatuaje había empezado a dolerle de un modo salvaje, y aquel dolor exacerbaba su odio y sus deseos de venganza. Si, se vengaría… Podía hacerlo, los guardianes le habían preparado para ello. Destruiría a los Medu, los barrería de la faz de la tierra. Su padre le había dicho que podía elegir… Pues ya había elegido. Había seguido sus instrucciones al pie de la letra sin saber adónde le conducirían. Ahora, por fin, lo sabía. Iba a convertirse en el Último… Iba a sacrificarlo todo para hacerles pagar a Jana y a Erik su traición.

—Estas equivocándote —dijo una voz indescriptiblemente suave muy cerca de su oído.

Abrió los ojos sobresaltado. Tenía la frente perlada de sudor, y su almohada, bajo su cuello, también estaba húmeda. Comprendió que debía de tener mucha fiebre… Se arropó con las sábanas y miró a Nieve con ojos vacíos.

—Argo me ha contado tu visión —prosiguió la muchacha en tono apacible—. Estás enfermo de celos, Álex… ¿Cómo puedes ser tan idiota? Francamente te creía más fuerte.

—Déjame. Tú no puedes entenderlo —gruñó Álex volviéndole la espalda y clavando la vista en la pared—. Ninguno de vosotros puede entenderlo, habéis olvidado lo que sentimos los seres humanos.

—Solo quiero ayudarte… —le respondió Nieve.

—Pues entonces vete y déjame en paz. No quiero ver a nadie ahora; no quiero sermones, ni mucho menos consuelo.

—Necesitas regodearte en tu dolor… Es comprensible. Pero no voy a permitírtelo.

Nieve había pronunciado aquellas palabras con la misma musicalidad de siempre, pero, a la vez, con una inquebrantable firmeza. Álex se incorporó bruscamente en la cama y se encaró con ella, irritado.

—¿Por qué te preocupas tanto? —preguntó, sonriendo—. Esto era lo que todos queríais, ¿no? Que odiase a los Medu, que hiciese cualquier cosa con tal de destruirlos… Pues ya los habéis conseguido. Argo parecía muy contento con el cambio, no entiendo por qué tú te los has tomado así.

Nieves se sentó a los pies de la cama y trató de cogerle la mano, pero Álex la rechazó.

—Ya hemos hablado de esto antes —explicó Nieve en voz baja—. Lo que yo quiero no es exactamente lo que quieren los demás. Pero si estoy intentando razonar contigo, no es por mí, sino por ti. No estás en condiciones de tomar decisiones, Álex. Ahora menos que nunca. El odio es mal consejero, el peor consejero que un hombre pueda tener. Espera a que estos sentimientos se enfríen, y luego decide lo que quieras. Pero guiado por el odio, no… Terminarías como Arión, y todo volvería a empezar otra vez.

Un destello de furia atravesó los limpios ojos de Álex.

—No, eso no —murmuró—. Yo quiero terminar con ellos para siempre.

Nieve suspiró y se puso de pie.

—Pues si es eso lo que quieres, tendrás que hacerme caso —observó con tristeza.

Recupera el dominio de tus sentimientos, y luego actúa. Lo único que te pido es que no te precipites… ¿Me prometes que no lo harás?

Álex asintió en silencio.

Nieve vaciló un momento junto a la cama, pero al final optó por marcharse y dejarlo solo. «Mejor», pensó Álex, satisfecho. No quería que ella notara hasta qué punto le habían afectado sus palabras. Nieve tenía razón; para lograr su objetivo tenía que calmarse. Debía emplear todas las técnicas que había aprendido durante su estancia en el palacio para controlar sus impulsos y obligarse a esperar el momento. Paciencia, ésa era la clave… Se aferraría a las enseñanzas de Argo y de Corvino para resistir.

Seguiría practicando la lucha con Heru y el poder de la voz con Nieve. Quería estar preparado para cuando llegase el momento… Y no tendría que esperar mucho.

Faltaban tres semanas para el día de su cumpleaños. Según lo que le había contado su padre, era la fecha límite para su trasformación en el Último Guardián. Antes de ese día, debía tomar la decisión definitiva. Apuraría al máximo el plazo que le quedaba, para continuar aprendiendo de sus maestros hasta el último instante.

Durante las dos semanas siguientes, la línea de acción que se había fijado comenzó a dar frutos. Poco a poco, logró serenarse lo suficiente como para concentrarse de lleno en las lecciones y asimilar todo lo que Heru, Nieve, Argo y Corvino le transmitían.

Los cuatro guardianes observaban su entusiasmo con inquietud. Era evidente que les preocupaba la intensidad de sus afectos. Sin embargo, a medida que fueron pasando los días, la sensación de preocupación fue dejando paso a un alivio que no tardó en transformarse en entusiasmo. El muchacho estaba aprendiendo, estaba avanzando a pasos agigantados. No había reto demasiado difícil para él, todo lo que se proponía lo conseguía. Sus visiones eran cada vez más sofisticadas; sus acrobacias en la lucha, más espectaculares. Incluso parecía soportar el dolor físico con la misma indiferencia que Corvino… Cada vez que veía a este someterse a un ejercicio particularmente duro, lo imitaba. Se clavaba objetos hasta sangrar, salía a pasear desnudo bajo el frío invernal durante la noche. Se mortificaba sin ningún motivo… Únicamente para probarse.

Toda aquella actividad ejerció un efecto calmante sobre sus sentimientos. Poco a poco, la ira inicial fue dejando paso a la tristeza. La imagen de Erik acariciando a Jana le dolía tanto como el primer día, pero la rabia que acompañaba al aquel dolor empezaba a remitir. Se dio cuenta con asombro de que lamentaba tanto la traición de Erik como la pérdida de Jana. Los dos significaban mucha para él, aunque de maneras distintas.

Una tarde, después del entrenamiento con Argo, decidió salir un rato al jardín. Los días comenzaban a alargarse, y el cielo aún estaba claro, a pesar de que el sol ya había desaparecido detrás de las montañas, Álex había visto por la ventana que uno de los frutales del jardín había amanecido cuajado de flores. Así, de un día para otro…

Era un milagro.

Por primera vez en mucho tiempo, el muchacho se sentía tranquilo. En su sesión con Argo, había vislumbrado fugazmente el bosque de origen de Garo, y aquella visión le había serenado bastante. Le apetecía pasear por el jardín, aspirar el olor de la hierba y de la tierra húmeda, sentarse tranquilamente a contemplar el árbol recién florecido y los incansables surtidores de las fuentes.

Sin embargo, en cuanto salió se dio cuenta de que algo fallaba. No sabía qué era; aparentemente, el árbol seguía tan bello como por la mañana, o más incluso. Otro árbol, un cerezo probablemente, exhibía también sus primeros brotes rosados. El agua del estanque centelleaba bajo la luz rosada del crepúsculo…

¿Qué era lo que faltaba? Los elementos más hermosos del jardín seguían allí, ante su vista. ¿Por qué, entonces, le había asaltado desde el primer momento aquella extraña sensación de pérdida?

La respuesta llegó cuando se disponía a sentarse en el suelo como solía hacerlo. La piedra en la que siempre se apoyaba había desparecido. Parecía absurdo, pero sin aquella piedra tosca y negra en la que siempre apoyaba su cansada espalda, el jardín ya no era el mismo. No podía disfrutar de su belleza, para él había perdido todo su encanto, porque no tenía desde dónde contemplarlo. Sencillamente, se había quedado sin su referencia, sin su punto de apoyo.

Entonces pensó en Erik y un relámpago de comprensión iluminó su espíritu. Erik era para Álex como aquella piedra negra. No pensaba mucho en él, no le dedicaba demasiado tiempo. Sin embargo, durante años había sido su punto de referencia. Sin la amistad de Erik, el mundo ya nunca sería el mismo para él. Si lo perdía, perdía la capacidad de disfrutar de todo lo bueno que el mundo podía ofrecerle, incluido el amor de Jana.

De pronto se dio cuenta de lo ciego que había estado. Había interpretado mal la visión en la que Erik acariciaba a Jana se había equivocado completamente… Erik había sido siempre la lealtad personificada. Se lo había demostrado justo antes de la llegada de los guardianes, cuando se enfrentó a su padre por intentar defenderle.

¿Cómo podía haber sido tan injusto? Aunque Erik estuviera enamorado de Jana, nunca se habría aprovechado de la ausencia de su amigo para ocupar su lugar.

Sencillamente, no era su estilo.

En ese instante, el odio que durante días le había corroído se disipó como un mal sueño. Más aún, era como si jamás hubiese existido. En su mente, Álex volvió a ver la imagen de Erik acariciando a Jana y lo que sintió no fue odio, sino miedo. Algo le había ocurrido a ambos para acercarlos de aquella forma, algo terrible que él ignoraba y que necesitaba saber.

Sin pensárselo dos veces, corrió a buscar a Nieve. La encontró en su cuarto, dibujando con tinta china sobre papel arroz. Sus dibujos no significaban nada, por supuesto… Los guardianes odiaban las representaciones, y se mantenían fieles a aquella primitiva desconfianza hicieran lo que hicieran.

Nada más verle, ella se dio cuenta de que algo había cambiado.

—¿Qué te pasa? —preguntó, alarmada—. Parece que hubiese visto un fantasma…

—Al contrario. He estado viendo un fantasma durante semanas y ahora he dejado de verlo.

Nieve le sonrió.

—Cuánto me alegro, Álex —le dijo, poniéndose en pie—. Sabía que, antes o después. Reaccionarías. Tú no estás hecho para el odio. No es tu camino.

—Entonces tienes que ayudarme. Quiero irme de aquí cuanto antes. Ahora mismo, si es posible.

Nieve arrojó el pincel húmedo sobre la mesa. Parecía sorprendida.

—¿Ahora mismo? —repitió—. Pero aún no te hemos enseñado todo lo que necesitas saber…

—Ahora mismo —insistió Álex—. Quiero saber lo que les ha sucedido a Jana y a mi amigo Erik. Hayan hecho lo que hayan hecho, quiero comprenderlo…

—Está bien —decidió Nieve—. Si eso es lo que quieres, te ayudaré.