Capítulo 8

El lunes se inauguraba oficialmente el curso en Los Olmos. A las diez, una ceremonia tan solemne y antigua como el colegio mismo precedería a la presentación de los nuevos profesores y al reparto de aulas. Luego, sin transición alguna, empezarían las clases… Así era todos los años. En Los Olmos no había tiempo para tonterías. Desde el primer día, la exigencia era máxima, y no se toleraba el más mínimo desorden.

Al contrario que la mayoría de sus compañeros, Álex adoraba aquella ceremonia rancia y llena de simbolismo que se celebraba en la antigua capilla. Comenzaba con una interpretación del himno del colegio a cargo del coro infantil, y seguía con media docena de breves y encendidos discursos. Profesores, alumnos, exalumnos, patrocinadores, prestigiosas personalidades del mundo de las artes y de la cultura… Todos tenían su momento de gloria, sus cinco minutos ante el viejo atril de madera para ensalzar la grandeza del colegio y lo mucho que contribuía a la formación de las generaciones futuras y a la mejora de la sociedad en su conjunto.

La parte final de la ceremonia era la que más le gustaba. Con todas las luces apagadas y en medio de un sepulcral silencio, el director encendía sucesivamente siete candiles y se los entregaba a siete alumnos de la última fila. Éstos, sosteniendo con cuidado sus lámparas, se dirigían lentamente hacia el altar; iluminando para los demás el camino del conocimiento. Una vez allí, sus profesores les entregaban varios objetos en representación de las diferentes ramas del saber: un compás, una tabla y un cincel, una lira, un cordón anudado, un disco celeste, un libro acompañado de una vara y, finalmente, un extraño medallón con una cabeza de perro.

Era un ritual cargado de significado y enraizado en tradiciones tan antiguas que se remontaban prácticamente hasta la Edad Media. El año anterior, él había sido uno de los alumnos seleccionados para la procesión. El objeto que se le adjudicó fue el disco celeste, una representación de las ciencias astronómicas. Este año, sin embargo, no conocía directamente a ninguno de los chicos y chicas encargados de llevar las lámparas.

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Sentado junto a su hermana, que se removía en el banco como una anguila, impaciente porque todo terminase, Álex echó una discreta ojeada a su alrededor. Vio a Erik sentado unas filas por delante, y también a algunos otros amigos dispersos en el amplio recinto de la iglesia. Sin embargo, Jana no estaba. No se la veía por ninguna parte.

Desde el momento en que constató la ausencia de la muchacha, su mente no pudo volver a concentrarse en la ceremonia inaugural. En Los Olmos, faltar a aquel momento emblemático del curso se consideraba todo un acto de indisciplina. Jana tendría que dar muchas explicaciones para justificarse. Quizá tuviera algún motivo… Tal vez estuviese enferma.

De todas formas, su ausencia empañaba la excitación alegre de aquel primer día de curso. Álex perdió incluso el interés por el ritual de las lámparas, que todos los años le ponía un nudo de emoción en la garganta. Por un momento, se le pasó por la cabeza una idea aterradora: ¿y si Jana no volvía al colegio? ¿Qué pasaría entonces? Quizá nunca volvería a verla… Podría intentar llegar hasta su casa, pero en medio de aquel barrio siniestro en el que vivía, tenía pocas probabilidades de dar con ella. ¿Y si, asustada por lo que David había hecho con su tatuaje, Jana decidía quitarse de en medio y no aparecer nunca más por Los Olmos? Después de todo, ella no tenía padres ni familia alguna, aparte de su hermano; de modo que no necesitaba dar explicaciones a nadie si decidía abandonar los estudios o cambiar de centro.

El ritual terminó con una salva de aplausos poco entusiastas, y los alumnos comenzaron a salir al patio, en espera de que los tutores de cada curso los fueran llamando a sus respectivas clases.

Al salir al patio, Álex se sintió azotado de pronto por una avalancha de sensaciones: el rumor casi imperceptible del aire otoñal en las copas de los cedros, los múltiples crujidos de pisadas en los senderos de gravilla, el chapoteo lejano de una moneda al caer al estanque, olores a hierba cortada, a cuerpos recientemente enjabonados en la ducha, a sudor adolescente y a tierra húmeda… Y sobre todo, los destellos del sol sobre las gotas de rocío en las rosas que bordeaban el camino principal, los destellos que reverberaban en los cristales del edificio y en las hojas amarillentas de los viejos olmos que asomaban sus copas por detrás del tejado, brillantes, plateados y húmedos. Tibios como caricias de luz… Entonces comprendió que había llegado Jana.

Todos sus sentidos se agudizaban en su presencia. Lo veía todo, lo olía todo, no se le escapaba ni el más leve susurro, ni el más insignificante suspiro. Era como sintonizar a la vez todos los canales de la naturaleza y de la mente. Casi podía oír los pensamientos de los chicos y chicas que lo rodeaban.

Pero no quería oírlos. El único pensamiento que le interesaba era el de Jana. Estaba sola, apoyada con indolencia sobre la tapia del patio, muy cerca de la verja de entrada. Sus ojos se encontraron con los de Álex en la distancia. A Álex le parecieron más profundos y acariciadores que nunca. El tatuaje empezó a dolerle brutalmente, como si millares de agujas se le hubiesen clavado de pronto en la piel, formando aquel complicado dibujo. Porque el dolor seguía los contornos del nudo celta que David había trazado sobre su espalda con absoluta precisión, sin apartarse de ellos ni lo más mínimo.

Así sería siempre en adelante. Un sufrimiento mental insoportable en ausencia de Jana, y un dolor físico no menos terrible en su presencia. Bonito regalo el que le había hecho David.

Avanzó lentamente hacia ella, con los ojos fijos en su rostro pálido y delicado, en sus grandes ojos de animal salvaje, en sus labios tentadores como frambuesas. Era dolorosamente consciente de todo lo demás, de los saludos que le dirigían y de los comentarios que provocaba, pero nada de eso le importaba en ese instante.

Con cada paso, las agujas imaginarias del tatuaje se clavaban un poco más en su piel. Y, no obstante, estaba decidido a llegar hasta ella, y a tocarla. Una silueta que conocía bien se interpuso de pronto en su camino.

—Hola, ¿te acuerdas de mí?

Era Erik. Lo miraba desde su impresionante estatura con una mezcla de enfado y preocupación. Se le había plantado delante de tal manera que habría tenido que empujarle para seguir avanzando.

—Luego hablamos, Erik —le dijo, conteniendo a duras penas su impaciencia—. En serio, ahora no puedo.

Sin apartarse ni un milímetro, Erik giró el torso lo suficiente como para ver a Jana apoyada en la tapia. Álex vio los ojos de Jana clavarse un instante en los de su amigo, irritados y desafiantes.

—Es por ella, ¿no? Me he fijado en cómo la mirabas —dijo Erik, asiéndolo por el brazo con firmeza y arrastrándolo hasta el rincón opuesto del patio—. ¿Pero es que te has vuelto loco? ¡Parecías un tigre a punto de caer sobre su presa! Álex se desembarazó de la mano de Erik y lo miró con fijeza.

—No iba a devorarla, no te preocupes le contestó, furioso.

Las miradas de los dos amigos se encontraron. Los ojos de Erik eran tan claros y serenos como siempre. Y sin embargo, había algo nuevo en ellos, algo que Álex no había notado hasta entonces. Un destello remoto de odio. O quizá de miedo. Y también había otra cosa. Algo en su nuca, algo que no podía ver y que le llamaba como una voz, agudizando los cortantes filos del dolor en su tatuaje. Un eco del sufrimiento de su piel en la piel de Erik.

Sin decir nada, Álex pasó un brazo sobre el hombro derecho de su amigo y le tocó la parte posterior del cuello. Estaba ardiendo… Rodeando el cuerpo grande y algo desgarbado de Erik, Alex fijó la mirada en su nuca. Otro tatuaje. No el de siempre, aquel diminuto arácnido desdibujado y apenas visible, sino algo mucho más complicado y llamativo, un gran escorpión de coraza plateada que parecía deslizarse lenta e inexorablemente sobre su piel, como un animal vivo. «Como la serpiente de Jana», recordó Álex, estremeciéndose. Erik, que le había dejado hacer sin apartar los ojos de él, se subió el cuello de la cazadora, dando por terminado el examen.

—¿Qué te ha hecho, amigo? —preguntó con voz ahogada por la rabia. Necesito saber qué te ha hecho. Aunque Erik le impedía verla, Álex sabía que Jana seguía apoyada en la tapia, siguiendo cada uno de sus movimientos en la distancia.

¿Cuándo te has hecho ese tatuaje nuevo en el cuello? —Preguntó Álex—. El viernes no lo tenías…

Erik se quedó mirándolo inmóvil durante varios segundos.

—Te han tatuado murmuró, como si no pudiera creerse sus propias palabras.

¿Cómo se han atrevido? Te han tatuado…

—Yo se lo pedí —le interrumpió Álex, obligándose a sonreír—. Me enteré por casualidad de que hacían tatuajes y les pedí uno. Son muy buenos… ¿Tú lo sabías? Los ojos de Erik le miraban sin verle, desenfocados, ciegos de ira.

—Por eso ibas hacia ella con esa cara. Como si ya no existiese nadie más en el mundo.

Lo había dicho con tanto rencor que Álex sintió un escalofrío.

—Iba hacia ella porque la quiero, Erik —dijo sin alzar la voz—. La deseo, la amo, la quiero para mí. No sé si has sentido algo así por alguien alguna vez… Es terrible, pero a la vez es… es increíble, no hay nada mejor.

Erik le escuchaba con ojos turbios, conteniéndose con dificultad.

¿Se enrolló contigo? —Quiso saber—. ¿Te llevó a su casa? ¡Nunca creí que se atreviera a tanto! ¿Qué hicisteis?

Álex soltó una breve carcajada.

¿Quién eres? ¿El Gran Inquisidor? No voy a darte detalles, Erik. Sabes que nunca lo haría. No me va ese rollo.

Erik lo empujó hasta una esquina del edificio de ladrillos donde se encontraban la mayor parte de las aulas del colegio. Allí lo acorraló contra la pared. Álex se quedó mirándolo con atención, consciente del tatuaje de plata viva que latía en su nuca, y también de las rápidas sombras que atravesaban la mirada de su amigo, amenazadoras e inexplicables.

—No lo entiendes, ¿verdad? —le susurró Erik atropelladamente—. No entiendes lo que hacen con esos tatuajes. No son tatuajes corrientes, ¿es que no te has dado cuenta? Los utilizan para dominar, para someter… Si no te resistes, estás perdido.

—Un momento, ¿de qué estás hablando? —preguntó Álex.

¿No sabes nada de su magia? Claro, supongo que no te habrán hablado de ello.

—Me hablaron de las brujas Agmar y de la magia del tatuaje. David me dijo que era como un filtro de amor que me uniría para siempre a la persona elegida. La mirada de Erik se perdió unos instantes en las copas doradas de los olmos, por detrás de la tapia del patio. Álex nunca había visto tanta cólera en sus ojos claros, habitualmente tan seguros de sí mismos.

—Necesito saber más, Álex —murmuró—. Necesito saber qué más te dijeron. ¿Te hablaron de los otros clanes? Álex frunció las cejas.

¿Qué otros clanes? ¿Qué demonios…? Se interrumpió, notando el súbito alivio de Erik, la rapidez con la que trataba de reordenar sus ideas.

—Escúchame, Álex, escúchame con atención. Las brujas Agmar son peligrosas, llevan siglos utilizando sus poderes para someter a los seres humanos. Se transmiten su sabiduría de generación en generación. Y Jana es una de ellas. Tú no tienes ni idea… No puedes imaginarte en lo que puede convertirte. ¿Has visto a esos hombres con aspecto de animales, con mandíbulas y garras y dientes de Hera?

¿Los Ghuls? Solo son freakies con implantes en la cara. ¿Crees que Jana me va a pedir que me convierta en uno de ellos? Erik rió con aspereza.

¿Pedírtelo? No, no creo que te pida permiso. Simplemente lo hará… Si te acercas mucho a ella, te convertirá en su esclavo.

Álex captó la profunda inquietud que latía tras la advertencia de Erik. Había algo de sinceridad en sus palabras, pero también… también había oscuridad, y lagunas, fragmentos de información que le estaba ocultando.

Lo que más le desconcertaba era descubrir que su amigo sabía tanto sobre Jana y sus secretos. Le pareció más que raro, porque, en el colegio, casi nunca se dirigían la palabra… En alguna ocasión había sospechado que a Erik le gustaba tanto Jana como a él, pero nunca se le había pasado por la cabeza la idea de que, en el pasado, hubiese podido existir algo entre los dos. Claro que Erik era muy reservado en lo que a sus relaciones se refería; y a Jana, por otro lado, apenas estaba empezando a conocerla.

Además, estaban los tatuajes. La serpiente de Jana y el escorpión que acababa de descubrir en la piel de Erik, ambos igual de resplandecientes e inquietantes, como si tuvieran vida propia. Se suponía que el tatuaje de Jana era mágico… ¿Y el de Erik? ¿También lo era? David le había asegurado que Erik nunca había sido su cliente. Si era cierto, ¿cómo se explicaba que los dos tatuajes tuviesen tanto en común? ¿Había otros artistas en la ciudad capaces de las mismas proezas que David?

Álex se pasó una mano por el pelo, impaciente. Le habría gustado formular muchas de aquellas preguntas en voz alta, pues estaba seguro de que Erik tenía las respuestas que buscaba; pero, por otro lado, no quería seguir perdiendo el tiempo con él. El dolor del tatuaje lo atraía hacia Jana cada vez con mayor fuerza, como si de una cadena invisible se tratara. No podía seguir resistiéndose a su llamada… Tenía que ir hacia ella cuanto antes.

—Escucha, Erik —dijo de mal humor—. Aunque todo eso que me estás diciendo fuera cierto, ¿crees que me haría apartarme de Jana? Yo ya le pertenezco. Le pertenecía antes del tatuaje, porque la quiero. Y no me da miedo. No me da ningún miedo pertenecerle… Sé lo que soy y sé que ella no podría convertirme en algo que yo no quiera ser, aunque sea una maldita bruja.

—Per… Pero ¿cómo puedes amar a alguien así, a alguien que solo quiere hacerte daño?

La respuesta de Álex fue inmediata.

—Eso no es cierto, Erik. No sé qué es lo que Jana quiere de mí, pero sé cosas de ella que ella misma no sabe, a pesar de todos sus poderes, sean los que sean. Llevo mucho tiempo observándola, sintiendo como crecía en mi interior éste… éste fuego… ¿Crees que no la conozco? Erik se quedó mirándolo de un modo extraño.

—No lo sé. Quizá tú hayas visto algo que yo no veo. Algunas veces a mí también me ha parecido… Pero vamos a dejarlo.

—¿Sabes cuál es tú problema, Erik? Tu problema es que no te fías de tus sentimientos. No te abandonas a ellos, no te atreves… Tienes miedo a equivocarte.

Los ojos de Erik se fijaron durante unos segundos en Jana, que sonreía inmóvil como una estatua, todavía pegada a la cerca.

—Quizá tengas razón —dijo, sin dejar de mirarla—. No quiero equivocarme… No puedo permitirme ese lujo.

Volvió a observar a Álex. Una sombra de tristeza oscurecía su rostro.

—Y tú tampoco puedes permitírtelo, amigo. Créeme. Tienes que creerme… —Álex no contestó. En las escaleras del edificio principal de Los Olmos, los tutores ya habían empezado a llamar a los alumnos de los primeros cursos. Le quedaba muy poco tiempo, y necesitaba hablar con Jana antes de entrar en clase, necesitaba angustiosamente estar lo más cerca posible de ella.

—No te preocupes tanto, Erik. Sé cuidarme —dijo. Y, sin esperar a que su amigo reaccionase, se zafó de él para correr hacia aquella muchacha inmóvil que le esperaba junto a la tapia, muy cerca de la verja.