Capítulo 7

¿Qué hace ella aquí? —Tronó una voz masculina entre las sombras—. ¿Por qué no la has matado?

—¿Argo? —preguntó Nieve, retrocediendo un paso.

De la oscuridad emergió una imponente figura con dos enormes alas cubiertas de ojos de plata que resplandecían en la penumbra.

—Argo, ¿qué has hecho? —gritó Nieve, horrorizada—. ¿Qué son esas alas?

El guardián emitió una suave carcajada y sacudió las alas hasta elevarse unos cuantos centímetros en el aire.

—Son el poder, Nieve. Son lo que tanto os tienta a todos, lo que os da tanto miedo que no os atrevéis ni a pensar en ello. Son el fin de la esclavitud… He dejado de ser un hombre. En realidad, todos hemos dejado de serlo hace mucho tiempo, solo que os negáis a aceptarlo. Pero observa, observa lo que pasa cuando finalmente uno se acepta a sí mismo… Es hermoso, ¿no te parece?

Mientras Argo hablaba, Jana observaba petrificada las sombras que volaban hacia Álex como papeles carbonizados, adhiriéndose a su piel.

—Argo, has traicionado todo aquello por lo que llevamos siglos luchando. Elegimos ser humanos, ¿te acuerdas? —preguntó Nieve con su extraordinaria voz.

El ángel sonrió con desdén.

—No, no me acuerdo —replicó—. Hace ya demasiado tiempo. Es nuestra única opción, Nieve. No sé cómo no te das cuenta… La perfección; la inmortalidad.

Imagínate lo que podrías hacer.

—No lo entiendo —balbuceó la aludida. ¿Desde cuándo…?

—Desde hace bastante tiempo. Te sorprendería la cantidad de años que llevo ocultándome… Solo en muy raras ocasiones me he revelado en mi auténtica apariencia. Cuando maté a Hugo, por ejemplo. Quise darle una lección, hacerte comprender que no tenía ninguna posibilidad de salirse con la suya. Tenía que verme en todo mi esplendor para convencerse. No quería matarle tan solo, eso no bastaba…

Antes necesitaba arrebatarle la esperanza.

Al oír mencionar a Hugo, Jana buscó en la penumbra la mirada de Álex. Sin embargo, el joven, consumido por el dolor de las sombras que se adherían a su piel, parecía ajeno a todo cuanto sucedía a su alrededor. Daba la impresión de que se hallaba sumido en una especie de trance y ni siquiera había advertido la llegada de Nieve y Jana.

Nieve también miró unos segundos a Álex al oír el nombre de su padre, y sus ojos se llenaron de compasión.

—De modo que fuiste tú quien mató a Hugo —musitó—. ¿Por qué, Argo? ¿Por qué?

—Porque me había comenzado a enredar con el futuro. Intentaba evitar que llegase este momento. Yo no soy un Kuril, nunca he aprendido a jugar con el tiempo. Pero vi lo que estaba intentando hacer, y me adelanté.

—Todo para que Álex se convirtiera en el Último…

—Todo para que no pudiera elegir. Es lo mejor para todos. Nieve. Devolver la magia de esas criaturas abominables a la Caverna, arrebatarles una vez más su poder sobre los hombres… Él no quería hacerlo. Durante algún tiempo pensé que sí, pero luego, cuando se fue, me di cuenta de que iba a elegir otro camino. No podía permitirlo…

Así que, ya ves, he utilizado mis «dotes de persuasión» para obligarle a sentarse ahí.

Mientras Argo hablaba, Jana escuchaba sus palabras distraída, sin apartar los ojos de Álex ni un solo instante.

Las sombras seguían cayendo sobre él, imprimiendo dibujos sobre su piel. Los reflejos de las llamas danzaban sobre su rostro cubierto de símbolos y centelleaban en sus pupilas. No veía, no oía. Lo único que su rostro dejaba traslucir era un espantoso sufrimiento. Jana no pudo soportarlo más, y empezó a avanzar lentamente hacia el trono.

—Argo, ésta no es la forma —decía Nieve, mientras tanto, en tono persuasivo—. Nosotros nunca hemos sido como ellos, nunca hemos obligado a nadie a hacer lo que no quería… Esto no funcionará, es imposible que funcione.

Las puntas de los pies de Argo volvieron a posarse en el suelo, y sus alas dejaron de agitarse. Una divertida sonrisa iluminaba su semblante.

—¿Que no puede funcionar? —repitió, mordaz—. Vamos, Nieve, ¡si ya está funcionando! ¿Es que no lo ves? Unos minutos más y el ritual habrá concluido.

Después, su cuerpo arderá lentamente, consumido por los símbolos robados, hasta terminar desapareciendo. Y el trono volverá a quedar vacío otra vez.

—Sí —murmuró Nieve—. Y otra vez a empezar…

Los próximos años serán buenos —afirmó Argo, muy convencido—. Esa chusma tardará siglos en reconstruir sus poderes, y, mientras tanto, podremos dedicarnos a vivir tranquilamente y a descansar. Cuando os decidáis a dar el paso que yo he dado, veréis las cosas tan claras como yo. Todo volverá a ser como al principio… No, ¡mejor que al principio!

Nieve meneó la cabeza de un lado a otro. Sus ojos reflejaban una gran angustia.

—Eso solo durará un tiempo —murmuró—. Luego vendrá una nueva guerra.

Argo volvió a remontar el vuelo y, desde la altura de la Caverna, observó a su compañera con impaciencia.

—¿Y qué? —repuso—. Otra guerra que también ganaremos, como ha ocurrido siempre. Incluso con mayor facilidad, si seguís mi ejemplo y renunciáis a vuestra condición de hombres.

—¿Y él? —Murmuró Jana, señalando con la cabeza el cuerpo sufriente de Álex.

¿No te da pena destruirlo?

Argo volvió a reír. Su risa sonaba tan franca y alegre que Jana sintió deseos de vomitar.

—¿Pena? No, no me da ninguna pena —contestó el guardián—. Eso de la compasión ya no significa nada para mí. Es demasiado humano…, ¡mira, el final se acerca!

Con ojos espantados, Nieve y Jana miraron a Álex. El muchacho se había puesto en pie con gran dificultad, como si ya no pudiese permanecer sentado por más tiempo.

Las sombras seguían cayendo sobre él, leves y oscuras como cenizas, pero él no parecía notarlas.

Jana no pudo seguir soportándolo. En pocos minutos Álex moriría allí mismo, a escasos metros de ella; y con él, se consumiría toda la magia de los Medu. Pero la magia, en ese instante, era lo que menos le preocupaba…

Por su mente desfilaron todos los momentos de intimidad que había vivido con Álex.

No eran muchos, pero cada uno de ellos parecía vibrar en su cerebro con una luz especial, como un pequeño tesoro que guardaría para siempre en su memoria. De repente no podía resistirse a añadir a aquella pequeña colección de momentos hermosos un último y definitivo instante. Al fin y al cabo, ¿qué importaba ya todo?

La vida había dejado de tener sentido para ella.

Sabía que si su piel rozaba la de un guardián, empezaría a consumirse poco a poco, como la llama de una vela.

Sabía que un Medu no podía sobrevivir a aquel contacto, pero, aun así, continuó caminando lenta e inexorablemente hacia el trono de sombra. Finas llamas azules y blancas habían comenzado a arder alrededor de Álex, que observaba sin ver la hoguera encendida frente a él y las sombras que danzaban sobre las paredes de roca.

Mientras avanzaba, Jana siguió oyendo la voz dulce y musical de Nieve intentando convencer a Argo, pero sus palabras ya no tenían ningún significado para ella. Desde el principio había intuido que Argo no cedería. Aquellas alas cubiertas de ojos plateados eran prueba más que suficiente de su orgullo inhumano, de su despiadado fanatismo. Había renunciado a ser un hombre solo para destruir a los Medu, y no iba a desaprovechar su victoria en el último momento. Lo que significaba que todo estaba perdido.

Enfrascados en su inútil conversación, ni Argo ni Nieve la vieron acercarse a las llamas que rodeaban al moribundo Álex. Sin embargo, en el último instante, una voz bien conocida intentó detenerla:

—Jana, ¡no! —Gritó Erik, que acababa de entrar en la cámara de las sombras—. ¡Por favor, no lo hagas!

Jana se volvió a mirarlo y le sonrió. Intentó poner en aquella sonrisa todo el respeto y la admiración que sentía por el hijo de Óber, todos aquellos sentimientos que hasta entonces había evitado cuidadosamente manifestar en su presencia. Le pareció que Erik captaba su emoción, y que en sus ojos temblaban dos lágrimas. Detrás de él, a cierta distancia, Corvino, sujetándose un hombro herido, observaba petrificado la escena.

Jana comprendió que no le quedaba demasiado tiempo, así que bajó la vista hacia las llamas azuladas y, sin el más leve titubeo, las atravesó. De pronto se encontró muy cerca de Álex, o de lo que quedaba de él. Contempló llena de piedad su torso desnudo y cubierto de tatuajes que parecían rivalizar entre sí por enterrar en su negrura cada milímetro de su piel. El cuerpo del muchacho temblaba levemente, y se estremecía al contacto de cada nueva sombra con un indescriptible espasmo de dolor.

Jana alzó muy despacio los ojos hacia aquel rostro que tanto significaba para ella.

Comprendió que él no podía verla ni oírla, pero, aun así, le rodeó la cintura con los brazos y se estrechó contra él. Había decidido mantenerse abrazada a Álex hasta que todo terminara. Con una pasión tan intensa que casi le nublaba la vista, acercó sus labios a los del muchacho y le besó.

Nunca supo cuánto tiempo había permanecido así, pegada al cuerpo de Álex, mientras sentía cómo su propio cuerpo se iba debilitando lenta e inexorablemente. De repente, una violenta sacudida la separó bruscamente del muchacho.

Con ojos desorbitados, Jana miró hacia el lugar de donde provenía aquella fuerza, y lo que vio la dejó sin aliento.

Se trataba de Erik. Erik se había ceñido la corona de fuego blanco, haciendo desaparecer bruscamente la sombra del trono, a espaldas de Álex.

—¡Erik! —Gritó Alex, emergiendo bruscamente de su letargo—. ¡Erik, no…!

Erik sonrió con una mezcla de tristeza y resignación, mirando fijamente a los dos jóvenes enlazados. Jana pensó por un momento en correr hacia él, en intentar detener su sacrificio. Sin embargo no lo hizo. Era consciente de que no serviría de nada…

El gesto de Erik era irreversible. Había robado la Esencia de Poder, y de ese modo había hecho desaparecer su sombra, aquel trono en el que se concentraba toda la fuerza mágica de la Caverna y que ahora parecía haberse desvanecido para siempre.

En su lugar quedaba tan solo una larga piedra rectangular del color de la ceniza… Una pesada losa que recordaba el aspecto de una tumba.

Álex corrió hacia Erik, pero no llegó a tiempo de impedir su caída. Cuando se arrodilló a su lado, el corazón de su amigo había dejado de latir, aunque sus labios seguían sonriendo con la misma seguridad con la que habían sonreído siempre.

Temblando de emoción, Álex cerró los párpados del último heredero de Drakul. La corona de fuego seguía ardiendo en su cabeza, inmóvil y deslumbrante.

Argo voló hasta los pies del cadáver y se quedó contemplándolo con una mezcla de desprecio y espanto.

—No lo entiendo —murmuró—. ¿Por qué no ha quedado reducido a un puñado de cenizas, como Drakul?

Corvino también avanzó hacia el cadáver y se arrodilló respetuosamente junto a él.

—Porque Erik era un verdadero rey —musitó, observando el noble rostro del muchacho—. Porque no antepuso su ambición al destino de su pueblo. Mirad la corona. No le ha quemado. Se quedará en sus sienes, ardiendo para siempre.

—¡Eso no puede ser! —Exclamó Argo, precipitándose sobre el cadáver—. Hay que quitarle la corona, hay que devolver el poder a la Caverna. El trono… Sin el trono, estamos acabados.

Con ambas manos, intentó aferrar el aro de luz blanca que ceñía los cabellos de Erik, pero una fuerza brutal lo lanzó contra el suelo, alejándole del joven Drakul.

El guardián trató de ponerse en pie entre gruñidos. Por un momento pareció que iba a intentar nuevamente arrancarle a Erik la corona, pero luego se lo pensó mejor y se quedó donde estaba, murmurando palabras ininteligibles.

—Es inútil, Argo —murmuró Nieve—. Nuestro tiempo ha pasado. Ese muchacho, con su sacrificio, lo ha cambiado todo…

—¿Y ahora qué va a ocurrir? —gimió Jana.

Corvino miró fijamente el rostro cubierto de tatuajes de Alex, que seguía inclinado sobre el cuerpo de Erik.

—Ahora, la decisión está en sus manos —dijo—. Él es el Último Guardián, él decide…

Álex alzó los ojos hacia él con expresión serena.

—Sí —murmuró—. Sí, yo decido.

Entonces se puso en pie, y las sombras comenzaron a abandonar su cuerpo, desprendiéndose como adornos vacíos. Poco a poco, su piel fue liberándose de la infinidad de tatuajes que la cubrían, y éstos volaban en todas direcciones como el hollín de una vieja máquina de vapor, alejándose para siempre.

La hoguera que ardía en el centro de la cueva se apagó de golpe, y con ella se extinguieron las siluetas oscuras que danzaban sobre las paredes. Al mismo tiempo, el resplandor que bañaba el rostro de los guardianes se fue debilitando hasta desaparecer por completo. De pronto ya no parecían más que un puñado de personas corrientes, pálidas y cansadas.

—¿Qué has hecho? —vociferó Argo, encarándose fieramente con Álex. Aún conservaba las alas, que habían cambiado sus refulgentes ojos plateados por un gris polvoriento y sin brillo—. ¿Qué has hecho, estúpido? ¡Has dejado escapar todos los símbolos!

—Solo se los he devuelto a sus legítimos propietarios —repuso Álex con calma.

Argo se echó a reír con amargura.

—A tus amigos los Medu —gruñó—. En el fondo, te sientes uno de ellos…

—Te equivocas —Álex dio un paso hacia él y buscó su mirada—. No me refiero a los Medu. Me refiero a los hombres.

Aquella respuesta pareció dejar sin argumentos a Argo. Perplejo, paseó una confusa mirada sobre los rostros de todos los presentes. Luego, con una mueca de desdén, batió las alas y empezó a elevarse. Su mueca se transformó en una sonrisa de satisfacción al comprobar que aún podía remontar el vuelo.

—¡Estúpidos! —bramó—. ¡Os arrepentiréis…!

Antes de que nadie pudiera replicarle, se lanzó hacia la salida de la gruta como un relámpago. Jana oyó retumbar largamente su risa en las paredes de la cueva, cada vez más distorsionada y cuando el sonido se perdió en la distancia, Nieve y Corvino se miraron, aturdidos.

—¿Y ahora qué? —preguntó Nieve.

Corvino tardó unos instantes en contestar.

—Lo primero —dijo— es honrar al difunto. He luchado con este joven, como antes luché con muchos de sus antepasados. Cuando luchas contra alguien, llegas a conocerlo bien… Incluso si el combate no dura demasiado. Por eso puedo afirmar que este guerrero era más puro que todos los que le precedieron. En sus manos, la espada Aranox se convirtió en un arma de virtud… Y así fue como, de repente, me encontré luchando contra mi propio orgullo. Os cuento esto para que comprendáis lo grande que podría haber llegado a ser este muchacho si hubiese llegado a reinar sobre los Medu. Habría cambiado la historia para siempre.

—Ya la ha cambiado —murmuró Álex—. La historia de los Medu y la de los hombres. Ya nada volverá a ser lo mismo.

—Que esa piedra que un día fue el trono de sus enemigos acoja sus restos para toda la eternidad —sentenció Corvino—. Jana, Nieve, Álex… Ayudadme.

Entre los cuatro transportaron el cuerpo hacia la sombría losa que había aparecido en el lugar del trono. Era una tumba perfecta.

Sobre su fría superficie, el cuerpo de Erik, todavía cubierto de una reluciente armadura de escamas negras, parecía el de un héroe de la Antigüedad, y la piel de su rostro refulgía de un modo extraño bajo la luz de su corona de fuego.

Lenta y solemnemente, Álex recogió la espada de los Drakul y la colocó sobre el pecho de Erik.

—Que la corrupción del tiempo no se atreva a tocarlo —murmuró Corvino—. Que los siglos respeten su grandeza.

Los cuatro rodearon la tumba y permanecieron largamente ante ella con los ojos bajos, honrando en silencio la memoria de Erik.

El silencio se rompió cuando David irrumpió en la cueva, convertida ahora en una cámara mortuoria.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó, mirando perplejo a su alrededor—. Erik… ¿Cómo ha sido? ¿Está muerto?

Jana se acercó a su hermano y le abrazó sollozando.

—Todo ha terminado, David —dijo con voz entrecortada—. La guerra se ha acabado…

Por encima del hombro de su hermana, David buscó los ojos de Álex.

—¿Y ahora? —Preguntó en un susurro—. ¿Qué va a ser de nosotros?

Alex sostuvo con firmeza su mirada.

—Ahora eres libre, David —dijo—. Ahora todos somos libres. Lo que hagas con esa libertad es cosa tuya… Que cada uno escriba su propio destino.