Se despertó frente a un inmenso paisaje nevado, del que solo lo separaba el invisible vidrio de una pared transformada en ventanal. La nieve caía en el exterior, silenciosa y lenta, sumando su blancura a la espesa capa que lo cubría todo. Estaban rodeados de montañas, pero sus bases boscosas quedaban muy por debajo de aquella ventana. Era como encontrarse en el nido de un águila, a la altura de los picos más elevados. El cielo gris contrastaba con la inmaculada luminosidad de las cumbres, pero los remolinos de copos nevados difuminaban los contornos en la lejanía.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Corvino.
Se hallaba sentado a la cabecera de la cama, y sonreía. Álex se incorporó sobre la almohada y miró a su alrededor. Nunca en su vida había imaginado una habitación así, tan llena de color y de vida. Las paredes que no daban a las montañas eran paneles de vidrio pintados de rosa, verde y azul, y lo mismo ocurría con el suelo. El techo, en cambio, estaba formado por un maravilloso artesonado dorado.
—¿Dónde estamos? —preguntó Álex.
—En nuestra casa —repuso Corvino, complacido—. En un lugar protegido por siglos de perfeccionamiento espiritual. Aquí no puede llegar nadie, ni siquiera los Medu.
Nos encontramos fuera de su alcance.
Álex paseó la mirada sobre las montañas nevadas y sobre los alegres colores de las vidrieras. Se sentía ligero y descansado, como si hubiese dormido durante muchas horas.
—Siempre hablas en plural —dijo, mirando a Corvino—. ¿Quiénes son los otros?
—Te los presentaré, si te encuentras lo suficientemente bien como para salir de la cama. Todos están ansiosos por conocerte… Acepta un consejo: no los juzgues a primera vista. Todos nosotros somos mucho más de lo que aparentamos. Tienes que aprender a ser paciente si deseas sacar algún provecho de nuestras enseñanzas.
Álex apartó el cobertor y salió de la cama. Había unas suaves zapatillas de piel junto a la cabecera. Mientras se las calzaba, se fijó en el pijama blanco que le cubría. Era de seda casi transparente, pese a lo cual no sentía ningún frío.
Caminaron por un largo pasillo con paredes de cristal. La pared de la derecha estaba formada por rectángulos de vidrio cubiertos de flores pintadas de rosa, blanco y verde. La de la izquierda era transparente y daba a un jardín maravillosamente delicado, con un par de fuentes y media docena de frutales desnudos.
—Lo usamos para meditar —explicó Corvino, señalando el pequeño recinto arbolado—. Nada calma el espíritu como la contemplación de la naturaleza. Es algo que muchos han olvidado en estos tiempos… Una lástima, no saben lo que se pierden.
Álex lanzó una rápida mirada a las montañas que dominaban el paisaje, más allá de la tapia musgosa del jardín. Intentó imaginarse a Jana en un lugar tan apacible y salvaje como aquél, pero no lo consiguió. Siempre la había visto en entornos urbanos, rodeada de gente, o de edificios, o de ambas cosas. Se preguntó si su belleza perdería algo de su seductor encanto en un paraje tan agreste e inabarcable como aquél.
Intentó apartar aquel pensamiento de su mente. Mientras permaneciera en el Palacio de los Guardianes, debía pensar lo menos posible en Jana. Estaba allí para aprender, y no quería que nada le distrajese de su objetivo. Luego, cuando estuviese preparado, tendría tiempo de reflexionar sobre todo lo que le había ocurrido con los Medu, y decidiría qué camino seguir.
Al final del corredor había una amplia estancia rectangular, con persianas lacadas en rojo cubriendo los ventanales, a ambos lados. Decenas de árboles en miniatura crecían, verdes y frescos, en delicadas macetas de porcelana sabiamente distribuidas sobre los muebles blancos y dorados. Algunos de aquellos árboles exhibían pequeños frutos rojos o anaranjados. Otros estaban cubiertos de flores.
En la sala había tres personas en actitudes muy diferentes. Dos de ellas eran hombres, y la tercera, una mujer. De los hombres, el de piel más clara se encontraba reclinado en un sofá, frotando con un pedazo de tela la madera de su arco. El otro, por su parte, se hallaba sentado ante el fuego de la chimenea, contemplándolo. La mujer caminó hacia los recién llegados con una luminosa sonrisa. Era muy joven, y tan rubia que sus cabellos parecían casi blancos, lo mismo que sus cejas. Sus ojos, de un azul helado, contemplaron a Álex con satisfacción.
—Por fin, Arawn —dijo. Su voz era la más musical que Álex había oído en su vida, y por eso le sonó extrañamente inhumana—. Perdona que te llame Arawn, sé que ese nombre no significa nada para ti… Pero nosotros saludamos en ti el poder inmortal del primero de los guardianes.
Álex sonrió.
—Creí que no era el primero, sino el Último —repuso. El hombre que limpiaba su arco alzó sus ojos de fuego hacia el recién llegado y lo miró con severidad.
—Ellos te llaman el Último porque tu poder es mayor que el de Todos nosotros. Es como si los demás vertiésemos en ti toda nuestra sabiduría, y tú la empleases para librar con ellos el combate definitivo. Así ha sido en varias ocasiones… Y así será también esta vez, si eres quien debes ser.
—Antes de empezar con eso, será mejor que el chico conozca al menos vuestros nombres —señaló Corvino—. Álex, éste es Heru, el luchador, cuya magia es su cuerpo. Y ella es Nieve, que domina la magia de la voz.
Mientras hablaban, el tercero de los guardianes se había aproximado lentamente. Era más alto que los demás, y sus facciones le parecieron a Álex particularmente aristocráticas. Incluso su forma de moverse reflejaba una mezcla de delicadeza y altivez que recordaba los modales de los nobles antiguos.
—Éste es Argo, el maestro de la mente —dijo Corvino, al tiempo que el recién llegado saludaba con una leve reverencia—. Y a mí ya me conoces…
—Pero no me has dicho cuál es tu especialidad —le interrumpió Álex, mirándolo.
—Corvino te enseñará el dominio de los sentidos —repuso Nieve con viveza—. Es el arte más difícil de todos. Cuando lo hayas aprendido, estarás listo para partir.
—El muchacho acaba de llegar, no adelantemos acontecimientos —murmuró Corvino, mientras conducía a Álex hasta uno de los divanes que había en la sala y le invitaba a sentarse.
Álex se reclinó sobre el diván con las piernas recogidas, y Nieve se sentó en la alfombra de seda que había a sus pies. Corvino acercó una butaca, y Heru se encaramó a una mesa y reanudó distraídamente la limpieza de su arco.
Únicamente Argo permaneció algo alejado de los demás, sentado en el suelo frente a la chimenea.
—Tendrás muchas preguntas —dijo Heru, levantando los ojos del arco y mirándolo afablemente—. Dispara, estamos listos para responder a todo lo que quieras plantearnos.
Nieve y Corvino respaldaron la invitación de Heru con sus sonrisas.
Álex reflexionó unos segundos, mirando alternativamente a los cuatro guardianes.
Tenía tantas dudas que no sabía por dónde empezar.
—Lo primero que me gustaría saber es quiénes sois… o quiénes somos, si es que me consideráis uno de los vuestros.
—Eso no es una pregunta, sino dos —dijo Argo, sin apartar los ojos del fuego.
—Será mejor ir por partes —terció Corvino—. Los guardianes existimos desde hace mucho tiempo… Somos casi tan antiguos como los Medu. Surgimos para combatirlos… Y hemos logrado varias victorias en nuestro largo enfrentamiento con ellos; sin embargo, aún no hemos ganado la guerra definitiva.
—Ya, pero ¿qué sois? ¿Humanos? ¿Seres sobrenaturales?
—Somos humanos —afirmó Heru con rotundidad.
—Al menos lo fuimos hace tiempo —precisó Nieve—. Te contaré cómo ocurrió. Ellos se multiplicaban cada vez más, por su culpa el mal iba creciendo lentamente en todos los rincones del mundo…
—¿«Ellos» son los Medu?
Nieve asintió.
—No sabemos exactamente cuándo surgieron. Lo más probable es que fuese con la aparición de la escritura. Eran solo los últimos de una larga historia de criaturas mágicas nacidas de la fantasía de los hombres. La mayor parte de ellas adoptaron formas monstruosas o animales, y a casi todas logramos vencerlas. Unas pocas continúan existiendo en las grietas de la realidad, sobreviviendo a duras penas. Los hombres las crearon, pero ahora las desprecian. Las llaman fantasmas, hadas, duendes… Sin embargo, los Medu son diferentes. Su magia es la más peligrosa de todas, porque es la más humana.
—¿Por qué es la más humana? —preguntó Álex.
—Porque nacieron de la forma más evolucionada de la fantasía de los hombres —explicó Corvino—. Nacieron de la escritura… Y ya sabes lo poderosa que puede llegar a ser la palabra escrita. De ella obtienen su alimento y su poder. O al menos eso creemos…
—De todos modos, no entiendo por qué los odiáis tanto —dijo Álex, sintiendo que se ruborizaba ligeramente—. Yo he conocido a algunos, y no son ni mejores ni peores que los seres humanos.
—Justamente eso es lo peligroso —dijo Nieve, y una sombra de miedo enturbió fugazmente la pureza de sus ojos azules—. No son ni mejores ni peores que los humanos, pero son infinitamente más poderosos. Por eso pueden hacer tanto daño…
Y por eso deben desaparecer.
Álex se fijó por primera vez en el suave resplandor azulado que bañaba la piel de la joven. Era una luz tenue y difusa que se fundía con la claridad de la piel hasta formar parte de ella. La pasajera inquietud de Nieve había acentuado su brillo por unos instantes, pero el efecto no tardó en disiparse.
—Y vosotros surgisteis para eliminarlos —Corvino, Nieve y Heru asintieron—.
—El mal crecía lenta pero inexorablemente en el mundo y algunos hombres decidieron actuar —prosiguió Nieve con su voz melodiosa y sobrenatural—. Uno de ellos fuiste tú, Arawn. Eras el hechicero del viento de una oscura aldea del norte, y tuviste el valor de hacer lo que nadie se había atrevido a hacer hasta entonces. Convocaste un sínodo de magos en la Caverna Sagrada, donde, según una antigua leyenda, se encuentran las raíces del árbol que sostiene el mundo. Cincuenta de nosotros te seguimos a las entrañas de la tierra. Veníamos de todos los rincones del planeta, y nos creíamos poderosos; pero no tardamos en descubrir que el desafío al que nos enfrentábamos estaba por encima de nuestras fuerzas. Permanecimos encerrados en la oscuridad durante cien días, ayunando y luchando contra nuestros propios demonios. Al final de aquel periodo, la mayoría de los nuestros habían sucumbido, y no eran más que montones de cenizas.
Quedamos solo cinco…, los cinco que estamos aquí. Y cuando salimos, ya no éramos como antes. La dura prueba había debilitado nuestro ser físico hasta convertido en una débil trama de luz. Sin embargo, nuestro espíritu se había vuelto tan fuerte que había ocupado el lugar de nuestro cuerpo. Éramos inmortales, Arawn, o al menos eso creímos al principio… Porque tú ya has muerto muchas veces.
—Deja de llamar Arawn al chico, Nieve —intervino Corvino con el ceño fruncido.
Él no es Arawn, aunque haya heredado su poder. Arawn pereció para siempre cuando comprendió cuál debía ser su misión y se sacrificó por todos nosotros.
Nieve se ocultó el rostro entre las manos. Heru continuaba frotando su arco, pero Alex observó que tenía los dientes apretados, como si experimentase un gran dolor.
—Al principio intentamos distintas estrategias, pero ellos siempre nos derrotaban —explicó Corvino—. Su magia era superior a la nuestra, porque no procedía de un largo aprendizaje, sino que formaba parte de su naturaleza. Fue Arawn el que descubrió la forma de vencerlos. Debíamos arrebatarles el poder de las palabras.
Arawn regresó a la Caverna Sagrada, pero esta vez descendió él solo —continuó Nieve, destapándose la cara—. Permaneció allí durante seiscientos días, meditando hasta secar con su sacrificio todas las fuentes naturales de la magia. Nos convocó para despedirse, y entonces lo vimos. Había devorado todos los símbolos. Se habían incrustado en su piel, como miles de dibujos superpuestos. Era terrible, una monstruosidad… No tardaron en consumirlo por dentro. Pero antes tuvo tiempo de explicarnos lo que iba a suceder. Su sacrificio había acabado con los Medu, pero los hombres volverían a abusar de los signos, y, con el tiempo, los Medu reaparecerían.
Nosotros debíamos sobrevivir y permanecer vigilantes. Debíamos seguir cultivando y aumentando nuestra sabiduría, para cuando ellos regresaran.
—Nos aseguró que su poder regresaría a la vez, encarnado en otra persona —dijo Corvino, observando a Álex con expresión pensativa—. Nos dijo que esto ocurriría una y otra vez, hasta que llegase la hora del combate definitivo. Y así ha sido… Siete veces ha regresado, cada vez con mayor fuerza. Hace quinientos años, el poder de Arawn se encarnó en un joven mago florentino que se hacía llamar Arión. Desde la muerte de Arawn, nunca el Último se había manifestado de una forma tan poderosa.
Arión tenía una fuerza espiritual que nos subyugó a todos. Nos volcamos en su educación, le transmitimos todo cuanto sabíamos…
—Pero él nos traicionó —dijo de pronto Heru con voz apagada—. No quería sacrificarse, no era como los anteriores. Él quería vencer, y vivir… Era tan poderoso que pensó que podría lograrlo.
—Podría haberlo logrado si ese Medu llamado Céfiro no hubiera aparecido en el último instante —murmuró Corvino—. En fin, Arión ya ha pagado su monstruosa soberbia con creces… Y tú, muchacho, lo has liberado. Aunque solo fuese por eso, tendríamos que estarte agradecidos.
Se hizo un largo silencio, durante el cual Álex se concentró en el agradable crepitar del fuego en la chimenea.
—¿Y cómo sabéis que yo no os traicionaré? —se atrevió a preguntar finalmente.
Sin saber por qué, había formulado su pregunta con los ojos clavados en Argo. Éste se giró lentamente hacia él, y por primera vez le habló mirándolo directamente.
—Sucede algo extraño —dijo con lentitud—. Por lo general, mis meditaciones me permiten ver el pasado y el futuro con tanta claridad como el presente. No se trata del mismo arte que practicaban tus antepasados Kuriles, es algo completamente distinto.
Ellos veían todas las posibilidades para influir en los acontecimientos… Yo renuncio a influir, y a cambio veo lo que realmente ha ocurrido y lo que ocurrirá. Pero contigo no veo nada, Alex. Un velo de oscuridad me oculta tu futuro. Es la primera vez que algo así sucede, y no te negaré que estoy preocupado. Tal vez mi ceguera signifique que no eres quien creemos… O tal vez signifique que no estás en el futuro porque muy pronto encontrarás la muerte.
Álex se estremeció al oír aquella extraordinaria conclusión. Corvino miró a Argo con expresión de reproche, pero no dijo nada.
Fue Heru quien puso fin a las explicaciones saltando de la mesa y tendiéndole el arco a Álex para que lo examinara.
—¿Te gusta? —preguntó alegremente—. Llevo tantos siglos entrenándome con él, que puede decirse que forma parte de mí.
Álex recordó las flechas de fuego, la herida negruzca abierta en el hombro de Erik.
Tuvo que hacer un gran esfuerzo para alejar de su mente aquella visión.
—Es muy bonito —dijo—. ¿Me enseñarás a usarlo?
—Por supuesto —repuso Heru. Mañana mismo empezaremos a practicar. Será a primera hora de la mañana, para que luego puedas descansar aprendiendo los secretos de la voz de Nieve. La tarde se la dividirán Argo y Corvino… No tendrás tiempo de aburrirte.
—¿Y tú qué me vas a enseñar, Nieve? —Preguntó Álex mirando a la joven—. ¿A cantar? El azul helado de los ojos de Nieve atravesó a Álex hasta clavarse dentro de él.
—Te enseñaré a hablar con la voz de la naturaleza —repuso la muchacha—. No te confíes, no es un arte fácil… Pero tarde o temprano lo dominarás.
—Será mejor que el chico descanse durante el resto de la tarde —propuso Corvino.
El traslado ha sido duro para su organismo, y no podemos olvidar que él no es todavía uno de nosotros. Ven, te llevaré otra vez a tu habitación. Tendrás hambre, supongo… Encontraremos algo para ti.
Álex se despidió de los otros guardianes uno por uno. Al acercarse a Argo, notó el resplandor dorado que bañaba su piel. El rostro de Heru, por su parte, emitía un fulgor verdoso casi imperceptible.
—Mañana comprobaremos si estás listo para asimilar nuestras enseñanzas —le dijo el arquero, abrazándole cálidamente—. Espero que sea así, porque no tenemos mucho tiempo.
—¿Qué ha querido decir con eso? —le preguntó Alex a Corvino cuando ambos se encontraron nuevamente solos, en el corredor de regreso a su habitación.
Corvino, que caminaba delante de él, no se volvió.
—Se acerca tu decimoséptimo cumpleaños —murmuró, pensativo—. Es la fecha señalada para la transformación… Si es que finalmente eliges ese camino.
Álex pasó el resto del día solo en su habitación, contemplando la nieve que continuaba cayendo sobre el paisaje, acumulándose en los aleros de los tejados del palacio y en los alféizares de las ventanas. Corvino le trajo en persona una bandeja con nueces y queso junto con una botella de líquido dorado que sabía agradablemente ácido. Parecía que en el palacio no había sirvientes de ninguna clase, pese a lo cual todo se encontraba inmaculadamente limpio.
Después de varias horas mirando el cielo gris y los copos de nieve que revoloteaban en el viento, Álex se sentía maravillosamente descansado. El bienestar de su cuerpo y de su mente le producía una curiosa sensación de euforia que lo anclaba a aquel momento y a aquel lugar, haciéndole olvidar los penosos sucesos que habían precedido a su llegada al Palacio de los Guardianes.
Era ya noche cerrada, pero todavía no se había decidido a acostarse. La ventisca había barrido las nubes del cielo, dejando al descubierto las estrellas. Allí arriba, tan lejos de la contaminación lumínica de las ciudades, se veían miles de ellas, de todos los tamaños y fulgores posibles. Álex no se cansaba de miradas, de fijarse en los grupos que formaban en el firmamento, y trataba de reconocer en su distribución los trazados de las más famosas constelaciones.
De pronto oyó llamar suavemente a la puerta.
—¿Interrumpo algo? —Preguntó Nieve, asomando la cabeza—. Sabía que no dormías, y quería hablar contigo…
—¿Cómo sabías que no estaba dormido? —preguntó Álex, asombrado.
Nieve entró en el cuarto y se sentó a su lado, junto a la ventana.
—Nuestras capacidades de percepción son bastante superiores a las de un ser humano corriente. ¿Te gusta este lugar?
—¡Es maravilloso! —Repuso Álex con entusiasmo—. Nunca habría creído que existiese un sitio así… Aquí arriba, uno casi podría llegar a olvidar el resto del mundo.
—Ése es justamente el peligro —asintió Nieve con gravedad.
No debemos olvidarlo. Todo lo que hacemos es por los demás, por los que viven allá abajo. En realidad, nosotros no necesitamos nada… Por eso cometeríamos un gran error si nos olvidásemos de ellos.
Álex puso cara de perplejidad.
—Os empeñáis en consideraros parte de la humanidad, pero no sé si os dais cuenta de lo «inhumanos» que resultáis. El brillo de vuestra piel, vuestros poderes… ¡Si hasta os habéis vuelto inmortales!
Nieve suspiró.
—Si —dijo—. De eso justamente quería hablarte. Verás, Álex, no sé si los otros lo habrán notado, pero yo he percibido una oscura sombra en tu interior, relacionada con nosotros… En realidad no quieres ayudarnos.
Álex notó que enrojecía a su pesar.
—No he engañado a nadie —se defendió—. Le advertí a Corvino que no estaba muy seguro de querer convertirme en uno de los vuestros. Yo no odio a los Medu, y no quiero destruirlos.
—No es solo que no los odies. Es que quieres a esa muchacha, Jana —dijo Nieve, mirándole a los ojos—. Llevamos mucho tiempo estudiándote, aunque fuera a distancia. Por eso lo sé… No te preocupes, no tienes por qué avergonzarte.
Álex sonrió. Su rubor había dejado paso a una intensa palidez.
—No me avergüenzo —afirmó—. Jana lo es todo para mí, y me da lo mismo que sea una Medu o que sea un demonio del infierno. La quiero, y ella también me quiere.
Nieve sonrió con incredulidad.
—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó.
—Cuando vio que estaba en peligro, que Óber iba a destruirme, os llamó para que me rescatarais. Sabía que lo haríais… Por eso os llamó. Arriesgó su vida para salvarme, ¿comprendes?
Nieve se echó a reír. Su risa era fresca, musical y tan alegre como la de un niño. Tal vez por eso, a Álex le sonó particularmente ofensiva.
—¿Qué tiene de gracioso lo que acabo de decirte? —preguntó, irritado.
—Lo siento. Es que no creí que fueras tan ingenuo… ¿De verdad crees que Jana nos abrió las puertas de la Fortaleza para salvarte?
Álex asintió, aunque con menos convicción de la que habría querido exhibir.
—Puede que eligiese ese momento en particular para ayudarte, pero habría traicionado a Óber antes o después, de todas formas. Lleva mucho tiempo tratando de negociar con nosotros, y esta vez te ha utilizado a ti como moneda de cambio. Cuando las sombras de Arión desaparecieron, dejando desprotegida la Fortaleza de los Drakul, comprendió, al igual que nosotros, que tú debías de ser el Último. Nos abrió la puerta para que te salvásemos y, a cambio, destruyésemos a Óber y a los suyos. Lo que ella desea por encima de todo es vengarse de los Drakul. Óber mató a sus padres, ¿lo sabías?
—¿Y para eso pacta con vosotros, que sois sus principales enemigos? —Preguntó Álex, escéptico—. No tiene ningún sentido.
—Ella cree que es posible un entendimiento entre los guardianes y los Medu. Es una idea que su madre debió de inculcarle desde muy pequeña. Firmar la paz con nosotros, a cambio de respetar un poco más la libertad de los hombres y de renunciar a su influencia sobre ellos… Es algo que Jana aceptaría de buen grado, a cambio de derrocar a Óber y sustituirle al frente de los clanes.
—¿Y vosotros aceptaríais algo así? —preguntó Álex, esperanzado—. Después de todo, no tiene nada de absurdo…
—Lo mismo pienso yo, pero mis compañeros no son de la misma opinión —observó Nieve, frunciendo el ceño—. Ninguno de ellos piensa que Jana sea de fiar; no creen en sus promesas. A veces pienso que, aunque las creyeran, no aceptarían el trato que les ofrece. Llevan mucho tiempo enfrentándose a todo lo que simbolizan los Medu, y es demasiado tarde para que cambien.
—¿Y tú sí puedes cambiar?
Nieve alzó el rostro hacia el cielo estrellado. Sus pálidas mejillas emitían un brillo nacarado que, por momentos, se iba volviendo azul.
—Yo ya he cambiado —dijo con tristeza. Estoy cansada de esta guerra eterna. Estoy cansada de la inmortalidad. Quiero volver a ser humana, aunque sea por unas horas.
Pero, para eso, la guerra entre guardianes y Medu debe terminar… Por eso he ayudado a Jana, y por eso, si se me volviera a presentar la ocasión, la ayudaría de nuevo.
Permanecieron unos minutos en silencio, sumidas en la contemplación de la noche.
—¿Por qué me cuentas todo esto? —preguntó Álex al fin.
—Porque tú quieres lo mismo que yo, lo veo en tu mirada. Has aceptado convertirte en el Último Guardián para impedir que otro ocupe ese lugar. Otro más peligroso que tú para los Medu, más lleno de odio… En realidad quieres sacrificarte para proteger a Jana —Álex asintió, incómodo.
—Es cierto, pero también es cierto que no quiero traicionaros a vosotros. Me comprometí ante Corvino a venir aquí y a aprender todo lo que vosotros queráis enseñarme. Él cree que, cuando el entrenamiento termine, mis sentimientos hacia los Medu habrán cambiado.
—¿Y tú lo crees?
Álex se lo pensó un momento antes de contestar.
—Me parece difícil que mis sentimientos puedan cambiar, pero si lo que aprenda en este tiempo me conduce por un camino diferente al que yo tengo pensado, tampoco pienso resistirme al cambio. No tengo miedo a aprender, independientemente de adónde me lleve ese aprendizaje.
Nieve lo observó con una sonrisa de admiración.
—Eres muy valiente —dijo—. Muy pocas personas se embarcarían en un aprendizaje que no saben adónde puede conducirlas. Tienes mucho valor, en serio. No sabes cuánto me recuerdas a Arawn.
—¿Me parezco a él? —preguntó Álex con curiosidad.
—¿Físicamente? En absoluto. No te pareces a él ni lo más mínimo. Él era mucho más moreno, y también algo mayor que tú. Tenía una mirada muy triste… Pero sí te pareces a él en que no le tienes miedo a nada. Ni siquiera a sufrir, ni a perder lo que te resulta más querido.
—Eso sí me da miedo, pero no puedo tomar decisiones basándome en mi miedo. Ésa sería una forma segura de equivocarme.
Nieve asintió, mirándolo de un modo extraño.
—¿Qué ocurre? —quiso saber Álex, algo desconcertado por aquella mirada.
—Nada. Solo que llevo sola demasiado tiempo. Siglos y siglos recordando una y otra vez los escasos momentos de felicidad que viví con Arawn, antes de que él decidiese sacrificarse. Y en todo ese tiempo no he dejado de ser joven… ¿Tienes idea de lo sola que he estado?
—Me lo puedo imaginar —musitó Álex, apartando la mirada.
—No, no puedes —murmuró Nieve, casi con fiereza—. Y ahora apareces tú, tan distinto a Arawn y, a la vez, tan parecido a él, tan lleno de valor, tan joven y apuesto… ¿Crees que no me dolería verte correr la misma suerte que él corrió, sacrificándote para salvarnos a todos? Sufriría mucho, te lo aseguro. Aún soy lo suficientemente humana como para sufrir por algo así, y no lo lamento.
—Quizá no tenga que correr la misma suerte que Arawn —dijo Álex, pensativo.
Hay algo fundamental que me diferencia de él: yo no odio lo que representan los Medu, independientemente de lo que pueda sentir por Jana. Quizá mi camino no tenga por qué ser el mismo que recorrió él…
Nieve meneó la cabeza con cansancio.
—Del amor al odio hay una distancia muy pequeña. Escucha lo que voy a decirte: no estás tan a salvo de ese sentimiento de odio como tú crees. Pero no debes dejar que esos cambios en tus sentimientos te confundan… Por encima de todo, debes buscar la justicia y la verdad.
—Quieres decir que…
—Quiero decir que, si finalmente decides enfrentarte a los Medu, no debe ser por odio o por venganza, sino por amor a la humanidad. Y si decides intentar pactar con ellos, debe ser por la misma causa. De lo contrario, nada de lo que hagas, por noble o generoso que sea, servirá para cambiar verdaderamente las cosas. Tu sacrificio sería completamente inútil… Créeme: lo he visto ya muchas veces, y no quisiera tener que verlo una vez más.