La oscuridad se lo ha tragado —dijo David, señalando la estrada de la Caverna—. Sentí cómo lo absorbía, ¿vosotros no? Deberíamos volver, Jana. Todo esto podría ser una trampa, pero aún estamos a tiempo de darnos la vuelta.
Jana sonrió con una mezcla de sarcasmo y tristeza.
—¿Volver? Esto ha dejado de ser una visión, David. No crees que podamos volver, aunque queramos. Yo, al menos, no sabría cómo…
—No vamos a irnos de aquí sin haber averiguado lo que le ha pasado a Álex —decidió Erik.
David lo mirón con gesto hosco.
—¡Pero es uno de ellos! —protestó—. Tenemos suerte de estar vivos todavía Puede que haya ido a reunirse con los demás para prepararnos un «recibimiento»… ¿Crees que no sabe lo que nos traemos entre manos? Si sacamos esa corona de fuego de la Caverna, habremos terminado con el poder de los guardianes. Él lleva meses viviendo con ellos entrenándose en su magia… ¿De verdad pensáis que nos quiere ayudar?
—De momento nos ha traído hasta aquí —dijo Jana, pensativa—. Sin él, no lo habríamos conseguido nunca.
—¿Y qué? Eso no demuestra nada —insistió su hermano—. Probemos a unir nuestro poder para salir de este desierto…
—La única salida de este desierto es a través de la Caverna —repuso Erik, avanzando resueltamente hacia la entrada negra de la tumba—. ¿No lo sentís? Aquí no hay nada más… Entremos. No hemos llegado tan lejos para detenernos ahora.
Sin decir nada, Jana empezó a caminar detrás de Erik. La serpiente tatuada en su espalda le ardía, como si estuviese intentando desprenderse de su piel y liberarse de ella. Tratando de no pensar en aquel dolor, aceleró el paso sobre la arena abrasadora.
Al llegar al umbral de la Caverna, agradeció el frescor de la sombra.
Ante ellos, una ancha escalinata descendía hacia las profundidades de la tierra. Los peldaños estaban cubiertos de arena rojiza, bajo la cual se adivinaba la piedra lustrosa y desgastada por siglos de exposición al viento y a los cambios de temperatura.
—¿No vas a entrar? —preguntó Jana, volviéndose hacia su hermano.
Con gesto malhumorado, David empezó a arrastrar los pies hacia la entrada de la gruta. Dándole la espalda, Jana descendió las escaleras detrás de Erik. Bajaron durante un buen rato, hasta que la luz del sol se convirtió en un remoto resplandor por encima de sus cabezas.
Una vez abajo, al principio no vieron nada. Los ojos de Jana, deslumbrados poco antes por la luminosidad cegadora del desierto, tardaron más de un minuto en adaptarse a la penumbra. Pero cuando al fin distinguió las paredes que la rodeaban, no pudo detener un grito de admiración. Todo estaba cubierto de dibujos y jeroglíficos de vivos colores, los muros y el techo… Un barco surcando los cielos, el sol y la luna; varios personajes a bordo con cabezas de animales, entre los que Jana reconoció las representaciones de diversas deidades egipcias: el dios Sobek, mitad hombre y mitad cocodrilo; la diosa Bastet, con su cara de gato…
—Hermosos —suspiró, olvidándose por un momento de todos sus temores—. Me pregunto si Álex habrá visto esto.
—Es muy bonito —coincidió Erik—, pero hay algo que no me cuadra… Ésta no puede ser la verdadera Caverna. Es demasiado pequeña, y, aparte de estas pinturas, aquí no hay nada.
—Tienes razón —murmuró Jana, bajando instintivamente la voz—. Esto no es más que la entrada. Pero no se va nada más… ¿Qué opinas, David?
El muchacho estaba contemplando las pinturas del techo con la boca abierta, y Jana tuvo que repetirle la pregunta para que la oyera. Una vez que logró procesar la información, volvió a concentrarse en las pinturas, aunque con otra expresión.
—Esa pared de enfrente está vacía —dijo de pronto señalando a la pared del fondo de la cámara, que, a diferencia de las demás, estaba pintada de un azul liso y desvaído.
Ahí es donde está la puerta.
David caminó decididamente hasta aquella pared y la rozó con los dedos de la mano.
—¿Estás seguro de lo que dices? —Preguntó Erik—. ¿Cómo lo sabes?
—Tú tienes un dragón. Yo tengo mis dedos. Mi magia es diferente de la tuya y de la de Jana, pero, sin ella, tú no llevarías el dragón de Óber sobre tu piel.
—Entonces, ¿ves esa puerta? —Inquirió su hermana—. ¿Está oculta bajo un hechizo?
David volvió a pasar una mano sobre la superficie polvorienta y azul del muro. Luego negó lentamente con la cabeza.
—Antes me he expresado mal —aclaró—. La puerta no está aquí. No es algo que haya que descubrir, hay que crearla.
Jana y Erik se miraron. Ninguno de los dos comprendía muy bien lo que quería decir David.
Pero el muchacho había dejado de prestarles atención. Completamente concentrado en la superficie azul verdosa del muro, había empezado a acariciarla lentamente con ambas manos. Cada uno de sus gestos tenía la precisión y la delicadeza de un artista tocando su instrumento. Resultaba fascinante seguir el movimiento de sus dedos, aquella especie de danza de sus brazos, su torso y su cintura al son de una música que nadie podía oír. Pero aún más fascinantes eran las formas que habían empezado a cubrir el muro bajo el poderoso influjo de sus manos… Juncos, papiros, figuras humanas, jeroglíficos, estrellas reflejadas en el agua tranquila de un río. Todo eso dibujó David sobre la pared vacía con la magia de sus dedos de artista, y no tardó en completar su obra más que algunos minutos.
A unos cinco metros de distancia, Jana observaba asombrada la belleza y el colorido de aquellas imágenes a medida que iban brotando como flores de humedad en el muro. Lo más impresionante era el modo en que armonizaban con el resto de las pinturas de la cámara, completando, en cierto modo, su significado.
Pero no; había algo más impresionante aún.
En el centro de su composición pictórica, David situó un ibis con las patas sumergidas en el agua. En cuanto el dibujo estuvo terminado, aquella ave mística levantó el vuelo y abandonó su arquitectónica prisión. En su lugar quedó una negra abertura por la que penetraba una corriente de aire cálido y viciado.
David había creado una entrada para acceder a la gruta.
El prodigio hizo retroceder al propio artista hacia el lado opuesto de la cámara. Sin embargo, una vez que logró asimilar lo sucedido, miró a su hermana con una sonrisa triunfal.
—Te lo dije —exclamó—. Querías una entrada, ¿no? Pues ahí la tienes.
Jana empezó a caminar, como hipnotizada, hacia la grieta en forma de ibis. No era demasiado ancha, pero sí lo suficiente como para permitir el paso a través de ella de una persona. Sin pensárselo dos veces, Jana pasó el torso y una de sus piernas a través del hueco que había dejado el cuerpo de ibis. Luego apoyándose en la pared por el interior, deslizó dentro la otra pierna.
Al principio solo distinguió contornos borrosos, formas oscuras en un espacio que parecía inmenso. La reconfortó notar la presencia de Erik a su lado y, unos segundos más tarde, la de David. Erik la había cogido de la mano, y juntos avanzaron un par de pasos, mientras los bultos que los rodeaban comenzaban a definirse. Poco a poco, una luminosidad de procedencia incierta reveló los colores de aquellos objetos que cubrían el suelo por todas partes, hasta perderse de vista.
Eran cofres. Cofres de madera con herrajes dorados y plateados, cofres antiguos, de todas las formas y tamaños. Algunos estaban cerrados, pero la mayoría se encontraban abiertos, mostrando a quien quisiera mirar su contenido. Y lo que contenían era tan increíble que, por un momento, Jana se preguntó si no estaría soñando: no podía ser, era como encontrarse en la cueva de Alí Babá, pero como haber hallado la guarida de un pirata, repleta tesoros. Porque de eso se trataba: los cofres estaban llenos de joyas, de antiguas moneda de oro y plata, de perlas, esmeraldas y rubíes. Pero también había otras cosas: teléfonos móviles de última generación, videoconsolas, ordenadores portátiles, reproductores MP3 de diseño vanguardista… Y, curiosamente, todos aquellos artefactos tecnológicos emitían un brillo aún mayor que el del oro y las piedras preciosas que los rodeaban.
Las miradas deslumbradas de los tres jóvenes se encontraron.
El primero que empezó a reír fue David, pero los otros dos se le unieron al instante.
Reían de un modo desaforado, histérico, enloquecido. Y en medio de aquel incontenible ataque de hilaridad, Jana se dio cuenta de que lo que de verdad sentía era miedo. Porque aquellos tesoros sencillamente no podía existir más que en su imaginación. Era como si, después de una larga búsqueda, hubiese llegado a lo más recóndito e inconfesable de su propia alma. Y lo que veía a su alrededor no era más que una apabullante representación de sus deseos más remotos, de sus sueños infantiles más escondidos. Riquezas, objetos hermosos, tecnología avanzada, joyas, libros… Todo lo que un ser humano pudiera desear en el aspecto material. Cosas por las que mucha gente estaría dispuesta a matar y a morir, a traicionarse a sí misma y a cometer los más infames delitos.
Sin acordarse de sus compañeros, empezó a caminar sonámbula a través de aquel bosque de riquezas. Más de una vez pensó en detenerse y en escoger algunos de aquellos objetos maravillosos que parecían llamarla desde los cofres, pero su curiosidad era más fuerte que su codicia, de modo que siguió avanzando. A unos cincuenta metros de la entrada de la cueva, los cofres empezaron a entremezclarse con montones de oro y piedras preciosas de diferentes tamaños. Parecía imposible, pero allí estaban…
Después de un rato, Jana sintió que empezaba a recobrar la cordura tras la sorpresa inicial. Se detuvo y tomó aliento, olvidándose por un momento de todos aquellos tesoros que la rodeaban. Con expresión inquieta, se volvió para observar las reacciones de Erik y David…
En ese momento un relámpago zigzagueó por el interior de la gruta, rebotando en las paredes de la roca con un ruido salvaje. El eco de aquel trueno se prolongó a través de las bóvedas, repitiéndose interminablemente… Antes de que se hubiera apagado, un nuevo relámpago cegó a la muchacha, y una fuerza brutal y desconocida la derribó. Vio pasar varios trazos luminosos sobre su cabeza describiendo un arco en el aire para perderse en lo más profundo de la Caverna. Luego, nada…
Algo tiró de su cuerpo hasta desgarrarla de dolor, y de pronto se encontró en el aire, moviéndose a una velocidad de vértigo a través de salas oscuras con techos cubiertos de estalactitas, como si ella fuese un clavo de hierro y un imán irresistible estuviese atrayéndola hacia sí.
Cuando cayó al suelo, pensó que se le habían roto todos los huesos de su cuerpo. El golpe fue brutal; tanto, que al principio creyó que aquel dolor intenso que le oprimía el pecho contra el suelo era lo último que iba a sentir en su vida.
Pero se equivocaba se encontraba muy maltrecha, quizá malherida; sin embargo, al cabo de un rato se dio cuenta de que no iba a morir, al menos de inmediato.
Tardó varios minutos en poder mover la cabeza, y algunos más en sentir los brazos y piernas. Intentó incorporarse varias veces, pero al final tuvo que darse por vencida.
Necesitaba ayuda; no podía quedarse indefinidamente allí tirada, esperando a que alguien diese con ella. Sobre todo necesitaba saber qué les había pasado a Erik y a David. Tal vez no estuviesen muy lejos; pero si aquella fuerza monstruosa también los había alcanzado, probablemente se encontrarían tan magullados como ella.
Empezó a llamarlos con toda la fuerza de la que era capaz, pero no tardó en comprender que el sonido que brotaba de sus labios se parecía más a un débil quejido que a un grito. Aun así, repitió insistentemente los nombres de Erik y de David. En un momento dado, sin saber muy bien por qué, empezó a llamar a Álex…
La única respuesta que obtuvo fue un lejano e insistente murmullo de agua que parecía brotar de las entrañas de la tierra.
Entonces se le ocurrió una idea. No podía moverse, pero quizá existiese otra manera de comunicarse con sus compañeros. Tenía sus poderes, y tenía la piedra… Se revolvió en el suelo para poder acceder al bolsillo derecho de sus pantalones y, con dedos ávidos, rebuscó en su interior. Un suspiro de alivio se le escapó al encontrar lo que buscaba. Sí allí seguía… Con mucho cuidado, extrajo del bolsillo el zafiro de Sarasvati y se lo acercó a los ojos.
Decidió concentrarse primero en David. Le preocupaba mucho lo que le hubiese podido ocurrir, pues, en cierto modo, se sentía culpable por haberlo arrastrada a aquella aventura. Antes de pensar en cualquier cosa, necesitaba asegurarse de que su hermano estaba vivo… Con los ojos fijos en la piedra, comenzó a recitar una de las antiguas fórmulas de la tradición Agmar.
El resplandor azul de zafiro fue agrandándose hasta inundar todo su campo visual. Y en medio de aquella claridad acuática, Jana vio de pronto a David enzarzado en una extraña pelea con un personaje alto y esbelto al que identificó de inmediato como uno de los guardianes. Su piel emitía un suave resplandor verde, y, por sus giros y patadas, daba la impresión de que estaba intentando reducir a su adversario mediante algún arte marcial que Jana desconocía. Pero David, con sorprendente agilidad, esquivaba uno tras otro todos los golpes, si bien no parecía encontrar el modo de devolverlos.
Jana trató una vez más de ponerse en pie, y una vez más tuvo que rendirse a la evidencia. No podía moverse, pero quería ayudar a su hermano en aquella desigual lucha. Sobreponiéndose a su debilidad, grito su nombre, pero la imagen de David no dio muestras de oír su voz. Probablemente se encontraba muy lejos. Aquella caverna debía ser un auténtico laberinto…
De pronto, David hizo algo que la dejó sin aliento. Acercándose peligrosamente al guardián, extendió su mano y comenzó a moverla velozmente, como si estuviese dibujando algo en el aire, a escasos centímetros del brazo de su enemigo. Jana vio cómo la coraza del guardián se deshacía en pedazos, y cómo su piel desnuda empezaba a cubrirse de una maraña de dibujos negros que representaban las flores y las ramas de una gran enredadera. Aquella telaraña vegetal se extendió como una gota de aceite por el hombro y el pecho del guardián, que se había quedado completamente inmóvil, con los ojos fijos en algún punto lejano. El tatuaje siguió avanzando hasta extenderse por toda la piel, que había dejado de brillar. David se apartó y, con una mueca de dolor, se miró la mano. Jana ahogó un grito al ver que sus dedos estaban quemados, y cerró los ojos.
Cuando volvió a abrirlos, la visión había desaparecido.
Por un momento descansó sobre el suelo, exhausta y preguntándose qué podía hacer.
David parecía haber derrotado a su enemigo, al menos temporalmente, pero no se encontraba en condiciones de ayudarla. La única opción que le quedaba era por lo tanto, recurrir a Erik…
Respirando profundamente, alzó una vez más la piedra a la altura de sus ojos e inició un nuevo ritual mágico. Las palabras fluían ahora con mayor seguridad de sus labios, señal de que empezaba a recuperarse. En pocos minutos, el azul zafiro la envolvió completamente y en su interior, como si de una imagen submarina se tratara, vio a Erik.
También él estaba luchando. Y su adversario era otro guardián, de aspecto mucha más sereno y temible que el que había visto enfrentándose con David. Por la tenue luz rojiza que bañaba su piel, Jana comprendió que se trataba de Corvino. Entre los Medu, Corvino tenía fama de ser el más peligroso de los guardianes. Su virtud era inquebrantable, y su nombre se empleaba en el seno de los clanes para asustar a los niños pequeños.
Y ahora aquel héroe moreno de facciones nobles y mirada fría, estaba enfrentándose en un duelo con espada al hijo de Óber.
Jana nunca había visto a Erik empuñar la espada, pero enseguida se dio cuenta de que se había ejercitada largamente en su manejo. Impulsada por sus movimientos, Aranox hendía el aire en todas direcciones, avanzando tan pronto hacia delante como en diagonal, y sorprendiendo continuamente al adversario por sus inesperados cambios de ritmo. Corvino, por su parte, no parecía menos, hábil con su arma. No se limitaba a parar los golpes de Erik, sino que lo atacaba continuamente con certeza rapidez, llegando a rozarle en más de una ocasión con la punta de su propia espada.
De pronto sobre el pecho de Erik comenzó a crecer una coraza de escamas negras y brillantes. Aquella segunda piel se extendió hasta cubrirle toda la parte posterior de la cabeza, como un flamante casco que proyectaba impresionantes púas a la altura de los ojos y de la boca. Protegido de esa guisa, parecía imposible que Corvino lograse herir al joven. Sin embardo, el guardián ni siquiera se inmutó. Continuó atacando con redoblada fiereza, solo que sus golpes parecían poseer una mayor capacidad de destrucción.
Después de detener como pudo seis o siete ataques consecutivos, Erik retrocedió, desconcertado. Corvino avanzó resueltamente hacia él y, antes de que el otro pudiese reaccionar, amagó con la espada y, engañándole, se abrió camino hasta perforarle con la punta la mágica coraza a la altura del hombro derecho. Jana vio sangre sobre las escamas negras, y oyó el feroz rugido con que Erik se lanzó una vez más contra Corvino, sin alcanzarlo. Por un momento, le pareció vislumbrar la forma resbaladiza de la cola de un dragón rodeando los pies del guardián. Sin embargo, éste saltó ágilmente y evito la caída.
Con cada segundo que pasaba, el combate parecía inclinarse más y más del lado de Corvino. Jana respiraba agitadamente, ahogándose de impotencia. Erik tenía a Aranox, ¿acaso lo había olvidado? ¿A qué estaba esperando para invocar su magia?
Con esa misma espada, su antepasado Drakul había vencido a Arión. ¿No podía Erik hacer lo mismo?
En ese momento, como si Erik hubiese captado su impaciencia, el muchacho alzó la espada en vertical con ambas manos y dijo algo que Jana no logró entender, Corvino se quedó quieto instantáneamente, observando la espada. Y entonces sucedió algo muy extraño. El rostro de Erik comenzó a deformarse ante sus ojos, y en pocos segundos había adquirido la apariencia exacta del de su enemigo. El mismo resplandor rojo iluminaba sus rasgos. Al mismo tiempo, las escamas negras de su armadura palidecieron, hasta parecer de nácar. Corvino contemplaba atónito la transformación, que culminó con la aparición de dos grandes alas en la espalda de su rival. Era como si se estuviera viendo a sí mismo transmutando en ángel…
Con aquellas alas de plumaje blanco y plateado, Erik alzó el vuelo. Permaneció suspendido unos instantes sobre su adversario, mirándolo con una beatífica sonrisa.
Luego, atacó. Corvino retrocedió, sorprendido. Esta vez no parecía preparado para el golpe. Reaccionó enseguida, pero se notaba que había perdido la seguridad el principio. Ahora se limitaba a esquivar los ataques, sin tomar nunca la iniciativa.
—Muy inteligente —observó una voz increíblemente melodiosa a espaldas de Jana.
Tu amigo es muy listo, no sé cómo se le ha ocurrido… Corvino es tan perfecto que su único punto débil es su propia virtud. Luchar con él mismo, con la imagen de lo que él podría llegar a ser si renunciara a su humanidad… Es terrible, no creo que salga vencedor.
Con la piel erizada de espanto, Jana se apresuró a esconder la piedra. La visión de Corvino luchando contra sí mismo desapareció instantáneamente. Sobreponiéndose al dolor de sus miembros, la muchacha logró darse la vuelta y vio a la joven que había hablado. En realidad ya sabía quién era antes de verla… Se trataba de Nieve.
—¿Desde cuándo estas ahí? —preguntó con voz entrecortada.
—Desde antes de que tú llegaras. En realidad te estaba esperando —repuso Nieve.
Se encontraba pálida, y el reflejo azulado de su rostro acentuaba la tristeza de sus rasgos.
—Corvino decidió que debíamos separarnos para neutralizaros y eso es lo que hemos hecho —continuó, con su voz indescriptiblemente musical—. Sin embargo, creo que todos os hemos subestimado.
—¿Estabais esperándonos?
—Argo estaba de guardián, protegiendo la Caverna. Cuando lograsteis entrar, nos llamó… En realidad me alegro de que estés aquí.
Arrodillándose junto a Jana, Nieve extendió una mano y, sin legar a tocarla, la paseó repetidamente sobre su frente. Jana notó que sus dolores se aliviaban. Después de tantos intentos fallidos logró incorporarse.
—¿Tú no vas a atacarme? —pregunto, desafiando a Nieve con la mirada.
Nieve meneó la cabeza suavemente.
—No, Jana. Yo ya no soy como ellos. Estoy cansada… Quiero que todo esto termine.
—Entonces, ¿por qué no me has ayudado antes? —preguntó Jana con desconfianza.
—Me quedé absorta contemplando tus visiones. Heru, vencido, y Corvino, en dificultades… En serio, nunca lo habría creído.
—¿Y si hubiese sido al revés? Si Heru hubiese vencido a mi hermano, ¿lo hubiese matado?
Nieve encogió los hombros.
—No lo sé. Probablemente sí. Pero ahora lo importante, no son ni ellos ni nosotras.
Lo primordial es salvar a Álex… Ahora que los demás están distraídos luchando, podemos intentarlo.
Jana se puso de pie con dificultad. En sus ojos apareció un destello de temor.
—¿Salvar a Álex? —repitió—. ¿Qué le pasa?
Nieve comenzó a avanzar rápidamente por la oscura galería en la que se encontraban.
El resplandor de su piel iluminaba las estalactitas del techo. Jana la siguió con paso titubeante, pero enseguida se dio cuenta de que la guardiana la había liberado definitivamente de sus dolores. De pronto se encontró flotando en el aire cerca de ella.
—Álex se ha convertido en el Último —explicó Nieve. Su voz parecía resonar a la vez en todas las paredes, vibrante y cristalina—. Mis compañeros quieren que se siente de una vez por todas en el trono vacío y cumpla con su misión, pero eso no es lo que él desea. En teoría, solo puede ocupar el trono por voluntad propia… Pero me preocupa Argo. Dijo que llevaría a Álex hasta el trono, y no sé cómo encajará su negativa a ocuparlo. Argo ha cambiado mucho a lo largo de los siglos, ya casi no le reconozco. Él no quiere la paz, ni siquiera le basta con la victoria. La verdad es que no tengo claro lo que quiere.
—¿El trono está aquí? —preguntó Jana, dudando de que su voz alcanzase los oídos de Nieve, que flotaba a cierta distancia de ella, sobrevolando una sala de la gruta tras otra—. Pero si Álex se sienta en él, todo habrá terminado…
—No todo. Pero sí será vuestro fin. El fin de vuestra magia, de vuestros símbolos. Y, desde luego, también el fin de Álex.
Jana notó que la fuerza que la impulsaba en el aire se debilitaba, hasta depositarla una vez más en el suelo. Nieve también había dejado de flotar, y se encontraba a su lado.
Miraba con aprensión una abertura en forma de arco de la que salía una luz débil y cambiante, como el reflejo de una hoguera sobre las piedras.
—Ahí están —dijo, con una sombra de terror en los ojos—. No sé qué va a ocurrir, Jana. Quizá hayamos llegado demasiado tarde.
Caminaron hacia el arco de luz. En el momento de traspasarlo, Jana lanzó un alarido de dolor. La serpiente tatuada en su espalda parecía estar desgarrándose, y el sufrimiento que eso le producía era insoportable.
Luchando por no caer al suelo, la muchacha avanzó a trompicones detrás de Nieve.
El dolor le nublaba la vista, pero, aun así, distinguió las sombras oscilantes de un sinfín de objetos sobre las paredes irregulares de la gruta; sombras que danzaban, agrandándose o empequeñeciéndose según las fluctuaciones de la hoguera que ardía en el centro.
Una caverna de sombras. Aquél había sido el principio de todo… Y aquél podía ser, también, el final.
Desfallecida de dolor, Jana buscó una pared donde apoyarse. No encontró ninguna, ya que la cueva, en ese lugar, era inesperadamente amplia, y ella y Nieve avanzaban por el centro. Pero sí vio algo, a su derecha, que atrajo de inmediato su atención. Era un aro de luz resplandeciente que flotaba en la oscuridad, con una llama vertical engarzada en su parte delantera. Un aro de blancura cegadora; una corona de luz, se le ocurrió de repente…
—La Esencia de Poder —consiguió murmurar.
Las palabras brotaron casi inaudibles de sus resecos labios. Pero Nieve no dio muestra de oírlas. Jana retrocedió espantada al ver el hermoso rostro de la guardiana desfigurado de pánico.
Los labios de Nieve dejaron escapar un alarido inhumano un alarido que reverberó largamente sobre las rocas, resquebrajándose en una sucesión de ecos interminables.
Jana siguió la dirección de su mirada. Frente a la corona de luz se alargaba una sombra que parecía emanar de ella, una sombra que atravesaba el suelo de la Caverna y trepaba por la pared opuesta, formando una especie de trono de oscuridad. Y en aquel trono, casi irreconocible, se hallaba sentado el Último guardián. Su rostro seguía siendo el de Álex, a pesar los miles de tatuajes que se superponían sobre su piel desnuda, convirtiéndola en un laberinto de trazos. En medio de aquella selva de dibujos, los rasgos del joven aparecían extrañamente deformados, pero, aun así, Jana distinguió en ellos una expresión de horrible sufrimiento. Sus pupilas estaban vacías, sus párpados permanecían inmóviles, como si ya no fuesen capaces de reacción alguna. Y cientos de sombras acudían volando a aquella piel de oscuro resplandor azul y se adherían a ella, quedando atrapadas para siempre.
—¡Álex! —Gritó desesperada, sacando fuerzas de flaqueza—. Álex, soy yo…
Nieve se acercó a ella y, sin tocarla, la miró con infinita piedad.
—Déjalo, Jana —murmuró—. Ya no puede oírte. Está fuera de nuestro alcance. No sé cómo ha ocurrido, pero ya es demasiado tarde para salvarlo… Lo único que podemos desear es que todo termine cuanto antes y que, por fin, deje de sufrir.