En lo primero que pensó Álex fue en volver a su casa. Sin saber cómo, el laberinto le había devuelto mágicamente a su ciudad. Deseaba abrazar a su madre y a su hermana. Deseaba refugiarse en el hogar que, durante años, había compartido con su padre. Había hecho lo que él le había pedido, y, milagrosamente, había sobrevivido. Ahora necesitaba descansar. Sin embargo, algo le hizo volver la cabeza hacia la puerta de cartón piedra por la que habían salido Arión y él unos minutos antes. Seguía allí, intacta, tan real como los edificios, las palmeras y los yates del puerto. El paseo estaba desierto, nadie había presenciado la estremecedora transformación del Último Guardián. Nadie los había visto salir… Si volvía por donde había venido, nadie se enteraría.
Decidió volver. Sentía un temblor lejano bajo la tierra, un trueno infernal creciendo muy lentamente a su alrededor, rodando muy despacio hacia él. Algo estaba ocurriendo en la Fortaleza y necesitaba averiguar qué era. Fuese lo que fuese, en todo caso, estaba seguro de que tenía algo que ver con lo que le había ocurrido a Arión y con su paso a través del laberinto.
Al cruzar nuevamente los estudios cinematográficos abandonados, le sorprendió comprobar que las proyecciones se habían apagado. Todo yacía quieto, polvoriento y sin vida. Los decorados se sucedían unos a otros como acuarios vacíos, exhibiendo sus deteriorados muebles con patética inocencia.
Había avanzado un buen trecho a través de aquel laberinto de edificaciones falsas cuando se dio cuenta de que la luz había cambiado. Ahora no provenía de los aparatos de producción, sino de una hilera continua de ventanas en la parte de arriba de la nave, que filtraban una claridad amarillenta. Se trataba de luz natural… La oscuridad del laberinto había desaparecido con la muerte de Arión.
En pocos minutos, Álex llegó a la entrada de los estudios. Al traspasar la puerta se encontró en la inmensa oficina vacía donde, poco antes, había conocido al Último Guardián. Allí seguían las mesas de escritorio separadas por frágiles paneles de madera sintética, las anticuadas máquinas de escribir, los dictáfonos plateados. Por las ventanas entraba un resplandor lechoso, de mañana invernal. ¿Qué hora sería?
Con todo lo que le había sucedido, Álex se sentía completamente incapaz de calcularlo.
Avanzó con seguridad entre las mesas y los falsos tabiques, preguntándose cómo era posible que un lugar pudiese transformarse tanto en tan poco tiempo. Recordaba la angustia que le había producido la oscuridad que se iba condensando poco a poco a su alrededor, tragándose los objetos. Había ocurrido en aquel mismo lugar… Apenas podía creerlo.
De pronto, el suelo vibró con violencia bajo sus pies. Un Bolígrafo plateado rodó sobre una mesa, algunas carpetas cayeron al suelo. Se oyó un estruendo remoto, que crecía lentamente, avanzando como un alud de sonido hacia él. Sin saber muy bien por qué, aceleró el paso. Todo estaba cambiando demasiado deprisa a su alrededor, y quizá también más allá del laberinto, en la Fortaleza. De pronto, solo podía pensar en Jana… Necesitaba desesperadamente saber si estaba a salvo. El tatuaje había dejado de dolerle hacía rato, y eso le inquietaba.
Al cabo de unos minutos se encontró de nuevo en el vestíbulo de los sofás blancos al que le había conducido Garo. Sin pensárselo dos veces, lo atravesó y pulsó el botón de uno de los tres ascensores que había a su derecha. El ascensor abrió instantáneamente sus puertas y Álex se introdujo en él. No estaba muy seguro de que fuera el mismo en el que había descendido acompañado del Ghul, pero, aun así, pulsó el interruptor del último piso.
La ascensión se le hizo eterna. Había dejado de oír ruidos, y de nuevo sentía la quemazón del tatuaje sobre su hombro, más intensa a cada metro que subía. Eso solo podía significar una cosa: se estaba acercando a Jana; ella seguía dentro del edificio.
Cuando las puertas se abrieron, vio ante sí, a cierta distancia, la entrada de la sala de juntas donde se había celebrado el duelo entre Jana y las hijas de Pértinax. Caminó con cierta aprensión hacia allí, preguntándose qué sería lo que iba a encontrarse.
Lo primero que vio al traspasar el umbral fue a Jana derrumbada sobre una silla y con el rostro apoyado en la mesa, oculto bajo una cascada de pelo castaño. Óber estaba gritándole algo que, a juzgar por la actitud de la muchacha, ella habría preferido no escuchar. En pie, al otro lado de la mesa, Erik los contemplaba a ambos con los ojos llenos de tristeza. Los jefes de los otros clanes se habían ido, al igual que Pértinax.
Solo media docena de Ghuls marcados con el escorpión del clan Óber permanecían en la sala, limpiando y recogiendo los restos del enfrentamiento mágico que habían mantenido Jana y Urd.
Cuando miró a su izquierda, Álex comprobó que el vacío de oscuridad donde poco antes se encontraban los Salmodiantes había desaparecido. En su lugar se veían unas gradadas semicirculares, sobre las cuales permanecían en pie, distribuidas sobre los diferentes escalones, alrededor de veinte figuras encapuchadas. El hábito que las cubría era de un intenso color púrpura y llevaba un escorpión plateado bordado en el pecho. Los rostros de aquellos hechiceros Drakul apenas resultaban visibles, pero, por lo poco que Álex pudo distinguir, le parecieron rígidos como máscaras. En aquel momento, los Salmodiantes no estaban cantando, sino que recitaban una especia de mantra incomprensible repitiéndolo miles de veces con voz átona y grave.
Los presentes en la sala tardaron unos segundos en darse cuenta de que Álex había regresado. El primero en notarlo fue Erik, cuyo rostro se iluminó de alegría al ver a su amigo.
—¡Has vuelto! —exclamó, corriendo hacia él—. No puedo creerlo…
Al oír a Erik, Jana y Óber se giraron hacia la puerta como movidos por un resorte.
Los ojos de Jana lo contemplaron con fuego extraño, mientras Óber se esforzaba por permanecer impasible.
—¿Todo está bien? —Preguntó Álex—. He oído un estruendo que venía de aquí, una especie de trueno que se propagaba…
—Aquí no hemos oído nada —dijo Erik—. Pero la luz… Es sorprendente, mira lo que ha ocurrido.
Siguiendo la dirección de los ojos de su amigo, Álex contempló una vez más las gradas antes invisibles, que ahora aparecían bañadas de una luz fría, casi blanca.
—¿Cómo ha sucedido? —preguntó, volviéndose hacia Óber.
—Será mejor que nos lo digas tú —replicó el padre de Erik, contemplándole con una helada sonrisa—. Sospecho que tiene algo que ver con lo que quiera que hayas hecho ahí abajo.
Los ojos de Óber y los de Álex se enfrentaron en silencio durante unos segundos.
—Solo hice lo que me dijiste —replicó al fin Álex—. Atravesé el laberinto y salí de allí con vida.
—Te dije que lo intentases —precisó Óber—. Francamente, no tenía mucha fe en que pudieses conseguirlo. ¿Cómo lo has hecho?
—Tuve dos visiones. La primera evitó que cayese en la trampa que me había tendido Arión, y la segunda me guió hasta la salida.
—No entiendo —murmuró Jana, avanzando hacia él—. Has tenido visiones, como si fueras uno de los nuestros. Como si fueses un Agmar… Nunca pensé que el tatuaje tuviese tanto poder.
Se detuvo a pocos metros del muchacho, indecisa. Durante unos segundos, los cuatro permanecieron así, inmóviles, intentando adivinar los pensamientos de los demás.
Óber fue el primero en decidirse a quebrar aquel silencio. De cerca, se le veía más pálido que nunca.
—Ahí abajo ha ocurrido algo más —afirmó con dureza—. Durante siglos hemos vivido protegidos por el odio de Arión. Hemos canalizado la oscuridad de sus sentimientos hacia nosotros para encubrir nuestra guarida y evitar que los guardianes nos descubrieran. Ahora, de pronto, esa oscuridad se ha disipado, y nos encontramos totalmente expuesto. ¿Quieres explicarme qué es lo que ha pasado?
Álex tragó saliva, pero no apartó los ojos de Óber.
—Arión ha muerto —dijo—. Salió conmigo del laberinto y, una vez fuera, se… No sé cómo explicarlo. Sencillamente, se volatilizó.
Aquellas palabras hicieron callar a los Salmodiantes. Los Ghuls que estaban limpiando el suelo y la mesa alzaron la cabeza y miraron a Álex.
La palidez de Óber se había intensificado aún más.
—Estás mintiendo —dijo—. Nadie puede matar a Arión. Drakul y Agmar lo intentaron de mil maneras distintas, pero le fue imposible. Su poder le había vuelto inmortal.
Jana y Erik contemplaban a Álex con los ojos muy abiertos.
—No estoy mintiendo —sostuvo Álex—. Yo no quería matarle, pero el caso es que ha muerto… Ha muerto por mi culpa.
—Un guardián solo puede morir a manos de otro guardián —dijo Erik en voz baja.
Pero no es posible…
—Tienes razón, hijo —afirmó Óber en voz baja—. No hay otra explicación.
Luego avanzó hacia Álex y, encarándose con él, lo miró fijamente a los ojos durante unos segundos.
—Ahora lo entiendo todo —murmuró sonriendo—. Tu padre me mintió para protegerte. Pero los signos no se equivocaban, tú eres el Último… ¡Rápido, apresadlo!
Instantáneamente, un par de Ghuls lo aferraron por ambos brazos. Eran mucho más altos que Álex, y ambos exhibían un aspecto aún más salvaje que el Garo, con largas garras al finas de las uñas y protuberantes arcos ciliares.
Los otros Ghuls, entre os cuales le hallaba el propio Garo, los rodearon a cierta distancia, emitiendo gruñidos. Todos ellos tenían los ojos inyectados en sangre.
—Espera, padre, debe de haber un error —dijo Erik, acercándose a Óber—. Él tiene un tatuaje, no podrían habérselo hecho si fuera un guardián. Tiene que existir otra explicación…
Óber lo alejó de sí con gesto rabioso.
—¡Estás ciego! —rugió—. Cometí un error encomendándote su vigilancia… ¡Cómo iba a pensar que, algún día, te empeñarías en protegerlo, aunque para ello tuvieses que enfrentarte conmigo!
—No me estoy enfrentando contigo —se apresuró a aclarar Erik—. Solo digo que no debemos precipitarnos. Quizá exista otra explicación de lo que ha ocurrido. Piensa en su padre, en lo que te dijo sobre él…
Óber arqueó las cejas con indiferencia.
—¿Y qué importa? —dijo—. No podemos arriesgarnos a dejarlo escapar. Lo importante ahora no es él, sino nosotros. Arión ha muerto, la oscuridad que nos protegía se ha disipado. ¿Es que no entiendes lo que eso significa? Los guardianes podrían localizarnos en cualquier momento. Tenemos que reconstruir las sombras, y él nos ayudará. Si es la nueva encarnación del Último, le haremos lo mismo que le hicieron a Arión. Conseguiremos que nos odie tanto que su odio envolverá por completo la Fortaleza.
Jana dio unos cuantos pasos hacia Álex.
—Lo que dices es un disparate Óber —murmuró—. Sea lo que sea lo que ha pasado en el laberinto, él no es el Último todavía. Tal vez esté destinado a serlo, pero aún no lo es. No podréis utilizarlo para proteger la Fortaleza, no es tan poderoso.
—De todas formas, tenemos que intentarlo. Agujerearemos su piel y la adornaremos como hicimos con la de su antecesor. Si no resulta, mala suerte; lo encerraremos y esperaremos el momento. Y si resulta…, tanto mejor. Podremos respirar tranquilos.
Óber miró fijamente a Erik, esperando su reacción. Al ver que ésta no llegaba, se volvió hacia Garo.
—Lleváoslo abajo —ordenó—. Preparadlo para el ritual de las mutilaciones.
Haremos con él lo que nuestro antepasado Drakul hizo con Arión. Está en los anales de nuestro clan, nos será fácil seguir sus pasos… Empezaremos con las perforaciones más dolorosas; quizá eso acelere el proceso.
Garo se abalanzó sobre Álex, pero Erik se interpuso en su camino.
—Quieto —dijo con firmeza—. No te atrevas a tocarle ni un pelo a mi amigo.
Garo se detuvo, perplejo. Se notaba que no estaba habituado a recibir órdenes contradictorias.
—¿Te atreves a desafiarme? —Siseó Óber volviéndose hacia su hijo—. ¿Te das cuenta de lo que te estás jugando?
Había tal violencia contenida en aquella pregunta que Álex se alarmó. En aquel estado, Óber parecía capaz de todo, incluso de hacerle daño a su propio hijo.
Perplejo, buscó a Jana con la mirada. La muchacha se había retirado hacia el fondo de la estancia y permanecía de pie, apoyada contra la pared. Con los brazos caídos y una sonrisa irónica, observaba en silencio el enfrentamiento entre padre e hijo.
Su mano derecha jugueteaba con un objeto, semioculta entre los pliegues de su vestido.
Álex se sobresaltó al captar un destello azul entre los dedos de la muchacha. Se trataba de la piedra. Aprovechando la distracción de los Drakul, Jana estaba haciendo algo con el zafiro de Sarasvati. Inmediatamente, Álex dejó de mirarla y se concentró en la escena que se estaba desarrollando entre Erik y Óber. No deseaba atraer la atención de ninguno de los dos hacia Jana. Fuera lo que fuera lo que ella estuviese intentando, intuía que los Drakul no debían enterarse.
—No me opongo a que lo encierres durante algún tiempo, hasta que entendamos lo que ha pasado —le dijo Erik a su padre—. Pero no debes hacerle ningún daño.
Recuerda lo que nos reveló su padre. Sin su ayuda, no conseguiremos derrotar al Último.
Álex se dio cuenta de que Erik había enviado deliberadamente mencionar la relación que lo vinculaba al desaparecido clan de los Kuriles, y la importancia que esa relación podía tener para localizar el libro perdido de Céfiro. Tampoco Óber había aludido a su ascendencia Kuril en presencia de Jana… eso le hizo pensar que, probablemente, la muchacha ignoraba quién era realmente Hugo, y que por eso se había sorprendido tanto al oír lo sus visiones.
—Hugo nos mintió, ¿es que no te das cuenta? —contestó Óber en tono sarcástico.
El Último es él. Y en caso de que nos equivocáramos…, no necesitamos su ayuda para nada. Tenemos a Aranox, que supo derrotar al guardián en su anterior manifestación. Lo mismo ocurrirá esta vez.
—Si tuvieras razón… Si Álex fuese de verdad el Último, ¿crees que lo vencerías tan fácilmente como Drakul venció a Arión? Él es distinto, no cometería los mismos errores. Además, cada manifestación del Último es distinta de la anterior. Si su poder llega a manifestarse, ¡quién sabe cómo será! Ni siquiera podemos imaginarlo…
Óber había escuchado a su hijo con gesto pensativo.
—Tampoco estamos obligados a esperar a que se manifieste. Lo eliminaremos ahora, antes de que se convierta en el Último de modo definitivo. Ahora es débil, no nos causará ningún problema.
—Pero si lo matas, el poder del Último se reencarnará de inmediato en otra persona.
Como mucho, habrías ganado algo de tiempo.
—Eso no es poco… —comenzó a decir Óber.
Un brutal estruendo que parecía provenir de las entrañas de la tierra lo detuvo. Era el mismo sonido vibrante y amenazador que Álex había creído oír mientras atravesaba el laberinto. Miró a Jana, que tenía los brazos alzados hacia el techo, con la piedra azul flotando sobre su mano derecha. Mantenía los ojos cerrados y estaba murmurando algo ininteligible.
De pronto, innumerables flechas de fuero rasgaron el aire en todas direcciones. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que pasaba, Álex vio derrumbarse a uno de los Ghuls que lo sujetaban con un agujero sanguinolento en el brazo.
Oyó gritos inconexos y exclamaciones de horror. Los Ghuls corrían enloquecidos en todas direcciones, y los Drakul parecían totalmente desorientados. Unos de los Salmodiantes se contorsionaba en el suelo mientras profería terribles alaridos.
Los proyectiles no dejaban de caer, luminosos como brasas. En medio de la confusión, Óber se volvió hacia Jana, que miraba a su alrededor aturdida. La piedra ya no flotaba sobre su mano. Probablemente la habría guardado.
—Has sido tú, maldita bruja —dijo el jefe Drakul, señalándola con el dedo—. Les has abierto la puerta a nuestros enemigos. ¿Cómo has podido? ¡Por tu culpa vamos a morir todos!
Jana retrocedió un par de pasos, mirando a Óber con cara de terror. Fuese lo que fuese lo que había hecho, estaba claro que no preveía aquel resultado.
—¿Lo has hecho tú, Jana? —Preguntó Erik, incrédulo—. Pero nuestros enemigos…
Álex alzó la cabeza y contempló fascinado las flechas de fuego que seguían abatiéndose sobre los Drakul. No se veía a nadie disparándolas, parecían brotar de la nada. Sin embargo, Óber y Erik habían hablado como si supieran quiénes estaban detrás de aquello. Ambos atribuían el ataque a los guardianes.
Sin hacer caso del caos que le rodeaba, Óber se plantó de dos zancadas frente a Aranox, que seguía flotando sobre el centro de la mesa. Un segundo después, la espada estaba en su mano. Blandiéndola a derecha e izquierda, a modo de escudo, Óber se abrió camino hacia Jana, que lo observaba con ojos desencajados. Las flechas de fuego rebotaban en la hoja de Aranox sin dañarla y caían al suelo reducidas a cenizas.
—Te voy a hacer pagar por tu traición, aunque sea lo último que haga —rugió Óber, mirando a la muchacha.
Erik se interpuso en su camino. Era algo más alto que su padre. Los dos se desafiaron en silencio con la mirada, ajenos a la destrucción que proseguía a su alrededor.
—Déjala en paz —dijo Erik—. No voy a permitir que le hagas daño.
Su padre lo apartó de un empujón y continuó su avance, pero Erik lo persiguió y lo agarró de un brazo.
—Para matarla a ella, antes tendrás que matarme a mí —añadió con voz serena.
Álex consiguió en ese momento zafarse de las garras del Ghul que aún lo sujetaba y corrió hacia su amigo. Sin embargo, cuando llegó hasta él, Erik había caído al suelo.
Una brasa iluminaba su hombro como un carbón incandescente. Había sido alcanzado por uno de los proyectiles de los guardianes.
Olvidando el enfrentamiento que acababan de mantener, Óber se arrodilló junto a su hijo y le sujetó la cabeza con ternura. Erik respiraba con dificultad, pero no había emitido ni un solo quejido.
—No sobrevivirá —murmuraba Óber, sin hacer ningún caso de Álex, con los ojos fijos en el rostro de su hijo—. Es muy profunda, el fuego está matando la magia de su piel. No sobrevivirá… Hay que sacarlo de aquí cuanto antes.
Las flechas caían más dispersas, pero en el suelo yacían varios cadáveres consumidos a medias por el fuego. Los Ghuls seguían aullando de terror.
Álex buscó a Jana con la mirada. Había desaparecido. En el mismo momento en que se dio cuenta comenzó a alejarse lentamente de Erik, procurando no hacer ningún movimiento brusco que llamase la atención de su padre.
En medio de su desesperación, Óber alzó de pronto la cabeza y empezó a mirar en todas direcciones. También él estaba buscando a Jana.
Al comprobar que la muchacha se le había escapado, sus ojos relampaguearon sobre Álex. El muchacho empezó a correr hacia la puerta principal de la estancia. Ya estaba llegando a ella cuando oyó la orden de Óber.
—Garo, ¡síguelo! Alguien tiene que pagar por esto.
Había visto a varios Drakul forcejear con la puerta en vano, buscando una salida. Sin embargo, para su sorpresa la puerta se abrió en cuanto él la rozó con la mano. Sin saber lo que hacía, Álex atravesó el vestíbulo y se precipitó escaleras abajo. Muy pronto oyó los ágiles pasos de Garo descendiendo tras él. Empezó a bajar los escalones de tres en tres para ir más deprisa, pero, aun así, sentía al Ghul cada vez más cerca. Era más rápido que él, y si no conseguía engañarle, pronto le daría alcance.
Al llegar al siguiente piso, en lugar de seguir bajando, se lanzó por un largo pasillo con puertas alineadas a la derecha. Todas las puertas estaban cerradas y cuando trató de abrir una de ellas no lo consiguió, de modo que continuó corriendo. Pero su cambio de estrategia no logró engañar a Garo, y pronto oyó los jadeos de su perseguidor a su espalda, aproximándose implacablemente.
Recordó la conversación que había mantenido con el Ghul antes de entrar al laberinto y decidió jugarse el todo por el todo.
—¿Por qué haces esto? —Preguntó, deteniéndose y dándose la vuelta—. Creía que no eras mi enemigo.
Garo aflojó la rapidez de su carrera, pero, aun así, continuó avanzando. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Álex vio que tenía los ojos inyectados en sangre.
También notó que la extraña criatura tenía que hacer un gran esfuerzo para no lanzarse de inmediato sobre él. Se había detenido a cierta distancia, y sus labios temblaban de avidez. En aquel momento parecía más inhumano que nunca.
—Los Ghuls estamos obligados a obedecer las órdenes de nuestros amos —gruñó con lentitud—. Óber me ha dicho que te atrape y te atraparé. No puedo hacer otra cosa, no tengo elección. Deseo atraparte, deseo con todo mi ser darte caza y entregarte a mi dueño.
Pese a lo que acababa de decir, Garo no se movió ni un milímetro. Álex decidió seguir intentándolo.
—No creo que desees atraparme de verdad —dijo, en el tono más persuasivo que pudo encontrar—. Eso lo desea Óber, no tú. No estás obligado a obedecerle si no quieres. No le perteneces… Ningún ser humano puede pertenecer a otro ser humano.
Garo se echó a reír de un modo siniestro.
—Óber no es humano, ni yo tampoco —precisó, entrecerrando los ojos.
—Eres lo bastante humano como para desear encima de todo la libertad. Eso es propio de los hombres, ¿no? Y tú eres como todos en eso.
Garo emitió una nueva carcajada, que sonó apagada y sin ninguna alegría.
—¿Crees que solo los hombres aman la libertad? Qué equivocado estás. No tienes ni idea. Nunca tendrás ni idea. Pero sí has acertado en una cosa… Desobedecería a Óber si pudiera. Ojalá pudiese hacerlo.
—¡Puedes hacerlo! —Le aseguró Álex, avanzando audazmente hacia el Ghul.
Basta con que te lo propongas… Llevas demasiado tiempo siendo un esclavo ¡Ya es hora de que rompas las cadenas! La libertad está esperándote, solo tienes que salir corriendo y no volver a echar la vista atrás.
Durante unos segundos, Garo contempló al muchacho en silencio. Sus jadeos se habían espaciado, y sus ojos ahora estaban menos rojos que antes.
—No lo entiendes —murmuró con tristeza—. Aunque pudiera huir, ¿para qué iba a hacerlo? No tengo a donde ir, no hay nada que me interese ahí fuera.
Por primera vez, Álex lo miró con incredulidad.
—Pero eso es imposible —dijo—. Tienes que tener parientes o amigos en alguna parte. Siempre puedes volver con los tuyos…
—¡Para eso tendría que recordarlos!
Garo agachó la cabeza y se pasó una mano por el rostro. Fue un gesto rápido, como si estuviese intentando apartar un mal pensamiento.
—Lo siento —dijo, alzando los ojos de nuevo—. Tengo que llevarte conmigo.
Álex no rehuyó la tristeza de aquellos iris dorados. Había ido notando cómo la agresividad del Ghul se desvanecía a medida que hablaba. Garo seguía insistiendo en cumplir con su deber, pero ya no lo deseaba como al principio. Algo en su interior había cambiado.
—Espera —murmuró, concentrándose en aquellos hermosos ojos de color topacio.
Espera, quizá yo pueda ayudarte. Dices que has olvidado de dónde vienes… Pero yo lo veo en tus ojos. Es decir, veo algo que todavía no está claro; no hace mucho que me ocurre esto de las visiones y no las domino todavía. Pero si tienes un poco de paciencia, puede que lo logremos.
Garo frunció el ceño.
—¿Por qué tendría que fiarme de ti? —gruñó—. No eres más que uno de ellos, no te importa nada lo que me pase. Solo estás intentando ganar tiempo… Pero no te hagas ilusiones, no vas a engañarme.
Álex ni siquiera le escuchaba. Estaba absorto en la visión que comenzaba a abrirse paso en su interior. Era la imagen de un bosque. Un viento tibio agitaba las copas de los árboles, y el chirrido de los insectos se mezclaba con aquel rumor produciendo un armonioso concierto.
—Se llamaba Safat —murmuró, ensimismado—. El lugar donde naciste, Garo, se llamaba Safat. ¿Lo recuerdas ahora? Espera, te ayudaré a recordar.
Los labios de Garo comenzaron a temblar, y en su frente aparecieron dos profundas arrugas. Poco a poco los ojos se le fueron llenando de lágrimas. Álex siguió hablando con la mirada perdida en el vacío.
—Había un arroyo que cruzaba Safat de norte a sur. Solías bajar por las noches a beber de sus aguas oscuras. Te acompañaban tus hermanos. La luna filtraba su resplandor a través del delicado follaje de los abedules. Te dormías escuchando el canto de los grillos. Tu casa estaba en las rocas del sur, y a la entrada había un pequeño avellano.
Mientras Álex hablaba, el paisaje que iba describiendo se materializaba a su alrededor. De pronto ya no estaban en el pasillo de un edificio de oficinas, sino en un frondoso bosque, pisando la tierra blanca y musgosa. Era de noche, el fulgor plateado de la luna proyectaba en el suelo un delicado encaje de formas vegetales que oscilaban en el viento. El canto de los grillos sonaba distante, mezclado con el murmullo de un arroyuelo.
Todo estaba allí, a su alcance. Podían oler la humedad de la tierra y el perfume áspero de los troncos resinosos, podían sentir en su cara la caricia del viento. Garo aspiraba el aire con fruición, mientras una sonrisa de añoranza danzaba en su rostro. El bosque lo había transformado; parecía más vivo y alerta que nunca.
—Safat —murmuró—. Lo había olvidado…
—¿No quieres volver allí? —preguntó Álex, hablando con una voz suave que no parecía la suya—. No tienes por qué seguir sirviendo a los Medu, ya les has servido demasiado.
—Safat —repitió Garo, como en trance—. Safat, mi hogar… Pero yo ya no soy el que era entonces. Ellos me cambiaron.
El cerebro de Álex hervía por el esfuerzo. Mantener intacta la visión le obligaba a emplear toda su energía mental, y cada vez se sentía más cansado. Sin embargo, estaba decidido a seguir con aquello hasta el final. Y no solo por él… También por aquella extraña criatura a la que le habían arrebatado incluso los recuerdos.
—Mira los árboles —insistió, sacando fuerzas de la flaqueza. Las palabras afloraban a sus labios sin que él las eligiera, como si fluyesen naturalmente desde el centro de la visión—. Mira los árboles que te rodean, ellos no han cambiado. Y tú, en el fondo, tampoco… Sigues siendo el mismo. La sed te hace bajar hasta el arroyo, el sueño te empuja de vuelta a las rocas. Cuando tienes hambre, comes; cuando estás cansado, te tiendes a descansar sobre la tierra. Tus ojos son del color de las hojas del abedul en otoño. Así ha sido siempre, y así has visto siempre las cosas. Puedes volver a Safat…
Solo tenéis que desearlo.
Álex se interrumpió, sintiendo que la cabeza estaba a punto de estallarle. Prolongar la visión le costaba cada vez mayor esfuerzo, y tuvo que cerrar los ojos para no distraerse contemplando la expresión de Garo.
—El arroyo que cruza Safat se llama Grendel. Sus aguas saben ligeramente dulces, y siempre están frías, incluso en pleno verano. Ningún agua sacia la sed como el agua de Grendel. La has visto miles de veces espumear sobre las piedras redondas y oscuras del fondo.
Un ronroneo de placer se mezcló con las últimas palabras. Álex se estremeció y abrió los ojos.
En el lugar donde un momento antes se encontraba Garo, había un vigoroso animal que lo miraba con sus bellos ojos dorados. Era un lobo de gran tamaño, con el lomo gris y las patas blancas. Durante segundos, los ojos de Álex y los de la bestia se sondearon con curiosidad. Después, el lobo se dio la vuelta y se alejó corriendo entre los arboles de la visión. Sus pasos resonaron todavía unos momentos sobre la esponjosa tierra, antes de perderse definitivamente.
Álex notó que las fuerzas le abandonaban. Sus rodillas acabaron cediendo, incapaces de mantener el equilibrio por más tiempo, y cayó al suelo. Quizá perdió el conocimiento, nunca lo supo con exactitud.
Cuando miró de nuevo a su alrededor, la visión había desaparecido. Tenía frío, todo su cuerpo temblaba sobre las heladas baldosas del pasillo. El silencio que le rodeaba era completo. Por un momento pensó que iba a morir allí, olvidado por todos. Pensó en Garo, y deseó con todas sus fuerzas ir tras él y perderse para siempre en el bosque de Safat. Pero ya era demasiado tarde; la visión de aquel lugar idílico se le había escapado, y sabía que no podría volver a invocarla.
—Por fin te encuentro —dijo una voz desconocida por encima de su cabeza.
Amigo me tenías preocupado…
Álex abrió los ojos y vio un rostro joven y moreno que lo observaba desde arriba, pese a lo cual algo en su expresión le resultó vagamente familiar. Los ojos del desconocido eran almendrados y oscuros como la noche. Llevaba una camisa y un pantalón negros, y los largos cabellos sujetos en una cola sobre la nuca. Su piel se encontraba bañada en un resplandor rojizo, que recordaba la luz cálida del crepúsculo o del amanecer. Sin embargo, aquella luz no venía del sol, sino que parecía formar parte de la propia piel del joven.
—Me llamo Corvino —dijo, mirándole con preocupación—. He venido a buscarte.
Llevo mucho rato intentando dar contigo, ¿dónde te habías metido?
—En una visión —murmuró Álex. Tenía la voz pastosa, y las palabras le salían con dificultad. Corvino le ayudó a incorporarse y le pasó una mano debajo de las axilas, de modo que pudiese apoyarse en él al caminar.
—Estás muy débil. No esperaba encontrarte tan débil…
—¿Quién eres? ¿Por qué me buscabas? —le interrumpió Álex. Corvino no contestó.
Álex contempló pensativo el leve resplandor rojizo que bañaba sus manos.
—Eres uno de ellos —dijo, atando cabos—. Uno de los guardianes… ¿Por qué habéis atacado la Fortaleza de los Drakul? Habéis herido a mi amigo Erik…
—Teníamos que salvarte. La joven nos invocó… ¡Todavía no puedo creer lo que ha pasado! Arión, muerto… Sabíamos que lo tenían ellos, y que utilizaban su odio para ocultarlo de nosotros y protegerse. Pero habríamos preferido otro final.
—Yo no deseaba que muriera —dijo Álex, sintiéndose absurdamente culpable.
Solo le mostré la salida, la salida del laberinto…
—La salida del laberinto… Sí, solo tú podías hacerlo. En cierto modo, era lo mejor que podía pasar. Así hemos sabido quién eras… Y hemos podido localizarte.
Caminaron en silencio durante un rato. Álex no veía por dónde iban; únicamente sentía el brazo firme y cálido de Corvino sosteniendo su cuerpo y ayudándole a avanzar.
—Entonces, ¿es cierto? —se atrevió a preguntar—. ¿Soy el Último? Corvino se detuvo y, apartándose de él, lo miró a los ojos.
—Eso creemos —dijo—. Has liberado a Arión.
—Pero también soy uno de ellos. Mi padre era descendiente de uno de los clanes Medu… Corvino asintió, como si esa información no fuese nueva para él.
—Cada manifestación del Último nos sorprende de un modo distinto. El caso es que estás aquí, y que tu momento se acerca. Tienes que prepararte…
—¿Para qué? ¿Para eliminar a los Medu? No quiero hacerlo. Mi mejor amigo es un Medu, o lo era, porque probablemente ahora mismo esté muerto. La chica a la que quiero también es Medu. Yo mismo lo soy en cierto modo ¿En serio piensas que voy a ayudaros?
Corvino hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—¿Y cómo vais a conseguirlo? ¿Obligándome?
—Nosotros nunca te obligaremos a hacer nada —repuso Corvino con asombrosa serenidad—. Sencillamente, si eres el Último, terminarás comprendiendo lo que tienes que hacer.
—¿A pesar de mis sentimientos?
—A pesar de tus sentimientos —confirmó el guardián, sonriendo—. Los sentimientos no son más que trampas para la libertad de nuestro espíritu. Yo te puedo enseñar a liberarte de ellos… Es mucho lo que puedes aprender de nosotros.
—No quiero aprender a liberarme de mis sentimientos —afirmó Álex a media voz.
Corvino arqueó las cejas.
—¿Prefieres ser su esclavo?
El muchacho no contestó. Las rodillas volvían a temblarle, y notaba que no tardaría en desfallecer. Corvino se dio cuenta de lo que le ocurría y volvió a ofrecerle su brazo para que se apoyase en él.
—¿Por qué te asusta el conocimiento? —preguntó con suavidad. Ven con nosotros, aprende lo que nosotros sabemos. ¿Qué daño puede hacerte eso? Luego, cuando llegue el momento, podrás elegir. Si decides aceptar tu destino y ayudarnos a derrotar a los Medu, perfecto. Si eliges otro camino, no te detendremos.
—¿Y qué te hace pensar que haré lo que vosotros esperáis?
—El conocimiento te cambiará —afirmó Corvino con gran convicción—. Te hará ver las cosas de otra manera.
—¿Y si os fallo? —Preguntó Álex—. ¿Y si utilizo lo que se me enseñéis para volverme contra vosotros? Llevo sangre de Medu en mis venas podría hacerlo…
—Correremos el riesgo —dijo Corvino—. Los guardianes nunca hemos sido cobardes. Se miraron durante unos segundos, tranquilos, estudiándose mutuamente.
—¿Cómo sé que puedo fiarme de ti? —preguntó finalmente Álex. Corvino se echó a reír.
—Lo sabes —se limitó a contestar.
En ese momento, a pesar de la juventud de su rostro, Álex se dio cuenta de que sus ojos eran inmensamente sabios y viejos.
—Está bien, te acompañaré —dijo—. ¿Qué tengo que hacer? Corvino alzó una mano y la posó delicadamente sobre la frente del muchacho.
—Nada —repuso, acariciándole el cabello—. Solo dormir… Solo dormir y confiar.