Un pitido agudo e insistente se coló en el sueño de Álex, forzándolo a despertarse. Su mano buscó a tientas los ángulos rectos del despertador sobre la mesilla de noche, pero lo único que consiguió fue derribar un libro. Y el pitido seguía perforándole los tímpanos, implacable…
Se incorporó irritado sobre un codo y abrió los ojos. A los pies de la cama estaba sentada su hermana Laura, blandiendo con sonrisa de triunfo el estruendoso reloj que lo había devuelto a la conciencia.
¿Puedes apagarlo por favor? -Gruñó Álex, dejándose caer nuevamente sobre la almohada.
—Buenos días a ti también —contestó Laura, presionando uno de los botones del artilugio.
El pitido cesó, dejando un desagradable eco en los oídos del muchacho.
—¿Qué hora es? No recuerdo haber puesto el despertador…
—Lo he puesto yo. Son las dos de la tarde; hora de comer.
—Te has tirado toda la mañana durmiendo.
Álex se sentó de nuevo sobre el colchón y clavo una mirada llena de mal humor en su hermana. A sus doce años, Laura se daba unos aires de adulta que a veces resultaban exasperantes. Pero otras veces, Álex casi se lo agradecía. Después de todo, estaba bien que se preocuparan por uno. Y su madre tenía siempre demasiado trabajo como para prestarles atención… Al menos, ésa era su excusa.
El pelo rubio y lacio de Laura le caía sobre el hombro derecho en una gruesa coleta. Llevaba puesto un jersey verde de algodón y unos vaqueros, y en su sonrisa no se leía ningún reproche. El enfado de Álex se fue disipando poco a poco.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí? —preguntó, reprimiendo un bostezo.
—No sé. Cinco minutos más o menos. Verte dormir es muy aburrido, ¿sabes?
—Me lo imagino. ¿Por eso pusiste el despertador?
Laura se encogió de hombros.
—Supongo. Oye, ¿dónde te metiste anoche?
—Te dejé un mensaje… ¿No lo has visto?
Sí. A las cuatro o las cinco de la mañana… ¡Vaya horas para dejarle un mensaje a tu hermana pequeña!
Lo siento. ¿Te desperté? Supuse que mamá no tendría el móvil encendido. Nunca lo tiene. Por cierto, ¿la has avisado?
—¿De qué? ¿De que no estabas? No ha preguntado, Álex —contestó la niña—. Salió esta mañana a las diez, a poner unos cultivos o no sé qué en el laboratorio. La sonrisa se había borrado de su rostro. De repente parecía mayor, casi una adulta.
—¿Un sábado? —Preguntó Álex—. Era una pregunta estúpida. Su madre trabajaba todos los sábados, y todos los domingos. En teoría, no tenía ninguna obligación de hacerlo, pero siempre le surgía algo en el último instante que la obligaba a irse a la facultad. Cualquier cosa con tal de no estar en aquella casa que tanto la entristecía… y de evitar los recuerdos.
—Dijo que vendría a comer, pero ya la conoces. Dentro de un rato llamará para decir que se le ha hecho tarde y que pidamos unas pizzas. Lo de siempre.
Álex sacó las piernas de debajo del edredón y buscó con los pies descalzos el contacto suave de sus zapatillas. El tatuaje ya no le dolía, y tampoco le asaltaban aquellas sensaciones visuales y olfativas tan intensas que casi resultaban dolorosas. Sin embargo, allí seguía, sobre su piel… No necesitaba mirarse a un espejo para saberlo.
Se alegró de que la camiseta que llevaba fuese lo bastante cerrada como para no dejar al descubierto el borde de aquel dibujo que David había trazado sobre su hombro. No quería ni pensar en las preguntas que tendría que responder cuando Laura lo viera.
—Todavía no me has dicho dónde estuviste —insistió la muchacha.
Álex, ya calzado, se dirigió a la ventana y, tirando de la cuerda de la persiana, la subió de golpe. El sol de mediodía inundó su habitación, revelando sin piedad el desorden de libros y ropa apilados de cualquier manera sobre las sillas y el escritorio.
—Estuve en casa de Erik —contestó, buscando con la mirada su camisa de cuadros en aquel desbarajuste—. Qué raro, creí que la había dejado por aquí…
—Erik llamó hace un rato para preguntar por ti. Quería saber si anoche habías llegado bien a casa. Parecía preocupado.
Laura se detuvo, esperando una respuesta con la terquedad infantil que a veces la caracterizaba. Álex resopló, incómodo. Habría preferido no tener que dar más explicaciones, al menos de momento.
—Vale, estuve en casa de Jana —farfulló atropelladamente—. ¿Es eso lo que querías saber?
La explosión de reacciones de Laura casi llegó a alarmarle. Palmoteaba, reía con deleite, pero a la vez sus ojos se habían agrandado de preocupación.
¡Jana! ¡Jana! Lo sabía. Sabía que te gustaba… Bueno, a todos les gusta, pero no es eso. ¿Y ella? No me imaginaba que… O sea que le gustas. ¡Te invitó a su casa! Debes de gustarle mucho para eso.
—No me invitó a su casa, surgió así… Era muy tarde, y estábamos en su barrio. No había autobuses ni taxis para volver… Eso fue todo.
—Ya —murmuró Laura, dando a entender que no se creía ni una palabra—.
Se había vuelto a sentar en la cama, y miraba a su hermano con una mezcla de admiración y perplejidad que no dejaba de resultar enternecedora.
—¡Jana! —Repitió, intentando acostumbrarse a la idea—. Mis amigas se van a quedar de piedra cuando se enteren…
—Laura, ¡ni se te ocurra contarles nada de esto a tus amigas! Ni a tus amigas, ni a Erik, ni a nadie. No hay nada todavía, ¿me entiendes? Solo fue una casualidad, algo que paso.
—¡Todavía! O sea, que lo habrá… ¿Te acostaste con ella, aunque fuese «por casualidad»?
—¡Laura! Tienes doce años, ¿crees que te lo contaría si hubiese pasado?
—O sea, que no te acostaste con ella.
—Álex soltó un bufido, rindiéndose. Con Laura era imposible tener secretos. Extraía tanta información de lo que decías como de lo que no decías.
—Me gusta mucho, pero no la conozco bien —admitió, abandonando todo intento de parecer indiferente—. Es… Es muy especial. Laura soltó una carcajada burlona.
—¡Especial! Sí, eso puedes jurarlo. Mis amigas dicen que parece una bruja. Aquella observación irritó a Álex más de lo razonable.
—Ya, bueno, teniendo en cuenta que hace unos años llevabais pañales y le escribíais cartas a Papa Noel, no me extraña que todavía creáis en brujas… Se interrumpió, sintiendo que había ido demasiado lejos.
—¿Por qué te pones así? —Le preguntó Laura, observándole con atención. Es lo que dicen de ella, yo no tengo la culpa. Y no es que yo crea en brujas, pero, Álex… Hay algo oscuro en Jana, ¿no lo has notado? Es como… como si tuviese una sombra por dentro. No sé explicarlo, pero eso es lo que siento cuando la miro.
Álex sintió una violenta punzada en el hombro. Si, él también lo había sentido, allí en el jardín, mientras escuchaba el crujido de la tierra bajo las patas de las hormigas y la música de bronce de las hojas secas. Había sentido su oscuridad como algo inmenso, inabarcable, amenazándolo todo. Y seguía sintiéndolo. Era el único efecto del tatuaje que aún persistía. Lo demás (la agudeza de los sentidos, la nitidez de las imágenes) parecía haberse disuelto en el sueño.
Pero ¿y Laura? ¿Cómo era posible que también lo hubiera notado? Conocía a Jana solo de verla por los pasillos del colegio, y nunca había hablado con ella. Sin embargo, había captado aquella amenaza que, para él, solo se había vuelto perceptible bajo el efecto del tatuaje mágico. La intuición de su hermana nunca dejaba de sorprenderle.
—Jana ha tenido mala suerte, eso es todo —replicó, enfadado consigo mismo por estar ocultándole a Laura sus verdaderos pensamientos—. Perdió muy pronto a sus padres, a los dos… Y luego toda la historia de la expulsión de su hermano. Eso, y su cara… Provoca muchas envidias, es demasiado guapa. Laura asintió pensativa.
—Sí, en eso tienes razón. Hay muchas niñas monas en el colegio, pero ella es guapa de una forma… distinta.
—De una forma «Oscura» —bromeó Álex.
Sí. De una forma oscura. Oye, ¿te vienes a comer? No vale la pena esperar a mamá, y la pasta se va a enfriar.
¿Al final has hecho pasta? Creí que íbamos a pedir unas pizzas…
—No podemos vivir de pizzas. Hay que metérselo a mamá en la cabeza. Bueno, ¿vienes?
Álex, que por fin había encontrado su camisa debajo de la mochila del portátil, esbozó una mueca de disculpa.
—Prefiero comer más tarde. Ahora me apetece darme una ducha.
Laura meneo la cabeza con desaprobación.
—Vale, tú mismo. Yo no quiero comerme los macarrones fríos.
Ya estaba junto a la puerta cuando Álex la detuvo, asiéndola por la muñeca.
—Oye, ¿tú sabes dónde guarda mamá la llave del estudio? —preguntó.
Laura se desasió con brusquedad y le miró de arriba abajo.
—¿Del estudio de papá? —preguntó en voz baja.
—Sí. Quiero buscar un libro, y hace siglos que no entro.
Laura lo observaba con el ceño fruncido.
—No empieces otra vez con eso, por favor —murmuró—. Ahora que las cosas están empezando a ser normales…
Se interrumpió, sin saber cómo seguir.
—¿Que no empiece otra vez? —Repitió Álex, sonriendo con incredulidad—. Pero si yo soy el único que nunca he entrado ahí desde lo de papá…
—Ya lo sé —le interrumpió su hermana—. Justamente por eso. Ahora que mamá está empezando a superarlo, es mejor no volver a removerlo todo. No quiero volver a pasar por lo mismo…
—Estás exagerando un poco, ¿no? Solo voy a buscar un libro. Mamá no tiene por qué enterarse. Lo dejaré todo tal y como está. Tú sabes dónde guarda la llave, ¿no? Laura asintió de mala gana.
—Está en el cajón de su mesita, en el joyero de la abuela, dentro de un estuche de pendientes Pero, Álex, que ella no note que has rebuscado…
—No te preocupes, no lo notara. Y de todas formas…
Se detuvo al ver la carita preocupada de su hermana.
—¿Qué? —le apremió ella—. ¿De todas formas…?
—Eso de que está empezando a superarlo es mentira, Laura —concluyó—. Y tú lo sabes.
Laura echó a andar por el pasillo en dirección al dormitorio de su madre, arrastrando los pies.
—Por lo menos, ahora vivimos más tranquilos —dijo—. No lo estropees.
—No lo estropearé. Además, si sabes dónde está la llave, es porque tú también la has buscado, porque has entrado allí. Laura se detuvo y, cuando él llegó a su altura, se apretó cariñosamente contra su brazo. Luego se apartó y lo miró con seriedad.
—Entro de vez en cuando, pero no me gusta. Me pone triste.
Es… es todo lo contrario de como él era. Te acuerdas de cómo era, ¿verdad?
Álex asintió, dubitativo. Se acordaba, por supuesto. Pero era un recuerdo vago, general. Una especie de idealización. Tenía muy pocos recuerdos concretos, de momentos, de imágenes. Era como si el dolor hubiese borrado todas aquellas escenas y hubiese dejado solo su huella en la pared.
—A él no le habría gustado que conservásemos su estudio como un mausoleo —dijo, convencido. Habría querido que leyésemos sus libros, que nos sentásemos a escribir en su mesa… ¿No te parece? Su hermana se lo pensó durante un momento.
—Sí, seguro que sí —decidió al final—. Pero no se trata de él, sino de mamá. De que no sufra más. ¿Tendrás cuidado?
Álex hizo un gesto afirmativo y la observó mientras ella se sentaba en la cama de su madre y abría con cuidado la mesita. Después de rebuscar un momento le tendió la llave, y lo dejó todo como estaba.
—Dámela a mi cuando termines. Yo la guardaré.
Luego se fue, camino de la cocina, a comerse la pasta que había cocinado, aunque no daba la impresión de que, en ese momento, tuviese mucha hambre. Álex vaciló un momento en el umbral del dormitorio de su madre. Tenía la camisa de cuadros en una mano y la llave en la otra. Decidiéndose por fin, se plantó de dos zancadas en el cuarto de baño y colgó la camisa de una percha. Luego volvió a salir como una exhalación y subió de dos en dos las escaleras que conducían al estudio. La ducha podía esperar… Tenía que darse prisa, por si acaso su madre regresaba antes de lo previsto.
La llave giró suavemente en la cerradura y la puerta cedió. Álex se encontró dentro de aquella habitación que tanto había amado en otros tiempos, y que tan bien recordaba. Habría preferido subir las persianas a encender la luz, pero, si lo hacía, su madre podía notarlo desde fuera, así que buscó a tientas el botón de una lámpara de pie que había junto a la chimenea y lo apretó. Afortunadamente, la bombilla todavía funcionaba. Tamizada por la tela amarillenta de la pantalla, su luz acarició con suavidad el sofá de cuero, los dos sillones, la alfombra iraní con su complejo trazado geométrico. También el escritorio, y las estanterías de madera, repletas de libros desde el suelo hasta el techo… Tardaría un rato en encontrar lo que buscaba.
El libro con el logotipo del velero dorado que había visto en casa de Jana le había intrigado. Recordaba muy bien aquel otro libro con el mismo logotipo, que su padre le había enseñado en una ocasión. Un libro sobre las estrellas… Sobre la forma en que se interpretaba su posición en las civilizaciones antiguas. Antes de empezar a buscarlo, sus ojos tropezaron con la fotografía de su padre que había sobre el escritorio. Un rostro sonriente, lleno de vida, con diminutos pliegues de diversión en las comisuras de los ojos, aquellos ojos grandes, azules y expresivos que tanto se parecían a los suyos. Tenía la mano indolentemente posada sobre el teclado de su ordenador y llevaba puesta una camisa de rayas oscuras que Álex había olvidado. La foto era en blanco y negro, pero, aun así, la camisa le pareció muy bonita… ¿Estaría todavía en alguno de los armarios del vestidor? Quizá, alguna vez, podría ponérsela sin que su madre se diera cuenta. Era informal y a la vez elegante, estaba seguro de que le sentaría bien… Desechó la idea con un suspiro.
Hugo Torres, el triunfador, el hombre que lo había tenido todo. Apuesto, inteligente, siempre alegre. Álex no podía imaginarlo en su trabajo de asesor financiero, donde, según había leído, se comportaba como un auténtico tiburón. O, más bien, como un tigre. Ése era el apodo que le habían puesto sus adversarios. Esperaba el momento sin hacerse notar, tratando de llamar la atención lo menos posible. Luego, un salto preciso, una decisión audaz que nadie se esperaba. Así había ganado millones para sus clientes, y también, probablemente, para sí mismo. Aunque al final no le había servido de nada… Un único error había dado al traste con toda una vida de aciertos. Sin previo aviso, de la noche a la mañana.
Mordiéndose el labio inferior, Álex se apartó de la foto y trató de concentrar su atención en los libros. Los volúmenes se alineaban en los estantes sin seguir, en apariencia, ningún criterio de clasificación. Probablemente, su padre tendría un sistema para encontrarlos, aunque, con su proverbial mala memoria, no le habría venido nada mal consignar su posición en algún tipo de fichas. Sin embargo, siempre se había resistido a hacerlo… Solía decir que una biblioteca ordenada era una biblioteca muerta.
Pese a todo, Álex no tuvo demasiados problemas para encontrar el volumen que le interesaba. Su lomo de cuero azul oscuro, con el barco de oro grabado en la base, destacaba entre los libros en rústica que lo rodeaban como una joya antigua. Era de formato más pequeño que el título de la misma colección que había estado hojeando en casa de Jana, pero, al sacarlo de la librería, comprobó que pesaba bastante.
Con el libro en la mano, se dirigió al sofá de cuero y se sentó en él, cruzando las piernas. No sabía exactamente qué era lo que esperaba encontrar; que él recordara, nunca había visto a su padre contemplando las estrellas. ¿Por qué tenía aquel libro de arqueología astronómica en su biblioteca? Hugo era un hombre práctico, interesado en la sociología y la economía principalmente, tal y como se reflejaba en los volúmenes de las estanterías. También le gustaban las novelas policiacas, y poseía una amplia colección de ese género. Y clásicos, por supuesto: novelas rusas y francesas del siglo XIX, poesía anglosajona, teatro…
¿Qué pintaba aquel libro antiguo y lujosamente encuadernado en medio de todas aquellas ediciones baratas? Y sobre todo, ¿por qué lo recordaba Álex, cuando tantas otras cosas se habían borrado de su memoria? Abrió el libro por una página al azar y leyó algunos de sus párrafos, intentando concentrarse en lo que decían.
Describían una reconstrucción teórica de un observatorio astronómico en la antigua cultura sumeria. Álex siguió recorriendo las páginas, fijándose con atención en cada una de las ilustraciones.
Mapas celestes, constelaciones que en nada se parecían a las nuestras, figuras mitológicas… De pronto, un rectángulo de papel vegetal salió volando de entre las hojas y fue a caer al suelo. Álex lo recogió y lo observó durante un buen rato: parecía un dibujo hecho a mano con un par de bolígrafos corrientes. O, más que un dibujo, un garabato, porque se trataba de un amasijo de líneas que se entrelazaban en unas zonas y se separaban en otras, sin seguir ningún patrón reconocible. Algunos trazos eran azules, y otros rojos. En la parte de arriba del dibujo predominaban los primeros, y en la de abajo los segundos, pero en el centro ambos colores se entremezclaban en idénticas proporciones. ¿Quién habría trazado aquel dibujo, y qué habría intentado representar con él? Tal vez una mano distraída hubiese querido reproducir sobre el papel las antiguas constelaciones descritas en el libro, superponiendo un boceto sobre otro a medida que iba leyendo. Y aquella mano, probablemente, había sido la de su padre… En cualquier caso, nunca lo sabría.
Cuando se levantó para devolver el libro al estante, le llamó la atención otro título. Estaba muy cerca del primero, aunque antes no había reparado en él. Se titulaba El significado espiritual de los tatuajes, y se trataba de un libro en rústica, impreso, a juzgar por el diseño de la portada, a mediados de la década de 1980.
Un libro sobre tatuajes. Álex sintió que el corazón empezaba a latirle con violencia. Lo último que esperaba encontrar en la biblioteca de su padre era un libro sobre tatuajes. Aunque, pensándolo bien, no resultaba tan raro, después de todo… Hugo era un hombre de mente abierta, y si algo le caracterizaba era la curiosidad. Todo le interesaba, desde los nombres de los árboles o de los insectos que se iba encontrando en las excursiones campestres, hasta las variedades de uva que se usaban para fabricar un vino o la cosecha a la que pertenecía. Y todos esos intereses se reflejaban en su biblioteca, que contenía libros de lo más variopintos: guías de campo, tratados de mecánica, biografías de personajes olvidados, incluso una enciclopedia sobre las artes marciales… ¿Por qué, entre todos esos títulos, no iba a figurar uno dedicado a los tatuajes? Al fin y al cabo, se trataba de una manifestación cultural muy antigua, y parecía lógico que el tema hubiese atraído a Hugo en algún momento de su vida. Pero, aun así, la coincidencia resultaba turbadora… Aunque fuese producto de la casualidad.
Álex extrajo el libro del estante y consultó el índice: los orígenes del tatuaje; el tatuaje en las sociedades primitivas; tatuajes egipcios, chinos y mayas; tatuajes maoríes y polinesios… Las ilustraciones, en blanco y negro, no eran de muy buena calidad. Le llamó la atención un capítulo dedicado a los tatuajes de los antiguos pictos escoceses, con sus extraños pigmentos azules. Todo muy pintoresco, desde luego. Pero no había ningún diseño ni remotamente parecido a su «nudo de amor celta». Intentó empezar a leer, para ver si en algún momento se aludía al uso a lo largo de la historia de tatuajes mágicos. Sin embargo, el enfoque de la obra no tardo en decepcionarle. Los tatuajes siempre se habían considerado formas de reflejar lo espiritual a través de la modificación artística del cuerpo. En algunas civilizaciones se les otorgaba un significado esotérico… Más o menos lo que le había contado Jana.
Aquello no tenía nada que ver con lo que él había sentido justo después de hacerse el tatuaje, mientras hablaba con Jana en la cocina, y más tarde en el jardín. Las sensaciones amplificadas, la capacidad de percibir hasta la más leve inflexión en la voz de Jana y de comprender su significado, el desgarro insoportable que había experimentado al tocarla… ¿Habría algún libro que tratase de todas esas cosas?
Se disponía a abandonar el despacho cuando se fijó en el tablero de ajedrez colocado sobre el escritorio, en el lugar donde normalmente su padre tenía el ordenador. Después de su muerte, la policía había confiscado todos los equipos informáticos de la casa, y nunca los había devuelto. En vida de su padre, el ajedrez no estaba nunca en su despacho, sino en el salón, donde solía jugar con sus hijos. ¿De quién habría sido la idea de confinarlo en el estudio: de su madre o de Laura?
Era extraño como había olvidado las partidas de los sábados por la tarde con su padre, el movimiento de las piezas de madera sobre aquel tablero antiguo, cuyas casillas blancas estaban hechas de nácar. Ahora, sin embargo, empezaron a acudirle por primera vez en mucho tiempo algunas imágenes sueltas a la mente: posiciones del juego que su padre comentaba con aire ensimismado, valorando los diferentes movimientos posibles. «El ajedrez es el arte de predecir el futuro —solía decir—. Un buen jugador es aquél que puede prever las consecuencias de sus decisiones viendo todas las alternativas posibles de la partida a partir de ese momento». Nunca, que él recordara, había conseguido ganarle, pero su padre le alentaba a intentarlo una y otra vez, asegurándole que algún día lo lograría. Ese día, evidentemente, ya no llegaría jamás. Quizá por eso el ajedrez había dejado de interesarle.
Se fijó en las posiciones del tablero. Había una partida empezada, y algunas piezas ya habían sido «comidas». A primera vista, las blancas parecían tener cierta ventaja; pero quizá se tratase de una sensación engañosa.
No se sentía con ánimos para analizar en detalle las posiciones de las piezas, así que deslizo la mirada nuevamente hasta la fotografía de Hugo que le sonreía desde su marco de plata, limpia y radiante. Junto a ella había una carpeta que Álex recordaba bien, aunque habría preferido no hacerlo. Sabía lo que contenía porque, una noche, su madre los había convocado solemnemente a Laura y a él para enseñárselo. Se trataba de dos informes independientes redactados por detectives privados acerca de las circunstancias que habían rodeado la muerte de Hugo Torres. Ambos habían sido encargados por su esposa… Y los dos coincidían en sus conclusiones, muy semejantes a las que había sacado la policía.
Con mano temblorosa, Álex tiro de las gomas de la carpeta para abrirla. Allí estaban los dos documentos, pulcramente impresos y encuadernados, con sus fotos y sus diagramas y sus informes balísticos. Lamentándolo mucho, los dos detectives habían llegado, de manera independiente, al mismo resultado: Hugo Torres se había suicidado. Así lo demostraban las pruebas, pese a la insistencia de su esposa en que debían demostrar exactamente lo contrario. Por lo visto, no le faltaban motivos para querer quitarse de en medio. Se había arriesgado mucho en sus operaciones bursátiles, arrastrando a la ruina a sus mejores clientes. El mismo lo había perdido todo… Fin de la historia. Incapaz de afrontar el escándalo y la previsible investigación judicial, Hugo prefirió morir. Un disparo en la sien, en su despacho privado de la aseguradora Tecnos, una de las empresas que él había contribuido a hundir. Rápido y eficaz, como todo lo que él hacía.
Solo que no podía ser cierto. Daba igual lo que dijeran los informes policiales y los detectives privados. Hugo Torres jamás se habría suicidado. Amaba demasiado la vida, Y a su familia. Jamás los habría abandonado de esa manera.
Álex se sentó en una esquina de la mesa con uno de los informes en la mano, pasando las hojas hacia delante sin fijarse realmente en lo que ponía. ¿Qué le estaba ocurriendo? De repente le acudían a la memoria un montón de imágenes deslavazadas de su padre: su padre empujando su columpio mientras él gritaba de júbilo; su padre besando a su madre al llegar a casa; la familia entera en un velero, durante las vacaciones estivales… ¿De dónde le venían todos aquellos recuerdos? Y sobre todo, ¿por qué le sorprendían tanto?
Era cierto que, la mayor parte del tiempo, intentaba pensar lo menos posible en su padre. No servía de nada mortificarse inútilmente con recuerdos de un tiempo que ya nunca volvería. Pero también había algo más, algo en lo que, hasta entonces, se había resistido a pensar. Lo cierto era que, cuando hacía esfuerzos conscientes para recordar su vida pasada, el resultado solía ser bastante decepcionante. Lo había olvidado casi todo. Es decir recordaba los hechos, pero no las sensaciones, los olores, los colores, los sentimientos. En realidad se sentía como si le hubiesen robado años enteros de su vida.
Y ahora, de pronto, recordaba. Eran solo visiones sueltas, pero le conmovían. Y eso, a pesar del dolor; tenía algo de reconfortante, porque le estaba devolviendo una parte de lo que había perdido a la muerte de su padre. Una parte infinitesimal, es cierto; pero no por ello menos valiosa… Después de un rato, cobró conciencia de que había permanecido dentro del estudio demasiado tiempo. Había visto todo lo que quería ver y no tenía sentido continuar allí, arriesgándose a que su madre lo sorprendiera. Colocó los informes de nuevo en la carpeta y la cerró cuidadosamente. Alisó la alfombra con los pies, para deshacer la arruga que habían formado sus zapatillas a escasa distancia del sofá. Ya estaba. Todo intacto, como cuando había entrado…
Reprimió un suspiro mientras cerraba silenciosamente la puerta y giraba la llave en la cerradura. Necesitaba más que nunca ver a Laura. Generalmente, evitaban hablar de los tiempos en que vivía su padre. Pero, esta vez, Álex quería preguntarle si a ella también le sucedía lo que a él, si había olvidado tantas cosas, si cuando recordaba algo le dolía.
La cocina estaba vacía, así que golpeó con suavidad la puerta de su cuarto. No hubo respuesta. Álex giró el picaporte con lentitud y se deslizó en el interior de la habitación. Llevaba la llave en la mano…
Laura estaba encaramada al alféizar de la ventana, contemplando los colores del atardecer con los cascos puestos. No le había oído entrar y eso le permitió a Álex vislumbrar como era su hermana pequeña cuando estaba sola, o creía estarlo.
Parecía muy frágil. Sus ojos no se apartaban del mar; cuyos tonos plomizos se teñían aquí y allá de destellos rosados. Su cabeza seguía distraídamente el ritmo de la música que estaba escuchando, pero sus pensamientos no estaban en la música. Estaban en algún lugar lejano, más allá de la línea del horizonte. Y no eran alegres. Álex titubeó unos segundos. Luego se guardó la llave en el bolsillo y retrocedió de puntillas hasta encontrarse fuera de la habitación. Al cerrar la puerta tras él, pensó con una punzada de dolor en la distancia que lo separaba de aquella niña vivaracha y vulnerable que se guardaba tantas cosas para sí misma.
Por lo general, odiaba dejarse llevar por sus sentimientos. Sin embargo, en aquel momento le habría gustado poder llorar.