Capítulo 5

Una masa de nubes interceptaba el brillo de la luna, reduciéndolo a un resplandor difuso y fantasmal. Bajo la protección de un viejo castaño de Indias, Jana y David acechaban las sombras del patio del colegio.

Nunca lo habían visto así, tan desierto y oscuro… Jana notó el apretón de los dedos de David en su mano, y se alegró de haberlo incluido en la expedición. Ocurriese lo que ocurriese, sabía que David no la dejaría sola. Con él a su lado, aquella extraña búsqueda le parecía menos peligrosa.

Erik regresó de su inspección de la verja con buenas noticias.

—He conseguido abriría —anunció en voz baja—. Ni siquiera tenía una cerradura de seguridad. Habría podido hacerlo hasta un humano normal. Y no hay alarmas…

Vamos, el camino está despejado.

En pocos minutos habían atravesado el patio. Erik manipuló unos instantes la cerradura de la puerta principal del colegio hasta que ésta cedió, franqueándoles el paso al interior del edificio principal de Los Olmos.

La oscuridad en el vestíbulo era completa. Jana encendió la linterna que llevaba y lideró la marcha. Sabía más o menos en qué dirección debía avanzar para llegar hasta la puerta del patio donde la vez anterior había perdido la pista de la torre. Cuando la encontró, se apartó a un lado para cederle el paso a Erik.

El joven escudriñó en silencio el cemento del patio a la luz de la linterna que Jana le había entregado. Después de una leve vacilación, se decidió a penetrar en él. Sus compañeros lo imitaron y, durante unos minutos, se quedaron los tres callados, observando el círculo luminoso que proyectaba la linterna mientras Erik lo hacía deslizarse sobre las paredes y el suelo.

—Aquí no hay nada —murmuró David, desalentado—. Ninguna entrada secreta, ningún pasadizo… Tendremos que buscar.

—Te equivocas —afirmó Erik, caminando hacia el centro del patio—. La torre está aquí; puedo sentida… Pero no se abrirá para nosotros si no demostramos que merecemos entrar.

Jana y David lo miraron como si hubiese perdido el juicio.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Jana, alarmada.

Lentamente, Erik desenvainó la espada que llevaba colgada del cinturón y la sostuvo horizontalmente con ambas manos. Su mirada la acarició durante unos momentos con infinito respeto. Era Aranox, la espada mágica de Drakul.

—Ella nos ayudará —murmuró—. Apartaos… La magia que voy a invocar es muy poderosa. Nunca he intentado nada parecido.

Sin hacérselo repetir, Jana y David retrocedieron hasta pegarse a una de las paredes.

Desde allí, Jana observó que Erik se quitaba la camiseta y la tiraba al suelo. Por un momento, sostuvo la espada en vertical delante del tatuaje del dragón que cubría su pecho. Luego la empujó hacia abajo con ambas manos, hasta que su punta rozó el cemento del suelo.

Un trueno grave y lejano retumbó en el interior de la tierra, y el cemento, sin perder su aspereza, adquirió de pronto el brillo perfecto de un espejo. El dragón del tatuaje se reflejó en su superficie, deformado y agigantado, pero la imagen no duró más que un instante. Erik volvió a golpear el suelo con la espada, y resonaron nuevos truenos, cada vez más cercanos y amenazadores. El tercero de ellos resquebrajó el suelo en mil pedazos; el cuarto llegó acompañado de un relámpago rojo.

Después, todo se precipitó. Los truenos se volvieron rítmicos como tambores, y con cada uno de ellos, un rayo púrpura rasgaba la negrura del ciclo y agrietaba las paredes, haciendo caer sus piedras. Cuando uno de los muros se derrumbó por completo, Jana vislumbró detrás la gigantesca cola de un reptil monstruoso, azotando el aire.

Los truenos seguían latiendo al ritmo marcado por la espada de Erik. Bajo sus pies, Jana notó que la tierra se abultaba, y al mirar hacia abajo comprobó horrorizada que las suelas de sus zapatos descansaban sobre las abombadas escamas de un monstruo descomunal. A su lado, David profirió un grito ahogado. Parecía que el mundo estuviese siendo devorado por aquel dragón de plata que poco antes anidaba en la piel de Erik.

Pero todo terminó tan deprisa como había empezado. Algo tiró de ella hacia arriba, haciéndola volar por los aires. Cuando sus pies volvieron a posarse, lo hicieron sobre un frío suelo de mármol. Jana miró a su alrededor y vio ocho paredes idénticas, con una ventana en el centro de una de ellas. La única iluminación procedía del cielo estrellado y de media docena de velas repartidas por las esquinas de la estancia. En la pared opuesta a la de la ventana destacaba un extraño artilugio mecánico que la muchacha no recordaba haber visto en su visión.

Y delante de aquel aparato, inmóvil en la penumbra, estaba Álex.

Jana gritó al reconocerlo, y se cubrió el rostro con las manos. Le había bastado un instante para comprender hasta qué punto había cambiado. Era él, desde luego, pero al mismo tiempo era otra cosa. Su piel aparecía bañada en un tenue resplandor azulado que parecía brotar de su interior, y sus ojos se habían vuelto lejanos y sombríos.

A la derecha de Jana, Erik alzó la espada, dirigiendo la punta hacia el que, en otro tiempo, había sido su mejor amigo.

—Os estaba esperando —dijo Álex con una voz extrañamente serena—. Habéis tardado mucho… Erik, temía por ti.

—¿Para qué nos esperabas? ¿Para matarnos? Pues no estés tan seguro de conseguirlo —le desafió Erik—. Mi antepasado Drakul ya venció una vez al Último. ¿Crees que yo no puedo hacerlo?

Álex guardó silencio durante unos instantes.

—No lo sé —dijo por fin—. Es posible… Pero haces mal en subestimarme. Todo ha cambiado, Erik. Ya no soy el mismo… Ahora tengo muchísimo poder.

A pesar de su esfuerzo por contenerse, Jana dejó escapar un débil sollozo.

Álex la miró entonces con los ojos llenos de piedad.

—¿Por qué? —Preguntó la muchacha, y su voz sonó casi como un gemido—. ¿Por qué aceptaste unirte a ellos? Yo los llamé para salvarte, pero pensé que tú…, que a pesar de todo…

La decisión ha sido mía, Jana —repuso Álex con mucha suavidad—. Ellos no me obligaron; pero, después de muchas semanas a su lado, comprendí por fin que era lo mejor.

—¿Lo mejor? —Intervino David, con sarcasmo—. ¿Convertirte en nuestro verdugo es lo mejor? ¿Para quién, si puede saberse?

—No lo entendéis —replicó Álex con impaciencia—. No me he convertido en el Último Guardián para destruiros, sino para salvaros. Creo que es posible…

Erik y David intercambiaron una fugaz mirada.

—Estás jugando con nosotros —dijo Erik con voz firme—. Los guardianes son nuestros enemigos, siempre ha sido así y así tiene que ser. Si estás con ellos, estás contra nosotros… No hay alternativa. Álex sacudió la cabeza con lentitud. Parecía indeciblemente triste, pero, a la vez, totalmente tranquilo, como si nada de todo aquello le sorprendiera.

—Esta vez sí la hay, Erik. Esta vez es distinta a las anteriores. Yo soy a la vez un Medu, un guardián y un ser humano. Por eso puedo elegir… Los otros no podían, porque no conocían las alternativas. No podían perdonaros porque no podían entenderos. Yo sí puedo. En el fondo no soy tan diferente de vosotros. Por eso creo que esta vez todo será distinto.

Jana se atrevió a alzar una vez más los ojos hacia aquel rostro que había temido no volver a ver nunca.

—¿Y los otros? —preguntó—. ¿También lo creen?

—Una de ellos sí —contestó Álex, esbozando algo parecido a una sonrisa. Se llama Nieve, y es ella quien me ha traído hasta aquí, para que pueda ayudaros en vuestra misión. Sé lo que buscáis: el camino a la Caverna… Yo ya he estado allí. Arión me llevó, engañado. En realidad él vivía prisionero en ella. De allí sacaba toda aquella oscuridad.

—¿Arión te llevó allí? —preguntó David, asombrado—. Entonces tienes que ser capaz de encontrar…

—No. Ya lo he intentado, pero ha sido inútil. Por lo visto, la Caverna es más un lugar espiritual que material. Nieve me lo advirtió… Para llegar hasta la Caverna, antes necesitamos encontrar el libro.

—¿Sabes dónde está? -Preguntó Erik. Al fin y al cabo, pese a tu transformación, sigues siendo su dueño legítimo. Quizá el libro quiera revelarte cómo llegar hasta él…

Alex hizo un gesto de duda.

—Si es así, todavía no lo ha hecho. Quizá debamos unirnos los cuatro para encontrado.

Mientras Alex hablaba, David miraba a su alrededor, escudriñando las sombras en movimiento que la luz de las velas proyectaba sobre los muros.

—Puede que haya algún escondrijo en las paredes —sugirió—. Algún hueco disimulado, alguna puerta secreta… Si al menos supiésemos qué aspecto tiene el libro ése que estamos buscando…

—Lo hemos visto —apuntó Erik pensativo—. En la visión de Jana, durante su combate con las hijas de Pértinax.

—Esa imagen no sirve —objetó Álex, sin apartar los ojos de la silenciosa Jana—. Solo era una representación del libro, y probablemente no refleje su verdadero aspecto. Nieve me lo explicó antes de venir los libros Kuriles son realidades espirituales, igual que la Caverna. Su forma puede cambiar a lo largo de los siglos…

—Y lo más probable es que no se parezca en nada a un libro normal.

—Pero, entonces, en caso de que lo encontremos, ¿cómo vamos a reconocerlo? —se impacientó David.

—Lo reconoceremos por su contenido —afirmó Álex, muy seguro—. La piedra nos ayudará a leerlo. ¿La has traído, Jana?

La muchacha asintió con la cabeza.

—Estás muy callada —observó Álex, suavizando la voz—. Todavía no te he dado las gracias por haberme salvado…

Jana lo miró con los ojos muy abiertos.

—Ya no lo tienes —musitó tan solo.

Álex avanzó un par de pasos hacia ella. Su sombra alargada cubrió el rostro de la muchacha.

—El tatuaje —murmuró Jana, antes de que él pudiera decir nada—. Antes lo sentía, lo sentía en cuanto te acercabas a mí. Pero ahora ya no está. Qué extraño, nunca pensé que lo echaría de menos.

Álex dio un paso más y extendió una mano hacia ella. Era como si de pronto se hubiese olvidado de todo lo que le había ocurrido. No tenía ojos más que para Jana; la miraba como si para él no existiese nadie más en el mundo.

Jana también avanzó un paso, pero Erik se interpuso entre ellos.

—¿Estás loco? —Exclamó, furioso, encarándose con Álex—. ¿Es que no sabes lo que le pasará si la tocas? Eres un guardián, Álex, ¡maldita sea! ¿Qué quieres? ¿Destruirla?

Álex retrocedió, horrorizado por lo que había estado a punto de hacer. Por un momento, sus ojos miraron fijamente a Erik. En pocos segundos, sin embargo, recuperaron su serenidad anterior.

—Será mejor que empecemos a buscar —dijo, dándoles la espalda a los otros—. Yo me ocuparé de esta pared. No dejaremos ni un solo palmo sin registrar. David, tú puedes empezar por ahí…

Jana intentó seguirlo, pero el brazo de Erik la sujetó firmemente.

—Déjalo, Jana —le dijo el muchacho, conduciéndola hacia el extremo opuesto de la estancia, donde se encontraba la ventana—. Es imposible, tienes que aceptarlo.

Míralo, mira ese resplandor azulado en su piel… Ya nunca volverá a ser el que era. Lo has perdido, pero no es el fin del mundo. Tú siempre has sido una luchadora… Yo te ayudaré a volver a empezar.

Jana se dejó llevar hacia la ventana con expresión vacía. Erik la guió delicadamente hasta una de las dos sillas que había frente al tablero de ajedrez. Durante un rato permaneció a su lado, arrodillado en el suelo. Cuando las lágrimas comenzaron a resbalar por las mejillas de la muchacha, se las secó con sus propias manos.

—Así está mejor —dijo, sonriendo—. ¿Ves? El mundo no se ha acabado todavía. Se te pasará, Jana, estoy seguro. Nunca he conocido a nadie tan fuerte como tú.

Jana no apartó su mano cuando comenzó a acariciarle el pelo. En lugar de eso, elevó hacia él sus ojos húmedos, en los que se leía una mezcla de vergüenza y agradecimiento.

—Lo siento —susurró—. Es que no puedo aceptar que… Antes nos separaba el tatuaje, y ahora que el tatuaje ha desaparecido…, soy yo la que no puede tocarle…

Una sombra de dolor cruzó el rostro de Erik, pero duró solo un segundo.

—Busquemos el libro también nosotros —propuso, poniéndose en pie—. ¿Por qué no sacas la piedra? Quizá nos ayude a encontrarlo.

Jana asintió y, de uno de los bolsillos del pantalón, extrajo la valiosa piedra azul que en otro tiempo había pertenecido a Agmar. Sosteniéndola cuidadosamente entre el Índice y el pulgar derecho, la fue moviendo con lentitud de un lado a otro, con los ojos fijos en el reflejo azul que proyectaba sobre las paredes.

—¿Qué crees que debería pasar cuando lo encuentre? —Preguntó Erik, siguiendo sus movimientos—. ¿Aparecerá una visión? ¿Una página escrita?

—No tengo ni idea —repuso Jana en tono desganado—. No sé qué es lo que tendría que ocurrir.

Al otro lado de la habitación, David y Álex exploraban los muros con las manos, palpando cada centímetro de la piedra. Allí donde Álex posaba sus dedos, un resplandor plateado permanecía adherido a las losas y ya no las abandonaba. De esa forma, la estela de su búsqueda quedaba grabada sobre las paredes, formando un extraño y complicado dibujo.

Durante casi media hora, Jana y Erik continuaron observando el reflejo del zafiro de Sarasvati sobre el suelo y los muros, pero no obtuvieron ningún resultado. Incluso examinaron los cristales emplomados de la ventana, que parecían extremadamente frágiles y antiguos… Nada. El zafiro proyectaba la misma luz profunda y azul sobre todas las superficies, y no se advertía en él el menor cambio.

Por su parte, a David y Álex no parecía irles mucho mejor.

—Quizá deberíamos emplear nuestros poderes —dijo finalmente Jana, derrumbándose de nuevo sobre una de las sillas que flanqueaban el tablero de ajedrez—. Esto no nos lleva a ninguna parte…

Erik se sentó en la otra silla e hizo un gesto de impotencia.

—Si el dragón de Óber pudiese ayudarnos, lo habría hecho —dijo—. Fíjate en lo que ocurrió antes, en el patio. Ahora, en cambio, parece que estuviese dormido… No lo siento, no logro hacerlo.

Mientras Erik hablaba, Jana se había puesto a juguetear distraídamente con el zafiro, hasta que, en un momento dado, su reflejo incidió directamente en el tablero de ajedrez.

—Mira eso dijo Jana en un susurro.

Bajo la luz de la piedra había aparecido una fina recta de color azul que atravesaba tres casillas verticalmente. Sin esperar la respuesta de Erik, Jana empezó a mover rápidamente el zafiro de un lado a otro. Muchos otros trazos se revelaron bajo su luz, unos azules y otros de color púrpura. Algunos eran verticales, otros diagonales, e incluso había un par de ellos en forma de L.

—Son las trayectorias de las piezas murmuró Erik, inclinándose sobre el tablero. ¿No lo ves? Esa ele, por ejemplo, corresponde al movimiento de un caballo. Y esa diagonal, a un alfil… ¡Son los movimientos de la última partida!

—Sí, está claro —confirmó Jana, alejando el zafiro para que su reflejo abarcase un fragmento más grande del tablero—. Fíjate: los trazos rojos corresponden a los movimientos de las blancas, y los azules a los de las negras. Está clarísimo.

—O sea, que el zafiro puede leer la partida…

Erik y Jana se miraron con ojos brillantes.

—¡Lo hemos encontrado! —Gritó Jana—. Es el tablero… ¡El tablero es el libro!

Al oír sus exclamaciones, David y Álex se acercaron de inmediato. Álex permaneció un poco apartado, como si le diese miedo aproximarse demasiado a los demás. David, por el contrario, pasó el brazo sobre los hombros de su hermana y se quedó mirando la fina trama de líneas que recorrían las casillas blancas y negras bajo la luz azulada del zafiro.

—Pero si el tablero es el libro, tendríamos que poder leerlo —murmuró, no del todo convencido—. ¿Cómo demonios vamos a saber lo que significan esas líneas?

—La piedra provoca visiones —repuso Jana, mirándola con fijeza—. Si me concentro en ella, quizá nos permita ver el significado de esos trazos.

—Inténtalo —la animó Erik.

La muchacha se puso en pie y, alzando la piedra con ambas manos, la situó encima del tablero, al tiempo que pronunciaba una larga retahíla ininteligible. Al cabo de unos segundos, la piedra se desprendió de sus dedos y comenzó a flotar en el aire.

Bajo su reflejo, las líneas componían ahora un dibujo bien definido.

Poco a poco, la luz que entraba por la ventana fue palideciendo, hasta adquirir el tono grisáceo de una tarde otoñal. De pronto, sentadas frente al tablero había dos personas.

Una era el Álex de siempre, un muchacho normal, absorto en la contemplación de las piezas. El otro personaje era un hombre rubio, de aspecto atractivo, que hablaba animadamente, sin prestar demasiada atención a la partida.

Jana sintió un pinchazo de dolor en la cabeza, y la imagen se desvaneció. Al otro lado de los cristales emplomados de la ventana, el cielo estaba nuevamente oscuro y cuajado de estrellas. Erik se había puesto en pie, y miraba el asiento que ocupaba un minuto antes como si fuese un espejismo. Los trazos seguían allí, bajo la luz del zafiro, como dibujados con tiralíneas.

—Es el libro —dijo a su espalda la voz de Álex, extrañamente distorsionada por la emoción—. Esa visión correspondía a la partida que jugué aquí con mi padre, la última vez que le vi. Fue la misma tarde en que tú intentaste encontrar la torre, Jana…

Yo seguí tu rastro y la encontré.

—Pero entonces… —David había dado la vuelta al tablero para mirarlo desde el lado contrario—. Pero, entonces, ¿cómo funciona el libro?

—Una partida, una visión repuso Jana, retirando la piedra. Cada partida es como un texto, cuenta un hecho del pasado.

Miró a Erik, y luego se giró para buscar la mirada de Álex. Su corazón dio un vuelco al percibir una vez más aquel resplandor que brotaba de su piel, recordándole que ya no era el de antes.

En respuesta a su mirada, Álex asintió con la cabeza.

—Una partida, una visión —corroboró—. Tiene que ser eso…

—Pero, entonces, ¡estamos como al principio! —Se impacientó David—. No sabemos cuál es la partida que conduce a la visión de la Caverna. ¿O sí lo sabemos? Álex, tú…

Según Erik, desciendes de los Kuriles, y tu padre sabía leer el libro… ¿No te dio ninguna pista? No sé, un manual de ajedrez, o algo así…

Álex negó con la cabeza.

—Él me dijo que el ajedrez era el arte de mirar en el futuro. Supongo que eso sí era una pista, pero no me dijo nada más. Nada. De pronto, sus ojos se iluminaron.

—Un momento. Quizá sí me dejó una pista, después de todo —dijo acercándose al tablero, mientras los otros retrocedían instintivamente—. Su símbolo: el símbolo de Céfiro, el símbolo del Desterrado… Tú lo viste, Jana, en aquel papel que estaba metido en un libro de su biblioteca. El símbolo estaba entremezclado con una maraña de trazos azules y rojos… Eran la representación de una partida.

Jana, a una prudente distancia, lo observó con atención.

—¿El papel que quemamos? —repitió—. Sí, tienes razón, podría ser… Tenía muchos trazos verticales, horizontales y diagonales. Ojalá no lo hubiésemos destruido. Si lo tuviésemos todavía, podríamos comprobarlo…

—No hará falta. —Álex devolvió todas las piezas a su casilla de salida, como si se dispusiese a jugar una nueva partida. Mi capacidad de concentración ha mejorado mucho. Y mi memoria también… Creo que seré capaz de reconstruir ese dibujo.

Con una seguridad asombrosa, empezó a mover alternativamente las piezas blancas y negras sobre el tablero. Primero fueron los peones centrales, luego entraron en juego los caballos y los alfiles. Empezaron a caer algunas piezas, el tablero se fue despejando. Él seguía moviendo una pieza tras otra sin detenerse a pensar ni un segundo, como si aquella información fluyese de un modo reflejo desde su cerebro a su mano derecha. A la luz del zafiro, cada movimiento iba dejando un trazo púrpura o azul sobre el tablero, un trazo que ya no volvía a borrarse.

Las jugadas se sucedían unas a otras tan rápidamente que Jana no tenía tiempo de considerar si eran buenas o malas, erróneas o geniales. En un cierto momento tuvo la impresión de que las blancas llevaban una ligera ventaja, pero poco después las fuerzas volvieron a igualarse. Al final quedaban ya muy pocos peones, así como las torres y los reyes de ambos bandos. Las reinas habían desaparecido, los peones intentaban avanzar para coronarse, pero las torres y el rey del adversario se lo impedían.

—Tablas —dijo Álex finalmente, apartándose un par de pasos de la mesa y observando fijamente los trazos marcados sobre el tablero—. Así termina la partida…

Ahí tenéis el texto perdido.

Jana retiró la luz del zafiro de encima del tablero y acercó la piedra a su rostro con expresión preocupada.

—Se supone que ahora me toca a mí —murmuró—. No sé si seré capaz de invocar una visión estable; la de antes ha durado muy poco…

—Esta vez te ayudaré yo —dijo Álex, colocándose frente a ella, a unos cuatro pasos de distancia—. He cambiado mucho, pero sigo siendo descendiente de Céfiro. Con tu poder y mi poder juntos, estabilizaremos la luz del zafiro y obtendremos una visión lo suficientemente poderosa.

—¿Lo suficientemente poderosa para qué? ¿Para llevarnos a la Caverna? —Preguntó Erik, algo molesto por verse relegado a la condición de mero espectador—. Todo son suposiciones, no sabemos nada… Lo más probable es que la visión que invoquéis no tenga ninguna relación con lo que estamos buscando.

Álex le miró sonriendo.

—Yo creo que sí la tiene… De todas formas, muy pronto lo comprobaremos.

Mientras Erik y David permanecían juntos, de espaldas a la ventana, Álex y Jana se miraron largamente a los ojos. Poco a poco, con la solemnidad de una sacerdotisa, Jana fue alzando la piedra hasta situarla a la altura de su frente. Concentrando su pensamiento en el zafiro, comenzó entonces a salmodiar las antiguas fórmulas que había aprendido de su madre. El zafiro se desplazó en el aire hasta situarse sobre el centro exacto del tablero de ajedrez, iluminándolo con su acuoso resplandor. Álex, por su parte, también parecía completamente concentrado en la piedra. Sus ojos permanecían clavados en ella con sobrenatural fijeza.

Sin dejar de repetir las frases rituales, Jana cerró los párpados. Una caricia de viento abrasador le azotó las mejillas, y bajo sus pies notó la blandura de la arena ardiente.

Era una visión muy poderosa, lo supo incluso antes de abrir los ojos. Pero, aun así, no estaba preparada para lo que se le avecinaba.

Un sol cegador reverberaba sobre las dunas, difuminando sus contornos en el horizonte. El cielo era de un azul eléctrico, y se extendía como una cúpula infinita en todas direcciones. No se veía ni una sola nube, pero sí un penacho de humo blanco y ligero a lo lejos, como si algo estuviese quemándose.

Y allí, frente a ellos, semienterrada bajo la arena rojiza, estaba la Caverna. Una gran boca oscura en medio de la luz, insondable en su profundidad… En realidad no se trataba de una formación geológica natural, sino de la entrada de un templo muy antiguo, o tal vez de una tumba. Enmarcada por grandes piedras rectangulares cubiertas de jeroglíficos, aquella abertura negra parecía llamar a los recién llegados con su promesa de frescor y sombra.

Jana miró a su espalda para ver qué había sido de sus compañeros. Allí estaban los tres, con los ojos desorbitados como los de ella, mirando fijamente la boca de la Caverna, incapaces de pronunciar una sola palabra.

David fue el primero en reponerse de la impresión.

—Esto es increíble, Jana —exclamó, muy excitado—. Nunca habías tenido una visión así. Es… es como si fuese real…

Jana notó una vez más la blandura de la arena, el aire áspero y ardiente que la obligaba a entornar los ojos. Sí; era demasiado real para tratarse de una visión.

Demasiado real…

El miedo le atenazó la boca del estómago, y por un momento tuvo la sensación de que no podía respirar.

—Esto no es una visión —dijo con voz entrecortada—. Si lo era, ya no lo es. Es la verdadera Caverna. Hemos llegado a nuestro…

Un viento brutal y oscuro la derribó sobre la arena, cuyo contacto le abrasó el brazo en el que se había apoyado al caer, atravesando la fina tela de la camiseta. Intentó abrir los ojos pero no pudo. La arena se le metía entre los párpados y en las fosas nasales, amenazando con asfixiarla. El torbellino hacía un ruido ensordecedor, y trató de taparse los oídos. Al mismo tiempo, notó una inexplicable sensación de desgarro en su interior, como si el corazón se le estuviese rompiendo.

Después de unos instantes, todo cesó. El cielo volvía a estar azul; la arena, inmóvil; la entrada de la Caverna, tan oscura como antes.

Jana se incorporó con dificultad. Sin saber por qué, estaba temblando de pies a cabeza.

Cuando miró a su alrededor para ver qué había sido de sus compañeros, descubrió a cierta distancia los rostros desencajados de Erik y David.

Álex, en cambio, había desaparecido.