Pocos minutos más tarde, Álex se encontró descendiendo en un moderno ascensor de acero hacia los pisos inferiores de la Fortaleza.
Muy cerca de él, Garo se atusaba nervioso las patillas. Sus ojos dorados miraban fijamente la pared metálica que tenía frente a sí.
—¿Por qué te han elegido a ti para acompañarme? —preguntó Álex de pronto, cuando ya llevaban varios minutos bajando.
Los ojos de Garo tardaron unos instantes en volverse hacia él, como si le costase trabajo reaccionar.
—Ellos nunca se acercan al laberinto —repuso con aquella especie de gruñido salvaje que le caracterizaba—. No pueden.
—¿Ellos?
—Los Medu. Hay algo ahí dentro que tira de ellos, que los atrapa y los destruye… He acompañado a algunos hasta la entrada. Se resistían durante todo el descenso, suplicando, amenazando… Pero, al llegar al borde, era como si dejasen de pertenecerse a sí mismos. Traspasaban la puerta ciegamente, sin mirar atrás. Y algún tiempo después, se oían gritos. Gritos desgarradores, que hacían temblar toda la Fortaleza. No quisiera volver a oír esos gritos nunca más, aunque, la verdad, no sé por qué esta vez tendría que ser diferente.
La boca de Garo tembló un momento y sus fosas nasales se dilataron, como si estuviese olisqueando algo.
—No deberías entrar ahí —añadió, con una voz sorprendentemente humana—. Sé que, en parte, eres uno de ellos. El monstruo te destruirá.
Por un momento, Álex se preguntó si aquella extraña criatura le estaría tomando el pelo.
—¿El monstruo? —repitió—. ¿De qué monstruo hablas?
Seguían bajando a una velocidad uniforme. El ascensor vibraba ligeramente en algunos tramos, pero su ritmo no disminuía. El mecanismo que controlaba su descenso emitía un ronroneo grave y monocorde que, desde el interior, se oía muy lejano.
—No sé cómo es, pero sé que los destruye —dijo Garo en tono cauteloso—. Solo a ellos, a los Medu… A los humanos, en cambio, los deja en paz. Pero eso no quiere decir que encuentren la salida del laberinto. He llevado a muchos allí, casi todos Ghuls, como yo. Nunca he visto salir a ninguno. Pero al menos, cuando ellos entran, no hay gritos. No hay nada más que silencio.
Álex reflexionó sobre aquellas enigmáticas revelaciones durante el resto del descenso. Volvió bruscamente a la realidad cuando sintió en su estómago la disminución brusca de la velocidad, antes de que el ascensor se detuviera.
Las puertas se abrieron, y ambos salieron a un vestíbulo rectangular, pavimentado de mármol y amueblado en un rincón con dos sofás claros, de líneas rectas, colocados en ángulo y separados por una polvorienta mesita de cristal sobre la que reposaban un par de revistas ilustradas y un jarrón metálico lleno de rosas secas.
No había ventanas, y la única iluminación procedía de unos fluorescentes redondos incrustados en el techo, que bañaban la escena en una luz fría y desangelada.
Al otro lado del vestíbulo se veía una puerta de cristal. Una puerta corriente, de las que suelen encontrarse a menudo en los edificios de oficinas.
—Es ahí —dijo Garo en voz baja señalando hacia la puerta.
—No entiendo —Álex lo miró como si el otro hubiese perdido el juicio—. ¿El laberinto comienza ahí, en esa puerta?
Garo asintió.
—Todavía estás a tiempo de echarte atrás. Si lo haces, puedo ayudarte. Te sacaré de la Fortaleza sin que Óber se entere, y te pondré en contacto con alguien que puede esconderte. Óber no sabrá nunca que no has entrado… Creerá simplemente que no has encontrado la salida, como todos los demás.
Las puertas del ascensor se habían cerrado tras ellos. Álex contempló con los ojos muy abiertos aquella puerta igual a cualquier otra. El tatuaje le había empezado a doler, y parecía tirar de todo su cuerpo en aquella dirección. Sin embargo, Álex sabía que, si se lo proponía, podría dominar aquel impulso. Garo estaba en lo cierto, aún tenía elección… No estaba obligado a entrar en el laberinto, si no quería hacerlo.
—¿Por qué quieres ayudarme? —le preguntó a Garo.
El Ghul sonrió, dejando al descubierto sus afilados colmillos. Parecía algo confuso.
—Tú no eres como los otros —murmuró—. No nos desprecias… Además, hay gente fuera que se preocupa por ti. Ya te he dicho que, si vienes conmigo, te llevaré con ellos.
Álex dio un par de pasos más hacia la puerta. El tatuaje le producía una quemazón enloquecedora. Se volvió por última vez para despedirse de Garo, que no le había seguido.
—¿Quiénes son esas personas que quieren protegerme? —preguntó, con cierta suspicacia.
Garo hizo un vago gesto con sus manos.
—Bah…, amigos. Gente de fiar —dijo en tono evasivo.
—Te agradezco lo que estás intentando hacer —le dijo Álex, sonriendo—. Y no tienes que preocuparte por mí; cuando salga, no le hablaré a nadie de esta conversación que hemos tenido. Óber no sabrá nada, te lo juro.
Garo lo miró de arriba abajo.
—¿De verdad crees que vas a salir vivo de ahí dentro? —Estaba asombrado—. Estás loco…
Álex se encogió de hombros.
—Saldré vivo de ahí dentro —afirmó—. No puedo permitirme el lujo de morir.
Al otro lado de la puerta había una larga oficina dividida en pequeños cubículos parcialmente aislados. A Álex le recordó una de esas redacciones de periódicos que aparecen en las películas, solo que las proporciones de aquel lugar le parecieron mucho mayores, y todo se hallaba abandonado y polvoriento. Las máquinas de escribir, negras y pesadas, parecían muy antiguas, lo mismo que los enormes teléfonos que había sobre los escritorios, con los números formando una circunferencia sobre un anillo blanco. Había teletipos de los que colgaban largas cintas llenas de palabras impresas, hojas de papel clavadas con chinchetas en corchos, estanterías repletas de archivadores, carpetas, grapadoras, estilográficas y cuadernos de notas por todas partes. A través de las ventanas se filtraba una luz crepuscular que alargaba las sombras de los objetos.
Era una luz extraña. Iba cambiando imperceptiblemente a medida que Álex avanzaba por los interminables pasillos, volviéndose cada vez más tenue y azulada. Y las sombras se transformaban junto con la luz, ganando poco a poco mayor presencia, aumentando su densidad y su negrura. Al cabo de algunos minutos, el aspecto de la inmensa oficina desierta se había modificado por completo. Buena parte de los cubículos no eran ya sino manchas de oscuridad absoluta en la penumbra azul, y las manchas crecían a cada momento.
Con cada paso que daba, el dolor del hombro se hacía más insoportable. Era como si lo atrajese hacia las sombras, pero, ahora que las sombras lo rodeaban por todas partes, la sensación que tenía Álex era que varias garras tiraban de él a la vez en distintas direcciones, amenazando con desgarrarle.
Aun así, continuó avanzando. Cada vez que un fragmento del laberinto se hundía en la negrura ante sus ojos, experimentaba un nuevo desgarro, no solo en su piel, sino también en su interior. Tenía que utilizar toda su fuerza de voluntad para no lanzarse de cabeza a aquellas manchas de oscuridad, y el agotamiento que aquel esfuerzo le producía se reflejaba en sus movimientos, cada vez más vacilantes e irregulares.
Intentó concentrarse para ver lo que le esperaba. Al fin y al cabo, si quería salir de allí tendría que utilizar los poderes de los Kuriles. Sin embargo, el bosque de sombras por el que avanzaba dispersaba su mente, destruyendo todo intento de mirar más allá. En varias ocasiones cerró los ojos para vencer aquella influencia destructiva, pero no le sirvió de nada. Incluso con los ojos cerrados podía notar la presencia de aquellos pozos vacíos de luz a su alrededor, y no era capaz de pensar en nada más.
Siguió caminando. La abandonada oficina parecía no terminarse nunca. La luz se había vuelto tan escasa que ya apenas podía distinguir los contornos de las máquinas de escribir sobre las mesas y los paneles de madera sintética que separaban unas oficinas de otras. Incluso dejó de oír sus propios pasos, como si la oscuridad se tragase los sonidos antes de que pudiera llegar a captarlos.
Perdió la noción del tiempo. No sabía cuántas horas llevaba caminando en línea recta por aquel laberinto cada vez más negro. Quizá ni siquiera estuviese avanzando en línea recta, sino dando vueltas. A esas alturas, ya no lo sabía.
Llegó un momento en que lo único en que podía pensar era en el dolor insufrible de su hombro. Sus pasos se volvieron más rápidos, y no tardó en darse cuenta de que estaba corriendo, como si de ese modo pudiese huir del dolor. Naturalmente, no le sirvió de nada. Cuanto más corría, más le dolía; pero, aun así, ya no tenía control sobre sí mismo para decidir algo tan sencillo como detenerse a descansar, de modo que siguió corriendo.
Los músculos de sus piernas estaban cada vez más fatigados, pero el dolor del hombro evitaba que fuese consciente de cualquier otra molestia física. Sí notó, en cambio, que en un determinado momento el avance se volvía más fácil, como si una fuerza desconocida le estuviese empujando. Nunca había corrido tan deprisa, y con cada zancada permanecía suspendido unos instantes en el aire, o al menos ésa era la sensación que experimentaba.
«Me está aspirando —pensó de pronto, aterrorizado—. Esa cosa me está aspirando, y me devorará antes de que me dé cuenta».
Trató de concentrarse una vez más, y por unos segundos vislumbró un rostro en la penumbra, el semblante joven y triste de un joven de piel cetrina, tocado con un birrete azul oscuro. La visión duró tan solo unas décimas de segundo y se disolvió en la nada, dejándole una horrible sensación de vacío. Existía alguna relación entre el rostro que había visto y la fuerza que tiraba de él.
Ambos eran lo mismo, el centro de aquel pozo de oscuridad que lentamente iba tragándose todo cuanto lo rodeaba.
El aire le quemaba con cada inspiración, seco y tórrido como el viento de un incendio. Si continuaba corriendo al mismo ritmo, no tardaría en faltarle el aliento.
De pronto notó que el impulso de sus piernas lo mantenía flotando en el aire más tiempo del normal, y entonces sintió que se hallaba muy cerca de la fuente de toda aquella negrura. Gritó espantado, pero no pudo oír su propio grito. Un instante después, su mano aterrizó sobre algo blando, erizado de puntas y anillas metálicas.
Sus dedos palparon con indescriptible repugnancia aquel tapiz de ganchos, púas y esferas diminutas. Y también la carne que había debajo. Carne blanda, palpitante, sometida a la tortura de todos aquellos objetos punzantes que la perforaban.
La criatura se dejó palpar durante unos instantes, completamente inmóvil. Las manos de Álex ascendieron hasta distinguir, bajo la selva de piercings apretados unos contra otros, el contorno de una mandíbula y la forma abultada de unos labios. Aquello hizo reaccionar al monstruo, que retrocedió instantáneamente, rehuyendo el contacto.
—No lo entiendo —dijo una voz ronca, remota, viejísima—. No sabía que… No lo entiendo —repitió, casi como un gemido.
La oscuridad era completa. En el silencio que siguió a aquellas palabras, Álex oyó una respiración trabajosa, con ecos de gorgoteos al final de cada estertor. Esperó, aterrado, a que la criatura continuase hablando.
—De modo que eres tú —murmuró al fin la voz. Vacilaba un instante antes de pronunciar cada palabra, como si estuviese hablando en un idioma que no dominaba—. No pensé… Nunca imaginé que pudiese ocurrir algo tan extraño. Nada menos… ¡nada menos que uno de ellos!
—¿Qué… qué quieres decir? —acertó a balbucear Álex.
Su voz había sonado metálica, distorsionada por el vacío de luz que los rodeaba.
—El próximo guardián. Mi sucesor. ¿No lo entiendes? Yo soy Arión, pero ellos me llamaban el Último.
Álex creyó sentir de nuevo bajo sus dedos el contacto punzante de los piercings y la piel apergaminada de debajo. Sintió deseos de vomitar. Habría dado cualquier cosa por poder salir corriendo de allí, cualquier cosa por no volver a oír la voz de aquel ser abominable.
—Estás equivocado —le dijo—. No soy el Último, ellos están seguros. Me hicieron uno de sus tatuajes. No podrían habérmelo hecho si fuera el Último, ¿no? Eso fue lo que me dijeron.
—Tú eres distinto —repuso la voz, pensativa—. Llevas su sangre, al menos en parte.
Quizá por eso se han equivocado. Hasta yo he dudado, al principio.
De nuevo se hizo el silencio. Un silencio irrespirable, tan negro como el pozo de sombra del laberinto.
—No puede ser —murmuró Álex, horrorizado—. Yo no puedo… Yo no quiero destruirlos.
La criatura emitió una espeluznante carcajada.
—Eres muy joven —dijo, como si tal cosa le pareciese sumamente divertida—. Yo también lo fui, una vez… Es normal que te cueste trabajo aceptarlo. Pero no tienes elección… Yo creí que la tenía, y mira cómo he terminado. No cometas el mismo error que yo. Son implacables.
—¿Cómo… cómo fue? ¿Cómo llegaste hasta aquí?
—Ellos me encerraron aquí. Me derrotaron. Nunca lo habrían conseguido de no ser por esa maldita espada. Aranox… Aranox te destruye con tu propio reflejo. Cuando te enfrentas a ella, te ves como realmente eres. Yo no pude soportarlo. No creo que nadie pueda. Así fue como lograron vencerme.
—Pero eso ocurrió hace más de quinientos años…
—¿Tanto tiempo ha pasado? Aquí abajo, el tiempo no significa nada, ¿sabes? Es como si no existiera. Se vive en un eterno presente.
—Pero ¿por qué no has muerto? ¿Por qué no te mataron?
—Drakul lo intentó, al principio. No lo consiguió, claro… El Último es mortal hasta el momento en que recibe el poder. Entonces sacrifica una parte de su humanidad, y, a partir de ese momento, su cuerpo no puede morir a menos que su alma sea destruida. Pero los Medu no podían destruir mi alma, y, por lo tanto, no consiguieron matarme… Cuando se dieron cuenta de ello, Agmar convenció a Drakul de que me encerrase aquí. Pensaron que, mientras yo permaneciese prisionero, mi poder no podría pasar a otro ser humano, y no volvería a haber un Guardián de las Palabras.
Incluso yo llegué a creerlo, en algunos momentos… Pero cometieron un error fatal: éste.
Álex sintió unos dedos erizados de pinchos y boliches metálicos que se deslizaban sobre su mejilla. Intentó apartar la cara, pero la mano de Arión no se lo permitió.
—Agujerearon mi piel y le engancharon estas joyas siniestras —gorgoteó su voz con acento lúgubre—. Me mutilaron y con cada una de esas perforaciones me arrancaron algo de lo que yo les había arrebatado a ellos. Una vez más, liberaron a las sombras…
Así fue como recuperaron su poder.
—No entiendo —murmuró Álex—. ¿De qué sombras hablas? ¿Qué fue lo que te arrancaron?
La mano se apartó. Álex oyó una sucesión de chasquidos metálicos en la oscuridad que le permitió seguir su movimiento.
—Las palabras. Los símbolos. Eso es lo que alimenta a los Medu, lo que nutre su poder. Los usan para engañar a los hombres, para apartarlos de la luz de la verdad, condenándolos a vivir entre espejismos. Hasta que venimos nosotros, los guardianes, y se los arrebatamos. Obligamos a los hombres a volver a la luz. No les gusta. Viven muy cómodos en el laberinto de mentiras urdidas por los Medu. Tradiciones, mitos, leyendas… La seducción de la palabra adopta miles de formas. Y los hombres son muy crédulos… Hasta que los obligamos a dejar de serlo.
—Pero ¿cómo lo hacéis? ¿Cómo les arrancáis la magia a los Medu?
—Te lo estoy diciendo —replicó el monstruo con impaciencia—. Les quitamos esos dibujos horribles de la piel, que ellos utilizan para dominar a los hombres.
Alex no podía creer lo que estaba oyendo. De modo que se trataba de eso… El Último les había arrebatado su poder a los Medu quitándoles los tatuajes. Y Agmar y Drakul habían conseguido recuperarlos… mutilando al guardián con aquellos innumerables piercings.
—He sufrido mucho —dijo de pronto Arión, y su voz sonó extrañamente joven y desvalida—. Pero ahora que has venido, comprendo que ha merecido la pena. ¡Qué sabio es el destino! ¡Escoger a uno de ellos para engañarlos! Esta vez será la definitiva. Los Medu serán barridos para siempre de la faz de la tierra.
—Y eso ¿qué significaría para los hombres? No puedo imaginarme la vida sin palabras…
Arión rió de nuevo. Esta vez, sin embargo, su risa sonó fresca, casi infantil.
—¡No vas a quitarles las palabras! Qué idea más ridícula… Únicamente vas a liberarlos de su influjo. Vas a sacarlos de la esclavitud. La luz de la verdad… Eso es lo que vas a darles.
—No comprendo lo que quieres decir —insistió Álex, perplejo.
En la oscuridad, los piercings de los dedos de Arión entrechocaron unos con otros.
—Los humanos confunden las palabras con la realidad —explicó el monstruo con cansancio—. Viven prisioneros en ese mundo de representaciones, que les resulta muy cómodo. Se acostumbran a simplificarlo todo, ajustándolo a sus pobres símbolos. Lo que tú vas a hacer es sacarlos de esa comodidad… Seguirán utilizando las palabras para comunicarse, pero no las confundirán con el mundo. Aprenderán a cultivar otras facultades, como la contemplación y el silencio. Sobre todo, perderán la capacidad de inventarse realidades alternativas y de escaparse a ellas. Las ficciones desaparecerán… ¡Ésa es la verdadera liberación!
Álex no dijo nada. La presencia de Arión a su lado amenazaba con asfixiarle. Lo único que deseaba era alejarse de él.
—No quieres hacerlo, ¿eh? —dijo Arión, después de un rato.
—No —admitió Álex.
Pasaron varios minutos, que al muchacho se le hicieron interminables, durante los cuales no se oyó otra cosa que la respiración irregular del monstruo y los chasquidos metálicos que emitía con cada movimiento, por leve que fuera.
—No creas que no te entiendo —dijo la voz al fin—. Ya te llegará el momento, es pronto todavía. Para mí es suficiente con saber que estás ahí, y que antes o después terminarás lo que yo empecé. Pero, para eso, tengo que sacarte de aquí… Tengo que devolverte al exterior.
Álex intentó adivinar la silueta de Arión en la negrura.
—¿Puedes hacerlo? —preguntó, asombrado—. ¿Puedes encontrar la salida?
Entonces, ¿qué haces aquí? ¿Por qué no has escapado?
Le pareció que la respiración del monstruo se aceleraba.
—Los odio demasiado. No puedo escapar de mi propio odio, ¿entiendes? Este laberinto no es más que eso; el bosque de sombras de mi mente. Aranox materializó mi reflejo y lo convirtió en esta prisión. Tendría que dejar de odiar para salir.
—¿Y eso es imposible? Quizá yo podría ayudarte…
—No serviría de nada. Pero no me importa. Lo importante es que tú estás aquí, y tú sí puedes salir. No cometas el mismo error que yo, no te dejes atrapar por tus propias pasiones. Son nuestras peores enemigas.
La mano de Arión aferró la suya en la oscuridad. Álex se preguntó cómo se las arreglaba aquel despojo humano para percibirle en medio de tanta negrura.
Los implantes metálicos de los dedos de Arión se clavaron en la muñeca del muchacho, que se sintió arrastrado hacia delante. Dejándose guiar por el Último, comenzó a caminar con paso inseguro, totalmente desorientado por la profundidad de la negrura en la que se hallaban sumergidos. Poco a poco, sin embargo, fue adaptándose a la marcha firme de su guía, que avanzaba con lenta regularidad, sin vacilar jamás.
La oscuridad empezó a deshilacharse en amplios jirones, y Álex suspiró aliviado cuando sus ojos captaron el débil resplandor de una luz azulada, como de cielo nocturno, en los confines de su campo visual. Aquella tenue claridad fue barriendo las sombras que lo cubrían todo, hasta deslizarse sobre la superficie erizada de objetos metálicos del rostro del guardián. Álex tuvo que reprimir un grito de repugnancia al distinguir el perfil de aquel rostro erizado de bolas y ganchos de acero.
Nunca en su vida había contemplado una imagen más impresionante. Pero Arión no dio muestras de percibir su reacción de asco, y continuó tirando inflexiblemente del muchacho.
Llegaron a una especie de nave industrial inmensa y repleta de los más variopintos objetos. Cientos de reproductores cinematográficos proyectaban películas sobre los muebles y las paredes simultáneamente, creando una insoportable confusión de imágenes y sonidos. Mientras caminaban, Álex vio a su derecha los restos carbonizados de un campamento indio, y un poco más allá una antigua diligencia con ruedas rojas y asientos de terciopelo desvencijado. A la derecha se desplegaba lo que parecía la consulta de un psiquiatra, con una lamparilla verde sobre el escritorio y un diván de cuero negro pegado a la pared.
Eran decorados de cine. Toda la nave estaba llena de ellos, como si estuviesen visitando las ruinas de un estudio de Hollywood abandonado.
Con cada paso que daban, la cantidad de proyecciones que cubrían el techo y las paredes aumentaba, y sus bandas sonoras se entremezclaban en un confuso rumor incomprensible. Después de la opresiva oscuridad del laberinto, Álex dejaba vagar sus ojos de una película a otra con eufórica avidez. Reconocía algunas escenas, otras no. Lo que el viento se llevó, una carrera de relevos en una pista de atletismo, multitudes gritando enloquecidas en un concierto al aire libre, una nave espacial blanca y aséptica en medio del vacío estrellado, danzas tribales, discursos políticos, una persecución de coches, la Bolsa, los grandes ojos azules de un personaje de manga y las gotas de sudor que corrían por su frente…
Cerró los ojos, exhausto. Miles de voces se entrelazaban a su alrededor, cantando, suplicando y exigiendo en distintas lenguas… Demasiados estímulos, después del cruel vacío del laberinto.
Entonces notó una profunda conmoción interior, y supo que estaba a punto de tener una visión. No necesitaba abrir los ojos; la escena comenzaba a perfilarse dentro de su mente, materializándose a partir de millones de fragmentos sin ningún significado.
Allí estaba, antes de que supiera cómo ni por qué había surgido. Era él, sentado en una silla blanca tapizada de brocado verde, pretenciosa y desvencijada. Y todas las imágenes y las voces que danzaban a su alrededor empezaron a fluir hacia su cuerpo, como si éste las absorbiera. Cada imagen, cada visión, afloraba en su piel como un perfecto tatuaje, produciéndole un sufrimiento enloquecedor. Muy pronto, su cuerpo desnudo estuvo completamente cubierto de dibujos superpuestos.
Entonces lo comprendió todo. Eso era lo que hacía el Último: absorber el laberinto de signos en el que vivían los hombres… Arrebatarles sus ficciones y mantenerlas secuestradas en su propia piel, acabando de ese modo con el poder de los Medu.
La visión se fue difuminando progresivamente, pero Álex permaneció inmóvil aún durante un buen rato, petrificado por el descubrimiento que acababa de hacer. Ahora ya sabía lo que se proponía Arión… Aquella silla de attrezzo de la visión era el trono vacío sobre el cual le había advertido su padre en la torre de los Vientos. Si se sentaba en ella, ya no tendría elección… Estaría condenado sin remedio a convertirse en el Último.
Abrió los ojos. No tenía ni idea del tiempo que había transcurrido. A su alrededor seguían sucediéndose los viejos decorados cinematográficos: un camarote de barco, una trinchera, la lóbrega mazmorra de un castillo. Y después, un saloncito con visillos de encaje y muebles viejos y acogedores. Entre ellos, una silla de respaldo ovalado y patas torneadas, lacada en blanco. La tapicería era de brocado verde.
—Si quieres, puedes descansar un poco —dijo Arión, volviéndose hacia el muchacho—. Estamos muy cerca de la salida, y no sé qué vas a encontrarte al otro lado. Además, antes de irte, supongo que tendrás muchas preguntas que hacerme.
Sentémonos un momento —propuso, señalándole con descuido la vieja silla lacada mientras él se dejaba caer sobre un cajón de madera—; te contestaré a todo lo que quieras saber.
Álex observó fascinado la silla del decorado. Falsamente lujosa, falsamente antigua.
Extraño trono el que Arión había elegido para él. Aunque quizá podría haber escogido cualquier otro, dentro de aquel singular espacio que parecía haber convertido en su guarida.
Sobre la pared del fondo del decorado se proyectaba un espectáculo de sombras chinescas. Marionetas orientales, probablemente tailandesas o birmanas. No reconoció el idioma, pero las voces que acompañaban la proyección eran femeninas y dulces.
—No voy a sentarme ahí, Arión —dijo Álex, encarándose con la monstruosa criatura—. Hazlo tú, si quieres.
A través de las protuberancias metálicas que cubrían su cara, Álex distinguió por primera vez los ojos negros e infinitamente cansados del Último Guardián. Lo miraban fijamente, con una mezcla de incredulidad y recelo.
—¿Cómo lo has sabido? —preguntó en un susurro.
—He tenido una visión. Sé lo que ocurrirá si me siento ahí: los símbolos vendrán a mí, todas las imágenes y las palabras que llenan este sitio, y también los de fuera. Se incrustarán en mi piel, y de ese modo los Medu perderán todo su poder. Eso es lo que hace el Último, ¿verdad? Sentarse en el trono vacío, y sacrificarse.
Arión seguía mirándolo inmóvil, como una grotesca escultura de acero.
—Pero tú no lo hiciste —continuó Álex, acercándose a él y observándolo con curiosidad—. ¿Por qué no lo hiciste?
La estatua metálica se movió levemente. Sus hombros se encorvaron, como si de pronto fuese mucho más viejo.
—Los Medu estaban muy débiles entonces —dijo en voz casi inaudible, como si hablase consigo mismo—. El clan de los Kuriles había sido disuelto tras perder la guerra que lo había enfrentado al resto de los clanes. Con la desaparición de los Kuriles, los Medu habían perdido la capacidad de defenderse de nosotros leyendo el futuro. Nunca habían sido tan vulnerables, y pensé que eso me confería cierta ventaja… Decidí luchar con ellos, en lugar de sacrificarme. Fue un error; pero ya no tiene remedio.
—Yo tampoco quiero sacrificarme —aseguró Álex, clavando en el monstruo sus ojos limpios y azules—. No quiero destruir a los Medu. No tengo tan claro que la razón esté de vuestra parte.
—Has venido demasiado pronto —se quejó Arión, casi con rabia—. Aún no había llegado tu hora, no estás preparado. Pero algún día comprenderás lo peligrosos que son, el daño que han hecho a la humanidad y lo importante que es detenerlos. Solo que quizá para entonces ya sea demasiado tarde.
Álex contempló al viejo guardián durante unos segundos. De pronto sentía lástima por él.
—¿Por qué los odias tanto? —preguntó suavemente.
Arión emitió una sucesión de chasquidos viscerales con la intención, probablemente, de que sonasen como una carcajada.
—¿Que por qué los odio? —repitió. Sus ojos hundidos entre bosques de acero centellearon por un instante—. Porque son el mal. Siembran la mentira, encadenan a los hombres a un laberinto de sombras.
—Lo que tú llamas «mentira», otros lo llaman «ficción». Los hombres sienten una inclinación natural hacia las fabulaciones. No pueden evitar inventar historias.
—Por eso surgieron ellos —repuso Arión con presteza—. Criaturas hechas de mentiras, ilusiones vivientes. No tienes ni idea de los desastres que han desatado, de los corazones que han roto, de las voluntades que han doblegado. Créeme, son peores que la muerte.
Álex recordó el rostro sereno y bello de Jana, sus ojos oscuros y pensativos. A pesar de todo lo que le había visto hacer, no podía temerla.
—También son humanos —dijo—. Eligieron serlo, están atrapados en nuestro mundo, como nosotros en el suyo.
—Sí; pero tú puedes cambiar eso. Puedes liberarnos de ellos, quizá para siempre. Yo ya no soy nada más que un despojo sin pasado ni futuro, pero tú eres distinto. Puedes lograr lo que yo no logré… Siéntate en el trono, haz el sacrificio que yo no hice.
Destrúyelos. Hazlo por tus seres queridos, si es que los tienes.
—¿Cómo es el mundo cuando ellos desaparecen?
Arión meditó unos instantes su respuesta.
—Es más sencillo —dijo por fin—. Los hombres saben lo que quieren. No tienen dudas, viven el presente. No se engañan a sí mismos sobre lo que son y tampoco engañan a los demás. No imaginan otros mundos, ni viven otras vidas a través de la ficción. Aceptan la realidad como es. Ésa es la verdadera sabiduría.
—Eso es vivir como animales —dijo Álex.
Lo dijo únicamente para provocar al viejo guardián, y lo consiguió.
—Son como dioses —le contradijo Arión, con una nota de orgullo en la voz—. El hombre puede ser como un dios si no sueña, si vive en la verdad.
—Pero ¿qué es la verdad? —Preguntó Álex—. ¿Es lo mismo para todo el mundo?
Sentía verdadero interés por escuchar la respuesta de Arión, y éste lo notó.
—La verdad es el mundo de ahí fuera, y sí, es el mismo para todos. Las palabras nos impiden verlo, pero un largo entrenamiento en la meditación y el control de las pasiones puede permitirnos apartar ese velo de símbolos y mirar directamente a la luz. Eso es lo que han hecho siempre los místicos a lo largo de la historia. Liberarse de las palabras. Aceptar el mundo como realmente es.
Álex reflexionó unos instantes sobre la explicación de Arión. Se sentía extrañamente conmovido.
—Puede que sea cierto lo que dices —admitió por fin—. Sin palabras, a lo mejor captaríamos directamente algo de la realidad que ahora se nos escapa. Pero eso ¿qué significado tendría para nosotros?
Arión se volvió hacia el trono vacío y se quedó mirándolo largamente, de espaldas a Álex.
—Para los místicos, todo ese proceso del que hablas significaba algo, porque, aunque se liberasen de las palabras, les quedaba el amor —continuó Álex, pensando a medida que exponía sus ideas—. Amor a Dios, a la humanidad… A lo que fuera. El amor es otra forma de captar el mundo, ¿no? No necesita las palabras.
El cuerpo de Arión temblaba imperceptiblemente. Las siluetas parlanchinas del teatro de sombras danzaban sobre él.
—¿El amor? Quizá alguna vez supe lo que era, pero ha pasado mucho tiempo.
—Lo has olvidado.
El silencio se prolongó durante algunos segundos.
—Sí, lo he olvidado —admitió Arión de mala gana—. Pero, de todas formas, lo que dices me da la razón. El hombre puede percibir la realidad sin necesidad de las palabras, a través del amor. No necesitamos a los Medu, podemos vivir sin ellos, y darle significado a nuestra vida.
—Pero tampoco necesitamos destruirlos —objetó Álex.
—Yo sí lo necesito —gruñó el guardián, volviéndose lentamente hacia el muchacho—. Quiero un mundo perfecto. Y ellos no tienen cabida en él.
—Quizá tú y yo tampoco.
—Por eso debes sacrificarte.
—No has entendido lo que quiero decir. Quizá nadie tenga cabida en ese mundo perfecto con el que sueñas. El hombre no es perfecto, forma parte de su naturaleza equivocarse.
Por toda respuesta, Arión emitió un siniestro rugido.
—A eso me refería —dijo, conteniendo a duras penas su cólera—, intentas enredarme con las palabras, con sus malditas palabras. Pero no conseguirás nada, yo estoy por encima de ellos.
—Las palabras no son de los Medu —dijo Álex, buscando los ojos hundidos en acero del monstruo—. Son de todos, de todos los hombres. Desconfiar de ellas es desconfiar de la humanidad.
—Y aceptar su poder es aceptar nuestras limitaciones.
Ambos callaron durante un rato, y continuaron mirándose con dureza. A su alrededor, las imágenes continuaban danzando sobre las paredes, mientras cientos de voces desgranaban simultáneamente sus diálogos, sus canciones o sus pensamientos.
—Creo que empiezo a entenderte —murmuró Álex finalmente, acercándose a Arión con una sonrisa de compasión en los labios.
El Último Guardián retrocedió, con los ojos clavados en él.
—Mejor así. De todas formas, terminarás comprendiendo tarde o temprano. Vas a tener mucho tiempo… ¿Es que no te das cuenta? Estás encerrado aquí conmigo, en el centro de un laberinto del que jamás podrás salir. Solo tienes dos opciones: o dejar que el tiempo pase y morir de sed y de hambre, o renunciar a tu humanidad sentándote en el trono vacío. O morir, o convertirte en la nueva encarnación del Último. Qué pasa, ¿no me oyes, o no quieres oírme? No me estás escuchando…
Mientras Arión hablaba, Álex contemplaba con fijeza la pared que había detrás del desvencijado trono. Una rendija vertical de luz la atravesaba de arriba abajo, prolongándose en el suelo en un larguísimo triángulo. Aquella luz no estaba antes; había aparecido mientras escuchaba las palabras del viejo guardián. O, más bien, era como si aquellas mismas palabras hubiesen agudizado sus sentidos, haciéndole percibir aquella abertura que antes le había pasado inadvertida. Porque aquella luz venía de fuera, de eso no había duda… Era el reflejo de una puerta abierta. Y el resplandor de aquel reflejo procedía del sol; lo supo con absoluta certeza.
Miró hacia el vértice del triángulo dorado y vio la auténtica rendija. La luz solar se filtraba por ella desde el exterior, cálida y tibia. Era la rendija de una puerta de cartón piedra que formaba parte del mismo decorado que la silla blanca.
—No voy a morir, y tampoco voy a sentarme ahí para convertirme en un maldito monstruo —afirmó Alex, sin apartar los ojos de la puerta—. Voy a salir de aquí, sencillamente. ¿Es que no lo ves? La salida está ahí mismo, en esa pared.
Arión miró hacia la puerta entreabierta. Luego se volvió hacia Álex y lo observó con pena.
—Es una puerta falsa, muchacho —dijo—. Detrás no hay nada.
—¿De veras lo crees? ¿Por qué no vienes conmigo y lo comprobamos?
Álex tendió la mano hacia el monstruo y una vez más sintió en la palma la presión fría y repugnante de sus protuberancias metálicas.
Caminaron el uno junto al otro hacia la puerta entreabierta. A medida que se acercaban, Arión comenzó a temblar.
—Un momento, espera. Yo también lo siento…
—¿No ves la luz del sol? La puerta está abierta.
—No veo ninguna luz, pero noto su proximidad. Espera. Si eso fuera posible…
El viejo guardián se detuvo. Álex lo miró a los ojos y se dio cuenta de que estaban llenos de lágrimas.
—Ven conmigo —le dijo—. ¿No te gustaría volver a verlo? Llevas demasiado tiempo aquí, encerrado entre todas esas palabras y símbolos que odias.
—He soñado con el sol tantas veces, desde que estoy aquí… Pero no creo que yo pueda salir. He buscado la salida durante siglos, y nunca la he encontrado. El odio es la prisión más terrible de todas. La más terrible… Y yo soy demasiado viejo para cambiar.
—Anda, ven —insistió Alex.
En ese momento no pensaba en los Medu, ni en su guerra con los guardianes, ni siquiera en sí mismo. Solo pensaba en aquella pobre criatura asustada que, por primera vez en muchos años, se había permitido sentir un leve atisbo de esperanza.
Deseaba con toda su alma ayudar a Arión, liberarle de su sufrimiento. Estaba decidido a sacarlo del laberinto.
Empujó la delgada puerta de attrezzo y ésta cedió sin oponer la menor resistencia. La luz del sol bañó su rostro en la calidez dorada de sus rayos. Cerró los ojos y respiró profundamente, con una sonrisa de felicidad en el semblante. Cuando los abrió de nuevo y miró a su alrededor, descubrió que se encontraba en uno de los miradores que dominaban su ciudad desde el extremo del paseo marítimo. Detrás de la bahía se extendían las calles que tan bien conocía, los árboles, las plazas. Y en el medio, el mar majestuoso y resplandeciente, de un azul más intenso que el cielo.
Había regresado a casa.
Pensó en su hermana y en su madre. Necesitaba desesperadamente volver a verlas, abrazarlas, decirles lo mucho que las quería.
Entonces oyó un suave gemido. A pocos pasos de él, Arión contemplaba fijamente la luz del sol, extasiado.
No parecía consciente de lo que le estaba sucediendo a su horripilante máscara metálica. Cada una de las innumerables protuberancias que la formaban, al contacto con el sol, había comenzado a derretirse. Pronto empezaron a resbalar sobre su rostro como diminutas lágrimas de mercurio. Él sonreía con la cabeza alzada hacia el cielo y los párpados cerrados.
Los piercings desaparecieron sin dejar ni un solo orificio en la piel de Arión. Cuando volvió a abrir los ojos, era otro: un joven esbelto, de rostro amarillento y mirada fogosa, vestido con un viejísimo jubón negro que parecía a punto de caerse a pedazos.
—¿Dónde estamos? —preguntó de pronto, mirando a Álex con expresión desorientada—. ¿Qué lugar es éste? Nunca he visto construcciones así, en ninguna parte. En ninguno de mis viajes… ¿Dónde estamos? ¿Qué significa esto?
Álex observó el miedo en sus pupilas dilatadas. La mueca de incomprensión en su semblante se transformó rápidamente en un rictus de locura. Arión había salido de la cueva, pero la luz que había recuperado no iluminaba nada que él pudiera comprender. El mundo había cambiado demasiado; todas las personas que él había amado o estimado yacían convertidas en polvo hacía mucho tiempo. Miraba horrorizado los rascacielos de vidrio, los coches que rodaban sobre el asfalto, las luces rojas y verdes de los semáforos. Nada de lo que veía tenía significado para él.
Álex ahogó un grito de horror. El joven rostro que un momento antes sonreía con los párpados cerrados se estaba transformando rápidamente en un semblante apergaminado y ceniciento. Las manos se arrugaron, la espalda se encorvó, los ojos se hundieron al fondo de unos párpados globosos. Por unos instantes, el hombre pareció tan viejo y polvoriento como la ropa que lo cubría. Pero esa visión no duró más que un momento. Enseguida, la reseca superficie de aquel cuerpo se deshizo en ceniza blanquecina. El viento formó un remolino ascendente con ella antes de dispersarla en dirección al mar.
Pocos segundos más tarde, Arión había desaparecido.