Capítulo 5

Aquella tarde, desobedeciendo las instrucciones de su madre, que, como todos los días, se había quedado a comer en el laboratorio, Álex decidió ir al colegio.

La torre de los Vientos le obsesionaba. Después de lo que le había dicho su padre durante la visión, estaba convencido de que se trataba de un lugar real y no de un simple escenario creado por su fantasía. Recordaba perfectamente haber visto algunos edificios anejos de Los Olmos a través de la ventana, y, puesto que era la única pista de que disponía, estaba decidido a empezar su búsqueda por allí.

Sus compañeros de clase lo acogieron con calor y le acribillaron a preguntas.

Contestó a la mayoría con toda la amabilidad de que fue capaz, pero su mente estaba en otra parte. Erik, a diferencia de los demás, se limitó a sonreírle desde lejos, y no le dirigió la palabra en toda la tarde. Probablemente había resuelto darle tiempo para asimilar todo lo que le había contado acerca de los Medu antes de intentar reanudar su amistad.

Jana, por su parte, no apareció por la clase. En Los Olmos, las asignaturas que se impartían por la tarde eran de asistencia voluntaria, aunque en la práctica casi todos los alumnos acudían a ellas. Aquel día tocaba clase de teatro y de programación informática. En circunstancias normales, Álex se habría concentrado completamente en las actividades de ambas materias, que le interesaban de un modo especial. Sin embargo, aquel día no lograba prestar atención a lo que le decían. Las dos profesoras, suponiendo que su distracción se debía al malestar de la convalecencia, optaron por dejarle en paz y no hacerle preguntas. Álex, interiormente, se lo agradeció… Si le hubiesen interrogado, no habría sabido qué contestar.

A pesar de la ausencia de Jana, durante toda la tarde sintió un dolor constante en la zona del tatuaje, como le ocurría cuando ella estaba cerca. Al mismo tiempo, notó aquella agudeza de los sentidos que solía acompañar al dolor. La única conclusión posible era que Jana se encontraba en el colegio, aunque no hubiese ido a clase. Tal vez estuviese estudiando en la biblioteca… O quizá, pensó Álex de pronto, estuviese buscando la torre, como pensaba hacer él. Ella también había visto el paisaje a través de la ventana, y probablemente habría llegado a las mismas deducciones. Sí, estaba seguro: mientras él intentaba diseñar el programa de una estúpida aplicación para teléfonos móviles, Jana merodeaba a escasa distancia de la clase, tratando de encontrar una torre invisible. Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no dejarlo todo y salir corriendo a buscarla. En realidad, probablemente lo habría hecho, de no ser por un pensamiento que le asaltó en el último instante: estaba claro que Jana no quería compartir su búsqueda con él, puesto que no le había invitado a acompañarla.

No solo eso; en realidad, Álex, en el fondo, no deseaba encontrar la torre cuando ella estuviese presente. No había olvidado la advertencia que su padre le había hecho durante la visión, y aunque Jana seguía interesándole tanto como siempre, era consciente de que debía actuar con prudencia.

Hacia el final de la segunda clase, Álex notó que el dolor del hombro comenzaba a debilitarse, al igual que la agudeza de sus percepciones. Jana se había alejado.

¿Habría encontrado lo que buscaba? Si todo iba bien, pronto lo sabría.

Cuando sus compañeros salieron del aula, él se dirigió muy decidido al piso de arriba, donde se encontraban los departamentos de los profesores. Para gran alivio suyo, ninguno de sus cantaradas le preguntó adónde iba. Durante la subida, Álex se concentró en los restos de dolor que aún sentía, aferrándose a ellos como si no quisiera dejarlos escapar. Mientras conservase aquel dolor, también conservaría su especial sensibilidad al entorno, y tal vez pudiese captar cosas que, de otro modo, le habrían pasado desapercibidas.

Pronto descubrió que el dolor aumentaba o disminuía según la dirección que tomaba.

Era como si Jana hubiese dejado un rastro a su paso, un rastro que él podía reconocer y seguir gracias a la quemazón del tatuaje. Ojalá aquel rastro no le condujese hasta la torre, pensó el muchacho con una punzada de recelo. Eso significaría que Jana la había encontrado… y, por lo tanto, que se le había adelantado.

Dejándose guiar por la intensidad de su dolor, Álex recorrió el pasillo de los departamentos hasta el final y, abriendo una puertecilla metálica, descendió por unas escaleras de emergencia exteriores hasta un patio interior de planta rectangular que nunca había visto antes. Las ventanas que rodeaban el patio, altas y estrechas, estaban protegidas con persianas. El muchacho supuso que debían pertenecer a alguna de las muchas oficinas que había en la planta baja. Por lo demás, el patio, con su suelo de cemento sucio de excrementos de pájaros, era un lugar completamente desangelado…

Lo único que pudo deducir con total certeza era que los pasos de Jana se habían detenido allí durante un buen rato, pues el dolor del hombro se le intensificó al situarse en el centro del patio.

Descubrió otra puertecilla de hierro pintada de blanco en el extremo de una de las paredes más largas, e inmediatamente fue en esa dirección. Le sorprendió encontrarla abierta… Pero le sorprendió aún más el que Jana no hubiese salido por allí. El tatuaje se lo decía con claridad: la muchacha no había abandonado el patio por ese camino.

En lugar de eso, había vuelto sobre sus pasos… Lo que quería decir que, o bien había encontrado en aquel patio lo que buscaba, o bien era allí donde se había dado por vencida.

Decidió volver al centro del suelo de cemento y concentrarse al máximo. Con los ojos cerrados, dejó que el lúgubre silencio del lugar penetrase en su cerebro, aquietando sus pensamientos hasta que su mente se quedó en blanco. El tatuaje le dolía ahora más que al principio. Algo le estaba ocurriendo, algo que ni él mismo podía comprender. Sintió un torbellino en los oídos y vio una miríada de luces blancas en la negrura de sus párpados cerrados. De pronto comprendió que lo que le estaba sucediendo no se debía únicamente a las misteriosas reacciones del tatuaje, sino que surgía de lo más profundo y secreto de su propio espíritu. Era como si hubiese invocado una fuerza brutal y desconocida en su interior, una fuerza que, por primera vez en su vida, estaba manifestándose tal y como era.

Abrió los ojos. Lo que estaba ocurriendo a su alrededor le dejó sin habla. Las paredes del patio se volvieron gradualmente más blancas y esplendorosas, las manchas de humedad y de guano desaparecieron. Luego, como si se tratase de una película rodada a cámara rápida, vio desaparecer la pintura blanca, dejando los ladrillos desnudos, que, a su vez, comenzaron a desmontarse hasta que las paredes desaparecieron por completo. Ahora podía ver algunos de los edificios más antiguos del colegio, y también un par de construcciones que no conocía. Claro que aquella imagen permaneció inmóvil tan solo unos segundos… Enseguida, ocho paredes de piedra comenzaron a alzarse hacia el cielo, creciendo con vertiginosa rapidez. Aquel octógono que le rodeaba no tardó en convertirse en una torre hueca cuya parte superior quedaba oculta por una alta bóveda grisácea.

Cuando los objetos dejaron de moverse, Álex se frotó los párpados, aturdido. No sabía si lo que acababa de contemplar había sido una visión o una rápida transformación mágica del mundo. Después de unos instantes de indecisión, se fijó en una escalera de piedra que ascendía hacia el piso de arriba, pegada a la pared. Sin pensárselo dos veces, se dirigió tambaleándose hasta ella y subió los peldaños con precaución, pues aún se sentía mareado y temía perder el equilibrio.

Al final de las escaleras se encontró con una habitación de forma octogonal que reconoció de inmediato. Era la misma estancia que había visitado durante la visión que había compartido con Jana, solo que ahora podía distinguir claramente algunos detalles que anteriormente le habían pasado desapercibidos. Por ejemplo, bajo la ventana había una mesa de ajedrez de aspecto antiguo, y en la pared opuesta destacaba un extraño artilugio de madera pintado de dorado y azul que le recordó un reloj. El aparato tenía un complejo mecanismo de ruedas dentadas conectado a una varilla, la cual, a su vez, se encontraba clavada en un corcho que flotaba en el agua de una gran vasija transparente.

—¿Te gusta? —Dijo una voz cálida a su espalda—. Es una clepsidra. Siempre ha habido una clepsidra en esa pared, aunque no en todas las épocas ha tenido el mismo aspecto. Sabes lo que es una clepsidra, ¿no? Es un reloj de agua.

Temblando de emoción, Álex se giró con lentitud hacia la escalera. Allí, de pie sobre el último peldaño, un hombre le sonreía amistosamente. Un hombre al que conocía a la perfección… O eso había creído durante mucho tiempo.

—Papá —acertó a susurrar, mirando al recién llegado con los ojos muy abiertos.

Papá… ¿Estoy soñando?

—No, Alex, esto no es un sueño —repuso su padre, avanzando hacia él con su luminosa sonrisa—. Ni tampoco una visión, como la que tuviste estando con Jana.

Estoy aquí realmente… Estamos juntos, hijo.

Alex se apartó el pelo de la frente. Las piernas apenas lo sostenían.

—Papá. No puede ser; tú… tú estás muerto —balbuceó, con una mezcla de esperanza y tristeza—. No puedes ser tú… ¡Sería un milagro!

—Por desgracia, no. Me temo que, para ti, estoy muerto, y en cuanto salgas de esta torre volveré a estarlo. Pero al menos disponemos de unos minutos para hablar tranquilamente. Hijo… ¡Hay tantas cosas que quiero decirte!

Se miraron un instante con timidez, y luego, sin ponerse de acuerdo, se fundieron en un abrazo. Cuando se separaron, Álex notó que tenía la mejilla húmeda, no sabía si por sus propias lágrimas o por las de su padre.

Volvieron a contemplarse en silencio, esta vez sonriendo. Álex era consciente de que debía aprovechar aquel encuentro mágico para formular todas las preguntas que desde hacía tiempo venían angustiándole y que solo su padre podía responder. Sin embargo, al mismo tiempo, algo en su interior se resistía a preguntar, pues sentía que, en cuanto empezase a plantear sus dudas, la alegría que en ese momento le inundaba comenzaría a disiparse.

Al notar su vacilación, fue Hugo quien se atrevió a romper el hielo.

—Supongo que querrás saber qué lugar es éste —dijo, guiñándole uno de sus expresivos ojos azules—. Ya te dije su nombre, se llama la torre de los Vientos…

También se la conoce como el Horologion de Andrónieo. Supuestamente, se construyó en Atenas en el siglo I antes de Cristo, y sus ruinas aún pueden contemplarse en el ágora romana de esa ciudad.

Álex miró a su padre con los ojos muy abiertos.

—Pero si se encuentra en Atenas, ¿cómo he llegado hasta ella? Hace un momento estaba en el colegio, andando por los pasillos…

—La torre de los Vientos es una encrucijada en el espacio y en el tiempo. En ella confluyen muchos lugares y épocas diferentes… Por eso es el único lugar del planeta donde un hombre muerto puede conversar con su hijo. Es curioso que su secreto haya permanecido oculto tanto tiempo para los seres humanos normales. La gente cree que existen varias copias de la torre. Por ejemplo, sitúan una en Sebastopol y otra en un cementerio de Londres. No se dan cuenta de que, en realidad, todas las torres son la misma.

—Entonces, ¿es un lugar mágico? —La curiosidad de Álex le hizo olvidar momentáneamente su emoción—. ¿Quiénes la construyeron? ¿Los Medu?

Su padre entrecerró los ojos, como si tratase de distinguir un barco lejano en el horizonte.

—En realidad, nadie sabe quién construyó la torre. Puede que fuese ese tal Andrónieo, aunque yo creo que existía desde mucho antes. Es posible, incluso, que haya existido siempre. Quizá no de esta forma, ni con este aspecto, pero estaba ahí…

Los Kuriles la utilizaron durante siglos para encontrarse entre sí e intercambiar información. No sé si sabes ya quiénes fueron los Kuriles.

—Uno de los clanes Medu, sí. Eran capaces de ver los distintos futuros posibles, y de cambiarlos. Me lo contó Jana.

Hugo asintió con la cabeza. Había dejado de sonreír.

—La vida de los Kuriles no era fácil —murmuró, mirando fijamente a su hijo—. El precio que tenían que pagar por sus visiones del futuro era el de olvidar el pasado. No te puedes imaginar lo duro que puede llegar a ser eso, hijo mío. Aunque, al final, uno llega a acostumbrarse. Pierde los recuerdos de las personas a las que quiere en el pasado, pero, a cambio, recuerda sus relaciones con ellas en el futuro. Por eso puede seguir queriéndolas.

—No me puedo imaginar una vida así —reconoció Álex.

Su padre sonrió con amargura.

—Quizá yo pueda ayudarte a hacerte una idea. Cuando cumpliste dos años, yo no recordaba nada de lo ocurrido el día anterior, pero sabía cómo iba a ser el día siguiente. Sabía que ese día, probablemente, te subirías a la mesa de la cocina y te caerías de bruces al suelo. Por eso, junto con los otros regalos de cumpleaños, te regalé una chichonera. Era una especie de banda de gomaespuma que se ponía en la cabeza. A tu madre le pareció una tontería, pero a ti te hizo mucha gracia y no te la quitaste en varios días… Fue una suerte, porque al día siguiente, como yo esperaba, te caíste de la mesa de la cocina.

Mientras su padre hablaba, Álex había palidecido.

—No entiendo —murmuró—. ¿Estás intentando decirme que tú… que tú…?

—¿Que yo soy uno de ellos? —dijo su padre, terminando la frase por él—. Sí, Álex, yo soy, hasta el momento, el último de los Kuriles. Céfiro fue antepasado mío.

Cuando los Drakul lo desterraron, se ocultó de los Medu y fundó una familia entre los humanos. Enseñó a sus hijos el arte de cabalgar en el viento, y éstos a su vez se lo transmitieron a sus hijos. Así fue pasando de una generación a otra, hasta llegar a mí.

Mi padre y mi abuelo conocían el arte, pero jamás lo utilizaban. Temían ser localizados por los Drakul si aplicaban sus conocimientos mágicos. A mí, en cambio, no me quedó más remedio que cabalgar en el viento hasta convertirme en un Kuril de los pies a la cabeza. Los tiempos habían cambiado, se acercaba el momento del regreso del Último, y quería protegeros a Laura y a ti. Espero haberlo conseguido…

Odiaría que mi sacrificio no hubiese servido para nada.

Cientos de preguntas acudían a la vez a la mente de Álex. Había tantas cosas que no comprendía, que no sabía por dónde empezar.

—Si puedes ver el futuro, ¿cómo es posible que no sepas si has conseguido protegernos o no? —preguntó por fin.

Su padre meneó la cabeza con impaciencia.

—Yo no veo «el» futuro, sino muchos futuros posibles. Lo que hacemos los Kuriles es estudiar las probabilidades de esos futuros y el modo de cambiarlos. Yo he visto diferentes futuros para vosotros. Algunos me gustan y otros no. He decidido hacer todo lo que pueda para aumentar las probabilidades de aquellos futuros que más me gustan. Pero nuestro arte no es infalible… No puedo predecir con absoluta certeza lo que pasará.

Álex calló por un momento, abrumado.

—Según los Medu, en uno de esos futuros posibles, yo podría convertirme en el Último —musitó finalmente—. Supongo que eso es lo que tú has querido evitar.

Su padre lo miró de un modo enigmático.

—Sentémonos allí —dijo, señalando las dos sillas que había junto a la mesa de ajedrez. Estaremos más cómodos… Los Kuriles solían jugar al ajedrez para entrenarse en el arte de cabalgar en el viento. Para jugar al ajedrez, hay que ser capaz de ver todos los futuros posibles de una determinada partida. Hay que estudiar las probabilidades de esos futuros y tratar de modificarlas a nuestro favor. Se parece mucho a lo que nosotros hacemos con nuestras vidas.

Álex siguió a su padre hasta la mesa de ajedrez. Las piezas de madera esmaltada estaban situadas en sus casillas de salida sobre el tablero. Hugo se sentó en el lado de las piezas negras, dejando a su hijo las blancas.

—¿Quieres jugar? —preguntó su hijo, sorprendido.

—A ver si recuerdas algo de lo que te enseñé —contestó su padre, recuperando la sonrisa—. Vamos, te vendrá bien practicar. Seguro que hace siglos que no juegas.

Sin mucha convicción, Álex adelantó dos casillas el peón de rey. Su padre replicó al instante con un movimiento idéntico.

—¿Sabes que vas a morir? —preguntó el muchacho, casi sin pensarlo.

Al momento se arrepintió de su falta de tacto. Su padre, sin embargo, no parecía impresionado.

—Sí, ésa es una de las pocas cosas que sé con seguridad. Pero eso es porque se trata de algo que depende enteramente de mí.

Álex alzó los ojos hacia él, mientras su mano derecha sostenía en el aire el peón de reina.

—Entonces, después de todo, ¿era verdad lo que dijo la policía? ¿Piensas suicidarte?

Su padre emitió una alegre carcajada.

—¡Claro que no! Pero, de todas formas, sé que moriré… Porque el futuro que yo quiero para ti y para Laura es un futuro en el que yo no estoy. No debo estar en él, ¿comprendes? Y voy a hacer todo lo que esté en mi mano para que ese futuro se cumpla.

—Pero van a matarte, papá —insistió Álex, olvidándose de la partida—. ¿No puedes decirme quién va a hacerlo? Necesito saberlo. Necesito que paguen por ello…

Hugo le indicó a su hijo con un gesto que depositase el peón en el tablero. Álex obedeció sin tan siquiera mirar las casillas. No podía apartar los ojos del rostro de su padre.

—No voy a decirte quién terminará con mi vida, Álex —repuso Hugo con firmeza.

No voy a decírtelo, porque eso te condicionaría. Y eso es justamente lo que yo deseo evitar.

—Pero, papá, necesito que me cuentes lo que sabes. Ahora mismo no sé muy bien quién soy, ni en qué voy a convertirme. No quiero ser el Último, eso sería lo peor que podría pasarme. No quiero destruir a los Medu… Y menos ahora que sé que, en cierto modo, soy uno de ellos.

El padre adelantó otro de sus peones y miró pensativamente a su hijo.

—Tú no eres uno de ellos, Álex. Hay muchos humanos corrientes en tu linaje, empezando por tu madre y tu hermana.

—Entonces, no soy como tú —dedujo Álex, visiblemente aliviado—. No puedo ver el futuro, ni cabalgar en el viento, ni nada de eso.

Hugo arqueó las cejas.

—Creo que en eso te equivocas —dijo—. En mi opinión, puedes llegar a ser muy bueno cabalgando en el viento. Tienes todas las condiciones necesarias para ello. Si te concentras y practicas, estoy seguro de que podrías llegar a aprender tú solo el arte de los Kuriles.

Álex calló durante unos instantes.

—Bueno —suspiró—, entonces eso significa que no soy el Último.

La mirada seria y triste que le dirigió Hugo le alarmó.

—No… ¡No me digas que sí lo soy!

Acababa de mover uno de sus caballos. Su padre respondió a su jugada mecánicamente. Era mucho mejor jugador que Álex.

—En realidad, tú eres algo distinto. Algo diferente, algo que no ha existido nunca. O al menos puedes llegar a serlo, si ocurren una serie de cosas. Algunas dependen de mí… Y otras de ti. Pero es posible que existan otros factores que ni tú ni yo podamos controlar.

—No acabo de entenderte —murmuró Álex—. Explícame cómo es ese futuro que a ti te parece el mejor… Así sabré de qué estamos hablando.

—No puedo decirte mucho —repuso Hugo—. Solo que es un futuro en el que tú eliges. Un futuro en el que eres libre, Álex. En el que tú decides en qué quieres convertirte… Eso es lo que yo quiero para ti.

Álex lo miró con perplejidad.

—¿Eso es lo que has visto? —Preguntó en un susurro—. ¿Eso es posible?

Su padre asintió vigorosamente.

—Es más que posible. Puede ser una realidad. Depende de ti y de mí, al menos en parte… Aunque hay algo que me inquieta.

Hugo dijo estas últimas palabras señalando con la mano derecha el hombro de su hijo.

—No necesito ver tu piel para saber lo que llevas ahí —continuó, mientras su rostro se ensombrecía—. Distingo un tatuaje Agmar en cuanto lo tengo cerca. Agudiza mis sentidos, cambia mis percepciones. ¿Quién te lo hizo? ¿El hijo de Alma?

Álex asintió. Sus mejillas se cubrieron de rubor.

No deberías haberle dejado que lo hiciera —musitó su padre, ensimismado—. Ese pequeño detalle podría cambiarlo todo. En esa visión de tu futuro que yo deseo que se haga realidad, tú no llevabas ningún tatuaje. Quizá el tatuaje no sea compatible con ese futuro que quiero para ti.

Álex tamborileó con los dedos sobre el tablero de ajedrez, reflexionando.

—¿Y cómo son los otros futuros que puedo tener? —preguntó—. ¿Los has visto todos?

Por primera vez en su vida, Álex vio dudar a su padre.

—Quizá todos no, pero sí he visto unos cuantos. No voy a describírtelos, no tenemos tiempo. Pero sí te diré lo que todos tenían en común: en ninguno de ellos eras libre.

Álex tragó saliva.

—Entonces, yo también quiero ese único futuro en el que puedo elegir —afirmó.

Dime lo que tengo que hacer para que se cumpla.

Su padre movió el caballo de rey antes de hablar.

—Cuando los Kuriles eran el clan dominante entre los Medu, poseían inmensas bibliotecas —explicó—. Los libros Kuriles eran libros mágicos, pues consignaban los hechos del pasado que los propios Kuriles iban olvidando al aprender el arte de cambiar el futuro. Pero los libros tenían voluntad propia: no recogían todo lo que los Kuriles olvidaban, solo una parte. Lo que los propios libros consideraban importante para la historia del clan. Álex arqueó las cejas, asombrado.

—¿Unos libros con voluntad propia? ¿Cómo se las arreglaban los Kuriles para fabricarlos?

—No está claro que fuesen ellos quienes los fabricaban —repuso Hugo—. Lo cierto es que mi padre y mi abuelo no sabían nada sobre el origen de los libros. Lo único que sabían era que existía un misterioso vínculo entre los libros Kuriles y esta torre donde nos encontramos. Y también que, en tiempos lejanos, existieron magos capaces de influir en la voluntad de los libros para que consignaran un acontecimiento u otro, aunque para ello se necesitaba un extraordinario poder.

—¿Y qué pasó con los libros cuando el clan desapareció? —preguntó Álex, adelantando otro de sus peones.

Hugo suspiró.

—Drakul se encargó de que los quemaran —dijo—. Creía que así se aseguraba de que nadie volviese a practicar nunca el arte de cabalgar en el viento. Sin los libros, la vida de los Kuriles habría sido un infierno. Solo gracias a ellos podían recordar su propia historia y los hechos de su pasado.

—Pero Céfiro sobrevivió sin ellos…

Hugo asintió, con los ojos fijos en el tablero.

—Sobrevivió, pero no sin ellos. En su huida, se había llevado uno de aquellos libros.

Ese libro ha pertenecido siempre a nuestra estirpe. Fue pasando de generación en generación y ha permanecido siempre en nuestra familia. Hasta ahora…

—¿Qué quieres decir? ¿No lo tienes tú?

—De eso es justamente de lo que quería hablarte. Cuando yo muera, el libro desaparecerá, pero es necesario que lo recuperes. Es la única forma de que ese futuro que ambos queremos se cumpla.

Los ojos de padre e hijo se sondearon mutuamente durante unos segundos.

—No quieres seguir jugando, ¿verdad? —murmuró Hugo, tratando de sonreír—. Te veo muy desconcentrado.

—Intento concentrarme en lo que me estás contando. Dices que el libro desaparecerá… ¿Van a robarlo? Supongo que lo habrás visto todo en una de tus visiones… En ese caso, tú debes de saber adónde irá a parar, ¿no?

Su padre hizo un gesto negativo con la cabeza, pero Álex continuó insistiendo.

—Papá, no puedo recuperar ese libro si ni siquiera sé por dónde empezar a buscar.

No sé nada de libros mágicos, ni siquiera me imagino cómo son. ¿No podrías, por lo menos, describírmelo?

Hugo suspiró.

—Lo siento, hijo. Eso no puedo hacerlo. Para que el libro vuelva a ti, yo debo mantenerme al margen. Debes encontrarlo por tus propios medios… Pero, para que eso ocurra, tienes que hacer algo que pondrá en peligro tu vida. Siento mucho tener que pedirte esto, hijo, pero las visiones que he tenido han sido muy claras en ese aspecto. El futuro en el que recuperas el libro es el mismo en el que te atreves a entrar en la Fortaleza de los Drakul.

—O sea, que para llegar a ser libre tengo que encontrar el libro, y para encontrar el libro tengo que entrar en esa fortaleza. ¿Y dónde está, por cierto?

Hugo se encogió levemente de hombros.

—Está oculta bajo un pesado manto de oscuridad. Un manto tan impenetrable que ni siquiera los guardianes han podido localizarla. Nadie sabe cómo se las han arreglado los Drakul para crear esa espesa noche que envuelve su guarida. Es posible que estén utilizando la magia de alguno de esos demonios antiguos con los que pactaron para vencer al Último.

—Pero si nadie sabe dónde está, ¿cómo voy a encontrarla? —preguntó Álex, exasperado—. Yo ni siquiera tengo poderes mágicos.

—Tendrás que conseguir que Óber te invite. Es el único modo de entrar —repuso Hugo.

Se levantó de su asiento y caminó hacia la clepsidra de la pared opuesta. Durante unos instantes, permaneció abstraído en la contemplación del complicado mecanismo que transformaba el ascenso del agua de la vasija inferior en un movimiento de las agujas sobre la esfera esmaltada de azul y dorado.

—Utiliza a Erik —sugirió, sin volverse a mirar a su hijo—. Pídele que consiga una invitación de su padre para ti. Él es el único que puede convencer a Óber. Además, te lo debe.

Álex no dijo nada. Cualquier alusión a su amistad con Erik le resultaba penosa. Si tenía que recurrir a él, lo haría, pero la idea no le gustaba.

—Álex, no tienes por qué hacerlo si no estás seguro —murmuró Hugo, girándose nuevamente hacia él—. Entrar en la Fortaleza es muy peligroso, mucho más peligroso de lo que puedas imaginar. La verdad es que tengo miedo por ti, hijo.

—Creí que habías dicho que el único modo de asegurarme un futuro decente era entrando en ese sitio…

—Entrar en la Fortaleza es una condición necesaria, pero no suficiente. Incluso si lo consigues, no puedo garantizarte que salgas de allí con vida. Lo que yo vi solo era un posible futuro, y quizá no llegue a cumplirse nunca. Siento hablarte con tanta crudeza, pero es mejor que conozcas los riesgos que asumes antes de tomar ninguna decisión. Además, me preocupa mucho ese tatuaje… En mis visiones no lo tenías.

Quizá el tatuaje y ese futuro que yo deseo para ti sean incompatibles. Quizá el día que te lo hiciste le cerraste la puerta a esa posibilidad de ser libre.

Álex se encogió de hombros.

—Bueno, solo hay una forma de saberlo —dijo—. Entraré en la Fortaleza, haré lo que esté en mi mano para encontrar ese libro. Si las cosas salen bien, estupendo; y si no, al menos lo habré intentado.

Hugo lo miró con una mezcla de orgullo e inquietud.

—No esperaba menos de ti, hijo —murmuró sonriendo—. Eres muy valiente.

Siempre lo has sido…

—¿Qué tengo que hacer con el libro si llego a encontrarlo?

Una vez más, Hugo hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No lo sé —admitió—. Ya te he dicho que solo he visto una parte muy pequeña de ese posible futuro. Pero, por si acaso las cosas no salen como yo espero, hay algo que sí quiero advertirte. En algún momento de la búsqueda es posible que te encuentres con un trono vacío. No sé bien cómo es, en mis visiones aparece bañado en un extraño juego de luces y sombras. Supongo que lo reconocerás cuando lo veas. En todo caso, si alguien te invita a sentarte en él, no lo hagas. Yo he visto lo que te ocurriría si lo hicieras, y, créeme…, no te gustaría.

—¿Y quién querría que me sentase en ese trono? ¿Óber?

Hugo observó con preocupación las agujas de la clepsidra.

—No lo sé, eso no lo he visto —murmuró, cansado—. Son tantos los futuros posibles, y las visiones son tan incompletas… Siento no poder ayudarte mejor. Ahora tenemos que despedirnos, hijo… Desgraciadamente, esta cita ya ha durado más de lo debido. Nuestros caminos están a punto de separarse otra vez. Pero antes, quería preguntarte… No me has dicho nada de mamá, ni de Laura.

—Están bien —repuso Álex con un nudo en la garganta. Pero mamá no ha vuelto a ser la misma desde que tú… Bueno, ya sabes, desde que tú no estás. ¿De verdad tenías que dejarnos?

Hugo cerró los párpados y arrugó la frente, como si experimentase un profundo dolor.

—Ya te he explicado cómo es esto. No puedo empeñarme en seguir aquí, sabiendo, como sé, que el único futuro aceptable para ti es uno en el que yo he muerto. Dile a mamá que la quiero mucho, que siento mucho el daño que le he hecho… No, mejor no le digas nada. Sería remover viejas heridas.

—¿Ella nunca ha sabido quién eras realmente?

Ni siquiera sospecha que exista ese oscuro mundo al que pertenecen Erik y Jana. Es mejor así, Álex. Tu madre está hecha para la luz. Pase lo que pase, no olvides nunca que también eres hijo suyo, y que eso es, precisamente, lo que te hace tan especial: tu lado más humano… Recuérdalo siempre.

De repente, un crujido seco se extendió por el techo, donde apareció una larga grieta que no tardó en ramificarse.

—Tengo que volver a casa —dijo Hugo, sonriendo—. En el tiempo al que voy a regresar, tú tienes diez años, y hace un rato me pediste ayuda con los deberes. Te quiero, Álex. Recuérdalo siempre. Y dale un beso de mi parte a Laura.

Antes de que Álex pudiera contestar, la clepsidra tembló y las paredes comenzaron a desmontarse, en una secuencia inversa a la que había contemplado veinte minutos antes. En décimas de segundo, la torre se deshizo ante sus ojos y fue sustituida por los edificios de oficinas del colegio. El estruendo que acompañaba a aquella vertiginosa transformación resultaba tan ensordecedor que tuvo que taparse los oídos para poder soportarlo.

Cuando todo terminó, se encontró de nuevo en el centro de aquel pequeño patio interior al que le había conducido el rastro de Jana. Todo estaba exactamente como antes, y no quedaba el menor vestigio de la torre. Hugo había desaparecido.

Una tristeza mortal le oprimía el pecho. Quería regresar a la torre, tocar una vez más a su padre, oír su voz cálida y optimista. No podía soportar la idea de no volver a escuchar aquella voz. Jamás se había sentido tan solo, tan desamparado.

Su padre había muerto por él; para que él pudiera escapar de un destino horrible.

Habría preferido no saberlo, pero, ahora que lo sabía, ya nada volvería a ser lo mismo.

Si algo tenía claro en medio de aquella angustia, era que el sacrificio de su padre debía servir para algo. Si existía alguna posibilidad de convertir en realidad aquel futuro de libertad que Hugo había vislumbrado, tenía que aprovecharla. Entraría en la Fortaleza de los Drakul… Le repugnaba tener que pedirle aquel favor a Erik, pero no le quedaba otro remedio.

Esa misma noche, después de la cena, se encerró en su cuarto y permaneció largo rato mirando el móvil. No necesitaba consultar la agenda para encontrar el número de Erik. Se lo sabía de memoria.

Tardó casi media hora en decidirse a marcarlo. Mientras esperaba a que Erik descolgase, se concentró en escuchar los latidos de su propio corazón.

Por fin oyó la voz de su amigo a través del receptor.

—Hola, Alex. ¿Qué pasa?

—Tengo que pedirte algo —contestó el muchacho, esforzándose por dominar el temblor de la mano que sostenía el aparato—. Pero, antes de que me contestes, quiero que sepas que es algo muy importante para mí… Y que no pienso aceptar un «no» por respuesta.