Capítulo 4

La leyenda del Desterrado es una de las más antiguas de los Medu —comenzó Jana, eligiendo con cuidado sus palabras—. Se remonta a los tiempos anteriores a la última aparición del Guardián de las Palabras, es decir, a la última gran destrucción. En esa época había siete clanes…

—¿Cuántos hay ahora?

Jana frunció el ceño, molesta por la interrupción.

—También hay siete, pero no son los mismos de entonces. Como te decía, había siete clanes, y la jefatura de todo nuestro pueblo la ostentaba una dinastía perteneciente al clan de los Kuriles, el más poderoso y antiguo de todos.

Jana cerró los ojos por un momento, como intentando hacer memoria.

—Los Kuriles poseían el don de ver lo que aún no había ocurrido, pero a cambio tenían que pagar un alto precio: habían renunciado a recordar su pasado para dominar el futuro, pues solo liberándose del lastre de la memoria podían elevarse sobre los meandros del tiempo. A ese arte lo llamaban «cabalgar en el viento del futuro», y nunca se lo enseñaron al resto de los clanes. Según parece, cabalgar en el viento era sumamente difícil, y requería un largo y penoso aprendizaje. El problema era que el conocimiento que los magos Kuriles tenían del futuro a menudo lo modificaba. ¿Te acuerdas del principio de incertidumbre que nos explicaron el año pasado en física?

Álex asintió.

—Lo de que no se puede conocer a la vez la velocidad y la dirección de una partícula subatómica, porque al medir una cosa modificas la otra. Era algo así, ¿no?

—Más o menos, sí. Pues algo parecido les ocurría a los jinetes del viento. El futuro que veían en cada ocasión solo era el más probable de los futuros posibles; sin embargo, su propia visión alteraba a menudo los índices de probabilidad relacionados con el suceso que estaban estudiando. Eso significa que debían tener mucho cuidado para no modificar el futuro que contemplaban. Siempre, claro está, que no quisiesen modificarlo… Porque a veces veían cosas tan intolerables que todos sus esfuerzos se encaminaban a evitar que ocurrieran.

»Era difícil decidir en cada caso si había que respetar el contenido de una visión o, por el contrario, intervenir para modificar las probabilidades relacionadas con ella. Y las cosas no siempre les salían como ellos querían… Pero, a pesar de todo, los magos fueron aumentando sus ambiciones generación tras generación, hasta trazar un plan tan ambicioso que abarcaba el destino entero de los hombres y de los Medu. Su poder era tal que nadie podía detenerlos, e incluso los guardianes tuvieron que renunciar a derrotarlos cuando comprobaron que los jinetes del viento se adelantaban a todos sus movimientos y eran capaces de adivinar hasta el más pequeño de sus propósitos. La verdad es que la época de los Kuriles fue la más próspera de toda la historia de los Medu… Lástima que terminara de un modo tan horrible. Y lo más curioso es que todo comenzó con un acontecimiento bastante insignificante…

Jana hizo una pausa para respirar. Al soltar el aire, su garganta emitió un gemido casi inaudible. Alex la observó con atención: se había puesto muy blanca, y parecía tener dificultades para mantenerse erguida en la silla. Daba la sensación de que, de un momento a otro, su cuerpo iba a caer al suelo como un fardo. Sus ojos se habían empañado, y Alex no estaba demasiado seguro de que ella, en ese instante, pudiera verlo.

—¿Te encuentras mal? —le preguntó, preocupado—. Escucha, no hace falta que sigas ahora con esa historia, ya terminarás de contármela en otro momento…

—No es eso —le interrumpió Jana con una voz susurrante, que de pronto parecía venir de muy lejos—. Es que se trata de una leyenda muy poderosa, y ha atraído una visión. La siento acercarse…

Su mano derecha ascendió hasta la piedra azul que colgaba de su cuello. Cuando cogió el colgante entre el dedo índice y el pulgar, el zafiro emitió una luz cegadora.

Alex se levantó de su asiento y dio un paso hacia ella, asustado. La muchacha había cerrado los párpados.

—Jana, ¿estás bien? Si hay algo que pueda hacer…

—Siéntate —oyó que le decía en su interior la voz imperiosa de la muchacha. La visión se acerca. Te he contado una parte de la historia. El resto vas a contemplarlo con tus propios ojos… No tengas miedo, yo estaré contigo.

Álex notó en ese instante una brisa helada que le puso la carne de gallina. Los muebles de la cocina se fueron difuminando en una oscuridad violácea, tan densa que no tardó en borrar todos los contornos. Y luego, casi sin transición, el vacío púrpura estalló en un millar de fragmentos diminutos que giraron en torbellino a su alrededor para posarse a continuación unos sobre otros, componiendo una imagen perfecta.

Álex contuvo el aliento, sobrecogido. Se encontraba al fondo de una especie de templo, un edificio de altas bóvedas encaladas bañado en el resplandor lechoso que se filtraba a través de los grandes ventanales de alabastro. Delante de él se apretujaban cientos de personas ataviadas con trajes muy parecidos a los que pueden verse en algunas pinturas del Renacimiento. Los hombres llevaban pesados jubones negros con adornos de piel en el cuello, y las mujeres, suntuosos vestidos de brocado azul y hermosos chales de encaje sobre los hombros. Todos guardaban un respetuoso silencio, y de vez en cuando se empujaban suavemente o se ponían de puntillas para ver mejor la ceremonia que se desarrollaba en la cabecera del templo, ante el altar.

La mano de Jana lo asió por la manga con cuidado de no rozarle la piel y, suavemente, tiró de él. Ambos se deslizaron como sombras entre los mudos espectadores, asombrados de que nadie pudiera verlos ni sentir su contacto. De ese modo consiguieron situarse en primera fila.

—Es una boda —le susurró Jana a Alex—. Una boda entre una princesa Kuril y un joven jefe Medu de una familia menor. El acontecimiento insignificante del que te hablaba…

Alex echó una ojeada cautelosa a su alrededor para cerciorarse de que nadie les prestaba atención. Todavía no se había hecho a la idea de que, para toda aquella gente, ellos dos no estaban allí.

—No parece tan insignificante —se atrevió a replicar—. Ha venido un montón de gente a verlo, y todos parecen muy bien vestidos…

—La novia pertenece al linaje del rey. Mira a tu derecha. El anciano de la capa blanca y el birrete negro es el rey mismo. He visto alguna representación antigua, lo reconocería en cualquier parte.

—Parece inquieto… No hace más que mirar hacia atrás.

—Sí, no está muy pendiente de la ceremonia que digamos. Espera a alguien… A su hijo Céfiro. Pero su hijo no va a venir.

Álex observó durante unos segundos el perfil severo y tenso del rey, cuya mirada permanecía ahora fija en los novios.

—Su hijo Céfiro, el príncipe heredero de los Kuriles, ha hecho todo lo posible por impedir esta boda —continuó explicando Jana a media voz—. Avisó a su padre de que, si este matrimonio llegaba a celebrarse, provocaría una concatenación de sucesos que terminaría conduciendo a los otros seis clanes a destruir a los Kuriles. Dice haberlo descubierto leyendo el futuro en uno de sus libros mágicos, pero nadie le cree. Ningún otro Kuril ha tenido esa misma visión, y, además, es de todos sabido que Céfiro ama en secreto a la novia desde que ambos eran unos críos… En resumen, tanto el rey como sus consejeros están convencidos de que Céfiro intenta impedir este matrimonio por celos. ¡No saben cuánto se equivocan!

Álex observó a la novia y al novio, que escuchaban frente al público una larga salmodia pronunciada con los ojos cerrados por una mujer pelirroja de mediana edad que parecía oficiar como sacerdotisa. La novia llevaba una toca blanca en la cabeza y un largo vestido del mismo color. El novio, por su parte, iba enteramente vestido de color pardo, excepto por el bonete de terciopelo negro que le cubría la cabeza. Ambos eran apuestos y muy jóvenes, tanto que parecían dos adolescentes… La muchacha, de piel muy blanca y largas pestañas rubias, guardaba un cierto parecido con Jana.

Detrás de ellos, la sacerdotisa, sin dejar de cantar, avanzó un par de pasos y unió con las suyas las manos de los contrayentes. De entre sus dedos surgió una diminuta serpiente dorada que reptó silenciosamente hacia la mano de la muchacha. Allí enroscó su delgado cuerpo en el anular de la joven mientras su cabeza se deslizaba hacia el mismo dedo del novio. Ambos dedos quedaron así entrelazados por un ocho refulgente como el oro y en continuo movimiento, que a Álex le hizo pensar en el símbolo matemático del infinito.

Pronunciando una larga fórmula en un idioma incomprensible, la sacerdotisa retiró entonces la toca que cubría la cabeza de la joven. Los cabellos rubios de ésta cayeron como una cascada sobre sus hombros, y al mismo tiempo la seda semitransparente de su vestido comenzó a cubrirse de bordados de ramas verdes que crecían en todas direcciones, como si el motivo vegetal realmente perteneciese a un organismo vivo.

A Álex le pareció incluso que algunos de los zarcillos de aquella enredadera se salían de la tela para proyectar sus sombras sobre la delicada piel de la muchacha. Se volvió hacia Jana, intrigado. Ahora que la larga cabellera de la novia había sido liberada, el parecido entre las dos no había hecho sino aumentar.

En ese instante, dos hileras de ancianos cubiertos de lujosos mantos carmesíes comenzaron a avanzar desde la entrada del edificio hacia el altar mientras entonaban un sombrío canto. Todos ellos portaban lámparas de aceite que ardían con una débil llama verdosa. Cuando llegaron a la altura de los novios, se quedaron callados y alzaron las lámparas a la altura de su rostro. Entonces, la pequeña serpiente de oro descendió desde las manos de los novios hasta el suelo, reptando sobre el vestido de la joven.

—El matrimonio ha sido sellado conforme a la antigua costumbre —musitó Jana.

Álex no podía apartar la vista de los dedos de los recién desposados, donde refulgían dos tatuajes idénticos en el mismo lugar donde un momento antes se hallaba la serpiente. Anillos grabados en la piel… El muchacho se estremeció al pensar que un vínculo sellado mediante símbolos tan poderosos no podría romperse fácilmente.

—Observa al rey —oyó que le susurraba Jana—. Está muy alterado… Acaban de comunicarle que su hijo no aparece.

Alex observó que, en efecto, el rey no parecía estar prestando ninguna atención a la ceremonia. Una mujer de cabellos grises y espalda encorvada hablaba con él en voz baja, y era evidente que lo que le estaba diciendo acrecentaba por momentos la zozobra del soberano.

Los ancianos de las túnicas ya habían reanudado sus cantos cuando, sin previo aviso, el monarca alzó una mano e interrumpió el ritual con voz grave y temblorosa.

—Súbditos y amigos, me informan de un suceso que ninguno de nosotros había visto en los libros. Mi hijo, el príncipe Céfiro, ha abandonado el reino. Los rastreadores han perdido su pista en las faldas del monte Cardack, y todos sabemos lo que eso significa. La Frontera Invisible… Podría habéroslo ocultado, pero no he querido hacerlo.

Varias voces se alzaron desde distintos rincones del templo.

—¿Qué significa? —preguntaban en diferentes tonos, oscilando entre el miedo y la incredulidad.

—Lo que significa lo sabéis muy bien —repuso el rey, acallando las voces con un gesto impaciente de la mano derecha—. El vio lo que ninguno de nosotros alcanzó a ver. Predijo la ruina de nuestra estirpe si este matrimonio se celebraba, y el terrible paso que acaba de dar demuestra que no hablaba a la ligera. Si se ha arriesgado a cruzar la Frontera Invisible, poniendo en peligro su propia vida, ha sido para convencernos de la importancia de su profecía. Y a mí me ha convencido.

La algarabía que se produjo al oír la conclusión del monarca fue ensordecedora. En aquella confusión de gritos e imprecaciones, Álex no consiguió descifrar ninguna frase coherente. Lo único que pudo concluir al observar los rostros acalorados de cuantos lo rodeaban fue que las palabras del soberano no habían dejado indiferente a nadie.

—Pero el matrimonio ya se ha celebrado —dijo la voz de la sacerdotisa, alzándose sobre las demás—. Ni vos ni nadie puede disolverlo…

El rey arqueó las cejas y sonrió con frialdad.

—¿Quién más lo dice? —preguntó, mirando a su alrededor.

—Yo —repuso al instante un joven de largos cabellos negros y mirada penetrante que llevaba el emblema de un dragón bordado en su casaca negra.

—Y yo —le apoyó un anciano canoso desde las últimas filas.

Otros muchos hombres y mujeres se atrevieron a secundar el desafío de aquellos dos súbditos. Muy pronto, el alboroto reinante en el interior del templo fue tal que a Álex le resultó imposible entender lo que ocurría.

Como si la confusión de sonidos hubiese empapado la atmósfera, el aire comenzó a llenarse de vapores rojos y púrpuras que lentamente fueron engullendo los detalles de la visión.

—Ése fue el comienzo del fin —dijo la voz de Jana desde algún lugar distante e impreciso—. Los Kuriles, asustados por la desaparición de su príncipe, insistieron en romper el matrimonio recién celebrado, pero los otros clanes se negaron. Y tres días después de la boda, el joven novio apareció degollado… Nadie pudo encontrar a su esposa. Fue como si se la hubiese tragado la tierra.

Alrededor de Álex, el humo rojizo comenzó a dispersarse, revelando fragmentos de un campo de batalla. Los ojos del muchacho tardaron en acostumbrarse a los sombríos colores de la escena. Los tonos plomizos del cielo parecían prolongarse en los metales deslucidos de las armaduras, en las grupas polvorientas de los caballos y en la tierra agrietada y cenicienta. Solo los disparos ocasionales de algún cañón lejano hacían estallar aquí y allá pequeñas llamaradas de color que no tardaban en extinguirse.

Álex no sabía mucho acerca de la historia de las artes militares, pero le pareció, por la indumentaria de los soldados y el armamento que llevaban, que la batalla podía estar desarrollándose en algún momento de la época renacentista. Cuando sus ojos lograron acostumbrarse a la penumbra y al humo, distinguió a pocos metros de él un destacamento de caballería que intentaba repeler a la desesperada el ataque de un nutrido grupo de soldados de a pie. Estos últimos llevaban larguísimas picas con las que hostigaban a los caballos de sus enemigos, llegando en ocasiones a desmontar a los jinetes. El distintivo que ondeaba en sus banderas era un dragón rampante de color rojo, el mismo que campeaba en el centro de sus corazas plateadas. Pero lo más curioso era que algunos guerreros llevaban el mismo símbolo tatuado en el rostro, lo que les daba un aspecto extrañamente inhumano.

En el otro bando, el emblema que decoraba las lujosas armaduras negras de los jinetes era la cabeza de un caballo con las crines al viento. Todos se cubrían la cabeza con yelmos coronados por largos penachos de plumas rojas, pero cuando una de las picas del enemigo alcanzó al que parecía liderar la compañía, éste alzó la visera protectora y Álex pudo distinguir en su rostro macilento la mirada penetrante del rey de los Kuriles.

—Los derrotaron, ¿no? —se oyó decir con una voz que no parecía la suya.

—Los aniquilaron —confirmó Jana en tono apagado—. Los principales jefes Kuriles murieron, y muchos otros languidecieron en prisión hasta su vejez. El clan fue disuelto, y sus bibliotecas, quemadas. Drakul, el general que los había vencido, pasó a ocupar la jefatura de los Medu, y desde entonces ésta ha permanecido en su familia.

—¿Y qué ocurrió con Céfiro? ¿No regresó nunca?

Las imágenes de la batalla habían comenzado a palidecer hasta extinguirse por completo. En cuestión de segundos, la sangrienta visión se había fundido con las siluetas mudas y acogedoras de los muebles de la cocina.

Mareado por la rápida sucesión de escenas, Álex se agarró a la mesa para no perder el equilibrio y consiguió volverse hacia donde suponía que se encontraba Jana. Ella seguía allí, en efecto, meditando la respuesta a su pregunta.

—En realidad, eso es lo más intrigante de todo —murmuró, pensativa—. Parece ser que Céfiro y la viuda del jefecillo asesinado, convertida ahora en su prometida, regresaron mucho más tarde, cuando Drakul se había convertido en jefe de los Medu y estaba tratando de derrotar al Último. Céfiro le ayudó a conseguirlo, a derrotar a los guardianes… Pero los Drakul temían su poder y, terminada la guerra, lo desterraron.

Por eso se le conoce como el Desterrado.

—O sea, que este símbolo que has trazado en negro es el símbolo de Céfiro.

Jana asintió.

—Habrás visto que el emblema de los Kuriles era una cabeza de caballo que miraba hacia la derecha. Céfiro adoptó el mismo símbolo, pero vuelto hacia la izquierda. Es posible que Drakul le obligara a cambiarlo, no lo sé… El caso es que el caballo que mira hacia la izquierda se considera desde entonces un emblema de mal augurio entre los de nuestro pueblo.

—Pero no tiene sentido. En realidad, por lo que dices, Céfiro fue bastante generoso…

—Es cierto, pero todos los Medu sienten un temor casi supersticioso al oír su nombre —explicó Jana, arqueando las cejas—. Supongo que se trata simplemente de un sentimiento de culpa mal digerido… Por dos veces, Céfiro trató de ayudar a los Medu.

La primera vez le ignoraron, y la segunda lo condenaron al exilio. Después, nadie volvió a verlo… Fue una gran pérdida para nosotros. Tras el exterminio de los Kuriles, él era el único que aún dominaba el arte de cabalgar en el viento. Drakul debería haberle permitido reconstruir su clan, nos habría sido de gran ayuda. Pero era demasiado cobarde como para correr ese riesgo.

—Ese Drakul… Por lo que has dicho, supongo que fue el fundador del clan que lleva su nombre.

—Así es. El clan al que pertenece Erik. Los Drakul temen más que nadie el símbolo del Desterrado. No tocarían un objeto con ese símbolo ni por todo el oro del mundo.

—Pero tú no eres una Drakul —observó Alex, retándola con la mirada.

Jana observó durante unos segundos la cabeza de caballo trazada en negro con una mezcla de terror y fascinación. Por un momento, Alex creyó ver de nuevo un halo rojizo a su alrededor, y temió que las visiones comenzaran de nuevo.

—En cierto modo, sí lo soy —precisó la muchacha—. Ya te dije que mi padre era un Drakul… Solo que Óber lo expulsó de su clan.

Alex temió de pronto que todo aquello estuviese yendo demasiado lejos. Las visiones no habían sido agradables, sino horriblemente vividas y turbadoras. Le había pedido a Jana que le hiciese una demostración de sus poderes… Pues bien, con lo que acababa de ver ya tenía bastante. No deseaba que la exhibición de magia recomenzara, de modo que, con decisión, le arrebató a Jana el papel que tenía entre las manos.

—Si de verdad tienes algo de sangre Drakul en tus venas, será mejor que no toques esto —se justificó, antes de que ella pudiese protestar—. No quisiera que te pasase nada, créeme. Imagínate que provocas la aparición del Desterrado y que él decide vengarse de tus antepasados Drakul convirtiéndote en una rana…

—No deberías bromear con esto —gruñó Jana, desviando la mirada hacia la ventana de la cocina—. Es más serio de lo que tú piensas.

—Lo siento, no pretendía bromear. Solo quería convencerte de que no hace falta que corras ningún riesgo por mí. Lo que he visto me ha convencido de que eres una bruja… No me hacen falta más pruebas.

Frunciendo el ceño, Jana alargó la mano y le arrancó suavemente el papel de entre las suyas.

—Hay riesgos que merecen la pena —dijo, clavándole sus grandes ojos aterciopelados—. Escucha, lo que has visto no es nada comparado con lo que puedo hacer. Una cosa es tener una visión que no has provocado tú deliberadamente y otra muy distinta poner toda tu voluntad en el empeño. Si me esfuerzo, puedo hacerte experimentar cosas tan reales que lograrán confundir tus sentidos. Créeme, no te arrepentirás…

Álex cerró los ojos y tragó saliva. Le iba a costar mucho trabajo resistirse a una invitación como aquélla. Aun así, lo intentó.

—De acuerdo —dijo—, pero no utilices ese papel. Usa otra cosa menos peligrosa para ti, algo que no tenga nada que ver con el Desterrado…

Jana esbozó una sonrisa que él no supo interpretar.

—Eres tú el que tiene miedo —murmuró—. Miedo de saber… ¿No te das cuenta de que este papel podría ser la puerta que nos lleve a alguna visión realmente importante? Podría revelarnos algo relacionado con la muerte de mis padres, o del tuyo…

—¿Y crees que eso me da miedo? —preguntó Alex sombríamente—. Si hay algo que me interesa averiguar en este momento, por encima de todas las cosas, es qué fue lo que le ocurrió a mi padre. Y también qué relación tenía con los Medu, y en particular con tu madre… ¿Por qué ella le dio un libro de su biblioteca? ¿Por qué mi padre incluyó entre sus páginas este garabato, si es que lo hizo él? Y si no lo hizo él, ¿por qué estaba en su poder? Ésa es la clase de cosas que me gustaría saber.

Jana le miró con un aire entre pensativo y calculador.

—Álex, tienes que entender que yo no soy una maga Kuril. El arte de cabalgar en el viento se perdió para siempre, y lo que hacemos los miembros del clan Agmar es, como mucho, una versión degradada de aquel arte. Tenemos visiones, pero no podemos elegirlas, y tampoco somos capaces de influir en lo que vemos. Yo, por ejemplo, nunca he conseguido invocar a mi madre en una visión, a pesar de que lo he intentado cientos de veces.

Jana se interrumpió, y sus ojos permanecieron ausentes por un momento. Álex tuvo la impresión de que aquella incapacidad para invocar la imagen de su madre le resultaba más dolorosa de lo que estaba dispuesta a reconocer.

Decidió volver al tema de su padre para distraerla de aquellos desagradables pensamientos.

—De todas formas —dijo—, ¿no es posible que, si utilizas ese papel para tu visión, invoques una imagen relacionada con la persona que hizo el dibujo…?, es decir, ¿con mi padre?

—Es muy probable, sí. Pero, Álex, no será más que una ilusión, una especie de espejismo. Si lo vemos, no podrás comunicarte con él.

—Con verlo me conformo. Quizá descubramos algo más acerca de la criatura que lo perseguía. Que lo persiguió hasta matarlo… Si a ti no te da miedo, a mí tampoco.

—Esta vez será algo más que una visión —le interrumpió Jana con un brillo extraño en la mirada—. La magia trasladará mi espíritu a algún momento del pasado relacionado con este papel, y puedo conseguir que me acompañes. Estaremos juntos, pero tienes que entender que no seremos nosotros realmente, sino una especie de proyecciones mentales. Aun así, podremos ver, tocar y sentir esas imágenes de nuestros cuerpos como si fuesen auténticas… No sé si ves adónde quiero ir a parar.

Sí, Álex veía adónde quería ir a parar.

—Eso quiere decir que podremos tocarnos —murmuró.

Jana le obsequió con una seductora sonrisa.

—Allí el tatuaje no tendrá ningún efecto, porque nuestros cuerpos no serán reales, sino virtuales. Nunca he hecho algo así con nadie, pero me gustaría probarlo.

—¿De verdad no lo has hecho nunca con nadie? —preguntó Álex, agradablemente sorprendido.

—Bueno, el curso pasado le gasté una pequeña broma a Erik, solo para probar. Fue con una gorra suya que se dejó en clase. La cogí y, cuando fui a devolvérsela, invoqué una visión… Lo arrastré conmigo y jugamos un rato. Solo quería ponerle un poco nervioso, ver hasta dónde era capaz de llegar… Pero tuve que dar marcha atrás, porque él no cooperaba.

Álex intentó no dejar traslucir los celos que sentía.

—¿Quieres decir que intentaste jugar con Erik… de esa forma? ¿Y que él no te dejó? —preguntó atropelladamente.

Jana lo miró divertida.

—Al principio sí que me dejó, pero luego… Quiso que dejara de ser un juego. Él también tiene poderes, poderes bastante impresionantes. Me di cuenta de que iba a utilizarlos conmigo, para apoderarse de mi visión e imponer él las reglas. Y entonces lo devolví a la realidad de golpe, antes de que pudiera actuar.

Álex miró con fijeza a la muchacha, esforzándose por controlar la irritación que empezaba a dominarle.

—Estás mintiendo —dijo con una fría sonrisa—. Solo quieres ponerme celoso… Jana suspiró con fingida resignación, como si no valiese la pena defender su inocencia.

—Pregúntaselo a Erik la próxima vez que lo veas. Y ahora, si quieres, podemos probar contigo…

Álex asintió, mirándola con dureza. En aquel momento había dejado de pensar en el símbolo del Desterrado y en el enigma que suponía encontrarlo en un libro de su padre, e incluso en la posibilidad de ver a su padre a través de la magia que Jana estaba a punto de hacer con el papel. Únicamente podía pensar en Erik y en su maldita gorra, en que él y Jana habían estado juntos a través de la magia… No era como si hubiera habido algo real entre ellos, claro. No se trataba más que de una alucinación. Pero había sido una alucinación compartida, y esa idea bastaba para hacerle perder la cabeza.

—¿No podemos ir a un sitio algo más… íntimo? —Preguntó Jana—. No sé cuánto tiempo va a durar el trance, pero, por si acaso, preferiría que nadie nos viera.

—Vamos a mi habitación.

Todavía ceñudo, Álex guió a la muchacha hasta su dormitorio, un cuarto amplio y soleado en el primer piso, con carteles de coches de carreras en las paredes y libros apilados en desorden sobre la mesa de escritorio y en las estanterías. Se sintió algo molesto al ver que Jana observaba con sorna el edredón de su cama, que reproducía en vivos tonos a uno de los héroes de su infancia, un coche rojo de carreras protagonista de una película de animación.

—Qué bonito —dijo, sonriendo—. Y qué tierno…

—A mí me gusta —replicó Álex con sequedad—. Y ahora, ¿qué hacemos? ¿Hay que encender velas, quemar incienso y esas cosas?

Jana se sentó al estilo indio sobre la única alfombra que había en la estancia, y que representaba una especie de mapa del tesoro.

—No será necesario —dijo, imitando con un gesto a Álex para que se sentase a su lado—. ¿Estás listo?

Sentado a la derecha de Jana, Álex observó cómo la chica arrugaba entre sus manos con lentitud el papel que contenía el diagrama del Desterrado. Estaba observándolo fascinado cuando, de pronto, el papel comenzó a arder. Sus bordes crepitaron y se ennegrecieron al instante, volando en decenas de fragmentos quebradizos. Mientras el papel se quemaba entre sus dedos, Jana, con los ojos cerrados, pronunciaba en voz baja largas frases incomprensibles.

Un momento después, Álex notó que todo había cambiado a su alrededor. La vieja alfombra de su habitación había sido sustituida por un suelo de madera oscura, y, al mirar en torno a él, descubrió que se encontraba en una estancia de forma octogonal muy similar a la que había visto en su sueño mientras estaba inconsciente en el hospital. Esta vez, él y Jana ocupaban el centro geométrico de la habitación. Justo delante de ellos, a cierta altura, se alzaba una ventana a través de la cual el muchacho distinguió algunos de los edificios rodeados de árboles del campus de Los Olmos. De modo que aquella torre estaba dentro del campus, y, a juzgar por lo que veía del paisaje, debía de ser bastante alta… Se preguntó a sí mismo qué aspecto tendría vista desde fuera, pero inmediatamente desechó aquella ocurrencia. La torre no existía realmente, no debía olvidarlo… Todo aquello formaba parte de una visión.

Armándose de valor, se volvió a mirar a Jana. Estaba exactamente igual a como la había visto un minuto antes, en su cuarto. Inmóvil, con los párpados bajos y una leve sonrisa en los labios, parecía una antigua diosa de marfil. Cediendo a un impulso, Álex se arrastró hasta ella por el suelo y, al llegar a su altura, se alzó sobre sus rodillas y la besó. Los labios de Jana se entreabrieron, húmedos y apetecibles, recibiendo su beso sin oponer la menor resistencia. Un momento después, los dedos de la muchacha recorrieron el cuello de Álex y se detuvieron sobre su nuca, donde juguetearon largo rato con sus cabellos. Ahora era ella quien le estaba besando, y, mientras lo hacía, su cuerpo esbelto y grácil como el de una bailarina comenzó a buscar el suyo, a apretarse contra su pecho, a frotarse dulcemente contra él. Era como para volverse loco… Álex se puso de pie y tiró de ella hasta que sus cuerpos se encontraron adheridos el uno contra el otro. Podía sentir la aspereza de los vaqueros de Jana, la fina tela de algodón de su camiseta, que apenas suponía una barrera para notar la calidez de su piel.

Durante unos minutos, las manos de Álex vagaron de un lugar a otro sin descanso, enredándose en los rizos de Jana, demorándose en su cuello, tocándole la mejilla, descendiendo luego hasta apretarle levemente sus senos pequeños y firmes, metiéndose por debajo de su camiseta y acariciándole la cintura… Era maravilloso poder tocarla sin sufrir la dolorosa advertencia del tatuaje, poder disfrutar de aquel momento sin pensar en el futuro, aunque todo estuviese sucediendo en sus mentes y nada fuese real. Porque, si de algo estaba seguro Álex, era que Jana estaba sintiendo lo mismo que él en ese instante, y eso le bastaba.

Entonces oyó un cascabeleo suave y prolongado; un sonido salvaje, más propio del desierto o de la jungla que de un lugar habitado por el hombre. Instintivamente, se apartó de Jana y miró desconcertado a su alrededor.

—Una chica muy guapa, pero peligrosa —dijo a sus espaldas una voz que casi había olvidado—. No te fíes de ella, recuerda lo que te estoy diciendo… ¿Lo recordarás?

Álex, sé que te están pasando muchas cosas y que todo es muy confuso para ti, pero esto tienes que recordarlo. Sobre todo, no le digas que estamos en la torre de los Vientos… Por favor, hijo, recuérdalo.

Álex se volvió muy lentamente, con ojos a la vez ávidos y angustiados. Por unos segundos pudo ver ante él el rostro apuesto e inteligente de su padre tal y como lo recordaba. Aquellos ojos claros que parecían penetrar en el interior de las personas, aquella sonrisa algo arrogante…

Sin embargo, mientras se miraban, la sonrisa fue transformándose gradualmente en un rictus de amargura y sus ojos se empañaron de pesadumbre. Un instante después, había desaparecido… No poco a poco, sino de golpe, sin dejar el menor rastro, como si nunca hubiese estado allí.

Álex dejó escapar un suave gemido.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Jana, apremiante—. ¿Has visto algo raro?

Álex se giró de nuevo hacia la muchacha y tuvo que ahogar un grito. Jana se había quitado la camiseta y lo contemplaba con una mezcla de sensualidad e irritación. No parecía consciente de que, alrededor de su cintura, una serpiente dorada deslizaba sus viscosos anillos. Su cola descansaba sobre la cremallera de su pantalón, en tanto que la cabeza asomaba sobre el hombro y se iba deslizando poco a poco hacia abajo, sobre el seductor encaje negro del sujetador.

El cascabeleo volvió a oírse, más cercano e insistente que antes. Era el sonido de la serpiente que había visto tatuada sobre la piel de Jana y que ahora, misteriosamente, parecía haber cobrado vida.

—Se termina —dijo Jana, mirándolo con tristeza—. Las últimas brasas del papel se están consumiendo…

Un instante después, todo había concluido. Los dos se hallaban de nuevo sobre la vieja alfombra del cuarto de Álex, y Jana sostenía en una mano un montoncito de cenizas negras que olía intensamente a papel chamuscado.

Los ojos de ambos se encontraron. En los de Jana podía leerse una cierta decepción.

—¿Qué te pasó al final? ¿Por qué dejaste de prestarme atención? —preguntó en tono ligero, fingiendo que la respuesta no le importaba demasiado—. ¿Es que viste algo?

—Vi a mi padre —contestó Alex con aire ausente—. Estaba allí, muy cerca de nosotros.

Jana palideció instantáneamente.

—¿Tu padre estaba allí? —Preguntó con incredulidad—. ¿Cómo es posible que yo no lo viera? ¿Te dijo algo?

Alex calló un momento antes de contestar.

—No, no me dijo nada —mintió por fin—. Solo se quedó allí parado, mirándome con tristeza.

Jana se estremeció visiblemente.

Bueno, no me extraña que eso te «desconcentrara» —dijo casi con amabilidad—. De todas formas, la visión no podía durar mucho más… El papel se ha consumido más deprisa de lo que yo esperaba.

—A pesar de todo, ha sido maravilloso —dijo Alex con sinceridad.

La muchacha sonrió, complacida.

—Para mí también —admitió—. ¿Ves cómo tenía razón? No hace falta que te quiten el tatuaje, hay otras formas de… de vencer las barreras.

—Sí, pero preferiría que fuese real —dijo Alex.

Se puso de pie con brusquedad y descargó un puñetazo seco sobre el marco de la puerta que sorprendió a Jana por su vehemencia.

—Al menos te he demostrado que puedo hacer magia —dijo la chica, poniéndose en pie también y mirando con intensidad a su compañero—. Eso, desde luego, ha valido la pena.

Se observaron durante un buen rato sin saber qué decir.

—Me pregunto por qué ese trozo de papel nos ha llevado a un lugar tan extraño —murmuró finalmente Jana—. Esa habitación octogonal… ¿Te fijaste en las vistas?

Se veían un par de pabellones del colegio. Qué raro, ¿no? No recuerdo ningún edificio desde el que se pueda tener esa vista, y a esa altura. ¿Tú sabes dónde hemos estado?

La respuesta acudió a la mente de Alex de inmediato. «La torre de los Vientos —se dijo con absoluta seguridad—. Ése es el lugar donde hemos estado. La torre de los Vientos…».

Estuvo a punto de repetir aquel nombre en voz alta, pero en el último instante recordó la advertencia que un momento antes le había hecho su padre, y calló.