Durante la semana siguiente, Jana y David no abandonaron la habitación de Erik ni un solo instante. Allí dormían y se duchaban, y allí consumían la comida que, tres veces al día, les servía un Ghul de aspecto lúgubre y hosco. La mañana posterior a la muerte de Óber, Harold, el sacerdote, se presentó para transmitir a los dos hermanos las instrucciones del difunto. Curiosamente, Harold no se mostró en absoluto sorprendido por la desaparición del cadáver, y ni siquiera preguntó por él.
—Nuestro difunto señor ordenó que cuidaseis de su hijo hasta que recuperase la conciencia —explicó con voz átona—. Pedid cuanto necesitéis, los Ghuls tienen orden de obedeceros en todo. Eso sí, no podéis salir de la habitación sin consultarme antes.
Después de aquella advertencia, Harold no volvió a aparecer por el cuarto de Erik en ningún momento. Jana y David aceptaron sin protestar aquella situación, que los convertía a la vez en prisioneros y en invitados de honor de la Fortaleza. Después de lo ocurrido con Óber, ninguno de los dos se sentía con ánimos para enfrentarse al mundo exterior. Además, Erik no mejoraba, y obtener su curación se había convertido en una cuestión de orgullo para los hijos de Alma.
Lo primero que hicieron los dos jóvenes tras la muerte de Óber fue proteger la estancia con los hechizos más poderosos que conocían, Jana pronunció antiguos conjuros de su clan que supuestamente, debían servir de barrera a las criaturas mágicas, y David trazó dibujos invisibles en todas las paredes para ahuyentar a los malos espíritus. Sin embargo, ambos sabían que el demonio que había acudido a recoger los restos de Óber era muy poderoso, y que la magia Agmar no bastaría para detenerlo si se proponía volver.
Como no confiaban en nadie dentro de la Fortaleza de los Drakul, decidieron turnarse para cuidar a Erik. El enfermo no daba señal alguna de mejoría, y su rostro amanecía cada día más delgado y macilento. La espada continuaba sobre su pecho, y un lento y constante goteo de suero alimentaba su sangre a través de una aguja clavada en el dorso de su mano derecha. Eso era todo lo que, hasta el momento, los médicos habían logrado hacer por él. Lo visitaban cada mañana y cada noche; pero en cada ocasión, después de examinarlo, meneaban la cabeza con gesto pesimista y se despedían sin dar explicaciones. Estaba claro que no se fiaban de los extraños enfermeros elegidos por Óber para cuidar a su hijo.
Por su parte, Jana tenía su propia teoría para explicar el estancamiento de la salud del muchacho.
—La culpa es de esa cosa que se llevó a su padre —le dijo a David—. Está rondando por aquí, muy cerca, esperando a que esté lo suficientemente débil como para llevárselo. Si lográsemos alejarla, Erik empezaría a reaccionar, estoy segura.
—Pero ¿cómo vamos a alejar a un ser al que ni siquiera podemos ver? —Se preguntó David, escéptico—. No sabemos lo que es, ni lo que quiere, ni a qué espera. Así es muy difícil actuar.
—Él está esperando —razonó Jana—. Nosotros también esperaremos. Veremos quién tiene más paciencia, si él o nosotros. Antes o después, aparecerá.
David asintió sin mucha convicción. Aún recordaba el pánico que había sentido ante la primera aparición de la monstruosa criatura, de modo que preferiría no preguntarle a su hermana qué se proponía hacer cuando tuviesen que enfrentarse a ella por segunda vez.
Los días pasaban sin aportar ningún cambio. En los pasillos exteriores se oían a menudo gritos y carreras que denotaban el estado de nerviosismo de los Drakul después de la desaparición de su señor. Sin embargo, aquella agitación nunca traspasaba las puertas del dormitorio de Erik. Los Ghuls que entraban a cambiar el suero del paciente o a llevarles la comida a sus enfermeros se limitaban a hacer su trabajo en silencio, y evitaban sistemáticamente contestar a las preguntas de los dos hermanos.
Jana, a veces, se quedaba absorta durante varios minutos observando el rostro aparentemente dormido del heredero Drakul. Con los ojos cerrados y una sombra de sonrisa en los labios, resultaba más atractivo que nunca, a pesar de su evidente deterioro. Aquel rostro provocaba en Jana una extraña confusión de sentimientos, en la que se mezclaban el remordimiento y el rencor, la piedad y la admiración.
—Ojalá te hubieses enamorado de él —le dijo un día David, adivinando lo que pasaba por su mente—. Todo habría resultado mucho más sencillo.
Jana lo miró con asombro.
—¿Te habría gustado que me enamorara del hijo de nuestro enemigo? —preguntó, incrédula.
David se encogió de hombros.
—Al menos habría sido mejor que encapricharse del Último Guardián —repuso con sarcasmo—. Quién nos lo iba a decir aquella noche, cuando se presentó en casa…
Todavía me pregunto cómo pude hacerle el tatuaje, si de verdad es uno de ellos.
—Entonces todavía no lo era —murmuró Jana con un hilo de voz—. Yo le besé. Me habría convertido en un puñado de cenizas si hubiese besado a un guardián.
David rió entre dientes.
—Ya. Pues eso pasó a la historia… A estas alturas, ya ha debido de transformarse.
Para eso vinieron a buscarlo. La verdad es que el pobre tipo no tenía alternativa.
Juntos no teníais ningún futuro.
Jana contempló a su hermano con ojos llameantes.
—Si tú no le hubieses hecho el tatuaje, todo podría haber sido distinto —replicó, dando rienda suelta a toda su amargura—. Fue una chiquillada, solo lo hiciste para demostrarte a ti mismo lo bueno que eres… Y, por culpa tuya, ahora él está fuera de mi alcance, y además… Bueno, es muy posible que se esté preparando para destruirnos.
David sonrió sin dejarse impresionar.
—No seas idiota, Jana. ¿Crees que las cosas habrían sido muy distintas si él hubiese podido tocarte? Siguió estando igual de colado por ti después de lo del tatuaje. Eso solo le añadió morbo a vuestra relación, admítelo… Y tú estabas encantada, porque en el fondo eso beneficiaba tus planes. ¿Crees que no sé lo que te proponías? Querías seducirlo para utilizarlo en tu lucha de poder con Óber. Querías tenerlo a tus pies para luego sacrificarlo cuando llegase el momento, como una pieza de ajedrez. Y eso fue lo que hiciste… Lo utilizaste como cebo para atraer a los guardianes.
Jana hizo un gesto de impaciencia.
—Sabía que a Óber le interesaba mucho, y quería averiguar por qué. Quería saber qué había visto en Álex para decidir que fuese su propio hijo quien lo vigilase.
Nunca, pensé en serio que fuese el Último, y menos después de lo del tatuaje. Pero cuando regresó del laberinto, comprendí que tenía que ser uno de ellos… Tuve que actuar con rapidez. Y ¿sabes una cosa? En ese momento solo pensé en salvarlo.
David chasqueó la lengua burlonamente.
—Al final te enamoraste de tu peón de ajedrez —concluyó, risueño—. Qué bonito…
Jana le dio la espalda y se quedó un momento mirando fijamente el cielo gris a través de la ventana, que los Ghuls habían reparado al día siguiente de la muerte de Óber.
—Me enamoré de él desde el principio —murmuró con voz apagada—. No puedes imaginarte siquiera lo que sentía cuando estaba cerca de él. Tenía que contenerme para no lanzarme a sus brazas, para no acariciarle… Era como un fuego que me quemaba por dentro.
David había dejado de sonreír, y la miraba como si no la reconociera.
—¿Se lo llegaste a decir? —preguntó después de un breve silencio.
Jana se dejó caer sobre un viejo sillón y enterró el rostro entre las manos.
—No —murmuró, ahogando un sollozo—. Pensé que sería peor si se lo decía. Por encima de todo, yo tenía que pensar en mi clan: en nuestro clan… Y en lo que mamá habría deseado.
—Ya —David habló en tono pensativo, como si estuviese intentando explicarse a sí mismo los sentimientos de su hermana—. Le querías, pero, de todas formas, decidiste utilizarlo. ¿Es eso?
Jana no contestó. David oía su respiración, entrecortada por el llanto, detrás de sus manos.
—Vamos, no te tortures —le dijo suavemente—. En el fondo, no tenías elección. Los Medu no estamos hechos para el amor. Hiciste lo que debías.
Jana alzó el rostro empapado de lágrimas hacia su hermano. Sus ojos ya no reflejaban ira, sino una inmensa desesperación.
—Los Medu no estamos hechos para el amor… ¡Qué bien! Y entonces, ¿para qué estamos hechos? Quizá los guardianes tengan razón, no somos más que sombras…
Nos empeñamos en sobrevivir al precio que sea, pero no creo que merezca la pena.
—No exageres, Jana. Los humanos no son mejores que nosotros. En realidad somos lo mismo, aunque tengamos un poco más de poder que ellos… Fue lo que decidieron nuestros antepasados.
Jana se pasó una mano por la frente y se levantó del sillón. Avanzó unos pasos hasta el lecho de Erik y se quedó mirando unos instantes el rostro impasible del enfermo.
Parecía extenuada.
—Acuéstate un rato —le dijo David, compadeciéndose de ella—. Todo esto ha sido muy duro, pero tenemos que mirar hacia delante… Quien sabe; a lo mejor, después de todo, no es tan malo que Álex sea el Último. A lo mejor recuerda lo que siente por ti y eso nos salva… ¡Espero que no sea rencoroso!
—No es rencoroso —murmuró Jana con un hilo de voz—. Y Erik tampoco lo es. Los dos merecen algo mejor que esta guerra estúpida. Ojalá yo pudiera impedirla.
Mientras David removía los leños que ardían en la chimenea para avivar el fuego, ella se quitó el vestido, se introdujo en uno de los sacos de dormir que Harold había hecho traer para ellos y se revolvió sobre el blando colchón hasta encontrar la postura más cómoda. Luego, con los ojos cerrados, pensó en Álex. Recordó aquella primera noche en la que se habían besado, y le pareció sentir una vez más la calidez de su cuerpo, sus ojos claros acariciándole la piel con una suavidad que no podía compararse. Por primera vez en su vida, deseó ser una chica normal y corriente. No tener que preocuparse de la magia, ni del poder, ni de sus deberes para con el clan. Poder estar con el chico al que quería, poder acariciarlo y disfrutar de sus caricias…
Pero todo eso estaba fuera de su alcance. Había perdido a Álex, lo había perdido para siempre. Ahora él se había convertido en lo que más podía temer un Medu. Si volvían a verse, él la destruiría…
En ese momento sintió que lo amaba y lo deseaba más que nunca. Ojalá su magia fuese más fuerte, ojalá fuese lo bastante fuerte como para traspasar todas las barreras que se interponían entre ellos dos.
Sin embargo, no todas las barreras que se alzaban entre ellos eran mágicas. Quizá la más infranqueable de todas la hubiese levantado ella misma, con sus mentiras. Y también estaban los sentimientos de Erik, que había arriesgado su vida para salvarla.
Si Erik sobrevivía, tendría que compensarle de algún modo por aquel sacrificio.
Así, poco a poco, pensando en los muros que se interponían entre Álex y ella y en lo mucho que, a pesar de todo, deseaba volver a estar con él, terminó quedándose dormida.
Se despertó con la frente cubierta de un sudor helado y un frío mortal en la espalda. Había soñado que estaba nadando en un río y que se sentía arrastrada por un vertiginoso remolino de agua, un remolino que, en su pesadilla, de repente se había transformado en un caballo de espumas que la perseguía mientras ella nadaba hasta quedarse sin fuerzas. El caballo estaba a punto de alcanzarla cuando recobró la conciencia… Sin embargo, ya con los ojos abiertos, aún le parecía seguir oyendo el borboteo brutal del agua cabalgando tras ella.
Maquinalmente, abrió el saco de dormir y se puso en pie. Cruzó los brazos sobre el sujetador para protegerse del frió mientras se dirigía a la mochila donde guardaba su ropa. Tenía la piel de gallina… Rápidamente, rebuscó en el interior de la bolsa que David le había traído de casa hasta encontrar unos vaqueros y una camiseta. Se vistió a toda prisa, pero, aun así, seguía teniendo frío. Sus ojos vagaron hacia la chimenea, donde el alegre fuego que había visto avivar a David se había transformado en un débil rescoldo rojizo.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que había alguien más en la habitación. Lo notó en la oscuridad de las lámparas, en la humedad helada del aire, quizá también en el débil olor a cera rancia que lo impregnaba todo.
Se quedó inmóvil. Desde donde se encontraba podía oír la respiración apacible de David, dormido a la cabecera del lecho de Erik. Distinguía perfectamente el aliento de su hermano de los estertores apagados que emitía el enfermo. Pero había algo más… Un jadeo animal que parecía resonar simultáneamente en todos los rincones, como si una Legión de pequeñas bestezuelas asustadas acechase desde las sombras.
Jana se obligó a caminar hacia la ventana, por donde la luz de las estrellas filtraba su tenue resplandor. Desde allí, escudriñó la negrura de las esquinas, pero no distinguió nada.
—Sé que estás ahí —dijo, con una serenidad que a ella misma le sorprendió—. Sal, quiero que hablemos.
Instantáneamente, las sombras de los rincones se aglutinaron hasta formar una única masa compacta. Dos ojos cristalinos como esmeraldas brillaron en el centro de aquel bulto irreconocible que se agazapaba a escasos metros de la cama de Erik, entre ésta y la puerta.
—He venido a buscarle —dijeron muchas voces, que resonaron como un coro desafinado en la bóveda de la estancia.
Jana miró a su alrededor, pero no distinguió a ninguna otra criatura, aparte de la que la observaba desde el refugio de su propia sombra.
—¿Cuántos sois?
Una carcajada acuosa reverberó sobre los muros, quebrándose en miles de ecos vacíos.
—¿Cuántos somos? Muchos, muchísimos… Hemos perdido la cuenta —dijeron las voces a su alrededor—. Arawn nos condenó a vivir en un mismo cuerpo y a compartir un único destino. Nos llaman los Olvidados… Solo tenemos un par de ojos para todos, pero en otro tiempo podríamos haber poblado un país entero.
—Los Olvidados —repitió Jana, hipnotizada por la multiplicidad de timbres fundidos en aquella extraña voz—. Mi madre os mencionaba alguna vez. Vosotros erais… erais…
—Éramos lo que vosotros sois ahora —canturreó la voz, fragmentándose al final en varias notas discordantes—. Éramos los clanes más antiguos, los señores de la palabra. Nuestro poder decidía el destino de los hombres. Nada ocurría en su mundo sin nuestra intervención.
La voz terminó su explicación con una lúgubre retahíla en varias lenguas que se superponían en confusa armonía. Los ojos de esmeralda permanecían fijos, refulgiendo como dos inexpresivas piedras.
—Entonces, ¿no fue Ardrach quien forjó la espada de Drakul? ¿Fuisteis vosotros? —preguntó la muchacha, dominando con su voz humana el canto múltiple y sobrenatural del monstruo.
—Sí, fui yo —dijeron las voces. Yo forjé a Aranox para él, yo le ayudé con mi poder a evitar mi destino. A cambio, él se comprometió a alimentar mis deseos con las almas de todos sus descendientes. Es lo único que nos sostiene estos días de oscuridad, pequeña criatura viva… El deseo, los deseos de los otros. Los deseos no mueren con el cuerpo, permanecen vivos por toda la eternidad. Nosotros los devoramos mientras el resto del alma se consume. Es lo único que alivia nuestro sufrimiento.
Bruscamente, los ojos del Olvidado cambiaron de lugar. Ahora ardían en lo más alto de la habitación, observándolo todo desde arriba. Por un momento, Jana creyó vislumbrar la silueta de una enorme ave rapaz a su alrededor, una especie de águila descomunal y monstruosa.
—Pero no puedes llevarte a Erik —dijo Jana, mirando hacia aquellas dos luces verdosas—. Él no está muerto todavía, no os sirve. Él va a vivir. Ya vendrás a buscarlo cuando le llegue su hora.
Las risas del Olvidado rebotaron, innumerables y aterradoras, sobre todas las paredes a la vez, como una avalancha de cristales.
—Tú no sabes nada —dijo la voz colérica—. Nosotros olemos la muerte, la conocemos bien. Vivimos dentro de ella, como larvas aisladas del mundo. Y la muerte está aquí, en esta habitación. No sé cómo no te das cuenta.
Jana miró un instante hacia la silueta de su hermano, dormido sobre el sillón.
Inexplicablemente, experimentaba una calma que no había sentido en mucho tiempo.
Después de la tensión acumulada en los últimos días, suponía un alivio tener algo concreto a lo que enfrentarse, aunque ese algo fuese un ser tan amenazador como el Olvidado.
—No permitiré que te lleves a Erik —dijo serenamente—. Necesito que viva. Él sabe algo de gran importancia para mi clan. En realidad, para todos los clanes. Deja que Erik viva para contármelo, y tendrás muchas generaciones futuras de Drakul para alimentarte con sus deseos. Si lo matas, puede que él sea la última de tus víctimas.
Los guardianes se están preparando, quieren terminar con todos nosotros. Solo Erik puede salvar a los Medu… Tú decides.
Una mezcla de protestas, gruñidos y cuchicheos acogió la explicación de Jana. Los ojos del monstruo se quebraron en mil puntos de luz verdosa diminutos como luciérnagas, pero enseguida se recompusieron de nuevo.
—Eres estúpida —dijo el Olvidado con una sola voz—. Te miro y veo lo que le espera si el hijo de Óber vive. Tu no lo sabes, nosotros si… ¿Quieres contemplar tu futuro? Mírame bien. Míranos… Esto es lo que le ocurrirá si Erik no muere.
Jana fijó la vista en las pupilas de la horrible criatura. Lentamente, aquellos dos cristales de luz se agrandaron hasta fundirse en una enorme burbuja de apariencia gelatinosa. Dentro de la burbuja flotaba una imagen traslúcida que la muchacha tardó en comprender. Cuando por fin logro identificar a las dos personas que aparecían en la imagen, notó que las piernas le flaqueaban. Una de ellas, sentada en un trono, era la de Álex, aunque su aspecto resultaba casi irreconocible. Su pecho y sus brazos se encontraban desnudos, y cada centímetro de su piel aparecía cubierto de tatuajes, incluso en la cara. La otra figura era la de la propia Jana… Avanzaba muy despacio hacia el trono, sin detenerse ni un instante. Al final, abrazó el cuerpo inmóvil de Álex, que emitía un débil resplandor azul. En cuanto la piel de Jana y la de Álex se rozaron, la muchacha se deshizo en una fulgurante llamarada. Unos segundos después, no quedaba de ella más que un puñado de cenizas grises.
La burbuja verde se dividió nuevamente en dos cristales independientes que planearon un instante en la oscuridad, como los ojos de un ave de presa. Por fin se detuvieron muy cerca de la bóveda. Resultaba imposible saber hacia dónde dirigían su mirada.
—Si Erik no muere, morirás tú —dijo el Olvidado—. Ya lo has visto.
Sus palabras resonaron con un eco interminable en las paredes de la habitación. Jana había caído al suelo de rodillas, de puro agotamiento. Se sentía mortalmente triste, pero no asustada.
—¿Por qué supones que voy a creerte? —preguntó, sonriendo.
El Olvidado rió de nuevo con una docena de carcajadas superpuestas.
—Sabes que te he dicho la verdad. No es que necesite convencerte, al final me lo llevaré de todas formas. Pero tu débil magia me incomoda, está haciéndome perder demasiado tiempo. Harías bien quitándote de en medio, ya lo has visto.
Con un esfuerzo, Jana se puso de pie y comenzó a avanzar resueltamente hacia la mirada del monstruo. Le pareció que, con cada paso que daba, las sombras del Olvidado retrocedían y se empequeñecían.
—No voy a abandonar a Erik —dijo, deteniéndose—. Él me salvó la vida. La flecha que le atravesó el hombro me habría dado a mí si él no se hubiese puesto delante.
Además, lo que me has enseñado no me asusta… Al contrario. En cierto modo lo deseo, aunque no espero que lo entiendas.
Los ojos del monstruo volvieron a estallar en mil chispas de luz, pero esta vez no se recompusieron. En el mismo instante, miles de formas semitransparentes salieron de la oscuridad y volaron en todas direcciones. Eran figuras contrahechas y repugnantes, rostros cosidos a cicatrices, reptiles con alas de murciélago, arañas, serpientes, toda clase de horribles criaturas.
Aquella confusión duró solo unos segundos. Enseguida las formas se disolvieron en el aire, y lo único que aún resultaba visible eran los diminutos pedazos de esmeralda que flotaban por toda la habitación.
—¿Erik arriesgó su vida por la tuya? —preguntó una débil vocecilla aflautada.
Jana asintió.
—Intentó sacrificarse por mí y ahora yo estoy dispuesta a sacrificarme por él.
El silencio se prolongó durante largo rato, denso como mercurio líquido.
—Entonces no nos sirve —dijo por fin la misma voz infantil—. Ha sacrificado sus deseos… Ya no puede alimentarnos.
Un viento cargado de humedad y salitre se arremolino en el centro de la habitación, absorbiendo las figuras transparentes que se agazapaban en los rincones. En un momento, el monstruo se había convertido en un torbellino de espumas que se lanzó desbocado hacia la ventana, atravesándola sin romper los cristales. «Como el caballo de mi sueño», pensó Jana con un escalofrío. Escudriñó la negrura de las esquinas con ojos temerosos, pero allí no quedaba nada. Hasta el último resto del Olvidado había desaparecido.
Exhausta, la muchacha se acostó en el suelo en el mismo lugar en el que se encontraba. La cabeza le estallaba, le resultaba imposible ordenar sus pensamientos.
Encogida en posición fetal, se protegió el rostro con las manos, como si temiese un golpe. Al cerrar los ojos, veía destellos de colores danzando en la negrura.
Poco a poco, sin darse cuenta, fue quedándose dormida.
La despertó un rayo de sol que le bañaba la cara. Al incorporarse, notó que le dolían todas las articulaciones. Tardó unos segundos en recordar lo que le había ocurrido…
En cuanto su mente se aclaró, se puso en pie y miró hacia la cama de Erik.
El muchacho la observaba sonriendo, con la nuca apoyada en una pila de almohadas.
Desde el otro extremo de la habitación, David la saludó alegremente.
—¿Qué hacías allí tirada? Me daba no sé qué despertarte, parecías tan cansada… ¿Has visto? ¡Nuestro paciente ha revivido!
Sin mirar a su hermano, Jana caminó hasta la cama de Erik y se sentó a sus pies.
—Tu padre ha dado su vida por ti —le dijo, tragando saliva.
La sonrisa desapareció de los labios de Erik, pero sus ojos no se alteraron.
—Lo sé. Acaba de explicármelo —repuso, señalando a David—. Supongo que debo daros las gracias…
—En realidad ha sido David quien lo ha hecho todo. Yo solo he estado con él, acompañándole.
Un destello atravesó los ojos maravillosamente claros de Erik. Jana nunca le había visto tan atractivo.
—Eso no es cierto —dijo el muchacho—. Tú también has hecho mucho. Yo estaba aquí esta noche, cuando te enfrentaste al Olvidado. No podía hablar ni moverme, pero lo vi todo. Me has salvado la vida, Jana…
—No, yo no —repuso Jana con una triste sonrisa—. Has sido tú; te has salvado tú mismo… Esos demonios no querían un alma sacrificada, y tú te sacrificaste por mí.