De vuelta en la sala principal de la cripta, Álex observó que Garo se había situado detrás del mostrador y estaba limpiando unas copas de cristal con un trapo negro. Cuando terminó, las alineó cuidadosamente sobre la barra y alzó los ojos hacia Erik, en espera de instrucciones.
—¿Ahora resulta que esa bestia va a ser el oficiante de la ceremonia? —preguntó David cogiendo a Erik por un brazo.
—Es lo más seguro —repuso éste, deshaciéndose con suavidad y mirando a los ojos al muchacho—. Los guardianes no pueden detectarlo.
—¡Esto ya es demasiado! —Protestó David—. ¿Sabes lo que te digo? Que no voy a ir.
En lugar de sorprenderse, Erik buscó a Jana con los ojos y esbozó una mueca de resignación.
—Ahórrate el teatro, David —dijo con tono cansado—. No ibas a venir de todas formas, ¿crees que soy idiota? Quieres quedarte fuera por si acaso… No hay problema, estás en tu derecho.
David iba a replicar, pero un breve gesto de Jana le detuvo.
—Terminemos con esto cuanto antes —dijo la muchacha, yendo hacia el mostrador con decisión—. Ya estoy harta de tantos preparativos.
Erik le hizo una señal a Garo para que abandonase su puesto detrás de la barra. El Ghul le cedió su puesto y esperó respetuosamente hasta que todos los demás estuvieron colocados ante las copas del mostrador para situarse en último lugar. Tuvo que armarse de paciencia, porque las trillizas de Pértinax tardaron un buen rato en escoger la copa que iban a compartir. Erik retiró la copa vacía destinada a David, observó las otra seis con aire críptico, comprobando que todo estaba en orden.
Los demás se habían quedado en silencio, a la expectativa. Cuando Erik terminó su inspección, se volvió de espaldas al mostrador y, con la punta de los dedos, tocó un polvoriento espejo rectangular situado entre las hileras de botellas.
La oscura superficie del espejo comenzó a temblar al instante, como si se hubiese vuelto liquida. Poco a poco, su brillo fue creciendo hasta convertirse en un uniforme resplandor plateado. Álex contempló fascinado el fluido resplandeciente que no se derramaba, como si estuviese contenido en un invisible acuario. Parecía una diminuta piscina de mercurio…
Con un gesto solemne, Erik fue cogiendo una a una las copas para hundirlas en la sustancia metálica y sacarla de nuevo llenas de aquel líquido de plata fundida. La primera copa se la entregó a Garo, que se la llevó de inmediato a los labios. En cuanto bebió el líquido, su figura se transformó en una masa de sombra.
—Ahora tú, Álex —le susurró Erik, despegando apenas los labios—. El camino ya está despejado.
Álex se llevó a la boca la copa de cristal y bebió hasta apurar todo su contenido. El fluido del espejo era tan insípido como el agua, aunque mucho más denso. Por un momento lo retuvo bajo el paladar, sintiendo su peso de plomo sobre la lengua.
Después, se decidió a tragárselo.
Los demás también bebieron de sus respectivas copas, pero Álex apenas era consciente ya de su presencia. De pronto sentía que la cabeza le flotaba, y que una absurda sensación de euforia electrizaba todo el cuerpo.
—Miraos en el espejo —oyó que les ordenaba Erik.
Álex observó aturdido como la vibrante superficie de plata se oscureció gradualmente, hasta que todos los rostros reflejados en ella no fueron más que siluetas difuminadas en las sombras. Con la punta de su dedo índice, Erik rozó una vez más el líquido, que se congeló, apareció una grieta justo en el lugar que Erik había tocado. La fisura creció y se ramificó rápidamente, formando una tela de araña que no tardó en extenderse por todos el cristal, hasta hacerlo estallar en mil pedazos deslumbrantes. Algunos de aquellos fragmentos se consumieron de inmediato, pero otros permanecieron flotando en la negrura durante largo tiempo antes de apagarse, y unos cuantos se elevaron hasta el techo y se incrustaron en él, en forma de diminutos anillos plateados.
Las sombras empezaron a dispersarse, y Álex comprobó que ya no se encontraba en el siniestro espacio de la cripta, sino en una inmensa y luminosa sala de juntas, con una larga mesa de caoba en el centro.
Miró a su alrededor. Las paredes eran diáfanos paneles de cristal, y al otro lado se observaban las conocidas siluetas de los rascacielos de Manhattan, algunas muy cercanas. Era evidente que habían llegado a su destino.
A la cabecera de la larguísima mesa se encontraba sentado Óber, el padre de Erik.
Álex lo había visto en múltiples ocasiones, pero nunca en su propio medio, y revelándose como lo que realmente era. A pesar de la distancia, el muchacho quedó impresionado por la semejanza de los rasgos del jefe de los Drakul con los de su hijo Erik. El mismo rostro apuesto e inteligente, los mismos ojos azules como lagos…
Óber tenía algunas arrugas en la comisura de los ojos, pero eso no hacía sino aumentar su atractivo. Su cráneo, completamente afeitado, le daba un aspecto a la vez agresivo y elegante. Llevaba un traje negro de corte vanguardista con el cuello redondo, que recordaba vagamente el corte de un uniforme militar. Al ver a Álex, le saludó amistosamente con la cabeza, pero no pronunció ni una sola palabra.
A cada lado de Óber había tres asientos, y el último de la izquierda se hallaba vacío.
Los ocupantes de los asientos restantes clavaron sus ojos en Álex con una mezcla de frialdad y desagrado. Álex fue deslizando la mirada sobre aquellos cinco rostros hermosos y venerables.
Un intenso dolor en el hombro le hizo comprender que Jana acababa de atravesar el espejo detrás de él y que se había situado a su lado. Un instante después, notó la presencia de Erik, y en seguida también Pertinaz y sus hijas. Los cinco recién llegados se encontraban alineados frente a la mesa de reuniones, sometiéndose al escrutinio de sus ocupantes. Garo, que los había precedido, permanecía apartado de los demás, pegado a una de las paredes de cristal de la sala mientras observaba con fijeza la escena.
—Bienvenidos a la Fortaleza, sede central del poder de los Drakul —saludó Óber sin levantarse—. Álex, tú eres el único que no conoce a todos los jefes. Te presento a Lenya, cabeza visible del clan de los albos, cuya magia agita los velos de la mentira; y a Glauco, señor de los Varulf, dominadores de las bestias. A su lado se sienta Eilat, jefe de los Íridos, que engañan a los hombres a través del sentido de la vista. A mi derecha, Duns, el más anciano de nosotros, que dirige el clan de los Pindar. Más vale no oír nunca sus recitaciones, si no quieres llegar a confundir tu vida con las suyas.
Y, por último, junto a él se encuentra Kennin, señor de los Zenkai, que utilizan el silencio como un arma. Todos juntos ostentamos la primacía entre los Medu, conocedores de la magia de los símbolos. Nuestra piel es nuestra existencia; nunca escritura, vuestro limite. Que estas palabras queden tatuadas en tu alma.
Impresionado por esa bienvenida ritual, Álex contempló con aprensión los rostros de los cinco jefes que Óber acababa de presentarle. Lenya era una mujer rígida y hermosa, de cabellos tan negros que casi parecían azules, ataviada con un vestido gris de pronunciado escote, que dejaba al recubierto un fragmento del tatuaje en forma de libélula propio de los miembros de su clan. A su lado, Glauco parecía un joven de unos veinticinco años, con largos cabellos de color miel y una camiseta ceñida que realzaba la perfecta musculatura de sus brazos. Lo más llamativo de su rostro era los ojos, de iris crueles y dorados que recordaban un poco a los de Garo.
Eilat, por su parte, parecía un hombre de mediana edad, con las sienes cubiertas de canas y una agradable sonrisa en el semblante. Era el único de los presentes que llevaba corbata, lo que le daba el aspecto de un anodino agente de bolsa.
Al otro lado de la mesa se sentaba Duns, un anciano cuya barba gris y descuidada le hacía parecer un artista bohemio. Su expresión era bondadosa, pero a la vez reflejaba una profunda inquietud. Álex sintió de inmediato simpatía por él, aunque sabía que no debía fiarse de las apariencias.
En cuanto a Kennin, se trataba de un joven de rasgos orientales, vestido con una túnica de color anaranjado. Su rostro era el menos expresivo de todos, pero el intenso brillo de sus ojos demostraba que se encontraba alerta.
—Jana, ocupa tu sitio junto a Kennin —ordenó Óber, dirigiéndose con severidad a la muchacha—. Puede que sea la última vez que lo hagas. Y los demás, ocupad los asientos que queráis alrededor de la mesa; pero, eso sí, lo más cerca posible de mí, para que pueda sondear bien el fondo de vuestro ojos.
Arrastrado por un impulso irrefrenable, Álex se apresuró a seguir a Jana para sentarse a su lado, pero cuando fue a hacerlo observó que, aparte de los asientos destinados a los jefes de los clanes, alrededor de la mesa no se veía ninguna silla.
—No importa que no la veas, está ahí —murmuró Erik, que le había seguido.
Aparecerá cuando te sientes.
Temiendo que Erik le estuviese tomando el pelo, Álex hizo ademán de sentarse al vacío, y para su sorpresa se encontró con un asiento sólido en mitad de su caída. Erik ocupó un invisible asiento a su derecha, y frente a él, al otro lado de la mesa, se sentó Pértinax, después de farfullar un montón de saludos y de hacer reverencias a todos los jefes.
Para sorpresa de Álex, las hijas de Pértinax se sentaron modosamente al lado de su padre, desplegando diminutas sonrisas en sus caras de muñeca y alisándose con cuidado los encajes de sus falditas.
Durante unos minutos reinó un profundo silencio. Óber tenía los ojos cerrados y parecía concentrado en una profunda meditación interior. De pronto, un coro de voces frías y cristalinas comenzó a entonar una melodía muy lenta, una melodía que no se ajustaba a ninguna tonalidad, sino que iba vagando de una a otra sin aparente sentido, desorientado por completo al oyente.
Por instinto, Álex miró hacia el extremo vacío de la sala de juntas, de donde parecían provenir las voces. Lo que vio le dejó sin respiración. En lugar de una pared, aquel extremo de la estancia se encontraba limitado por un espacio absolutamente negro, un vacío cósmico donde ni siquiera brillaban las estrellas. Era como si en aquel lugar de la sala desembocase directamente en la nada, y de esa nada era de donde provenían las voces que desgranaban monótonamente su inquietante melodía. Álex tardó un rato en percibir las gradas esculpidas en el vacío, y las siluetas ataviadas con túnicas negras sosteniendo sobre aquellas gradas.
—Los hechiceros Drakul sostienen con su canto la red de sortilegios que protege la Fortaleza —recitó Óber con los ojos cerrados—. Estamos a salvo de los guardianes.
Aranox, ven a nosotros. Que dé comienzo la ceremonia.
Al momento, una espada se materializó en el aire, con la empuñadura hacia arriba y la punta hacia abajo. Flotaba exactamente sobre el centro de la mesa de juntas, totalmente inmóvil. Álex contempló con interés las complicadas filigranas que cubrían la hoja. A pesar de la distancia, podía distinguirlas con toda exactitud. Quizás fueran por efecto del tatuaje, que en presencia de Jana agudizaba todos sus sentidos.
—Ésta es la espada Aranox, talismán del clan de los Drakul, letal entre todas las espadas, poderosa entre los poderosos —tronó la voz de Óber, superponiéndose al cántico de los hechiceros.
—¿Qué significan esos símbolos de la empuñadura? —preguntó Álex, incapaz de refrenar su curiosidad.
Los jefes de los clanes lo miraron escandalizados, y Garo dio un paso hacia él, enseñando los dientes con expresión amenazante. Sin embargo, Óber esbozó un gesto apaciguador con la mano.
—Nuestro invitado es un humano y desconoce nuestras leyes —dijo, sonriendo—. Su juventud le inclina a la espontaneidad, y eso no siempre es malo. ¿Alguno de los presentes quiere responder a su pregunta?
Álex se volvió hacia Jana con expresión interrogante, pero, antes de que la muchacha tuviese tiempo de abrir la boca, las tres hijas de Pértinax se levantaron al unísono, se alisaron los volantes del vestido y se volvieron hacia Óber con cara de alumnas aplicadas.
—Los dos signos de la empuñadura representan a Mercurio y a Ibis —respondió la rubia con un siseo de ultratumba—. Los antiguos lo identificaban con Hermes, Señor de lo oculto, pero también ha recibido otros nombres.
—Aah-Tehuti, Toth, a veces Nebo —prosiguió la morena con el mismo siseo inhumano que su hermana—. Pero nosotras preferimos pronunciar su nombre olvidado: Dyehuti.
—Son los signos del Último, Guardián de las Palabras, Lengua de la Creación, Mago de los Dioses… Cuando cayó fulminado bajo la ira de Drakul, sus nombres se grabaron en el puño de la espada —concluyó la hermana pelirroja.
Cuando calló, todos los presentes respiraron hondo, aliviados. Las fúnebres inflexiones de aquellas voces idénticas parecían haber envenenado el aire.
Las muchachas se sentaron, mientras su padre las observaba con una mezcla de ternura y tristeza. Daba la impresión de que él también había estado conteniendo el aliento mientras ellas hablaban, para no contaminarse de su inhumanidad.
—Mis hijas están muy versadas en el saber antiguo —murmuró el anciano con orgullo, mientras las muchachas regresaban a su rigidez de máscaras—. Han pagado un alto precio por sus conocimientos, como podéis ver.
Álex observó la espada, procurando ocultar su curiosidad. Las trillizas habían hablado de dos símbolos, pero él veía tres. ¿Por qué no habían dicho nada del símbolo central? ¿Acaso no lo veían? El muchacho las miró de reojo mientras se planteaba la posibilidad de formular la pregunta en voz alta. Después de todo, el signo del centro, el que ellas no habían mencionado, era el que más le interesaba…
Porque se trataba de una serpiente, y eso le hizo pensar de inmediato en Jana y en el inquietante tatuaje de su espalda.
De pronto sintió la mirada de Óber clavada en su rostro, ardiente como una quemadura. El jefe de los Drakul parecía estar escrutando su alma. ¿Habría leídos sus pensamientos? ¿Se habría dado cuenta de que él había visto un signo más en la espada?
—¿Hay algo más que quieras saber? —le preguntó Óber sin dejar de mirarlo.
Álex se esforzó por controlar la expresividad de sus fracciones.
—No, gracias. Siento haber interrumpido —repuso en tono tranquilo.
Óber le sonrió con aprobación. Luego, dejó de sonreír y, poniéndose en pie, extendió ambos brazos hacia la espada.
—Ésta es Aranox, Viento de Más Allá —pronunció con solemnidad. Los cantos de los hechiceros se disolvieron en un respetuoso silencio cuando resonaron estas palabras—. Se muestra pocas veces; pero cuando lo hace, es por un buen motivo.
Desde que encadenó al Último y lo condenó a la oscuridad, estamos bajo su protección. Si se plantea un conflicto entre los clanes, o en el seno de un mismo clan, ella es quien decide. La espada solo puede inclinarse de un lado, y quien cuestione su elección pagará su atrevimiento con la vida.
La luz fría y azul de los ojos de Óber fue recorriendo parsimoniosamente los rostros de todos los presentes. Finalmente se detuvo en Álex.
—Este humano ha acudido a mí para que, utilizando el poder de los Drakul, le libere del poderoso hechizo que pesa sobre él. El encantamiento fue obra del hijo menor de Alma, última jefa del clan de los Agmar. Se trata de una magia muy peligrosa, practicada sobre el espíritu del humano a través de un tatuaje grabado sobre su piel.
Sometiendo a este joven a tal hechizo, el hijo de Alma ha desafiado nuestras leyes, poniéndonos en peligro.
Sus ojos brillantes como zafiros se apartaron de Álex para fijarse en el rostro de Jana.
—Tienes derecho a explicarte en nombre de tu hermano —le dijo suavemente.
Pero te advierto que estamos muy descontentos. Nos encontramos en un momento delicado, a punto de enfrentarnos a una amenaza que llevaba siglos sin aparecer. No tenemos tiempo para querellas entre nosotros… Y mucho menos para buscarnos problemas con los humanos. Tu responsabilidad, cuando llegues a la mayoría de edad, consistirá en dirigir y controlar todos los Agmar; pero no has demostrado que ni siquiera puedes controlar a tu hermano.
Mientras Óber hablaba, Pértinax meneaba vigorosamente la cabeza con gesto triste.
—Pobre Alma —murmuró, en voz lo suficientemente alta para que todos lo oyeran—. Ella no se merecía esta deshonra.
Los ojos de Jana desafiaron en silencio al anciano, mientras sus labios se curvaban en una sonrisa a la vez seductora y desdeñosa.
—Veo que la petición de mi amigo humano va a ser utilizada como excusa para someterme ante los jefes de los clanes —dijo con voz clara, volviéndose hacia Óber—. Sin embargo, antes de hacerlo, deberías darle una respuesta a Álex. ¿Vas a concederle lo que te ha pedido?
Un destello de ira atravesó los ojos del jefe Drakul.
—Eso lo decidiré más tarde —repuso, tajante—. Primero hablaremos de ti y de los tuyos. Desde hace tiempo, albergamos serias dudas acerca de tu derecho a ocupar la jefatura del clan de los Agmar. Desde que murió tu madre, no has dado muestras en ningún momento de haber heredado sus facultades.
—¿Y cuándo queríais que las diera? Pértinax se ha encargado de relegarme a la sombra, impidiéndome aparecer ante los míos como la legítima heredera Agmar. Creo que a veces se le olvida que él no es más que un regente, y que su labor terminará el día que yo cumpla los dieciocho años.
El aludido aprovechó al instante la ocasión para hacerse oír.
—Mi pobre pequeña, ¡cómo puedes ser tan injusta! Lo único que he hecho a lo largo de estos años ha sido protegerte y procurar ocultar tus… ¿Cómo llamarlas? Tus carencias. He evitado tus intervenciones en las reuniones anuales del clan para impedir que hicieras el ridículo. Es lo menos que podía hacer por Alma… ¡Pobrecilla!
A ella nunca se le pasó por la cabeza que fueses a sucederla.
Por un momento, Álex pensó que Jana iba a lanzarse sobre el anciano. Sin embargo, la joven escuchó su malévola declaración con admirable compostura.
—Pértinax defiende los intereses de sus hijas, y no le culpo por ello —repuso suavemente—. Es lógico que centre todas sus ambiciones en ellas, pero el resto de los clanes no deberían dejarse engatusar por los sueños de grandeza de un pobre anciano.
La única heredera legítima de Alma soy yo; y estoy dispuesta a demostrárselo a cualquiera que se atreva a ponerlo en duda.
Se oyeron murmullos en la cabecera de la mesa, y Lenya se puso en pie para hablar.
—Las disputas internas de los Agmar nos afectan a todos —dijo con una voz grave, que sorprendió a Álex por su musicalidad—. No olvidemos que es en su territorio donde, según la profecía, debe surgir la próxima manifestación del Último.
A Álex no le pasó desapercibida la mirada de reojo que le dedicaron varios de los presentes al oír aquella mención. Parecía que, pese al tatuaje, algunos seguían creyendo que cabía la posibilidad de que el Último fuera él… Aunque no daba la sensación de que Óber se contase entre ellos.
—No se trata de un territorio exclusivamente suyo —intervino Glauco con aspereza—. También nos pertenece a los Varulf… Y, puesto que ni este viejo incompetente ni esta niña inexperta parecen capaces de enfrentarse con una amenaza como la que se avecina, propongo que los Agmar sean disueltos como clan, y que sus derechos se nos traspasen a nosotros.
Óber no se molestó en ocultar la gracia que le hacía aquella reclamación. Sin dejar de mirar a Jana, emitió una carcajada larga y desabrida.
—Vamos, Glauco, no exageres —dijo, cuando logró dominar su risa—. A pesar de la debilidad de los Agmar, tu clan ha perdido en todas las batallas libradas contra ellos en estos últimos años. Ni siquiera tus Ghuls inhumanos han logrado que eso cambie…
Tienes que reconocer que Pértinax lo ha hecho bastante bien.
Como no estaba dispuesto a reconocer nada semejante, Glauco optó por el silencio.
Sus ojos dorados estaban tan llenos de resentimiento que daba miedo mirarlo.
—Los Drakul no queremos que el clan Agmar desaparezca —añadió Óber, recuperando la seriedad—. Únicamente deseamos asegurarnos de que sea el mejor quien ocupe su jefatura. Pértinax es un anciano, así que la decisión está entre sus hijas y Jana. Muchacha, dinos si aceptas o no el desafío.
Los ojos castaños de Jana brillaban con una luz otoñal, de árbol pardo y mojado por la lluvia.
—¿Tengo que enfrentarme con la tres a la vez? —dijo, en tono burlón—. La verdad, no me parece justo.
Antes de que Óber tuviese tiempo de replicar, Álex se alzó de bruscamente de su asiento y tomó la palabra.
—Antes de seguir con esto, quiero retirar mi petición a Óber de que me libere del tatuaje mágico —dijo atropelladamente—. Sin pretenderlo, he sido la causa de todo este lío, y estoy dispuesto a hacer lo que sea por reparar el daño que he causado. Jana no tiene la culpa de que su hermano se divirtiera un poco a mi costa… Y, desde vuestro punto de vista, que un Medu se burle de un humano no debe de parecer tan grave.
Mientras Óber lo observaba de arriba abajo, Álex notó un firme tirón en su manga derecha. Se trataba de Erik.
—Siéntate —le susurró éste con voz casi inaudible—. Estás complicando las cosas.
—No subestimes tu responsabilidad en este asunto, muchacho —dijo Óber en tono paternalista—. Habríamos averiguado la transgresión de David antes o después, y Jana, como jefa de su familia, habría comparecido para explicarse ante este tribunal.
Por eso, te ruego que no vuelvas a intervenir hasta que se te conceda la palabra… De lo contrario, me veré obligado a tomar medidas para controlarte.
Aquella última amenaza había sonado particularmente humillante, pero Álex se mordió el labio inferior y decidió no rebatirla. No quería empeorar las cosas para Jana irritando al jefe de los Drakul… Además, en el fondo sabía que tenía razón, y que él pintaba muy poco en aquel espectáculo.
Levantándose majestuosamente, Jana recorrió con una mirada llena de desprecio los rostros de los jefes de los clanes.
—Óber ha formulado en vuestro nombre acusaciones un tanto nebulosas contra mí —dijo, pronunciando con deliberación cada palabra—. Si vais a cuestionar mi liderazgo, exijo que al menos lo hagáis con argumentos concretos. ¿En qué he fallado, según vosotros? ¿Qué tenía que haber hecho que no haya hecho? Es cierto que David ha ejecutado un hechizo de primera magnitud sin mi consentimiento, pero ése no es motivo suficiente para poner en tela de juicio mi liderazgo. Castigadme si queréis por mi descuido, pero no tratéis de arrebatarme el título que heredé de mi madre.
Los jefes de los clanes cuchichearon entre sí, visiblemente descontentos.
—Mi querida Jana —dijo de pronto Pértinax—, como regente actual de los Agmar y miembro más anciano del clan, quiero ser yo quien responda a tu pregunta. Durante años he intentado, en lo posible, ahorrarte el sufrimiento de conocer las dudas que albergaba tu madre acerca de ti, pero no puedo seguir haciéndolo por más tiempo. Mi pobrecilla, Alma no creía en tus poderes. De niña nunca diste muestras de tener ningún talento especial para las visiones, y tu hermano menor ha demostrado poseer dotas mágicas mayores que las tuyas. Se trata de un hecho inaudito en el linaje de los Agmar, donde las mujeres siempre han sido más poderosas que los hombres. Pero eso no es todo… La desconfianza de Alma hacia su hija era tal que ni siquiera le legó la poderosa piedra que dio origen a su linaje. Me refiero a la piedra de Sarasvati, misteriosamente desaparecida desde la muerte de Alma.
Un murmullo de comentarios interrumpió la perorata del anciano.
—Tal vez su asesino la robara —dijo Eilat en voz alta, mirando a Jana con aire pensativo.
—Eso debes preguntárselo a él —repuso Jana volviendo sus ojos hacia Óber con expresión desafiante.
Óber sostuvo su mirada sin pestañear, mientras una sonrisa despectiva afloraba lentamente a sus labios.
—La piedra no fue robada, de lo contrario lo sabríamos —dijo el jefe de los Drakul.
Estoy completamente seguro de que sigue en poder de los Agmar… Y creo que Pértinax es de la misma opinión.
—No quiero adelantar nada —intervino el anciano nerviosamente—. Los hechos hablarán por sí mismos… Únicamente diré lo siguiente: es fácil deducir que quien tenga la piedra será depositaria de mayores poderes que quien no la tenga. Que cualquiera de mis hijas se mida con la hija de Alma, y que ambas nos ofrezcan por turnos sus visiones. La que demuestra mayor maestría en el dominio de la magia será la heredera legítima de la última gran hechicera Agmar… y la legítima dueña de la piedra.
Al oír aquello, Jana se encaró con el viejo. Por un momento, Álex tuvo la impresión de que estaba a punto de perder el control.
—¿Estás insinuando que mi madre quería que esos monstruos que tienes por hijas la sucedieran? —Dijo, en voz baja—. ¿Estás insinuando en serio que Alma lo querría así?
El anciano se encogió de hombros.
—Entiendo que estés dolida, muchacha, pero así son las cosas. No he querido hacerlo público hasta ahora para no perjudicar a nuestro clan, pero tu soberbia ha ido demasiado lejos. Si tuvieras la piedra, hace tiempo que la habrías utilizado… La habrías usado, por ejemplo, para ayudarnos a vencer a los Varulf. Pero no has podido hacerlo porque no la tienes tú.
—Y entonces, ¿quién la tiene? ¿Tus hijas? —le interrumpió Jana.
Pértinax sonrió misteriosamente.
—No diré nada por ahora —dijo, mirando de reojo a las trillizas—. Las visiones hablarán.
—Que las visiones hablen, entonces —dijo solemnemente—. El combate se celebrará de la siguiente manera: cada contendiente mostrará, cuando le llegue el turno, la visión más poderosa que sea capaz de invocar. La primera será una visión del pasado; la segunda, del futuro, y la tercera, del presente. Las visiones del presente son las más difíciles de dominar, y es necesaria una magia muy poderosa para lograrlo. Los cantos de los hechiceros Drakul nos protegerán de los guardianes mientras celebramos el ritual. Si una de las dos contendientes quebranta las normas. La espada hará justicia, destruyendo la ventaja obtenida de modo fraudulento.
Una aguda punzada en el hombro hizo que Álex se volviese instintivamente hacia Jana. La muchacha se había puesto de pie y miraba en silencio la espada, en actitud de profunda concentración. Álex sintió con mayor fuerza que nunca el vínculo que le unía a ella a través del tatuaje. Toda su mente se volcó en el rostro cautivador de Jana, tratando de penetrar en sus pensamientos.
Fue entonces cuando creyó oír en su interior la voz suave y apaciguadora de la muchacha… Álex respondió a aquellas palabras con una sonrisa alentadora. Fue como si Jana percibiese dentro de sí el calor de aquella sonrisa, porque de inmediato se volvió hacia él y también le sonrío.
—Estoy lista —dijo, mirando a las trillizas.
—Yo también —repuso Urd, la trilliza de cabellos negros, con su voz cavernosa y sin expresión.
Las dos jóvenes caminaron hacia el extremo de la mesa y colocaron frente a frente, muy cerca la una de la otra. Curiosamente, a pesar de sus grotescas proporciones infantiles, la hija de Pértinax tenía la misma estatura de Jana; y lo más inquietante de todo era que entre aquel rostro vacío de cartón piedra y el semblante cautivador de Jana existía un innegable parecido. Anteriormente, Álex no había reparado en él, pero ahora que podía contemplar a las dos muchachas tan cerca la una de la otra, la semejanza saltaba a la vista.
Durante unos minutos no se oyó en la gran sala acristalada más que la interminable salmodia de los hechiceros. Álex evitaba mirar hacia el oscuro vacío de donde provenía aquella especie de teatro de sombras colgado de la nada. El tatuaje seguía doliéndole, pero al mismo tiempo le invadía una sorprendente sensación de calma.
Era como si Jana, a través del dibujo de su piel, estuviese diciéndole que todo iba a salir bien; aunque lo cierto era que, observando el rostro gozoso de Pértinax y la sonrisa de Óber, Álex no las tenía todas consigo.
De pronto, por encima de los cantos retumbó la voz cavernosa de Urd:
—El pasado —dijo, alzando hacia el techo la mano derecha.
Sus rasgos empezaron a distorsionarse hasta convertirse en una mueca aterradora, mientras entre sus dientes el aire brotaba con un silbido progresivamente más agudo.
En un momento dado, a la altura del pecho, el vestido empezó a teñirse de un líquido azul, mientras un resplandor del mismo color se elevaba desde aquel punto hacia lo alto. A medida que el resplandor abandonada el cuerpo de la joven, éste se iba arqueando hacia delante, torturado por el esfuerzo.
La luz azulada no tardó en condensarse en una miríada de puntos que, al unirse, formaron la imagen tridimensional de una mujer vestida con una túnica blanca. La mujer llevaba los largos cabellos sueltos sobre los hombros, y exhibía un evidente parecido con Jana.
A sus espaldas, Álex oyó algunas exclamaciones sofocadas.
—Alma —murmuró Erik—. Un duro golpe para Jana, ella no puede hacer eso.
Álex recordó lo que Jana le había contado acerca de su incapacidad para tener visiones relacionadas con su madre. Probablemente se trataba de una laguna en sus poderes bien conocida entre los jerarcas de los clanes. Urd estaba jugando muy bien sus cartas… El hecho de que ella sí fuese capaz de invocar la imagen de Alma podía hacer pensar a muchos que Urd era, en realidad, la heredera espiritual de la última hechicera Agmar.
La visión de su propia madre ejerció, además, un efecto desgastador sobre Jana, que se quedó largo rato mirándola con ojos desencajados, hasta que la figura comenzó a disolverse nuevamente en el aire.
—Es tu turno Jana —le recordó Óber, una vez que la visión de Urd se hubo disipado por completo.
Jana juntó las manos a la altura del pecho, cerró los ojos y elevó la cabeza hacia lo alto. A Álex le pareció que oía un canto desafinado y triste en su interior, el mismo que la muchacha estaba utilizando para invocar su visión. En esta ocasión, todo ocurrió gradualmente, provocando que el efecto final resultase aún más impresionante.
Primero fue un viento ardiente y seco, cargando da granos de arena que obligaron a los presentes a cerrar los ojos. Cuando Álex se decidió a abrir los suyos, la transformación que se había operado a su alrededor le dejo con la boca abierta. La arena había cubierto buena parte de la sala de juntas, y en algunos lugares llagaba hasta la altura de la mesa. El espectáculo de aquellos funcionales muebles de oficina semihundidos en las dunas habría bastado para llenar de perplejidad a cualquiera.
Pero la cosa no se detuvo ahí. Mientras la arena se acumulaba en todo los rincones, la luz había aumentado de intensidad hasta volverse cegadora. Bajo la blancura resplandeciente de aquella luz, los objetos y los personajes de la sala se disolvieron como la sal en el agua. En su lugar, bruscamente, surgió la silueta imponente de un templo de piedra, cuya estructura recordaba a las antiguas mastabas de los egipcios.
La entrada del templo destacaba como una gran boca oscura en medio de la deslumbrante claridad, enmarcada por largos frisos de jeroglíficos. Y delante de aquella entrada se encontraba una mujer y dos hombres mirando con expresión hierática a los presentes. Los tres iban vestidos con ropajes suntuosos que a Álex le recordaban algunos cuadros renacentistas. El hombre del centro era más alto que sus dos compañeros, y sostenía con ambas manos una espada semejante a Aranox.
—Drakul —dijeron varias voces, casi al unísono—. Es Drakul, el fundador de esta casa…
—Se parece mucho a ti —susurró Álex, volviéndose hacia Erik—. Es casi idéntico…
—Los Medu del mismo linaje nos parecemos mucho —repuso Erik—. Fíjate en la mujer, ¿no dirías que es Jana?
—Se parece muchísimo, aunque es rubia…
—Es Agmar, la fundadora de su clan. Fíjate en ese objeto que flota sobre la palma de su mano. Es la dichosa piedra.
Álex observó fascinado la figura de Agmar, concentrada en observar la piedra como si estuviese a punto de entrar en trance. Llevaba un largo vestido de brocado carmesí con bordados de plata, y los cabellos dorados ceñidos por una redecilla de perlas.
Pese a la antigüedad de aquél atuendo, el parecido con Jana resultaba asombroso: los mismos ojos aterciopelados, los mismos labios serenos y seductores, la misma belleza distante, que ejercía un irresistible magnetismo sobre todos los que la rodeaban.
—El otro no sé quién es —murmuró Erik—. No lo he visto nunca.
Álex observo al tercer personaje de la visión con el corazón encogido. Era un joven apuesto y sombrío, vestido enteramente de negro, y no se parecía a nadie que él hubiese visto anteriormente. Sin embargo, sabía quién era. Lo sabía por el libro que sostenía, cerrando, bajo su brazo, un viejo libro encuadernado en cuero que en principio no tenía nada de especial. Sin embargo, algo debía de tener cuando se encontraba allí, en la visión de Jana, junto a la espada y la piedra.
Era una representación del último de los Kuriles, el que su padre le había pedido que buscase; el motivo, en definitiva, de que él estuviese allí. Hugo le había dicho que lo reconociera en cuanto los viera, y eso era exactamente lo que acababa de suceder. Lo había reconocido, sí, pero, al mismo tiempo, Álex comprendió que aquella apariencia de objeto vulgar no era la verdadera. El viejo volumen simboliza en realidad algo mucho más poderoso, algo que ninguna podía contener.
En cuanto al portador del libro, aquel joven de rostro triste y pensativo, no podía ser otro que Céfiro, su antepasado. El último de los príncipes Kuriles…
Las tres figuras permanecieron estáticas mientras el viento agitaba sus vestidos y las dunas de arena a sus pies. No se miraban, ni parecían conscientes de la presencia de los otros. Toda su atención estaba concentrada en el objeto que custodiaba cada uno de ellos. La piedra azul y resplandeciente de Agmar, la espada de Drakul y el libro de Céfiro.
En un momento dado, la mujer comenzó a mover los labios, como si estuviese recitando una formula ritual inaudible. El viento arreció, arrastrado toda la arena del suelo y envolviéndolos a todos en un denso remolino rojizo. Álex sintió la áspera bofetada del huracán cargado de arena en sus mejillas, y se vio obligado a cerrar nuevamente los ojos. Cuando los abrió, los tres personajes habían desaparecidos. En su lugar vio a Jana tambaleándose sobre sus piernas temblorosas, con su vestido negro sucio de arena y polvo y la mano derecha extendida con la palma hacia arriba.
De inmediato se oyeron gritos y exclamaciones ahogadas: sobre la mano de Jana brillaba la piedra de la visión, el zafiro azul de Sarasvati.
—La tiene ella —rugió Óber, incrédulo—. Pértinax, ¿a qué has estado jugando?
El viejo se puso en pie como movido por un resorte y empezó a agitar los brazos con expresión desencajada.
—¡No es justo! ¡Ha hecho trampa! El objeto mágico le da una clara ventaja sobre mi hija. ¡Exijo que el duelo se suspenda inmediatamente!
En respuesta a la demanda del anciano, la espada Aranox emitió un suave resplandor rojizo. El anciano se dejó caer en su asiento, repentinamente atemorizado.
—El duelo ha comenzado y no se detendrá —dijo la voz de Óber, transformada en una especie de rugido sobrenatural.
El jefe Drakul había pronunciado aquellas palabras sin mover los labios, y Álex comprobó que en realidad era la espada quien estaba hablando a través de él.
—El resultado es incierto, las desigualdades se compensaran —prosiguió la voz.
Urd y sus hermanas comparten una misma consciencia y una misma sabiduría. Es justo que se unan.
Álex sintió que se le erizaba la piel y que la garganta se le secaba. No había experimentado un horror semejante desde la infancia, cuando tenía pesadillas y su padre acudía a consolarle. O tal vez hubiese experimentado lo mismo el día que su padre murió, aunque no lo recordara.
Lo cierto es que lo que estaba ocurriendo ante sus ojos era más espeluznante que ninguno de sus sueños de infancia. Antes de que la voz dejase de hablar, las dos hermanas de Urd comenzaron a caminar como autómatas hacia su hermana, y, al llegar hasta ella, las tres se fundieron en un abrazo. Sus labios, sus manos y sus cabellos se mezclaron hasta confundirse… Y, poco a poco, los tres cuerpos se superpusieron para formar uno solo. Era una imagen terrible, porque a través de los ojos redondos y azules de Urd ahora miraban, prisioneras, sus dos hermanas. Un monstruo abominable con aspecto de muñeca… y sorprendentemente parecido al de su bella adversaria.
Jana había contemplado la metamorfosis de Urd sin moverse un ápice de su sitio.
Tenía el rostro convulso por el esfuerzo que había supuesto para ella la anterior visión, pero su mirada no reflejaba miedo.
—El futuro —siseó lentamente una triple voz a través de los labios de Urd.
Los brazos de la joven comenzaron a moverse como si estuviese ensayando una antiquísima danza. Al desplazarse, los miembros de Urd se triplicaban, liberando por un momento los miembros cautivos de sus hermanas. Parecía una criatura mitológica, una de esas deidades hindúes de innumerables brazos. Álex se estremeció de terror y repugnancia; tuvo que hacer un gran esfuerzo para no apartar los ojos de la monstruosa hija de Pértinax.
Pronto quedó claro que aquella danza espeluznante tenía un objetivo. Con cada uno de los movimientos de Urd, la piedra azul de Sarasvati se alejaba unos centímetros de la mano extendida de Jana, sin que ésta pudiera hacer nada por impedirlo. Sin embargo, cuando el zafiro alcanzó el punto medio entre las dos contendientes, dejó de avanzar y se quedó flotando inmóvil en el aire. La danza de Urd se volvió más rápida y desenfrenada que antes, y sus rasgos comenzaron a retorcerse de un modo extraño, dislocándose brevemente en una triple boca o en media docena de ojos. Pero aquellos esfuerzos no dieron ningún resultado: una vez situado en el centro de la escena, el zafiro no se movió ni un milímetro más.
Los ojos redondos de Urd se oscurecieron de odio, pero aquella reacción humana de impotencia duró tan solo unos segundos. Enseguida, sus rasgos se acartonaron una vez más, confiriéndole el aspecto de una máscara. Una horrible polifonía comenzó a brotar de su pecho, entonando un canto monótono e incomprensible.
Las múltiples voces de aquel canto se condensaron en un ruido de lluvia torrencial, que se hizo visible ante los aterrados ojos de Álex; una granizada de formas y colores que rápidamente compusieron una imagen tridimensional, tan vívida como si fuera real.
Se trataba de Erik. Parecía algo más mayor, más atlético quizá que en el presente, y una intensa palidez cubría su rostro, acentuando la nobleza de sus rasgos. Sostenía con ambas manos el puño de Aranox, blandiéndola contra un enemigo invisible. Su mirada se encontró un momento con la de Álex, y éste dejó escapar un grito de asombro. Eran los ojos de su amigo, fieros y concentrados, más impresionantes que nunca.
—¡Fijaos! ¡Lleva una corona! —dijeron varias voces a coro.
En efecto, una corona que parecía de fuego ceñía la frente del muchacho.
La visión se disolvió de golpe al tiempo que la salmodia de Urd cesaba, dejando la sala sumida en un sepulcral silencio.
—Será rey —acertó a decir Eilat, impresionado—. Óber, tu hijo ocupará el trono vacío…
A pesar de lo halagador del comentario, Óber torció el gesto con evidente disgusto e intercambió una enigmática mirada con Erik. Álex observó que su amigo se había puesto intensamente pálido. No daba la impresión que aquella escena que Urd les estaba mostrando le hubiese sorprendido agradablemente, sino más bien todo lo contrario.
Una seca carcajada atrajo todas las miradas hacia Jana.
—¿Cómo podéis ser tan ilusos? —gritó la muchacha con ojos llameantes—. Os están manipulando…
—¿Estás insinuando que mis hijas no han mostrado la verdad? —preguntó Pértinax, indignado.
Jana se encaró con Urd la miró a los ojos.
—La verdad tiene muchas caras —repuso, colérica—. Ellas os han mostrado una…
Yo os mostraré la otra.
Antes de que terminara de hablar, su vestido comenzó a deshacerse en finas cenizas grises que cayeron girando a sus pies. El torbellino fue extendiéndose por el suelo hasta engullirlo todo, y Álex se encontró de pronto sumergido en aquella nube turbia que le quemaba los ojos, luchando por respirar. Perdió la noción del tiempo, y la falta de oxígeno lo sumió en una especie de letargo que solo empezó a disiparse cuando las cenizas dejaron de girar y se depositaron en el suelo.
Al mirar a su alrededor, descubrió horrorizado que se hallaba en medio de un montón de escombros y de ruinas ennegrecidas que apenas se sostenían sobre un esqueleto de metales retorcidos. Entre tanta desolación, reconoció un solo objeto: una larga mesa partida en dos que el fuego había consumido por los bordes yacía entre masas de cemento y cristales rotos, con las patas hacia arriba.
Se trataba de la misma mesa a la que estaban sentados un momento antes, la mesa de la sala de juntas.
—Luchad por lo que Urd os ha mostrado. Esto es lo que obtendréis —dijo la voz de Jana, deformada por un eco que rebotó largamente en todas direcciones.
Álex vio a la muchacha tendida en el suelo, sobre un montón de cristales. Estaba completamente desnuda y tenía los ojos cerrados. De pronto, las cenizas comenzaron a volar hacia su cuerpo, posándose sobre su piel y trenzándose para formar el vestido negro de la muchacha. Mientras el vestido se iba recomponiendo sobre el cuerpo de Jana, los fragmentos de los cristales se reconstruyeron a vertiginosa velocidad y, finalmente, la mesa de reuniones se ensambló nuevamente.
Cuando la visión terminó, todo estaba exactamente igual que al principio, excepto el rostro de Jana, que reflejaba un espantoso agotamiento. Álex miró a los jefes de los clanes, rígidos en sus puestos alrededor de Óber. Sus semblantes crispados exhibían una amplia gama de expresiones, que oscilaban entre la confusión y el miedo.
Óber era el único que parecía tranquilo.
—Nada dura para siempre —dijo con voz ronca, rompiendo el impresionante silencio.
Glauco se volvió hacia él con una obsequiosa sonrisa.
—Es cierto. Pero consuela saber que, dentro de ciento de años, cuando todos nosotros hayamos desaparecido, nuestros edificios seguirán ahí, aunque sea transformados en ruinas —comentó, casi alegremente.
Jana se acercó a la mesa tambaleándose y, apoyándose en ella con ambas manos, miró despectivamente a los jefes de los clanes.
—Engañaros si queréis —dijo, temblando de ira—. Ese futuro está mucho más cerca de lo que pensáis… Mucho, muchísimo más cerca.
Erik hizo ademán de levantarse para ir hacia la muchacha, pero un gesto de advertencia de Óber lo detuvo.
—El duelo no ha terminado aún —dijo Pértinax, mirando a su hija Urd, que permanecía totalmente quieta, como en trance, a cierta distancia de la mesa—. Falta lo más importante de todo… El presente.
Al oír aquellas palabras, fue como si algo dentro de Urd se agitase, liberando por un instante los rostros prisioneros de sus hermanas. La joven con aspecto de muñeca sonrió, avanzó tres pasos hacia Jana y, con una voz cantarina, de niña, repitió:
—El presente.
Sin transición alguna, aquella voz infantil se transformó en un aullido grave y monocorde que, gradualmente, fue subiendo de tono. Urd sostenía cada nota el tiempo suficiente para que los rostros de sus hermanas aflorasen por turnos a la superficie, y luego ascendía a la nota siguiente. A medida que su canto se iba volviendo más agudo, la mueca que deformaba sus fracciones se desencajaba un poco más, acrecentando la monstruosidad de su aspecto.
Al cabo de unos segundos, el sonido alcanzó una intensidad insoportable. Álex trató de protegerse tapándose los oídos, pero no le sirvió de nada. Aquel aullido ensordecedor perforaba todas las barreras y retumbaba en su interior, haciendo vibrar cada una de sus vísceras.
Cuando alcanzó el tono más agudo posible, de pronto las tres hermanas se separaron.
Y lo que parecía imposible sucedió: las tres emitieron un espantoso chillido a la vez, triplicando la fuerza del sonido anterior.
El triple alarido hizo temblar la mesa, los cristales y la carne de los presentes. El zafiro que flotaba a media distancia entre Jana y las trillizas estalló en mil pedazos intensamente azules y afilados que de inmediato volaron hacia Jana, como diminutos proyectiles. Entonces el tiempo pareció ralentizarse, y la progresión de los deslumbrantes cristales hacia el rostro de Jana se volvió lentísima, interminable. La muchacha los observaba petrificada, incapaz de reaccionar. Álex dejó escapar un grito de horror: si Jana no se movía, los fragmentos de la piedra la alcanzarían directamente en el rostro. Tardó un instante en darse cuenta de que su grito había sonado muy parecido al aullido inhumano de las trillizas.
Y en ese mismo momento notó que los cristales oscilaban en el aire, indecisos. La vacilación duró unas décimas de segundo, pero fue suficiente para sacar a Jana de su estupor. Bruscamente, el tiempo recobró su velocidad habitual, y Álex vio a Jana dibujar con asombrosa rapidez una línea sinuosa en el aire que permaneció flotando como un trazo de plata. Los fragmentos de zafiro rebotaron en aquel escudo luminoso y cambiaron su trayectoria, dividiéndose en tres chorros que se dirigieron velozmente hacia las trillizas.
Antes de que pudiesen hacer ni decir nada, todo había terminado. Los cristales se habían reunido mágicamente, recomponiendo el zafiro de Sarasvati. Pero, en su camino, había absorbido a las tres hermanas, dejándolas atrapadas para siempre en el interior de la piedra.
El zafiro flotó en el aire durante un largo rato, más azul y transparente que nunca. En la sala de juntas solo se oían los sollozos apagados de Pértinax, derrumbado sobre la mesa.
—Tal vez haya sido lo mejor para ellas —murmuró Lenya suavemente, mirando con piedad al anciano.
—Si… tal vez —repuso Pértinax, luchando por refrenar su llanto.
—El desafío ha terminado —dijo Óber, poniéndose en pie. Su rostro había adquirido un tinte ceniciento, y sus ojos parecían muertos, incapaces de expresión—. La hija de Alma ha resultado vencedora.
Todos los rostros se volvieron hacia Jana, y ella intentó esbozar una sonrisa, pero sus piernas temblaron y cayó al suelo desvanecida.