El interior de la casa olía a fuego de leña y a pintura fresca, o quizá a algún tipo de barniz. Los ojos de Álex tardaron unos segundos en habituarse a la penumbra del vestíbulo, iluminado por una pequeña lámpara de cristales multicolores situada sobre una consola descascarillada, en el descansillo de la escalera. Se notaba enseguida que aquella casa había sido lujosa en otro tiempo. La desgastada alfombra persa que protegía los peldaños de madera, el balaustre de caoba labrada, los pesados marcos dorados de los cuadros… Todo tenía un aire refinado y decadente, acentuado por la mezcla de reflejos verdosos y rosados de la lámpara. No se veían telas de araña, ni el más leve rastro de tamo gris… Pero aquella limpieza resaltaba de un modo extraño el desgaste de los materiales del suelo y las paredes.
—Ven conmigo. El único cuarto de baño que funciona está arriba —dijo Jana en voz baja.
Empezaron a ascender en silencio. Detrás de Jana, Álex subía con los ojos clavados en la figura de la chica, fijándose en cada uno de sus movimientos. Le fascinaban la perfección de sus caderas y la delgadez de su cintura. Resultaba delicioso poder recrearse en aquellos detalles así, sin ser visto, sin tener que dar explicaciones, ni siquiera con la mirada… Cuando llegaron al descansillo, ella se detuvo de pronto y, volviéndose, deslizo sus dedos por el brazo de Álex en una larga caricia hasta llegar al cuello. Después, lo atrajo muy despacio hacia sí. Se besaron… Los labios de Jana ardían, húmedos y tentadores como un fruto prohibido.
Al cabo de un instante perfecto e infinito, ella se despejó lentamente de él y lo miro a los ojos. Sus dedos seguían jugueteando sobre su nuca.
—Nunca había besado a nadie con tanto maquillaje —dijo sonriendo.
Álex intento abrazarla de nuevo; pero Jana lo detuvo con un gesto. Metió la mano en un bolsillo del vestido y sacó un pequeño teléfono que no dejaba de zumbar. La luz verdosa del móvil ilumino un segundo su rostro, donde la sonrisa había dejado paso a una leve mueca de fastidio.
—Sera mejor que te quites todo eso de la cara cuanto antes le dijo, y se giró para subir el segundo tramo de escaleras.
Álex la siguió, todavía aturdido por el cosquilleo del beso de Jana en su boca. Al llegar arriba tropezó con un objeto metálico que cayó al suelo con gran estrépito. Sobresaltado, lo observo rodar sobre las tablas del suelo. Era un paragüero de bronce.
—Espero no haber despertado a nadie —susurró.
—No te preocupes. Mi hermano nunca está dormido a estas horas.
Álex tragó saliva, incomodo. Se había olvidado completamente del hermano de Jana… De modo que estaba en la casa… La perspectiva de tener que saludarle no le hacía ninguna gracia.
Mientras él enderezaba el paragüero, Jana abrió una puerta al final del pasillo y encendió una luz. Se trataba de un cuarto de baño bastante grande, con un lavabo de mármol blanco y un espejo rodeado de bombillitas doradas, como los de los antiguos camerinos.
—Entra. En el armario de la esquina hay toallitas limpiadoras, y también un desmaquillador para los ojos. Supongo que no necesitaras mi ayuda, ¿no?
—Creo que podré hacerlo solo, pero gracias.
Jana se apartó de la puerta para dejarle pasar. El muchacho abrió el grifo del agua fría y metió la nuca debajo. El contacto del agua helada le erizó la piel. Cerró los ojos y suspiró profundamente, aliviado. Cuando alzó la cabeza se encontré con los ojos de Jana en el espejo, que lo observaban con aire divertido.
—Puedes usar esa toalla de ahí —dijo, señalando un amasijo de felpa roja amontonado sobre un taburete de madera, junto a una de las patas doradas de la bañera—. Es la mía… Te dejo solo. Jana cerró la puerta tras ella, y Álex escucho inmóvil sus tacones alejándose sobre el suelo de madera hasta detenerse en algún rincón remoto de la casa. Después, cogió la toalla y se froté el pelo.
Antes de volver a dejarla sobre el taburete, hundió la cara en ella y aspiro largo rato su olor. Olía a suavizante de lavadora perfumado de manzana y a nada más, pero, aun así, sabía que era su toalla, que había estado en contacto con sus mejillas, con sus manos. La cabeza le daba vueltas, como si acabase de probar un licor desconocido, más fuerte y peligroso que todo lo anterior.
Al cabo de un momento se dio cuenta de que había manchado la toalla de maquillaje. Eso le recordó que estaba allí para quitarse toda aquella pintura de encima. Aunque no tenía ninguna practica en el asunto, había visto a su madre desmaquillarse alguna que otra vez, así que extrajo las toallitas del armando y se froto sin piedad la frente, los labios y las mejillas, hasta no dejar ni rastro de cosmético sobre su piel. Luego, vertió un poco de desmaquillador de ojos sobre un disco de algodón y se limpió las pestañas y los parpados.
Cuando termino, se miró al espejo y sonrió con escepticismo. Su pelo mojado apenas parecía rubio, y sus mejillas estaban anormalmente sonrosadas por la violencia del ritual higiénico que acababan de sufrir, pero sus ojos eran los de siempre, limpios, azules e intensamente atentos, unos ojos que parecían permanentemente alerta, dispuestos a encajar cualquier imagen; en su campo de visión, por insólita que fuera. Ojos serios y cálidos eso decía siempre su madre… En realidad, eran lo mejor que tenía.
Oyó pasos que se acercaban por el pasillo y, dando por terminado su examen, busco el interruptor de la luz y lo pulso, al tiempo que abría la puerta. Justo enfrente de él, apoyado en la pared, había un muchacho de unos quince años. Álex lo recordaba perfectamente del colegio, a pesar de que lo habían expulsado el invierno pasado. Era David, el hermano de Jana.
—¿Qué tal? —le saludo el chico, sin moverse—. Jana me ha dicho que estabas aquí.
—Hola, David, cuánto tiempo.
Nunca habían sido amigos. Se conocían solo de vista, del patio del colegio. Álex sabía por su hermana Laura que David había sido durante años el alumno más brillante de su clase, pero después de la muerte de sus padres todo cambio. Se volvió desafiante, se metió en un par de broncas a la salida de clase… Y la dirección de Los Olmos no toleraba ese tipo de cosas.
—Jana tardara un rato en volver. Está con un cliente… Dice que, si quieres, puedes esperarla en la biblioteca. Ven, te enseñaré donde está.
David echó a andar por el pasillo, pero Álex le puso una mano en el hombro para detenerlo. El muchacho se dio la vuelta y lo miro con frialdad. Álex no había olvidado aquellos ojos verde azules, rasgados, que solían traer de cabeza a todas las chicas de Los Olmos, y que armonizaban de un modo perfecto con las mejillas pálidas y hundidas de David y con sus labios finos y bien dibujados.
—¿De qué cliente hablas? —Preguntó Álex en voz baja, casi temblando.
David sonrió burlonamente.
¿Por qué te pones tan dramático? ¿Es que Jana no te ha dicho nada?
Álex negó lentamente con la cabeza, intentando dominarse.
—Tenemos un taller de tatuaje. Es de lo que vivimos… Ella hace los diseños y yo les pongo el toque artístico. Y los paso a la piel, claro. Esa parte también es importante. David se había puesto en marcha de nuevo, y esta vez Álex lo siguió sin protestar.
—Sabía que a Jana se le daba bien el dibujo, pero no tenía ni idea de que se dedicaba a los tatuajes —comentó mientras avanzaban por el pasillo.
—Solo desde que murieron mis padres. De algo tenemos que vivir… Y somos buenos. Más que buenos. Formamos un gran equipo.
—Pero ¿por qué a estas horas? Es un poco raro, ¿no?
—Nosotros no hacemos tatuajes corrientes. Son… Especiales. Y la hora es importante. De día no saldrían bien. Subieron un tramo más de escaleras, y David se detuvo junto a una recia puerta de madera que parecía cerrada con llave. En lugar de abrirla, apoyó la espalda en ella y se quedó mirando a Álex con una fría sonrisa.
—¿Te interesan los tatuajes? —pregunto, en tono irónico.
—Ahora si —repuso Álex sin inmutarse. ¿También hacéis piercings?
La sonrisa se borró del rostro de David.
—No —dijo con sequedad. No nos gustan los piercings. Es exactamente lo contrario de lo que nosotros hacemos… Una especie de mutilación. Nosotros manipulamos el cuerpo para darle…, a ver cómo te lo explico… Para darle otras alternativas, y no para arrebatarle lo que ya tiene.
David no parecía estar bromeando. Álex sostuvo un momento su mirada.
—La verdad es que no entiendo lo que quieres decir —confesó.
David se metió las manos en los bolsillos, como si se dispusiera a recitar una lección.
—En algunas culturas el tatuaje se considera algo mágico —explicó sin dejar de mirarle—. Te concede la fuerza o la destreza de lo que dibujas. En cierto modo, consigue que cohabiten en tu alma los distintos seres que pueblan tu piel. En cambio, un piercing sería lo contrario de un tatuaje; te quita una parte de ti, crea un vacío, te desposee de algo que ya tienes.
Álex se imaginó al muchacho soltando aquel pequeño discurso delante de sus potenciales clientes. Seguro que lo había repetido muchas veces.
—No sé si te he entendido bien —dijo, sin dejar de mirarle. ¿Me estás dando a entender que lo que vosotros hacéis son tatuajes mágicos?
—Depende de cómo lo mires. En realidad, no se trata exactamente de magia…
Nosotros no les damos a nuestros clientes nada que no tengan ya. Álex estudió un momento los rasgos elegantes y levemente crueles del hermano de Jana.
—Me estás tomando el pelo, ¿verdad? -Preguntó, sonriendo. David se encogió de hombros. —Eso depende de quién seas en realidad murmuró.
—Puedo entender que, para vosotros, los tatuajes tengan un significado espiritual, pero de ahí a admitir que influyan en el estado de ánimo de la gente… Es pasarse un poco, ¿no?
—¿Y tú qué sabes? —repuso David en tono cortante—. Estás hablando sin tener ni idea.
El muchacho se volvió y, sacándose una llave del bolsillo de los vaqueros, la introdujo en la cerradura de la puerta. Álex se dio cuenta de que estaba realmente irritado. Sin embargo, el tema le interesaba demasiado como para no insistir.
¿Y qué está haciendo Jana ahora mismo con ése… «cliente»? —preguntó.
David forcejeo un instante con la cerradura, hasta lograr que la llave girara.
—Ya te lo he dicho: le está diseñando un tatuaje… Algo muy personal, una especie de amuleto que solo puede llevar él.
—Ya.
El escepticismo de Álex hizo que David se volviera una vez más a mirarle.
—Tendrías que verla trabajando —dijo, y sonrió ampliamente por primera vez, enseñando sus blanquísimos dientes—. Es el alma de este negocio. Deja a los clientes boquiabiertos, y se creen todo lo que les dice. Al final, llegan al taller como en trance, y ni siquiera se quejan cuando empiezo a trabajar… Bueno, tú ya lo sabes, te seduce sin tan siquiera mirarte. Álex experimento de pronto una oleada de celos al pensar en aquellos clientes con los que Jana se encerraba a solas, tratando de plasmar algo de su espíritu en un dibujo.
—Nunca había pensado en hacerme un tatuaje murmuró, pero estoy empezando a cambiar de opinión.
David se quedó mirándolo un buen rato, como especulando con aquella posibilidad. Después, sin decir nada, entró por fin en la habitación que acababa de abrir y encendió una lámpara de pie que había a la izquierda de la puerta antes de invitarle a pasar.
—Ésta era la biblioteca de mis padres. Tuvimos que vender un montón de libros cuando murieron, para pagar las deudas. Aun así, todavía conservamos bastantes. Álex observo con asombro las estanterías de caoba, tras cuyos cristales se alineaban millares de libros de todos los grosores y tamaños, todos encuadernados lujosamente en cuero y con relieves en oro. Era cierto que en las librerías se veían algunos huecos, pero, con lo que quedaba, probablemente habría suficiente como para pasarse leyendo toda una vida.
—Es fantástica —murmuró, admirado—. Tus padres debían de ser gente muy especial, para haber reunido todo esto… En realidad, la mayoría de los libros eran de mi abuelo materno. Pero, de todas formas, es cierto que mis padres eran gente muy especial.
Fue una pena lo del accidente murmuro Álex con torpeza.
Fue más que una pena. Fue una tragedia —dijo David con voz apagada—. Una pérdida irreparable.
—Yo también perdí a mi padre, supongo que lo sabes. Álex se arrepintió inmediatamente de haber mencionado aquello. Nunca hablaba de la muerte de su padre con nadie, nunca, ni siquiera con su madre o con su hermana. Y David no era, precisamente, alguien que le inspirase confianza.
El hermano de Jana acaricio con aire distraído un par de volúmenes posados sobre el escritorio que ocupaba el centro de la habitación.
—Lo que has dicho hace un momento sobre hacerte un tatuaje, ¿iba en serio? —preguntó de pronto.
Álex lo pensó durante unos segundos.
—Sí, ¿por qué no? —contestó, sonriendo—. Me gustaría ver cómo trabaja Jana.
¿Te interesa mucho Jana?
Era una pregunta muy directa. Y la respuesta también lo fue.
—Me interesa mucho, sí.
Se hizo un incómodo silencio, que David aprovechó para recoger la media docena de cuadernos de bocetos que yacían esparcidos por el suelo de la biblioteca.
—Quizá pueda convencerla de lo del tatuaje —dijo, poniendo los cuadernos sobre la mesa.
Álex se había dejado caer sobre un sillón de cuero rojo y lo observaba sin perder detalle de sus movimientos.
—Te lo agradecería mucho.
—Sera mejor que vaya a ver si ya ha terminado su parte. A los clientes no les gusta que los hagan esperar, y éste, en particular; es bastante impaciente. Puedes echar un vistazo a los libros, si quieres… No creo que Jana tarde mucho.
Álex asintió y alzó una mano en señal de despedida. Sin devolverle el saludo, David se quedó un instante observándolo con atención desde el umbral de la habitación. Luego salió, cerrando suavemente la puerta tras de sí.
Álex se puso en pie y dio un par de pasos para desentumecer las piernas. El hermano de Jana le hacía sentirse incómodo, aunque no entendía por qué. En realidad, se había mostrado bastante cortés, incluso amigable. Quizá; lo que le desconcertaba era su desenvoltura, que le hacía parecer mayor de lo que en realidad era. Hablaba y se movía como si siempre supiera con exactitud lo que estaba haciendo y adónde quería ir a parar, y miraba a los demás como si dudase seriamente de que ellos lo supieran.
Para dejar de pensar en David y en el extraño imprevisto que le había apartado de Jana, Álex se acercó a uno de los estantes de la biblioteca y empezó a examinar los libros. Había títulos de todo tipo, aunque predominaban los de contenido filosófico y etnológico. No faltaban los grandes clásicos de la literatura, en lujosas ediciones antiguas, y también abundaban los libros de arte bellamente ilustrados. Álex saco uno del estante inferior y lo hojeó: Retablos del Renacimiento… Cada reproducción estaba protegida por una lámina de papel de seda, cuya ligereza contrastaba de un modo curioso con el papel de debajo, grueso y levemente satinado.
Muchos de los retablos que figuraban en el libro no se encontraban en ningún museo ni en iglesias célebres, sino en pequeñas parroquias rurales europeas donde el abandono y la desidia de las autoridades contribuían a su progresivo e irremediable deterioro. Eso, al menos, podía leerse en la introducción. Al devolver el pesado volumen a su lugar Álex se fijó en otro libro igual de grueso, pero evidentemente más antiguo. El cuero repujado del lomo exhibía un velero de tres palos estampado en oro debajo del título. Sorprendido, el muchacho se arrodilló junto a la estantería y lo examinó más de cerca. No era la primera vez que veía aquel anagrama. También figuraba en un viejo libro de su padre, lo recordó de repente. Y, simultáneamente, le vino a la memoria una imagen en la que su padre cerraba de golpe aquel grueso mamotreto con el barco de oro en el lomo justo en el momento en que él, entonces un niño de ocho o nueve años, irrumpía gritando en su despacho. La escena debía de haberle sorprendido, no recordaba por qué. Quizá por la expresión agobiada con que su padre depositó el libro sobre la vieja mesa de lectura al verlo aparecer… En cualquier caso, no se trataba de la misma obra. Para asegurarse, Álex lo extrajo del estante y acarició pensativamente la cubierta. Si, el tacto resbaladizo del cuero verde era similar, pero el tema no coincidía. El libro de su padre trataba de astronomía, mientras que aquél llevaba por título Leyendas y tradiciones de los pueblos celtas. Sin embargo, había un detalle curioso: al velero dorado del anagrama le faltaba un trozo en la popa, un pequeño fragmento en forma de medialuna. Exactamente igual que al del libro de su padre… Álex no sabía mucho sobre las técnicas antiguas de estampación del cuero, pero pensó que tal vez los dos grabados se hubieran realizado con el mismo sello defectuoso. No se le ocurría otra explicación… Interesado, busco en las primeras páginas del volumen la fecha de publicación. Enero de 1887. Y el libro había sido impreso en Venecia, aunque no estaba escrito en italiano. Tendría que comprobar el lugar y la fecha de impresión del ejemplar de astronomía de su padre.
Oyó ruido de pisadas en el pasillo y se incorporó sin soltar el viejo volumen sobre las tradiciones celtas. La sonrisa de anticipación se le borró de golpe al comprobar que se trataba nuevamente de David y no de Jana, como había supuesto. Le pareció que el muchacho estaba más pálido aún de lo habitual, y notó por primera vez las dos medialunas moradas que oscurecían su piel, justo debajo de los ojos.
—¿Pasa algo? —preguntó, sin pararse a pensar.
—Jana ha temido que salir —repuso el chico con voz apagada—. Te pide disculpas, ha sido un imprevisto.
¿Algo relacionado con el trabajo?
David sonrió con cansancio.
—Más o menos. Espero que no tarde mucho, no me gusta que salga a estas horas. El barrio… Ya sabes. Álex asintió, incomodo. A él tampoco le gustaba la idea de que Jana hubiese salido ella sola a la oscuridad de aquellas calles siniestras colgadas sobre el acantilado. No conseguía imaginar qué podía ser tan urgente como para obligarla a abandonar su casa de ese modo, cerca de las cinco de la madrugada, y justo después de haberle invitado a entrar con ella. Todo aquello era de lo más extraño… Pero si se podía sacar alguna conclusión, era que para Jana había cosas mucho más importantes que atender a su invitado, a pesar de la pasión con que le había besado unos minutos antes.
—Creo que será mejor que me vaya a casa —dijo—. Espero encontrar el camino…
—No —le interrumpió David con viveza— Jana quiere que duermas aquí. Para alguien que no conoce la Colonia, sería peligroso volver a la calle a estas horas. Aunque supongo que, si quiere que te quedes, no será solo por eso… ¿Tienes que avisar a tu familia?
—Le dejaré un mensaje a mi hermana para que no se preocupe. Pero, de todas formas, no sé si es muy buena idea…
—¿Hacer lo que Jana quiere que hagas? Si estás interesado en ella, es buena idea, créeme.
Álex sonrió y se encogió de hombros.
—De acuerdo, entonces acepto.
—Ven, te enseñaré donde está el cuarto de invitados.
Álex devolvió el libro que estaba hojeando a la estantería.
¿Sabes que en la biblioteca de mi padre hay un libro muy parecido a éste? Tiene el mismo barco en el lomo, con la misma melladura en forma de medialuna. ¿A que es curioso?
—Sí, lo es —dijo David, mirándolo con atención.
—Pero el contenido es diferente. Este trata de las tradiciones celtas, y el de mi padre creo recordar que iba sobre astronomía. Supongo que los publicaría el mismo editor en fechas cercanas.
—Me gustaría ver la biblioteca de tu padre algún día —murmuro sonriendo el hermano de Jana. Había algo sombrío en aquella sonrisa, una especie de desconfianza repentina que sorprendió a Álex.
—¿Te interesan los libros antiguos? —preguntó.
—Solo algunos —fue la respuesta del muchacho.
Luego, sin añadir nada más, se dio la vuelta y salió de la biblioteca para guiar a su huésped hasta la habitación de invitados. Álex lo siguió, intrigado.
—Un nudo celta sería perfecto para tu tatuaje —dijo sin volverse—. Se lo comenté a Jana antes y la idea le encantó. Mañana, si quieres, podemos hacértelo… Solemos tener bastante trabajo los sábados, pero a los clientes no les gusta madrugar así que a primera hora estaría bien.
Habían llegado al final del pasillo. David abrió una puerta blanca y apretó el interruptor de la luz. Álex parpadeó mirando a la lámpara esmaltada del techo, con sus tres pequeñas pantallas blancas y media docena de lágrimas de cristal colgando de sus brazos.
La habitación estaba decorada con un papel de bandas de color marfil y azul celeste. Su único mobiliario se componía de una cama de forja con una vieja colcha de patchwork y una cómoda de madera con una jarra y una palangana encima, al estilo de los viejos lavabos.
—Eso de ahí es un aseo —dijo David, señalando a una puerta corrediza situada en la pared del fondo, junto a la cómoda—. Puedes usarlo para ducharte por la mañana.
Hay toallas debajo del lavabo, en el armario… ¿Qué más? La cama está hecha, has tenido suerte.
—¿Tienes un despertador? No me gustaría que se me pegaran las sabanas…
David puso una mano sobre el radiador que había bajo la ventana y la retiró enseguida, complacido. Al parecer, estaba suficientemente caliente.
—No te preocupes por eso —dijo— Jana dormirá hasta tarde. Cuando te despiertes, vete a buscarme al taller. Está en el piso de abajo, al final del pasillo. Hay un vestíbulo con un cuadro muy gracioso de mi bisabuela… La puerta de enfrente.
—¿Estarás allí?
—Sí. Despertaremos a Jana y, después de desayunar, nos pondremos con tu nudo celta. ¡Qué duermas bien! Espero que no te den miedo los fantasmas… Álex oyó la risa de David mientras se alejaba por el pasillo, dejándolo solo en aquella habitación. Casi inmediatamente, apago la luz. Sin saber porque, también él, entonces, se echó a reír. La ventana daba al exiguo jardín de la casa. Álex se aproximó a ella, la abrió y, al tercer intento, consiguió desatrancar los postigos de madera. El tronco de la palmera que había visto al entrar ascendía hacia el cielo, recto y flexible, a muy poca distancia de la habitación. El viento jugaba con las hojas largas y crujientes de la copa, y a lo lejos, como un eco, se oía el rumor del mar mezclado con el de los coches en la autopista. Sacando medio cuerpo al exterior, Álex alzo la mirada para atisbar un retazo de cielo. Allá arriba, como un gajo de plata, brillaba la luna. Respiró hondo un par de veces, se estiró como un gato y, tras quitarse las zapatillas, se tendió vestido sobre la cama. Estaba en casa de Jana, escuchando la brisa que se enredaba en la palmera de su jardín, y Jana le había besado.
Pronto volvería a verla, y dejaría que ella eligiese un tatuaje que lo marcase para siempre, que le recordase durante toda su vida aquella extraña noche en la Antigua Colonia… Toda su piel se estremeció de placer. Recordó los ojos grandes y serios de Jana, la humedad de sus labios, la perfección rosada de sus uñas, y por un momento imaginó que aquellas uñas dibujaban sobre su espalda una especie de flor de pétalos redondos, clavándose en su piel a medida que avanzaban hasta hacerle daño. Nunca antes se había hecho un tatuaje. ¿Qué se sentiría?
Pensando en ello, se quedó dormido.