En la antecámara del cuarto de Erik reinaba un silencio sepulcral. Dos Ghuls montaban guardia a ambos lados de la puerta, rígidos y grises como armaduras. Jana, que aguardaba desde hacía una hora sentada en un largo canapé granate, se puso en pie de un salto al ver entrar a David. Venía acompañado de un sacerdote Drakul que vestía la túnica roja reservada para las ceremonias de duelo.
—Mi señor Óber me ordenó que os dejase unos minutos a solas antes del comienzo de la ceremonia —dijo el sacerdote, mirando con desconfianza a la muchacha—. Voy a pasar ahí dentro para ayudarle a prepararse… No intentéis escapar, los Ghuls tienen orden de mataros si lo hacéis.
El sacerdote llamó suavemente a la puerta y, sin esperar respuesta, se introdujo en la sombría habitación de Erik. Mientras tanto, Jana y David se quedaron en pie, frente a frente, mirándose a los ojos.
—Las cosas están muy mal ahí fuera —dijo David, a modo de saludo—. Todos se culpan unos a otros de lo ocurrido en la Fortaleza. Los Ghuls de Glauco han atacado varias casas Agmar, y ha habido bajas en los dos bandos. Incluso el clan de Lenya se ha puesto en pie de guerra… ¿De verdad fuiste tú?
Jana miró de reojo a los inmóviles centinelas.
—No sé de qué me hablas —dijo, esbozando una mueca de advertencia.
—No te preocupes por ellos, no creo que nos estén escuchando. Dicen que fuiste tú quien invocó a los guardianes… ¿Por qué diablos lo hiciste? Fue por salvar a ese idiota de Álex, ¿no?
—Ese idiota resultó no ser tan idiota como tú creías —replicó Jana con impaciencia—. Óber lo encerró en su laberinto, y él destruyó el laberinto, y con él, el velo de oscuridad que protegía la Fortaleza. ¿Sabes cómo lo hizo? Matando a Arión.
Los Drakul lo mantenían prisionero desde la última guerra con los guardianes, pero no habían conseguido matarlo.
David abrió la boca, y enseguida volvió a cerrarla.
—Pero eso significa que él… ¿es el Último?
—No lo sé —murmuró Jana, encogiéndose de hombros—. Óber lo cree así. Fue todo muy rápido; se me ocurrió que si realmente Álex era uno de los guardianes, ellos vendrían a rescatarlo. La Fortaleza estaba desprotegida, si yo los invocaba podrían entrar… Piénsalo. Era una buena oportunidad para golpear a los Drakul.
David se echó a reír. Su carcajada resonó lúgubremente en la bóveda de la antecámara.
—Sí, y de paso, a todos los demás. Nos has puesto en peligro a todos, Jana. Ha sido una locura… Engáñate a ti misma si quieres, a mí no me engañas. Lo hiciste por Álex, porque querías salvarlo.
Jana de nuevo se encogió de hombros.
—En todo caso, eso por lo menos lo conseguí. Se fue con ellos, David. ¿Te imaginas?
¿Te imaginas que de verdad fuese el Último?
—Lo que no entiendo es cómo fuiste tan estúpida como para dejarte atrapar —replicó su hermano, evitando responder a la pregunta de la muchacha—. Estaba todo preparado, el portal de salida…
—Me distraje, supongo. De todas formas, ahora ya no importa… Erik está muriéndose, y ya te expliqué lo que quería Óber. Es nuestra oportunidad… ¿Crees que podrás hacerlo?
David asintió gravemente.
—No va a ser agradable, Jana —dijo—. Si quieres, puedes esperar fuera a que todo termine.
—No. Entraré contigo. Al fin y al cabo, yo empecé todo esto… Y quiero estar presente cuando se acabe.
David iba a responder cuando el sacerdote Drakul abrió la puerta del cuarto de Erik.
Los dos centinelas ni siquiera giraron la cabeza.
—Podéis entrar —dijo el sacerdote—. Mi señor Óber está preparado.
Dentro de la habitación reinaba una sofocante penumbra, rota aquí y allá por el resplandor de varias lámparas de mesa. Jana echó un vistazo desconcertado a las paredes, decoradas con carteles de bandas de hip-hop y con viejos discos de vinilo.
Incluso había una guitarra eléctrica de color rojo apoyada en una esquina, junto al equipo de música… Aquellos elementos contrastaban vivamente con el anticuado lecho donde reposaba el cuerpo exánime de Erik. Se trataba de una enorme cama con un dosel violeta y pesadas cortinas de brocado en los laterales. Las sombras de las cortinas dejaban el rostro del enfermo en la oscuridad, pero, por la languidez de sus manos, inmóviles sobre las blancas sábanas, Jana dedujo que estaba inconsciente.
A la izquierda de aquel enorme lecho había una especie de cama de hospital con ruedas, Óber estaba sentado en ella, descalzo. Una bata de seda púrpura le cubría el cuerpo desnudo. Alzando los ojos hacia los recién llegados, se desabrochó los botones de aquella prenda a la altura del pecho.
—Bueno, ya estamos todos —dijo con sorna—. Harold, la copa… Ahora que el veneno Agmar ha entrado en esta habitación, no deseo prolongar las despedidas.
Cuanto antes pierda la conciencia, mejor. Vamos, ¿a qué esperas? ¡La copa, te digo!
El atribulado sacerdote se acercó a la cama sosteniendo en sus trémulas manos un cáliz plateado y decorado con una hilera de perlas. Óber cogió el cáliz y apuró su contenido de un trago. Cuando terminó, arrojó la copa al suelo, produciendo un gran estrépito, y miró directamente a David.
—El anestésico no tardara en hacer efecto —anunció con tranquilidad—. Así podrás trabajar sin obstáculos, estarás contento, supongo… Gracias a los Drakul, vas a poder ejecutar tu mejor obra.
David asintió, sonriendo con descaro.
—Estoy contento, si —afirmó, desafiante—. Por muchos motivos…
Óber se levantó pesadamente de la cama. De pronto parecía haber envejecido al menos quince años.
—No te confíes —murmuró, caminando con lentitud hacia el lecho de su hijo.
Nuestra derrota no es vuestra victoria. Tu hermana ha sido una estúpida… Pero si Erik se salva, quizá los Medu aún tengan una oportunidad.
Sin esperar respuesta, apartó las cortinas de la cama de Erik y se sentó a su lado. Con una ternura de la que Jana no le habría creído capaz, tomó una de las manos de su hijo entro las suyas.
—Siento todo esto, hijo —murmuró, con los ojos fijos en el rostro en sombras de Erik—. No siempre nos hemos entendido… Espero que lo que estoy a punto de hacer te compense.
Tras una leve vacilación, se llevó la mano de su hijo a los labios y la besó, cerrando los ojos. Después, sin apresurarse, depositó de nuevo aquella mano sin vida sobre las sábanas y regresó a su lecho.
—Estoy preparado —dijo, acomodando la cabeza sobre la almohada—. Siento que mis últimas palabras tengan que ser para los hijos de Alma… En fin, supongo que ése es mi castigo.
Un instante después, Óber cerró los ojos. El sacerdote se acercó a su lecho y le tomó el pulso. Luego entreabrió uno de sus párpados para observar los reflejos de la pupila.
—Se ha dormido —anunció, volviéndose hacia David—. Haz lo que tengas que hacer… La espada está ahí, sobre la cómoda. Yo os dejo; él me dijo que esperase fuera. Estaré en la antecámara, por si necesitáis algo.
Cuando la puerta se cerró tras el sacerdote, David y Jana se miraron en silencio.
—Acércame esa luz —dijo David por fin, señalando una pequeña lámpara de pantalla cilíndrica que había en una mesilla, debajo de la ventana—. Necesito ver bien.
—¿Quieres que suba las persianas? —preguntó Jana.
David tomó la lámpara que su hermana le tendía y, tras conectarla a un enchufe, la depositó sobre la repisa de la chimenea, a escasa distancia del lecho de Óber.
—No, esto no se puede hacer con luz natural —murmuró, apartando la bata de raso del pecho del Drakul—. Con esa lámpara tengo suficiente.
Jana avanzó temblando hasta la cama de Óber y se quedó de pie junto a la cabecera.
Observó con aprensión el retorcido dragón azul tatuado sobre el pecho del padre de Erik. De modo que aquél era su tatuaje particular, el que lo diferenciaba entre todos los Medu. Jana lo examinó con atención: era un dibujo poderoso, que representaba una bestia a la vez delicada y feroz, de una brutal hermosura.
Sin pronunciar palabra. David se arrodilló junto a la cama y posó el dedo índice de su mano derecha sobre la cola del dragón. Lentamente, siguió el contorno del tatuaje con aquel dedo, deteniéndose en algunos puntos y apresurándose en otros, como si su mano estuviese ejecutando una especie de danza. Repitió aquel gesto varias veces, estudiando cada milímetro del dibujo, mientras su hermana observaba sus movimientos sin perder detalle.
El único sonido que llegaba hasta ellos era la respiración trabajosa y entrecortada de Erik. El aliento de Óber, por el contrario, fluía con tal lentitud que su pecho apenas se movía con cada nueva inspiración de aire.
El índice de David se detuvo a la altura de la boca del dragón. Luego, con extraña seguridad, comenzó a remodelar el tatuaje a base de leves toques que, bajo la yema de su dedo, transformaban cada detalle del dibujo. Fascinada, Jana siguió con la mirada el progreso del trabajo de su hermano a través de toda la anatomía del monstruo mítico que, desde el mismo momento de su nacimiento, se había convertido en el símbolo personal de Óber. El dragón cambiaba a ojos vistas. Sus ojos ganaron en profundidad, y en sus párpados apareció un pliegue de irónica tristeza. Las escamas se volvieron más brillantes y, a la vez, más ásperas. Las garras eran ahora más afiladas; la boca, en cambio, menos agresiva. En pocos minutos, el aspecto de la criatura grabada sobre la piel de Óber se había modificado por completo.
Cuando David terminó, se apartó un poco del cuerpo dormido sobre el que había estado trabajando y contempló su obra con los ojos entrecerrados.
—Es increíble —murmuró—. Nunca imaginé que los años pudiesen cambiar tanto a un hombre.
Su hermana lo miró con expresión interrogante.
—¿Cómo lo has hecho? —se atrevió a preguntar en un susurro.
David se volvió hacia ella con los ojos todavía empañados por el reciente esfuerzo.
—He dejado que su piel me hablara —repuso en tono cansado—. He mirado en su interior. Ahora es más imponente, ¿verdad?
Jana observó impresionada el nuevo aspecto del dragón que reposaba sobre el pecho de Óber. Sí. Resultaba más imponente que antes, pero también sorprendentemente humano. En su mirada se leía un sufrimiento que no estaba al principio. Había mucha fuerza en aquellos ojos, pero también había astucia y flexibilidad. Jana nunca habría creído que un tatuaje pudiera llegar a resultar tan expresivo.
—¿Era esto lo que Óber quería? —preguntó suavemente.
David asintió sin apartar los ojos del dragón.
—Supongo que sí; quería transmitírselo todo a él, a Erik. Hay mucha energía en esta figura, pero no sé si será suficiente… Quizá ni siquiera el dragón pueda salvarlo.
Jana observó ensimismada el rostro aristocrático e inteligente de Óber. Una vida por otra vida: eso era lo que el jefe Drakul había decidido… Por un momento sintió la tentación de volverse atrás. Después de todo, ellos no eran dioses, y le repugnaba tener que arrebatarle la vida a un hombre para dársela a otro, aunque el primero fuese su enemigo mortal y el segundo lo hubiese arriesgado todo por ella.
—Estamos perdiendo un tiempo precioso —dijo David, sacudiendo la cabeza como si quisiese deshacerse de un mal pensamiento—. Tráeme la espada, anda. Cuanto antes terminemos con esto, mejor.
Jana fue hasta la cómoda y cogió con ambas manos la espada de Óber. Era muy pesada; tanto, que los brazos le dolían cuando se la entregó a David. El joven, a su vez, la sostuvo un momento ante la lámpara y contempló admirado los emblemas modelados sobre la empuñadura y los tenues símbolos grabados en su hoja.
—Aranox —dijo, pronunciando la palabra con un respeto que sorprendió incluso a su hermana—. La espada que una vez salvó a todos los Medu. Cada uno de estos símbolos es el resumen de una vida. Míralos. El poder y la sabiduría de doce generaciones concentrados en una hoja de acero.
Jana observó los bellos jeroglíficos alineados sobre la hoja de la espada. Solo resultaban visibles de cerca pero su factura era mucho más delicada y perfecta que la de los relieves dorados de la empuñadura. Había un águila, un delfín, una cabeza de ciervo, un lagarto, una araña… Cada uno de aquellos signos había sido el tatuaje de un jefe Drakul en otro tiempo. Ahora, tal y como había dicho David, representaban todo lo que quedaba de aquellos antiguos guerreros. La espada se había convertido en su última morada, en una especie de tumba gloriosa y, a la vez, misteriosamente viva.
Y en unos instantes, un nuevo símbolo se añadiría a los otros. Jana ahogó un grito cuando David alzo la espada y la clavó con todas sus fuerzas en el pecho de Óber, exactamente a la altura del tatuaje. El tórax del Drakul se contrajo bruscamente, y la sangre empezó a manar a borbotones. Era una sangre densa, oscura, que brillaba a la luz mortecina de la lámpara con un destello púrpura. Rápidamente, se ramificó sobre la piel desnuda, dibujando un intrincado espino de color rubí.
—Está muerto —dijo David con voz apagada.
Jana lo vio asir con ambas manos la empuñadura de la espada y tirar con fuerza para extraerla del cadáver. La espada se desprendió con un sonido brusco y gorgoteante.
Los ojos de los dos hermanos se encontraron. Jana se sujetó la mano derecha con la izquierda, para evitar que David notara su temblor. Lentamente, su mirada resbaló hasta el filo de la espada ensangrentada. Había un nuevo dibujo grabado en su hoja: la fisura diminuta y precisa de un dragón rampante.
Sin limpiar la sangre de la hoja, David avanzó con cuidado hasta el lecho de Erik.
Después de una vacilación que duró tan solo unos segundos, Jana se le adelantó y se apresuró a apartar una de las cortinas violetas de la cama. Por un instante, los dos jóvenes contemplaron el rostro demacrado y gris del hijo de Óber. Si no hubiera sido por los estertores que brotaban irregularmente de su boca, habrían creído que estaba muerto.
David se inclinó sobre el enfermo y rozó con la punta de la espada la herida negruzca del hombro. Después, con sorprendente delicadeza, apartó las sábanas y depositó a Aranox verticalmente sobre el pecho desnudo del muchacho. Jana creyó advertir un débil reflejo de luz que recorría la hoja desde la punta hasta la empuñadura al entrar en contarlo con la piel del heredero Drakul.
Entonces sucedió algo asombroso. Bajo la espada, una mancha oscura comenzó a extenderse sobre la piel, avanzando en todas direcciones como un charco de tinta. En pocos segundos, la mancha adquirió un contorno bien definido, e innumerables detalles aparecieron sobre su superficie; el brillo plateado de unas escamas, la oscuridad de unos ojos infinitamente sabios, la superficie casi transparente de unas alas…
La espada refulgió un instante y luego se apagó. El ritual había concluido… La espada había traspasado la fuerza espiritual de Óber a su hijo. El tatuaje del dragón, que David había retocado con tanto cuidado, brillaba ahora sobre el pecho de Erik.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Jana con un hilo de voz.
—¿Ahora? No lo sé —contestó David, apartándose del lecho del enfermo con expresión agotada—. Esperar, supongo… Esperar a que algo suceda.
Jana caminó hasta él y, cogiéndole la mano derecha, la apretó cálidamente entre las suyas.
—Mamá estaría orgullosa de ti —le susurró—. Nadie tiene tu magia.
David se volvió hacia ella, y Jana observó que tenía los ojos húmedos.
—No soy un verdadero mago; solo soy un artista. Supongo que el arte es la magia de lo irrepetible.
Sus ojos se alzaron una vez más hacia el cuerpo ensangrentado de Óber, abandonado como un fardo sobre aquella cama que parecía sacada de un hospital.
—Él mató a mamá —dijo David con voz apagada—. No sabes cuántas veces he soñado con verlo así, como está ahora… ¿Por qué no siento ninguna alegría? ¿Por qué me siento tan mal?
Jana se disponía a abrasarlo cuando la puerta se abrió de golpe y un viento helado penetró en la estancia, derribando las lámparas y sacudiendo con frenética violencia las cortinas de la cama grande.
Todo sucedió muy deprisa. En el viento se mezclaron susurros, ecos de lamentos que parecían tan antiguos como el mundo. Poco a poco, los susurros se transformaron en aullidos. Jana notó que el miedo le erizaba la piel y le paralizaba los miembros. El huracán formó un remolino en torno a la cama de Óber, levantándola en el aire.
Jirones de vapor con formas monstruosas danzaron alrededor del muerto, persiguiéndose unos a otros. Los aullidos se habían vuelto tan intensos que la muchacha, instintivamente, se llevó las manos a las orejas para protegerse de aquél estruendo aterrador, pero no le sirvió de nada. Era como si aquellos gritos resonasen dentro de su cuerpo, atravesándola sin piedad.
Horrorizada, vio cómo el cuerpo de Óber era arrancado de la cama y arrastrado por aquel viento poblado de fantasmas hacia la ventana. En unos segundos, todo había terminado. Los aullidos se alejaron, las cortinas dejaron de moverse. Un penacho de humo se demoró algún tiempo sobre el rastro de Erik. Como si estuviese olisqueándolo. Luego, también aquel último vestigio de la espeluznante aparición se volatilizó.
Cuando todo pasó, Jana miró con horror los vestigios que había dejado el sobrenatural huracán. Solo una de las lámparas permanecía encendida en el suelo; las otras se habían hecho pedazos. Las cortinas del lecho de Erik estaban desgarradas, la cómoda se había estrellado contra la alfombra, la cama de Óber yacía volcada en un extremo de la habitación.
En cuanto al cadáver del jefe Drakul, no quedaba ni rastro de él. Aquel viento diabólico se lo había llevado.
—¿Qué… qué ha sido eso? —balbuceó David, mirando hacia la ventana rota con ojos desencajados.
Jana tardó unos segundos en reunir la fuerza suficiente para contestar.
—Dicen que Drakul hizo un pacto con un demonio antiguo para conseguir a Aranox —murmuró, con una voz tan alterada que no parecía la suya—. Dicen que el demonio forjó la espada mágica y que Drakul, a cambio, le prometió las almas de todos sus descendientes…
El horror de aquellas palabras, que siempre había creído legendarias, la sobrecogió.
—En fin, me alegro de que haya terminado —oyó decir a su hermano—. Nunca había sentido tanto miedo…
—No ha terminado. También lo quiere a él, ¿no lo has visto? —repuso Jana señalando la cama de Erik—. Está ansioso por llevárselo, y, antes o después, volverá a buscarlo.